Hipo

Fernando Veglia

 

Tres muchachos, escondidos detrás de un pequeño muro, aguardaban a que Eduardo, “el maricón”, caminase por la acera. Querían sorprenderlo y darle una buena paliza.
 
Increíblemente, los agresores eran amigos de “el maricón”. No eran compañeros de trabajo u ocasionales, eran verdaderos amigos. Tal era el caso, que, desde que eran adolescentes, frecuentaban el bar “Ñakate”, todos los jueves por la noche, y compartían, entre copas y juegos, sus vidas. 
 
La fría madrugada los había convocado; había llegado el momento de honrar la amistad. Debían lavar el honor de un amigo, castigando a otro.  Lo más importante era evitar que la víctima supiese quiénes eran los atacantes; la situación era enredada. 
 
Detrás del pequeño muro, Pablo frotaba sus manos, Juan y Gustavo, inmóviles y con los cuerpos casi pegados, espiaban. Los peatones eran pocos y el tráfico un fantasma de lo que sería al mediodía. 
 
Juan, con el rostro pálido y las marcas del desvelo en sus ojeras, apreciaba a Eduardo y quería convencer a los otros de no hacerle daño y perdonarlo silenciosamente. 
 
Juan: ¿Por qué no nos vamos? Hace frío. Esto es una payasada.
Gustavo: ¿Sos pelotudo o te hacés? ¿Te olvidaste? A mí me jodió.
Pablo: ¡Basta! Cuando viene, nos ponemos las capuchas, le pegamos y nos vamos. No tiene que saber que somos nosotros. Nada de hablar. Después de esto, seguiremos siendo amigos.
Juan: Está bien, pero lo volvíamos loco. Le decíamos “maricón” esto, “maricón” lo otro ¿Sí o no? Al final, no es ningún maricón ¿O sí, Gustavo?          
Gustavo: ¿Sos pelotudo, Pablo? Te voy a romper la cabeza…
Pablo: ¡Basta! Hay que castigarlo y nada más. Por mal amigo, por violar algo sagrado. Pensará que fueron ladrones. No seas cobarde, Pablo. Y no hablen más. 
 
· · · · · · · · · · · ·
 
“Ñakate” estaba en el primer piso de una esquina ruidosa. Era un bar oscuro y algo sucio. Los parroquianos eran una mezcla de fanáticos del heavy metal y la cumbia. Sólo había alcohol, música a gritos y, algunas veces, riñas. Era extraño que los clientes conversasen tranquilamente. La excepción tenía lugar los jueves por la noche, cuando concurrían los cuatro amigos. 
 
Romina, una bella muchacha de rubios cabellos lacios y carnosos labios corazón, era la mesera. Siempre vestía ropa informal negra y un delantal rojo. Ella, al igual que la mayoría de las mujeres que conocían a los cuatro amigos, apreciaba especialmente a Eduardo. No sabía por qué la seducía; quizá sus ojos, quizá el trato afable. Era agradable y educado, a pesar de las pesadas bromas de sus compañeros. Había intentado seducirlo y había fracasado; temía que los rumores que pendían sobre él fuesen ciertos. Lo intentaría nuevamente y, esta vez, directamente.
 
Nueve, diez, once en punto. El reloj, clavado a la pared, movía sus agujas lentamente, ante la mirada de Romina.
 
 
 
Bueno, hoy voy a ganarles. No tienen salvación –afirmó Gustavo, abriendo la puerta del bar. 
Juan: Ojo. No te agrandés. El jueves pasado ganamos nosotros.
 
Pablo compró tres fichas de pool. Los otros muchachos lo esperaban, sacándole punta a los tacos, alrededor de la mesa de juego.
 
Juan: ¿Y, Edu? ¿Qué pasa con el diseño gráfico?
Eduardo: Bien, falta poco; un año y un cuatrimestre. ¿Vos?
Juan: Me falta más. Me está matando civil tres. Es un tapón. Maldita materia. No sé que voy a hacer.
Trabajen, vagos –intervino Gustavo; era remisero, como su difunto padre, y aún no había pisado la universidad. 
Eduardo: El estudio es un trabajo.
Gustavo: Claro, te creo. Si estudias ocho horas por día, me corto las bolas. Déjense de joder. 
Pablo: ¿Y? ¿Quién rompe?
Gustavo: Nosotros.
 
Mientras jugaban, la conversación giraba alrededor de la mesa; elogios, retos, fastidio y reclamos convivían o chisporroteaban. La competencia representaba una encarnizada contienda entre Pablo y Gustavo, debían trabajar para sobrevivir, y Eduardo y Juan, universitarios sin obligaciones. 
 
Romina, aproximándose a la mesa de pool, detuvo el partido y Gustavo, como era costumbre, aprovechó el descanso para burlarse de Eduardo –¡Edu! Si hoy no te vas con ella, no tenés salvación. 
Eduardo: Es bonita, pero no me gusta. No me fastidies. Además, me voy temprano.
Pablo: No seas histérico ¡Es una oportunidad!
 
La bella mesera había dejado enmudecidos a los cuatro varones. Sonriente, como lo era siempre, preguntó qué deseaban beber. Juan pidió una cerveza y cuatro vasos, pero ella no se retiró como solía hacerlo. Sus ojos devoraban a Eduardo. De sus labios, suaves y rojos, salieron simples palabras: “Edu, quiero decirte algo”.
 
El muchacho la observó con sorpresa, chocaron miradas, estaba incómodo. Sus amigos se alejaron disimuladamente, aunque expectantes.
 
Eduardo: Te escucho.
Romina: Termino a las cuatro. Si querés, me podés esperar. Me gustaría.
 
El silencio, espeso y profundo, tragó unos instantes a ambos. Él estaba inmovilizado, ultrajado, y ella  aguardando una respuesta, aguardando una sonrisa. 
 
Eduardo: No. Lo lamento. Tengo que irme temprano.
 
La muchacha lo miraba sin verlo, sentía una mezcla de humillación y rechazo en su estómago, lo odiaba. Quería correr, llorar y maldecir, pero no podía. Se fue sin decir palabra, como si nunca le hubiese propuesto nada. Sin embargo, su corazón sangraba. 
Sus amigos volvieron, no podían creer lo que había sucedido. Reían disimuladamente; no querían herir aún más a Romina.
 
Gustavo: ¿Qué hiciste? Sos un boludo ¡Qué boludo!
Eduardo: Me tengo que ir. No me digan nada. Hoy no. 
Juan: ¡No te vayas! Está todo bien, quedate.
 
El muchacho huyó, sin despedirse de nadie. Sentía que lo habían atacado y suponía que sus compañeros lo martirizarían, gastándole pesadas bromas. 
 
Pablo: No se enojen, sé que no está. Es maricón. Nunca lo vimos con una mujer, no habla de mujeres, al final es…
Juan: No lo sé. No creo. Cada loco con lo suyo.
 
Pablo y Gustavo reían a sus anchas, hasta las lágrimas. Maquinaban hipótesis de todo tipo. La cerveza los motivaba y sus lenguas no tenían frenos.
 
Gustavo: Sí, señor. Hoy supimos quién es Eduardo. Ya lo sospechaba. Desde el secundario que lo sospechaba. Nunca tuvo novia y con la única mujer que lo veo es con mi vieja, cuando viene a buscarme a casa.
Juan: No es para tanto ¿Qué tiene de malo? Es nuestro amigo y lo seguirá siendo.
Pablo: Siempre defendiéndolo. Solo bromeamos. Un partido más y nos vamos.
Juan: Uno más, pero sin mencionar a Eduardo.
Gustavo: No creo que pueda.
 
El partido culminó con el triunfo de Pablo. Saludaron a Romina y emprendieron el regreso. Gustavo los invitó a su casa, estaba a unas pocas cuadras. Eran las dos de la madrugada y podían conversar un buen rato, acompañados por el licor. 
 
Pablo: ¿Eduardo a dónde iba?
Juan: No sé. No me dijo nada.
Gustavo: A visitar a su novio. Por cierto, no es Juan.
 
Los tres rieron. La casa parecía dormida, la puerta apenas hizo ruido y la oscuridad del living los recibió.
 
Gustavo: No hagan ruido, mi vieja debe estar durmiendo. Vamos a mi dormitorio.
 
Caminaron en fila, en silencio y a oscuras, guiados por la penumbra que habita los hogares solitarios. De pronto, un gemido los detuvo. Provenía del dormitorio de la madre de Gustavo. Escucharon varios más y no movieron un músculo. La mujer era viuda y ni su hijo sabía que tenía una relación. Dispuestos a retirarse con absoluto sigilo, como si fuesen espectros, una voz los escandalizó. Era la voz de Eduardo. Gustavo no pudo gritar, ni correr hacia el dormitorio; Pablo y Juan lo inmovilizaron y arrastraron hasta la acera. Los amantes continuaron gozando de la madrugada.
 
Los tres muchachos estaban anudados en el suelo frío y húmedo; Juan abrazaba las piernas de Gustavo y Pablo le había hecho, con ambos brazos, una llave alrededor del cuello.  Rojos y jadeantes, dos intentaban sofocar movimientos bruscos y uno liberarse a toda costa, a pesar de la asfixia. En pocos minutos, los tres cuerpos dejaron de revolverse y, fatigados, perdieron vigor.
Juan: No te voy a soltar. Calmate. 
Gustavo: ¡Lo voy a matar! ¡Es un hijo de puta!
Pablo: Tu mamá es grande, nosotros también… Vamos a mi casa.
Gustavo: Déjenme entrar, lo voy a matar. Nunca me dijo nada. 
Pablo: ¿Cómo te lo iban a decir? Es una locura. Vamos. Hoy dormí en mi casa.
Gustavo: Suéltenme. Quiero entrar ¿Ustedes están de acuerdo con él? Traidores, son todos unos hijos de puta ¿Sabían algo? ¡Contesten!
Pablo: No, nada ¿Qué querés hacer? ¿Matarlo? ¿Matar a tu vieja?
Juan: Vámonos. Dale, Gustavo.
 
· · · · · · · · · · · ·
 
Del frío matinal, surgió la figura de Eduardo; caminaba hacia la facultad. Una campera lo abrigaba y una mochila colgaba de sus hombros. Parecía apurado. Sólo miraba al frente, su mirada se perdía en un horizonte incierto. 
 
Pablo: ¡Viene, viene! ¡Encapuchémonos! ¡Rápido!
 
Las capuchas cubrieron los rostro, haciéndolos uniformes e insensibles. Eduardo caminó por delante del pequeño muro, sin advertir la emboscada. Los tres encapuchados lo tumbaron y golpearon. El cuerpo de la víctima, sorprendido e incapaz de defenderse, logró hacerse un ovillo. 
 
Gustavo pateaba sin piedad, estaba desquitándose. Sin embargo, la ira y el brutal desahogo lo traicionaron; gritó.
 
Gustavo: ¡Tomá, maricón! ¡Traidor, hijo de puta!
 
Ante los gritos, un débil hilo de voz, irguiéndose lastimosamente, ensangrentado, incrédulo y entregado a la suerte, preguntó: “¿Gustavo?”
 
Los encapuchados, espantados por la pregunta, escaparon. El cuerpo, flagelado y dolorido, continuó tendido en el asfalto y una muchedumbre, curiosa e indignada, comenzó a rodearlo.
 

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