Trabajos forzados (8)

David Cano

Marcos quiere visitar la casa en la que vivió sus últimos días Freddie Mercury. Sabe que está en Kensington. Nada más llegar a la habitación del hotel que le había facilitado la empresa, buscó en su móvil la localización a través de la aplicación de Google Maps. Ernesto le miraba mientras deshacía la maleta y dejaba encima de su mesilla de noche dos libros. “Tendremos que visitar hoy Londres, porque a partir de mañana me van a hacer currar. Hay que ver museos, Hyde Park, la casa de Freddie…” dice Marcos. Ernesto sonríe porque él ya lo había pensado. Marcos conocía Queen por su hermano. Todo lo que había que saber del grupo se lo había enseñado él. “Ya lo tenía en mente. Vamos a ello, déjame preparar la cámara de fotos y nos vamos”, pide Ernesto, que se alegra de que Queen sirva de nexo entre los dos.

Marcos se siente en Londres de la misma manera que en Madrid: perdido, ansioso. Sin embargo, cree que podría acostumbrarse a esta ciudad. Siempre había pensado que todo lo que no fuera su ciudad se le antojaría lejano. Sin embargo, últimamente el viento soplaba a favor y Marcos se mecía con él hacia delante. Las cosas estaban yendo relativamente bien. Ernesto alza la mano en un escorzo de ballet ruso para pedir un taxi. Cuando se monta, le explica a Marcos su idea de una ciudad en una novela: “no tiene por qué ser necesariamente importante. Debe contextualizar y debe no entorpecer la trama. A veces te puedes poner a detallar todos los rincones de la ciudad en la que se sitúa la narración y pierdes el hilo de la historia. La ciudad debe ser una percha que aguante todos los tipos de trajes”, dice Ernesto mientras mira por la ventana del taxi, moteada por la lluvia. Marcos se queda pensando que, en su novela, Madrid juega un papel especial, que es la causa por la que el profesor universitario, aislado y retraído, decide irse a otro país con más futuro en I+D+i. Decide no contarle nada a su hermano porque ya ha cogido carrerilla y sabe que se siente bien teniendo la batuta de mando. “Y es importante que frenes tus odios en lo que escribes. Es decir, escribir desde el desarraigo y el dolor está bien, pero no se puede exagerar. El lector se tiene que entretener y no pensar que la vida del escritor es una puta mierda y que para amargarle la existencia ya tiene su trabajo, a su mujer y las facturas. Tu libro debe decirle al lector cada vez que lo vea: léeme, léeme”. Ernesto se para un segundo en su locución y pide al taxista que baje la ventana un poco.

Marcos pensaba que la casa se podría ver, aunque fuese desde fuera. Sin embargo, le separa del refugio de Mercury durante sus últimos días, una barrera de ladrillo de tres metros. Lo único que le saca un poco de la tristeza de no poder estar un poco más cerca de su ídolo es la puerta de entrada, pintada por los fans, con frases esperanzadoras y llenas de cariño. “La limpian todos los años. Eso he leído en Internet” dice Ernesto, que siempre quiere tener la última palabra. Eso jode a Marcos sobremanera. Está empezando a cansarse de tener que soportar que su hermano le guíe más allá de la novela. Está organizando su vida, que hasta hace unos meses consistía en pizza, masturbación y escritura. Marcos toca con la yema de los dedos la puerta de madera de roble, ajada de todas las llaves que han raspado algún mensaje de luto. “Quiero dormir un poco. Vamos al hotel”, implora Marcos. Ernesto se extraña de la reacción de su hermano y le pide que le acompañe a las librerías que quiere visitar. “No, ve tú sólo. Voy a escribir un poco en la cama y a echar una siesta. No me encuentro muy bien”. No se encuentra muy bien a su lado. Marcos se siente mal porque su hermano está enfermo, pero no quiere (ni va a permitir) que su vida sea bicéfala. “Como quieras”, responde Ernesto con algo de tristeza.

Marcos se sienta en la cama con el portátil encima de las piernas y comienza a escribir el primer capítulo de su novela. El profesor en su entorno. El profesor contra el SIDA. El profesor enamorado de una alumna: “trillado”, escribe al lado de esa idea. Tras dos horas en las que solo ha conseguido escribir un par de hojas, decide apagar el portátil y refugiarse debajo de las mantas. Comienza a pensar en Sonia y en lo feliz que le haría ahora mismo que estuviera a su lado en vez de Ernesto. Decide hacerle una llamada perdida. Cuando cuelga, bloquea el móvil y se lo acerca al pecho mientras apoya la parte derecha de su cara contra la almohada. El corazón le empieza a vibrar: “T exo de menos”, lee en la pantalla. Marcos se sonroja en la intimidad y se toca la polla pensando en el mensaje, analizándolo sintácticamente. Aunque firmó un contrato que le prohíbe pensar en que la relación pueda pasar al siguiente nivel y ser más seria, no deja de pensar en Sonia a todas horas. Sonia en Londres con una boina y un abrigo enorme es lo último que se le pasa por la cabeza segundos antes de dormirse.

Marcos se levanta por un portazo. Aún debajo de las sábanas piensa que las puertas del hoteles están hechas a prueba de enfados y cierran en un ligero golpe lentísimo. Se quita las capas de la cara y ve que Ernesto está al lado del armario empotrado, enfadado y empapado. “Me ha pillado toda la puta lluvia de esta ciudad. Estoy empapado. ¿Me ducho y buscamos un restaurante para cenar algo?”, pregunta a su adormilado hermano. “Ok”, responde escuetamente Marcos mientras se quita las legañas. Ernesto cierra la puerta del baño y su hermano coge apresuradamente el móvil para ver si hay algún mensaje nuevo de Sonia. Luego piensa que no le ha respondido y que por eso ella no ha escrito. Decide dedicar la hora de la cena en la que Ernesto esté dando su clase de Literatura para pensar qué decirle sin llegar a ser empalagoso, pero mostrándole que aquí no hay solo una amistad de mierda.

Ernesto escoge (cómo no) el Beetrot Café, situado en el Soho, ese barrio hispster de Londres, desconocido para Marcos, pero que es tal y como ha leído por Internet. Modernos y modernas alternan sus ropas según gire la veleta de los Arctic Monkeys. Aun así, no quiere que el primer día de una semana que va a ser muy larga termine ahogándole en una furia desmedida que, seguramente, iría a parar a Ernesto. Marcos no recordaba que su hermano era vegetariano y que, por ende, el garito de Londres también lo sería. Se caga en Dios para sí mismo nada ver la carta llena de ensaladas y de mal nombrada cocina mediterránea. “He leído en El País que es un must para veganos”. Otra vez la palabrita de los huevos, piensa Marcos mientras busca un trozo de cerdo o vaca en la carta. “Muy bien”, alcanza a decir Marcos. La cena transcurre entre datos sobre Proust que a Marcos no le interesan y una retahíla de platos verdes insípidos. En la puerta, tras pagar la abultada cuenta, Marcos le dice a Ernesto que no se va a tomar una copa ahora, que mañana ha quedado a las ocho de la mañana en las oficinas del banco y que no quiere ir hecho una birria. Ernesto empieza a cabrearse. “Joder, parece que he venido solo a Londres. Nada, pues vete. Ya ves tú el daño que te va a hacer una puta copa”, dice. “No es eso, Ernesto. Que estoy cansado del viaje. Mañana hablamos, ¿ok?”. Marcos intenta no entrar en una discusión. Las riñas con su hermano se hacían eternas y se comenzaba a hablar de lo que no se debía hablar estando a tantos kilómetros de casa. “Ok”, responde Ernesto mientras da la espalda a Marcos y se sube el cuello del abrigo.

Marcos se sube en un taxi y abre la aplicación de notas de su smartphone para escribir dos ideas ridículas que se le han ocurrido de repente para la novela. Cuando llega al hotel saca el portátil y sigue escribiendo el primer capítulo del que cree que será su billete para salir de su trabajo actual. Cuando Ernesto llega a la habitación doble, ve que su hermano se ha dormido con el ordenador bajo el brazo. Con cuidado, se lo quita y lo deja encima de la mesa de despacho en la que descansan algunos calzoncillos limpios. Se mueve con sigilo y entra como una bailarina a su cama. La encuentra fría. Respira y cierra los ojos.

Marcos espera en el hall de la oficina, un mastodonte de 54 pisos con cristales de metacrilato. Aunque su nivel de inglés es más que aceptable, le ha costado hacer entender a la recepcionista que estaba esperando a James Cardy. La chica, prototipo de la mujer inglesa (rubia, con la piel llena de granos por el sudor que sufre por su sobrepeso) sólo sonríe y pone cara de estar perdida cuando un Marcos aún somnoliento le explica que tenía una reunión. “Meeting, meeting”, le suplica. Marcos vuelve a mirar a la chica que comienza a señalar con su mano derecha a un punto del final de la recepción. Debe de ser Cardy. Es él. Pulcramente vestido con el traje que la empresa regala, se acerca a Marcos con una gran sonrisa y con un castellano casi perfecto le da la bienvenida. “Hola, Marcos. Estamos muy contentos de que te embarques en esta aventura. ¿Has venido solo? Arriba te están esperando. Vamos a reunirnos para explicarte un poco cómo va esto. ¿Ok?”, dice con un marcado acento inglés.

Marcos responde como puede y siente como su estómago centrifuga a una velocidad de prendas frágiles. Se ha olvidado el protector de estómago y teme tener que parar la reunión para ir al baño. El ascensor parece un probador de un Zara cualquiera. Tiene un gancho para colgar el abrigo o la chaqueta. Marcos intenta pensar quién se va a quitar el abrigo en el ascensor, en qué momento tienes que hacer algo tan urgente que haga que tengas que quitarte una prenda en un ascensor. Tamborilea con los dedos en el reposamanos del lateral de la máquina y le dice a Cardy que hace mucho frío. “Es lo normal aquí, tienes que empezar a acostumbrarte”. Aunque seguro que quería ponerle otro tono a la frase, piensa Marcos, le ha sonado a un ultimátum. Dingggg. Planta 25. Cuando se abre la puerta una sucesión de mesas rectangulares que albergan a cuatro trabajadores se presenta ante sus ojos. “Estos son los funcionales y técnicos. Los que tienen que hacer que el programa quede perfecto para el cliente. Para el banco, you know”, le explica Cardy. Marcos saluda con la cabeza a todos los trabajadores que se le quedan mirando con extrañeza. Cardy va andando rápido, como andan los jefes que quieren mostrarse impenetrables ante sus subordinados.

Marcos sostiene la puerta que da entrada a una sala de reuniones con una mesa enorme y sillones de cuero a los lados. En cuatro de ellos ya hay gente sentada. Los conoce a todos. A la izquierda Eduardo Bolín, presidente del Banco y Conrado Ruiz, vicepresidente. A la derecha, Ron Standford, jefe para UK y Mery Austin, jefa de operaciones para Europa. Marcos saluda uno a uno y se desabrocha el primer botón de la americana. Se sienta a dos espacios de Austin y espera para ver cuál será el siguiente paso. “Bueno, falta alguien. Vamos a esperar un poco, que todos sabemos cómo es Luis”, dice Conrado. ¿Luis? Marcos no sabía que Luis iba a asistir a la reunión. No sabe cómo sentirse. Por un lado, le tranquiliza que Luis esté allí, pero por otro lado no quiere tener una niñera por si las cosas se ponen feas. Se debate entre esos dos sentimientos. Cruza los dedos de las dos manos y espera a que este aparezca por la puerta. No se habla. Todos (menos Marcos), trabajan o hacen que trabajan con sus ordenadores y móviles. Suena la puerta. “¿Se puede?”, dice Luis con medio cuerpo ya dentro de la sala. “Adelante, vamos a empezar”, dice Bolín, que se había mantenido callado hasta ahora.

Una respuesta a “Trabajos forzados (8)

  1. hola! David cano. Recuerdas q me pediste te buscara en face? Panda. Finde. Gula. Tlalnepantla

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