por Santiago G. Tirado
La guerrillera asomó desde detrás de la cabaña, pero nadie la vio. La ayudó su agilidad de gata tanto como el cielo encapotado, que había desterrado las sombras pese a ser apenas las seis de la tarde. Desde su parapeto vio lo que esperaba ver: un paisaje huérfano y las tiendas al fondo de la vaguada, camufladas entre arbustos. Comprobó la hora en el reloj. Se secó la frente. También recordó una canción muy antigua, de cuando era niña, una que oyó muchas veces en los galpones de feria el verano en que por vez primera vio a los guerrilleros bailando con las mujeres del pueblo. Volvió a mirar el reloj. Estoy haciendo lo correcto, se dijo.
El guerrillero reptó los primeros metros desde la cima del lomazo, previendo que su figura podría ser fácilmente reconocible desde las tiendas. Sólo dio algunos pasos cuando estuvo seguro de que nadie detectaría su presencia, y lo hizo con sumo cuidado porque los matojos secos crepitaban bajo las botas. No había llovido nada en el último mes, aunque las nubes no acababan de marcharse del cielo. Aguantó la respiración tanto que pudo escuchar el latido de la tierra, pero no oyó ninguna voz de hombre. Sin embargo, sabía que todos estaban en las tiendas, todos, incluso su hombre. Un presentimiento oscuro le arrugó la frente como una descarga eléctrica, y la boca se le llenó de saliva. Revisó el fusil, y lo sujetó con fuerza, como si alguien se lo fuese a arrancar de las manos.
La guerrillera se fue acercando a las tiendas de una forma un tanto temeraria, así logró escuchar las voces de unos hombres que susurraban y reían.
Debían de estar acostados en las hamacas, sin la menor urgencia por abandonar la siesta, o tal vez una borrachera imprudente y a deshoras. Decían estupideces, farfullando en lengua torpe y sin capacidad para hilvanar nada de interés. La guerrillera recordó al Comandante, que siempre tenía un lugar en sus arengas para hablar del alcohol. El alcohol les mata, el alcohol es una trampa del enemigo, porque les vuelve dundos, le oyó decir muchas veces, su misión es muy grande, tan grande que no admite gente incapaz de refrenarse con la bebida. Eran tres, no había más de tres hombres. En todo ese tiempo, la canción iba y venía en su cabeza, a su antojo.
El guerrillero logró acercarse a las tiendas desde el lado opuesto. Fue un movimiento diestro, que sabía hacer a ciegas a fuerza de ensayarlo. Estaba en una posición buena desde la que dominaba casi por entero el espacio del campamento. Los vigías ya no le preocupaban. Formaban un anillo mal conectado que pecaba de lo mismo de siempre, de excesiva lejanía. Pero seguía sin ver a su compañera, y eso lo descorazonaba. No sé dónde estará, pensó, pero ella nunca falla. Es sigilosa, como una tigra. El Comandante la llama así siempre. Dice que es la hembra por la que cualquier hombre mataría.
La guerrillera no logró dar con él por más que lo buscó con la vista, y eso la desconcertó. Lo demás, el nerviosismo, la amenaza latente, el rostro de la muerte mirándola a los ojos, todo era fácil de sobrellevar si no le faltaba la seguridad de que al otro lado estaba su compañero. Pero estaba ahí, aunque no lo viera. El reloj la aseguraba de que todo marchaba bien, y nada hacía pensar que se hubieran torcido los planes. Estaría agazapado detrás de cualquier mata, el fusil bien sujeto, y acechando sobre las tiendas, con esa mirada de desamparo que se le dibujaba cuando tenía que actuar, y que a ella le parecía irresistible. Sin haberse atrevido a confesarlo nunca, en muchos momentos le parecía tan irresistible que hubiera sido capaz de hacerle el amor donde fuese, sin importarle las reglas, la vida agitada, el peligro de la guerrilla. Con cualquier otro no habría aceptado la misión. No al menos esa misión. Fue una coincidencia maravillosa que sólo él estuviera a la altura que exigían las circunstancias. Pensarlo así la hizo estremecer.
El guerrillero se quitó la gorra y se rascó la frente. Pensó en el día en que acabara la guerrilla. Pensó en la llegada del Comandante, triunfal y jaleado por sus soldados, al palacio presidencial. Pensó la reconstrucción del país, en el regreso de todos a la vida civil, y en los despachos llenos de papeles: un tedio infinito cayó a plomo sobre sus sienes, y doblegó su optimismo. Pensó en el Comandante, envejecido y achacoso, repitiendo un discurso circular de horas incontables delante de un parlamento que lo aplaudía con fervor. Oyó un millón de veces las glorias de la revolución, y otro millón de veces la lista de sus enemigos. Dejó de rascarse. Se puso la gorra y entornó las cejas, como si un dolor muy breve pero insufrible le punzase entre las imágenes del futuro.
La guerrillera alcanzó en dos saltos perfectos el roquedo que cubría uno de los lados del campamento. Ahora sí le llegaban muy claras las voces, y se confirmó que eran tres hombres. También oyó los ronquidos de un cuarto. Por fin entendió por qué los soldados hablaban en susurros todo el tiempo. Asomó la vista por encima del peñasco, buscando la figura de su compañero, pero otra vez lo dio por inútil. Ahora sí se interrogó a sí misma. Y otra vez se dijo estoy haciendo lo correcto. Por encima de todo estaba el Símbolo, y no podía venirse abajo como se viene abajo otro mortal cualquiera.
El guerrillero miró a ambos lados. Aguantó la respiración. Anduvo con el sigilo de un fantasma. Levantó el fusil. Ella está al otro lado de las rocas, pensó. El reloj no puede fallar, y sé que está al otro lado de las rocas. Dos minutos, y saldrá del otro lado. En un instante que pareció un siglo, todas las imágenes de su vida se le agolparon en la espalda y se sintió viejo. Me voy a inmolar. Sé que me voy a inmolar. Vio a su madre, vio una canoa llena de niños, vio un perro aplastado, vio una lluvia torrencial, vio un cura que saltaba una barda, vio una baraja desparramada sobre los cascotes de una casa derruida. Seré un villano en esta historia, dijo, por tal de que viva ese Símbolo.
La guerrillera apoyó la espalda contra la roca y miró a ambos lados. Para que el corazón no se le saliese del pecho respiró lentamente, a bocanadas grandes. Pero nada alteraba sus cálculos y nada podía desconcertarla. Él está al otro lado de las rocas, pensó. Todo va a salir bien, pensó. Estoy haciendo lo correcto, y no estoy sola. Estoy con él. Faltaban dos minutos escasos. Luego nacería el Dios.
Sonó un silbido y luego un estruendo de fusiles y luego un eco largo como un quejido entre las rocas. Ella entró a una tienda y vio a los hombres que sangraban, meciéndose todavía sobre las hamacas, como si aún el sueño los arrullase. Él entró en la otra tienda y vio cómo el Comandante se retorcía de dolor. Jadeaba. Por detrás apareció ella. No mires, le dijo. Sonó un último disparó, y ya no se oyó el jadeo. Vámonos: ahora seremos dos malditos que huyen.
Mientras corrían hacia el lado sur, ella soñaba con el día en que aún habría tiempo de amar, cuando podrían ir a los galpones a bailar su canción, lejos, en algún lado.
