Dos filósofos que no se quieren

Juan Alberto Campoy

Son las ocho y media de la tarde del 25 de octubre de 1946. La expectación entre el público es máxima. Una treintena de personas, entre profesores y estudiantes, se encuentran reunidos en el Club de Ciencias Morales del King’s College de la Universidad de Cambridge. La velada por el título mundial de los filósofos pesados está a punto de empezar. El último campeón, el viejo Bertrand Russell, que en esta ocasión ejerce de árbitro, toma la palabra para presentar a los dos contendientes:

R) Señoras y señores, quiero decir señores, porque señoras la verdad es que no veo ninguna, tengo el inconmensurable honor y el inmenso placer de presentarles esta tarde a dos filósofos realmente plúmbeos, dos filósofos que sin duda habrán de marcar los derroteros del pensamiento moderno. A pesar del paralelismo más que evidente de sus trayectorias vitales, ambos filósofos se han declarado odio eterno como consecuencia de sus irreconciliables postulados epistemológicos. A la derecha, con el semblante serio y el gesto altivo, el prestigioso catedrático de universidad, el inglés nacido en Viena en una familia cristiana de origen judío, el displicente y engreído Ludwig Wittgenstein. A la izquierda, con el semblante serio y el gesto altivo, el prestigioso catedrático de universidad, el inglés nacido en Viena en una familia cristiana de origen judío, el displicente y engreído Karl Popper. Haciendo honor a la hospitalidad de esta universidad, estimo apropiado que abra el debate nuestro ilustre invitado, el señor Popper, si está usted de acuerdo, señor Wittgenstein.

W) – Bueno, si no hay más remedio, pero, gracia, no me hace ninguna gracia.

R) – Tiene usted entonces la palabra, señor Popper.

P) – Antes que nada quiero decir que no tengo intención alguna de defraudar a la audiencia. Creo que es de todo punto evidente que se me ha preparado una encerrona. Se me ha traído a este Club de Ciencias Morales tal y como se lleva a un toro a la plaza: para ser burlado y escarnecido. Y así, con bravura, es como pienso arremeter contra las obsoletas teorías filosóficas de esta universidad. Creo, no obstante, que el señor Wittgenstein y sus secuaces, quiero decir sus discípulos, no han medido bien sus fuerzas. El propio título de la tertulia, “¿Existen realmente problemas filosóficos?”, es ya una provocación en toda regla. Todos ustedes saben  lo que pienso a este respecto. Naturalmente que existen los problemas filosóficos. ¿Para qué creen que me he tomado la molestia de escribir mi magna obra La Sociedad abierta y sus enemigos? ¿No supone acaso la misma una demostración clara de las virtudes intrínsecas del pluralismo y de la democracia y un feroz y fundado ataque a todo tipo de totalitarismos? ¿No saben distinguir ustedes, sesudos profesores de la Universidad de Cambridge, entre un ensayo razonado y una obra literaria? Con mi trabajo quiero y puedo cambiar el mundo. O, al menos, si no el mundo, sí la conciencia de aquellos lectores que se acerquen a mis libros con buena voluntad y mente despierta. Claro, que es probable que el señor Wittgenstein no se encuentre en ninguna de estas  dos categorías.

W) Creo que está muy bien ese librito que ha escrito usted y en general todos los libritos que se publican hoy en día y que ensalzan los valores más nobles de la Humanidad, tales como la paz, el amor o la concordia entre los seres humanos. Pero siento decirle que la aportación de su librito al conocimiento científico es equivalente al conjunto vacío.  La ciencia, amigo mío, es otra cosa distinta de lo que usted cree. La ciencia, amigo mío, se basa en la formulación de proposiciones referentes a los estados posibles del mundo, proposiciones que han de ser claras en su significado y verificables empíricamente. Usted puede asegurar, como asegura en su librito, que no es bueno que exista un estado dictatorial, pero antes de nada, antes de que yo pueda tomar una decisión sobre la posible veracidad de su enunciado, necesito que usted me diga a qué se refiere con la palabra “bueno”. Con esta palabra podemos aludir a cosas muy distintas, que sólo tienen en común una cierta mirada aprobatoria por parte de quien la pronuncia. Así podemos decir que el Manchester United jugó un buen partido, que hace buen tiempo, o que San Antonio de Padua era muy bueno. Incluso ciñéndonos a este último significado, al que hace referencia a la moral, nos encontramos con la enorme dificultad de trasladarnos desde el plano individual al plano colectivo. Porque supongo que lo que usted quiere decir es que “el estado dictatorial no es bueno para el conjunto de la sociedad”. Necesitamos, pues, establecer criterios morales sociales. Pero, ¿cómo lo hacemos? ¿Hay algún criterio moral que valga para toda la sociedad, con independencia de lo que sus miembros opinen? ¿No sería eso un criterio dictatorial? Parece, pues, que en última instancia, hemos de remitirnos a los propios criterios morales individuales. En el caso de unanimidad, podríamos dar por supuesto que el criterio moral individual unánime coincide con el criterio moral social, pero, lamentable o afortunadamente, esta unanimidad dista mucho de ser frecuente en la vida real. Ni siquiera ocurre en el caso del estado dictatorial que estamos analizando, ya que con toda seguridad al dictador le parece de maravilla este régimen político. ¿Qué hacemos entonces? ¿Bastaría con comparar el número de personas que consideran que algo es bueno, y el número de personas que consideran que no lo es? Si  decidimos mayoritariamente que el castigo físico es una forma apropiada de educar a los niños, ¿es esto éticamente aceptable por el simple hecho de haberlo decidido entre todos? ¿Los derechos humanos también son susceptibles de ser aprobados o rechazados mayoritariamente? De todo lo anterior concluyo que su afirmación de que “el estado dictatorial no es bueno” no tiene ningún significado, a no ser que la misma sea convenientemente delimitada y clarificada.

P) En primer lugar quisiera poner de manifiesto cuál ha sido la mayor de las muchas mentiras con las que usted acaba de obsequiarnos. Por dos veces se ha referido a mí como su amigo y siendo como es la amistad una relación recíproca, estoy en condiciones de asegurar que usted y yo no somos en absoluto amigos. Yo elijo a mis amigos y usted, señor Wittgenstein, no lo es. Usted escoge a sus amigos entre los miembros de la aristocracia a secas y yo a los míos entre los miembros de la aristocracia intelectual. Respecto a sus tan alambicadas como confusas disquisiciones sobre los criterios individuales y los criterios sociales, creo que, como de costumbre, la solución más obvia es la mejor de las soluciones. Quiero decir que lo correcto sería dejar que fuera el sentido común el encargado de conciliar los intereses particulares en aras del bienestar de toda la sociedad.

W) No sé si es usted realmente tan ingenuo como parece o está intentando provocarme. Se remite usted al sentido común como garante de la armonización de los intereses particulares. Y vuelve usted a incurrir, lamentablemente, en el mismo error que ya le he achacado anteriormente: la  falta de precisión en los términos. ¿Quiere usted hacer el favor de decirme que es eso del sentido común? Si consideramos los efectos que una determinada medida política ocasiona sobre el bienestar de cada uno de los ciudadanos, está claro que, en general, unos se verán beneficiados por la misma y otros se verán perjudicados, pero, no sólo eso, además tanto unos como otros experimentarán mejoras o empeoramientos de distinta intensidad, que sólo ellos serán capaces de calibrar. ¿Y me quiere usted decir que el sentido común es la varita mágica que solucionará todos los problemas, la brújula que nos hará caminar siempre en el sentido debido?  ¡Por favor!

P) Ya sé lo que es usted. He tardado en verlo pero ahora me doy cuenta con total nitidez. Usted es un nihilista. Sí, un nihilista. Usted no cree en nada en realidad. Según usted, es necesaria tanta precisión para hablar que al final no se puede hablar de nada. “De lo que no se puede hablar es mejor callar”, así es como termina su librito (por utilizar la terminología acuñada por usted) pomposamente titulado Tractatus Logico-Philosophicus. Pero yo creo, por el contrario, que se puede hablar y se ha de hablar de todo, de lo divino y de lo humano, de todos aquellos problemas que siempre han preocupado a los hombres, de los orígenes del mundo y del hombre, de la fugacidad de la vida y del alma inmortal. ¿Qué papel le deja usted, si no, a la Filosofía? Parecería, por sus palabras, que todo o casi todo lo escrito por los filósofos hasta el presente es simple papel mojado. ¿Es eso la Summa Teológica de Tomás de Aquino para usted? ¿Es eso la República de Platón?

W) Bueno, pues, ya que me lo pregunta, le diré que no son papel mojado, sino algo bastante mejor que eso: son literatura. Nada más y nada menos que literatura. Créame usted que con esas y con otras insignes obras he pasado unas horas de lectura realmente maravillosas. Pero no por ello voy a considerar que son obras científicas. El conocimiento científico es acumulativo, no consiste en una amalgama heterogénea de pensamientos y ocurrencias. Cada aportación científica ha de hacerse sobre la base existente y siguiendo una determinada metodología. El papel de la Filosofía, por el que usted me pregunta, es tan modesto como importante: pulir el lenguaje, aclarar los conceptos, deshacer los malentendidos, resolver las paradojas, desenmascarar las falsas doctrinas. Dice usted, por último, que yo soy un nihilista por afirmar que “de lo que nos se puede hablar es mejor callar”, pero yo le digo que precisamente eso, eso sobre lo que no se puede hablar, es lo más importante de nuestra existencia. Me refiero a todo lo que tiene que ver con la mística, con la moral y con el amor. Simplemente, son cosas que no permiten ser medidas, ni pesadas, ni comprobadas. Simplemente, hay saberes que no pertenecen al campo del conocimiento científico.

P) Pero existen los principios comúnmente aceptados, las reglas morales…

W) Si, cada uno de nosotros tenemos nuestras propias reglas morales, pero no existen reglas morales válidas para todo el mundo en todo tiempo y lugar. ¿O cree usted que sí?

P) Claro que creo que sí.

W) Dígame una, sólo una, si es usted tan amable.

P) Lleva usted todo el tiempo recalcando sus afirmaciones con ese maldito atizador de la chimenea. ¿Realmente necesita hacerlo o está usted intentando intimidarme?

W) Le he conminado a que me diga una regla moral.

P) Se la estoy diciendo, pero se la diré de forma más explícita para que lo comprenda: “No se ha de amenazar a los profesores invitados con un atizador”.

W) Creo que está claro, y muchos testigos hay de ello, que no le he amenazado en ningún momento. Si así se ha sentido, le pido humildemente disculpas. Pero, yendo al asunto que nos interesa, su regla moral no es en absoluto evidente. Creo que puede haber personas que consideren su discurso tan banal y carente de interés que se sientan justificados para amenazarle con un atizador e incluso con objetos más contundentes.

P) Creo que ya no tenemos más de qué hablar.

W) De lo que no se puede hablar es mejor callar. Doy por finalizado esta conversación.

P) Yo la di por finalizada antes.

W) Vale.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.