Las mismas razones para la muerte

El Vizconde de Saint-Luc
A cada estertor, los dos ríos de la yugular y la carótida seccionadas lanzaban una oleada de sangre que iba encharcando el suelo y esparciendo el olor perverso de metal recién cizallado.
Cuando el cuerpo quedó inmóvil ella se inclinó y besó los labios yertos. Él habría jurado que el beso iba acompañado de un mordisco. Esperó a que se levantara para interpelarla:
-Le he matado porque tú me lo has pedido. Ahora espero que me digas por qué. ¿Tú le querías?
-Sí, y él a mí no. Le dije que me besara y me rechazó. Le pedí que me hiciera mujer y no quiso. Ahora le he besado y me he quedado satisfecha.
-Matamos aquello que más amamos y no podemos conseguir. Como dijo Wilde, el cobarde con un beso y el valiente con una espada –contestó él— . Yo también te quiero y sé que nunca serás mía…
La navaja, tinta en sangre se hundió en el pecho de la mujer y las dos sangres se mezclaron. Mientras ella se derrumbaba, él exclamó:
-Te quiero con locura, Salomé.
 
 

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