por José Melero Martín
Sucedió a mediados de septiembre. Hacía calor, pero la luz de verano ya había alterado su brillo anunciando la llegada del otoño. Volvía del trabajo como todos los días y al entrar en mi calle vi en la esquina un par de coches aparcados delante del chalet de al lado que estaba a la venta desde hacía años. Vivíamos en una urbanización muy cerca de la playa, de esas que solo se llenan de gente en verano pero que el resto del tiempo permanecen semidesiertas y tranquilas, y a la que optamos por trasladarnos permanentemente huyendo del estrépito de la ciudad. Mientras pasaba por delante con mi coche, eché un rápido vistazo a las personas que estaban de pie ante la entrada del jardín de la casa. Me detuve unos pocos metros más allá, accioné el mando de mi garaje y mientras la puerta se levantaba, pude fijarme en ellos con más detenimiento: él, alto y moreno y ella igualmente alta, rubia y delgada. Se volvieron hacia mí y, sonriendo, me dedicaron un buenos días al unísono antes de abrir la verja y desaparecer tras ella en compañía de otro tipo que debía ser el de la inmobiliaria.
Poco después desapareció el cartel de venta y empezaron las reformas. Una cuadrilla numerosa tomó posesión de la casa. Desde muy temprano, cada día, durante meses, se sucedieron albañiles, electricistas, fontaneros y finalmente camiones que transportaban desde muebles hasta embalajes de todos los tamaños entre los se adivinaban electrodomésticos, incluida una antena de grandes proporciones y aspecto futurista que quedó instalada en el techo de la vivienda. En todo ese tiempo podía verse a los nuevos vecinos supervisando toda la actividad hasta que ésta concluyó. Los altos muros poco dejaban ver del interior y el único modo de echar un buen vistazo era desde la terraza de nuestro dormitorio desde la que podía divisarse el chalet. Mientras, mi mujer no paraba de hacer comentarios sobre la cantidad de dinero que estaban gastando en reformas, de que ella era simpatiquísima, que al parecer no tenían hijos y que, por su acento, le parecía que debían ser suecos o noruegos. En cualquier caso, lo único cierto es que, desde que comenzaron las obras, cada vez que nos habíamos cruzado con ellos nos habían saludado con una educación de la que carecía, por ejemplo, el imbécil que vivía cuatro casas más allá de la mía, que cuando te lo encontrabas se hacía el sueco — qué paradoja—, y ni siquiera te miraba a la cara. Para que después digan de los extranjeros.
Una semana después hicieron la mudanza. Yo no podía evitar sentir curiosidad y con frecuencia los espiaba desde la terracita del dormitorio. Lo primero que me sorprendió fue su frondoso jardín, con un césped verdísimo y arriates llenos de macizos de flores exuberantes y fuera de temporada, mientras el nuestro raleaba y las flores parecían malas hierbas comparadas con las suyas, y eso por no hablar de la piscina nueva que habían instalado y en la que solían bañarse a pesar de que ya empezaba a refrescar. También tenían un perro, un animal grande de raza desconocida y aspecto inquietante que no se separaba de ellos. Pero lo que más llamaba mi atención era una pequeña habitación lateral con entrada independiente sobre la que estaba instalada la enorme antena y de la que provenían ruidos inidentificables que bien podían indicar que se trataba de un taller de radioaficionado o quizá de un estudio de música. Con frecuencia le veía a él junto al perro entrar en la caseta y salir horas después y me preguntaba a qué se dedicaría.
Una tarde, por sorpresa, llamaron a la puerta y nos encontramos con nuestra rubia vecina que, aunque no dominaba del todo el castellano, nos invitó a cenar, siguiendo, según nos explicó, la costumbre de su lugar de origen. Por supuesto que aceptamos encantados y esperamos el sábado con impaciencia. Carmen no cabía en sí de gozo. Dejamos a los niños con los abuelos y a la hora convenida nos acercamos con un par de botellas de vino. Él nos abrió la reja de entrada y al advertir nuestra mirada aprensiva hacia el perro que se acercó a olernos, le dirigió una parrafada en su idioma que hizo que el animal, como si le entendiese, diese media vuelta y desapareciese. Mientras caminábamos hacia la entrada pude apreciar el magnífico jardín, que, comparado con el nuestro, parecía de otro mundo. La decoración de las habitaciones era, según me explicó Carmen más tarde, de estilo minimalista. Demasiado sobria para mi gusto pero de una elegancia que hasta yo mismo, que no entiendo del asunto, tuve que apreciar. En cuanto a ellos, qué decir, nunca había conocido gente más cordial y obsequiosa. Su conversación era fluida a pesar de su acento, que coincidí con Carmen en que debía ser nórdico, aunque este aspecto no terminó de quedar del todo claro, ya que dieron por supuesto que conocíamos la ubicación de su ciudad de origen. En cualquier caso eran encantadores. Y qué decir de su aspecto. No es que fueran especialmente guapos, pero aunque debían de rondar la cuarentena, como nosotros, ambos irradiaban una energía y atractivo que atrapaba desde el primer momento. Para colmo los dos parecían compenetrarse a la perfección. A lo largo de la velada, mientras servían la mesa o las copas, sorprendí repetidamente miradas cómplices entre ambos que casi me hicieron sentir envidia.
Tras aquella velada creo que Carmen no habló de otra cosa durante días, y se pasaba las horas al teléfono contándoles a sus amigas todos los detalles que había apreciado durante la cena, que eran muchos. Desde entonces se entabló entre nosotros, no diría que una amistad, pero sí una excepcional relación de vecindad. Ils, que así más o menos se llamaba ella, invitaba con frecuencia a Carmen a tomar el té y solían salir a pasear con los niños, y Dörk, su marido, me ofrecía espontáneamente su ayuda para solucionar cualquier tarea que surgiese con la casa, como ocurrió con el atasco en las cañerías del baño o con la instalación del riego por aspersión que él mismo me aconsejó para mejorar el aspecto de mi jardín. Siempre estaba dispuesto a echar una mano y me dejaba cualquier herramienta que necesitase. Nunca había conocido a alguien tan hábil para resolver cualquier problema doméstico. También me animó a acompañarle a él y a su perro a hacer footing, lo cual me sirvió para superar mi pereza y ponerme en forma. Los fines de semana insistían en que les acompañáramos, nosotros y los niños, a tomar un baño en su piscina climatizada descubierta y, tanto Carmen como yo, no podíamos apartar la vista de sus cuerpos esbeltos y pálidos y nos admirábamos de su vitalidad y buen humor. A los niños les encantaba jugar con el perro, que parecía entender todo lo que le decían y nunca se cansaba de ellos. Les encantaba hacerse fotos con nosotros con una cámara que Ils siempre tenía a mano, y se interesaban por nuestras vidas y por todo lo que nos pasaba o preocupaba, sin embargo, advertí, a pesar de sus atenciones, nunca resultaban pesados o se entrometían demasiado. Tras unos meses se hizo evidente que habían pasado a formar parte de nuestras vidas. Carmen se hizo íntima de Ils, y con las ideas de Dörk y su ayuda conseguí que nuestra casa mejorara en todos los aspectos. Nuestro jardín nunca lució mejor y yo comencé a aficionarme al bricolaje gracias a la completísima caja de herramientas que me regaló en mi cumpleaños. Incluso ganamos libertad, ya que Ils disfrutaba quedándose con los niños y se ofrecía en cualquier ocasión para hacerse cargo de ellos; incluso los abuelos se quejaban de que apenas veían a sus nietos ya que estos preferían estar con los vecinos, cuya lista de virtudes, conforme pasaba el tiempo, cada vez se hacía más extensa. La verdad es que eran estupendos hasta el punto que incluso conseguían que no nos sintiéramos incómodos con aquella cualidad. Desde mi terracita contemplaba a veces sus dominios y pensaba para mis adentros que a pesar de lo mucho que se queja la gente, sí que hay personas que valen de verdad la pena.
Pasaron los meses hasta que un domingo de primavera, Dörk me anunció que debían volver a su país por asuntos de negocios durante un tiempo y querían hacer una barbacoa para despedirse. Mientras los niños correteaban con el perro y nosotros asábamos la carne, me pareció verlos un poco tristes, lo cual no me extrañó, ya que Carmen y yo también sentíamos que tuvieran que marcharse. Tras las copas y ya de noche, nos despedimos, abrazándonos efusivamente y prometiéndonos estar en contacto. Y aquí viene la parte rara de la historia. Sé que lo más seguro es que me tomen por un lunático, pero lo cierto es que unas horas más tarde, en plena madrugada, me despertaron unas luces que entraban en el dormitorio lanzando destellos como las de las sirenas de la policía, azules y rojas, parpadeando, pero sin que las acompañara ningún sonido. Mi mujer dormía plácidamente a mi lado y yo, alarmado, me levanté y esforzándome en abrir los ojos me acerqué a la ventana a ver qué pasaba. Al principio pensé que estaba soñando, pero al cabo de unos segundos no tuve más remedio que reconocer que estaba del todo despierto y que lo que flotaba sobre la chalet de al lado no era una ilusión. Salí a la terracita, incrédulo, para ver mejor aquel —¿cómo decirlo?—, platillo volante, al menos esta era la manera más fácil de describirlo: redondo, como dos platos soperos unidos por los bordes, de brillo metálico y centelleando sin que se apreciara exactamente desde qué parte de la nave. El ovni estaba suspendido, como decía, a pocos metros sobre el tejado, girando pero en completo silencio, eso fue lo que más me impresionó, que un artefacto como aquel, grande como la propia casa y luminiscente, no emitiese un solo sonido, como si fuese un espejismo que desaparecería en cuanto parpadease. Al bajar la mirada advertí que Dörk e Ils estaban en el jardín junto con su perro que, observé con espanto, se sostenía y caminaba sobre las dos patas traseras mientras parecía conversar con sus dueños. Me alarmé por ellos, pero por su actitud entendí que mis vecinos no lo estaban, al contrario, miraban los tres hacia arriba y hacían señas al artefacto con las manos y las patas. El perro manipuló un artefacto parecido a un mando a distancia que dirigió hacia la antena sobre el taller, la cual se movió en lentos círculos hasta que quedó detenida apuntando hacia la nave, que siguió reluciendo hasta que de pronto de la parte inferior, un cono de luz cegadora los envolvió como si fuese de día. Me protegí los ojos con la mano. Cuando el fogonazo cesó, de ellos no había ni rastro. Pasaron unos minutos, no estoy muy seguro de cuantos, pero sí de que estaba completamente fascinado, y entonces el platillo comenzó a elevarse majestuoso hasta que repentinamente, como si hubiese sido disparado por un tirachinas, trazó una estela en el cielo negro y desapareció en el horizonte. La casa de al lado y la calle quedaron a oscuras y yo permanecí un minuto más petrificado en calzoncillos ante la ventana sin saber qué hacer, después di media vuelta, cerré la ventana, fui al baño como hago siempre de madrugada y volví a meterme con cuidado en la cama en la que Carmen seguía durmiendo como si nada. Estaba atónito, pero al cabo de un rato mirando al techo de la habitación noté una extraña sensación de alivio, ya que, entendí, lo que acababa de ver lo explicaba todo. Tardé en quedarme dormido, tenía los pies helados.
