Emilia Pardo Bazán

XIII
Transcurrido algún tiempo de vida familiar con suegro y cuñadas, don Pedro echó de menos su huronera. No se acostumbraba a la metrópoli arzobispal. Ahogábanle las altas tapias verdosas, los soportales angostos, los edificios de lóbrego zaguán y escalera sombría, que le parecían calabozos y mazmorras. Fastidiábale vivir allí donde tres gotas de lluvia meten en casa a todo el mundo y engendran instantáneamente una triste vegetación de hongos de seda, de enormes paraguas. Le incomodaba la perenne sinfonía de la lluvia que se deslizaba por los canalones abajo o retiñía en los charcos causados por la depresión de las baldosas. Quedábanle dos recursos no más para combatir el tedio: discutir con su suegro o jugar un rato en el Casino. Ambas cosas le produjeron en breve, no hastío, pues el verdadero hastío es enfermedad moral propia de los muy refinados y sibaritas de entendimiento, sino irritación y sorda cólera, hija de la secreta convicción de su inferioridad. Don Manuel era superior a su sobrino por el barniz de educación adquirido en dilatados años de existencia ciudadana y el consiguiente trato de gentes, así como por aquel bien entendido orgullo de su nacimiento y apellido, que le salvaba de adocenarse (era su expresión predilecta). Aparte de la manía de referir en las sobremesas y entre amigos de confianza mil anécdotas, no contrarias al pudor, pero sí a la serenidad del estómago de los oyentes, era don Manuel persona cortés y de buenas formas para presidir, verbigracia, un duelo, asistir a una Junta en la Sociedad Económica de Amigos del País, llevar el estandarte en una procesión, ser llamado al despacho de un gobernador en consulta. Si deseaba retirarse al campo, no le atraía tan sólo la perspectiva de dar rienda suelta a instintos selváticos, de andar sin corbata, de no pagar tributo a la sociedad, sino que le solicitaban aficiones más delicadas, de origen moderno: el deseo de tener un jardín, de cultivar frutales, de hacer obras de albañilería, distracción que le embelesaba y que en el campo es más barata que en la ciudad. Además, el fino trato de su mujer, la perpetua compañía de sus hijas suavizara ya las tradiciones rudas que por parte de los la Lage conservaba don Manuel: cinco hembras respetadas y queridas civilizan al hombre más agreste. He aquí por qué el suegro, a pesar de encontrarse cronológicamente una generación más atrás que su yerno, estaba moralmente bastantes años delante.
Trataba don Manuel de descortezar a don Pedro; y no sólo fue trabajo perdido, sino contraproducente, pues recrudeció su soberbia y le infundió mayores deseos de emanciparse de todo yugo. Aspiraba el señor de la Lage a que su sobrino se estableciese en Santiago, levantando la casa de los Pazos y visitándola los veranos solamente, a fin de recrearse y vigilar sus fincas; y al dar tales consejos a su yerno, los entreveraba con indirectas y alusiones, para demostrar que nada ignoraba de cuanto sucedía en la vieja madriguera de los Ulloas. Este género de imposición y fiscalización, aunque tan disculpable, irritó a don Pedro, que según decía, no aguantaba ancas ni gustaba de ser manejado por nadie en el mundo.
—Por lo mismo —declaró un día delante de su mujer— vamos a tomar soleta pronto. A mí nadie me trae y lleva desde que pasé de chiquillo. Si callo a veces, es porque estoy en casa ajena.
Estar en casa ajena le exaltaba. Todo cuanto veía lo encontraba censurable y antipático. El decoroso fausto del señor de la Lage; sus bandejas y candelabros de plata; su mueblaje rico y antiguo; la respetabilidad de sus relaciones, compuestas de lo más selecto de la ciudad; su honesta tertulia nocturna de canónigos y personas formales que venían a hacerle la partida de tresillo; sus criados respetuosos, a veces descuidados, pero nunca insolentes ni entrometidos, todo se le figuraba a don Pedro sátira viviente del desarreglo de los Pazos, de aquella vida torpe, de las comidas sin mantel, de las ventanas sin vidrios, de la familiaridad con mozas y gañanes. Y no se le despertaba la saludable emulación, sino la ruin envidia y su hermano el ceñudo despecho. Únicamente le consolaban los desatinados amoríos de Carmen; celebraba la gracia, frotándose las manos, siempre que en el Casino se comentaba la procacidad del estudiante y el descaro de la chiquilla. ¡Que rabiase su suegro! No bastaba tener sillas de damasco y alfombras para evitar escándalos.
Los altercados de don Pedro con su tío iban agriándose, y vino a envenenarlos la discusión política, que enzarza más que ninguna otra, especialmente a los que discuten por impresión, sin ideas fijas y razonadas. Fuerza es confesar que el marqués estaba en este caso. Don Manuel no era ningún lince, pero afiliado platónicamente desde muchos años atrás al partido moderado puro, hecho a leer periódicos, conocía la rutina; y había tomado tan a contrapelo el chasco de González Bravo y la marcha de Isabel II, que se disparaba, poniéndose a dos dedos de ahogarse, cuando el sobrino, por molestarle, le contradecía, disculpaba a los revolucionarios, repetía las enormidades que la prensa y las lenguas de entonces propalaban contra la majestad caída, y aparentaba creerlas como artículo de fe. El tío le rebatía con acritud y calor, alzando al cielo las gigantescas manos.
—Allá en las aldeas —decía— se traga todo, hasta el mayor disparate… No tenéis formado el criterio, hijo, no tenéis formado el criterio, ésa es vuestra desgracia… Lo miráis todo al través de un punto de vista que os forjáis vosotros mismos… (este tremendo disparate debía de haberlo aprendido don Manuel en algún artículo de fondo). Hay que juzgar con la experiencia, con la sensatez.
—¿Y usted se figura que somos tontos los que venimos de allá…? Puede ser que aún tengamos más pesquis, y veamos lo que ustedes no ven… (Aludía a su prima Carmen, colgada de la galería en aquel momento). Créame usted, tío, en todas partes hay bobalicones que se maman el dedo… ¡Vaya si los hay!
La discusión tomaba carácter personal y agresivo; solía esto ocurrir a la hora de la sobremesa; las tazas del café chocaban furiosas contra los platillos; don Manuel, trémulo de coraje, vertía el anisete al llevarlo a la boca; tío y sobrino alzaban la voz mucho más de lo regular, y después de algún descompasado grito o frase dura, había instantes de armado silencio, de muda hostilidad, en que las chicas se miraban y Nucha, con la cabeza baja, redondeaba bolitas de miga de pan o doblaba muy despacio las servilletas de todos deslizándolas en las anillas. Don Pedro se levantaba de repente, rechazando su silla con energía, y, haciendo temblar el piso bajo su andar fuerte, se largaba al Casino, donde las mesas de tresillo funcionaban día y noche.
Tampoco allí se encontraba bien. Sofocábale cierta atmósfera intelectual, muy propia de ciudad universitaria. Compostela es pueblo en que nadie quiere pasar por ignorante, y comprendía el señorito cuánto se mofarían de él y qué chacota se le preparaba, si se averiguase con certeza que no estaba fuerte en ortografía ni en otras ías nombradas allí a menudo. Se le sublevaba su amor propio de monarca indiscutible en los Pazos de Ulloa al verse tenido en menos que unos catedráticos acatarrados y pergaminosos, y aun que unos estudiantes troneras, con las botas rotas y el cerebro caliente y vibrante todavía de alguna lectura de autor moderno, en la Biblioteca de la Universidad o en el gabinete del Casino. Aquella vida era sobrado activa para la cabeza del señorito, sobrado entumecida y sedentaria para su cuerpo; la sangre se le requemaba por falta de esparcimiento y ejercicio, la piel le pedía con mucha necesidad baños de aire y sol, duchas de lluvia, friegas de espinos y escajos, ¡plena inmersión en la atmósfera montés!
No podía sufrir la nivelación social que impone la vida urbana; no se habituaba a contarse como número par en un pueblo, habiendo estado siempre de nones en su residencia feudal. ¿Quién era él en Santiago? Don Pedro Moscoso a secas; menos aún: el yerno del señor de la Lage, el marido de Nucha Pardo. El marquesado allí se había deshecho como la sal en el agua, merced a la malicia de un viejecillo, miembro del maldiciente triunvirato, a quien correspondía, por su acerada y prodigiosa memoria y años innumerables, el ramo de averiguación y esclarecimiento de añejos sucedidos, así como al más joven, que conocemos ya, tocaban las investigaciones de actualidad, viniendo a ser cronista el uno y analista el otro de la metrópoli. El cronista, pues, hizo su oficio desentrañando la genealogía entera y verdadera de las casas de Cabreira y Moscoso, probando ce por be que el título de Ulloa no correspondía ni podía corresponder sino al duque de tal y cual, grande de España, etc.; y demostrándolo mediante oportuna exhibición de la Guía de Forasteros. Por cierto que al instruir estas diligencias se hizo bastante burla de don Pedro y del señor de la Lage, a quien se acusaba de haber bordado la corona de marquesa en un juego de sábanas regalado a su hija; inocente desliz que el analista confirmó, especificando dónde y cómo se habían marcado las susodichas sábanas, y cuánto había costado el escusón y el perendengue de la coronita.
Impaciente ya, resolvió don Pedro la marcha antes de que pasase la inclemencia del invierno, a fines de un marzo muy esquivo y desapacible. Salía el coche para Cebre tan de madrugada, que no se veía casi; hacía un frío cruel, y Nucha, acurrucada en el rincón del incómodo vehículo, se llevaba a menudo el pañuelo a los ojos, por lo cual su marido la interpeló con poca blandura:
—¿Parece que vienes de mala gana conmigo?
—¡Qué cosas tienes! —respondió la muchacha destapando el rostro y sonriendo—. Es natural que sienta dejar al pobre papá y… y a las chicas.
—Pues ellas —murmuró el señorito— me parece que no te echarán memoriales para que vuelvas.
Nucha calló. El carruaje brincaba en los baches de la salida, y el mayoral, con voz ronca, animaba al tiro. Alcanzaron la carretera y rodó el armatoste sobre una superficie más igual. Nucha reanudó el diálogo preguntando a su marido pormenores relativos a los Pazos, conversación a que él se prestaba gustoso, ponderando hiperbólicamente la hermosura y salubridad del país, encareciendo la antigüedad del caserón y alabando la vida cómoda e independiente que allí se hacía.
—No creas —decía a su mujer, alzando la voz para que no la cubriese el ruido de los cascabeles y el retemblar de los vidrios—, no creas que no hay gente fina allí… La casa está rodeada de señorío principal: las señoritas de Molende, que son muy simpáticas; Ramón Limioso, un cumplido caballero… También nos hará compañía el abad de Naya… ¡Pues y el nuestro, el de Ulloa, que es presentado por mí! Ése es tan mío como los perros que llevo a cazar… No le mando que ladre y que porte porque no se me antoja. ¡Ya verás, ya verás! Allí es uno alguien y supone algo.
A medida que se acercaban a Cebre, que entraba en sus dominios, se redoblaba la alegre locuacidad de don Pedro. Señalaba a los grupos de castaños, a los escuetos montes de aliaga, y exclamaba regocijadísimo:
—¡Foro de casa… Foro de casa…! No corre por ahí una liebre que no paste en tierra mía.
La entrada en Cebre acrecentó su alborozo. Delante de la posada aguardaban Primitivo y Julián; aquél con su cara de metal, enigmática y dura, éste con el rostro dilatado por afectuosísima sonrisa. Nucha le saludó con no menor cordialidad. Bajaron los equipajes, y Primitivo se adelantó trayendo a don Pedro su lucia y viva yegua castaña. Iba éste a montar, cuando reparó en la cabalgadura que estaba dispuesta para Nucha, y era una mula alta, maligna y tozuda, arreada con aparejo redondo, de esos que por formar en el centro una especie de comba, más parecen hechos para despedir al jinete que para sustentarlo.
—¿Cómo no le has traído a la señorita la borrica? —preguntó don Pedro, deteniéndose antes de montar, con un pie en el estribo y una mano asida a las crines de la yegua, y mirando al cazador con desconfianza.
Primitivo articuló no sé qué de una pata coja, de un tumor frío…
—¿Y no hay más borricos en el país?, ¿eh? A mí no me vengas con eso. Te sobraba tiempo para buscar diez pollinas.
Volviose hacia su mujer, y como para tranquilizar su conciencia, preguntole:
—¿Tienes miedo, chica? Tú no estarás acostumbrada a montar. ¿Has andado alguna vez en esta casta de aparejos? ¿Sabes tenerte en ellos?
Nucha permanecía indecisa, recogiendo el vestido con la diestra, sin soltar de la otra el saquillo de viaje. Al cabo murmuró:
—Lo que es tenerme, sé… El año pasado, cuando estuve de baños, monté en mil aparejos nunca vistos… Sólo que ahora…
Soltó el traje de repente, llegose a su marido, y le pasó un brazo alrededor del cuello, escondiendo la cara en su pechera como la primera vez que había tenido que abrazarle; y allí, en una especie de murmullo o secreteo dulcísimo, acabó la frase interrumpida. Pintose en el rostro del marqués la sorpresa, y casi al mismo tiempo la alegría inmensa, radiante, el júbilo orgulloso, la exaltación de una victoria. Y apretando contra sí a su mujer, con amorosa protección, exclamó a gritos:
—O no hay en tres leguas a la redonda una pollina mansa, o aunque la tenga el mismo Dios del cielo y no la quiera prestar, aquí vendrá para ti, a fe de Pedro Moscoso. Aguarda, hija, aguarda un minuto nada más… O mejor dicho, entra en la posada y siéntate… A ver, un banco, una silla para la señorita… Espera, Nuchiña, vengo volando. Primitivo, acompáñame tú. Abrígate, Nucha.
Volando no, pero sí al cabo de media hora, volvió sin aliento. Traía del ronzal una oronda borriquilla, bien arreada, dócil y segura: la propia hacanea de la mujer del juez de Cebre. Don Pedro tomó en brazos a su esposa y la sentó en la albarda, arreglándole la ropa con esmero.
XIV
Así que pudieron conferenciar reservadamente capellán y señorito, preguntó don Pedro, sin mirar cara a cara a Julián:
—Y… ¿ésa? ¿Está todavía por aquí? No la he visto cuando entramos.
Como Julián arrugase el entrecejo, añadió:
—Está, está… Apostaría yo cien pesos, antes de llegar, a que usted no había encontrado modo de sacudírsela de encima.
—Señorito, la verdad… —articuló Julián bastante disgustado—. Yo no sé qué decir… Ha sido una cosa que se ha ido enredando… Primitivo me juró y perjuró que la muchacha se iba a casar con el gaitero de Naya…
—Ya sé quién es —dijo entre dientes don Pedro, cuyo rostro se anubló.
—Pues yo… como era bastante natural, lo creí. Además tuve ocasión de persuadirme de que, en efecto, el gaitero y Sabel… tienen… trato.
—¿Ha averiguado usted todo eso? —interrogó el marqués con ironía.
—Señor, yo… Aunque no sirvo mucho para estas cosas, quise informarme para no caer de inocente… He preguntado por ahí y todo el mundo está conforme en que andan para casarse: hasta don Eugenio, el abad de Naya, me dijo que el muchacho había pedido sus papeles. Y por cierto que, a pretexto de no sé qué enredo o dificultad en los tales papeles dichosos, no se hizo la cosa todavía.
Quedose don Pedro callado, y al fin prorrumpió:
—Es usted un santo. Ya podían venirme a mí con ésas.
—Señor, la verdad es que si tuvieron intención de engañarme… digo que son unos grandísimos pillos. Y la Sabel, si no está muerta y penada por el gaitero, lo figura que es un asombro. Hace dos semanas fue a casa de don Eugenio y se le arrodilló llorando y pidiendo por Dios que se diese prisa a arreglarle el casamiento, porque aquel día sería el más feliz de su vida. Don Eugenio me lo ha contado, y don Eugenio no dice una cosa por otra.
—¡Bribona! ¡Bribonaza! —tartamudeó el señorito, iracundo, paseándose por la habitación aceleradamente.
Sosegose, no obstante, muy luego, y agregó:
—No me pasmo de nada de eso, ni digo que don Eugenio mienta; pero… usted… es un papanatas, un infeliz, porque aquí no se trata de Sabel, ¿entiende usted?, sino de su padre, de su padre. Y su padre le ha engañado a usted como a un chino, vamos. La… mujer ésa, bien comprendo que rabia por largarse: mas Primitivo es abonado para matarla antes que tal suceda.
—No, si también empezaba yo a maliciarme eso… Mire usted que empezaba a maliciármelo.
El señorito se encogió de hombros con desdén, y exclamó:
—A buena hora… Deje usted ya de mi cuenta este asunto… Y por lo demás… ¿qué tal, qué tal?
—Muy mansos… como corderos… No se me han opuesto de frente a nada.
—Pero habrán hecho de lado cuanto se les antoje… Mire usted, don Julián, a veces me dan ganas de empapillarle a usted. Lo mismito que a los pichones.
Julián replicó todo compungido:
—Señorito, acierta usted de medio a medio. No hay forma de conseguir nada aquí si Primitivo se opone. Tenía usted razón cuando me lo aseguraba el año pasado. Y de algún tiempo acá, parece que aún le tienen mayor respeto, por no decir más miedo. Desde que se armó la revolución y andan agitadas las cosas políticas, y cada día recibimos una noticia gorda, creo que Primitivo se mezcla en esos enredos, y recluta satélites en el país… Me lo ha asegurado don Eugenio, añadiendo que ya antes tenía subyugada a mucha gente prestando a réditos.
Guardaba silencio don Pedro. Por fin alzó la cabeza y dijo:
—¿Se acuerda usted de la burra que hubo que buscar en Cebre para mi mujer?
—¡No me he de acordar!
—Pues la señora del juez… ríase usted un poco, hombre… la señora del juez se avino a prestármela porque iba Primitivo conmigo. Si no…
No hizo Julián reflexión alguna acerca de un suceso que tanto indignaba al marqués. Al terminar la conferencia, don Pedro le puso la mano en el hombro.
—¿Y por qué no me da usted la enhorabuena, desatento? —exclamó con aquella misma irradiación que habían tenido sus pupilas en Cebre.
Julián no entendía. El señorito se explicó cayéndosele la baba de gozo. Sí, señor, para octubre, el tiempo de las castañas… esperaba el mundo un Moscoso, un Moscoso auténtico y legítimo… hermoso como un sol además.
—¿Y no puede también ser una Moscosita? —preguntó Julián después de reiteradas felicitaciones.
—¡Imposible! —gritó el marqués con toda su alma. Y como el capellán se echase a reír, añadió:
—Ni de guasa me lo anuncie usted, don Julián… Ni de guasa. Tiene que ser un chiquillo, porque si no le retuerzo el pescuezo a lo que venga. Ya le he encargado a Nucha que se libre bien de traerme otra cosa más que un varón. Soy capaz de romperle una costilla si me desobedece. Dios no me ha de jugar tan mala pasada. En mi familia siempre hubo sucesión masculina: Moscosos crían Moscosos, es ya proverbial. ¿No lo ha reparado usted cuando estuvo almorzándose el polvo del archivo? Pero usted es capaz de no haber reparado tampoco el estado de mi mujer, si no le entero yo ahora.
Y era verdad. No sólo no lo había echado de ver, sino que tan natural contingencia no se le había pasado siquiera por las mientes. La veneración que por Nucha sentía y que iba acrecentándose con el trato, cerraba el paso a la idea de que pudiesen ocurrirle los mismos percances fisiológicos que a las demás hembras del mundo. Justificaba esta candorosa niñería el aspecto de Nucha. La total inocencia que se pintaba en sus ojos vagos y como perdidos en contemplaciones de un mundo interior, no había menguado con el matrimonio; las mejillas, un poco más redondeadas, seguían tiñéndose del carmín de la vergüenza por el menor motivo. Si alguna variación podía observarse, algún signo revelador del tránsito de virgen a esposa, era quizás un aumento de pudor; pudor, por decirlo así, más consciente y seguro de sí mismo; instinto elevado a virtud. No se cansaba Julián de admirar la noble seriedad de Nucha cuando una chanza atrevida o una palabra malsonante hería sus oídos; la dignidad natural, que era como su propia envoltura, escudo impalpable que la resguardaba hasta contra las osadías del pensamiento; la bondad con que agradecía la atención más leve, pagándola con frases compuestas, pero sinceras; la serenidad de toda su persona, semejante al caer de una tarde apacibilísima. Parecíale a Julián que Nucha era ni más ni menos que el tipo ideal de la bíblica Esposa, el poético ejemplar de la Mujer fuerte, cuando aún no se ha borrado de su frente el nimbo del candor y, sin embargo, ya se adivina su entereza y majestad futura. Andando el tiempo aquella gracia había de ser severidad, y a las oscuras trenzas sucederían las canas de plata, sin que en la pura frente imprimiese jamás una mancha el delito ni una arruga el remordimiento. ¡Cuán sazonada madurez prometía tan suave primavera! Al pensarlo, felicitábase otra vez Julián por la parte que le cabía en la acertada elección del señorito.
Con desinteresada satisfacción se decía a sí mismo que había logrado contribuir al establecimiento de una cosa gratísima a Dios, e indispensable a la concertada marcha de la sociedad: el matrimonio cristiano, lazo bendito, por medio del cual la Iglesia atiende juntamente, con admirable sabiduría, a fines espirituales y materiales, santificando los segundos por medio de los primeros. La índole de tan sagrada institución —discurría Julián— es opuesta a impúdicos extremos y arrebatos, a romancescos y necios desahogos, ardientes y roncos arrullos de tórtola; por eso alguna vez que el esposo se deslizaba a familiaridades más despóticas que tiernas, parecíale al capellán que la esposa sufría mucho, herida en su cándida modestia, en su decente compostura; figurábasele que la caída de sus párpados, su encendimiento, su silencio, eran muda protesta contra libertades impropias del honesto trato conyugal. Si ante él sucedían tales cosas, a la mesa, por ejemplo, Julián torcía la cara, haciéndose el distraído, o alzaba el vaso para beber, o fingía atender a los perros, que husmeaban por allí.
Le asaltaba entonces un escrúpulo, de ésos que se quiebran de sutiles. Por muy perfecta casada que hiciese Nucha, su condición y virtudes la llamaban a otro estado más meritorio todavía, más parecido al de los ángeles, en que la mujer conserva como preciado tesoro su virginal limpieza. Sabía Julián por su madre que Nucha manifestaba a veces inclinación a la vida monástica, y daba en la manía de deplorar que no hubiese entrado en un convento. Siendo Nucha tan buena para mujer de un hombre, mejor sería para esposa de Cristo; y las castas nupcias dejarían intacta la flor de su inocencia corporal, poniéndola para siempre al abrigo de las tribulaciones y combates que en el mundo nunca faltan.
Esto de los combates le recordaba a Sabel. ¿Quién duda que su permanencia en casa era ya un peligro para la tranquilidad de la esposa legítima? No imaginaba Julián riesgos inmediatos, pero presentía algo amenazador para lo porvenir. ¡Horrible familia ilegal, enraizada en el viejo caserón solariego como las parietarias y yedras en los derruidos muros! Al capellán le entraban a veces impulsos de coger una escoba, y barrer bien fuerte, bien fuerte, hasta que echase de allí a tan mala ralea. Pero cuando iba más determinado a hacerlo, tropezaba en la egoísta tranquilidad del señorito y en la resistencia pasiva, incontrastable del mayordomo. Sucedió además una cosa que aumentó la dificultad de la barredura: la cocinera enviada de Santiago empezó a malhumorarse, quejándose de que no entendía la cocina, de que la leña no ardía bien, del humo, de todo; Sabel, muy servicial, acudió a ayudarla; y a los pocos días la cocinera, cansada de aldea, se despidió con malos modos, y Sabel quedó en su sitio, sin que mediasen más fórmulas para el reemplazo que asir el mango de la sartén cuando la otra lo soltó. Julián no tuvo ni tiempo de protestar contra este cambio de ministerio y vuelta al antiguo régimen. Lo cierto es que la familia espuria se mostraba por entonces incomparablemente humilde: a Primitivo no se le encontraba sino llamándole cuando hacía falta: Sabel se eclipsaba apenas dejaba la comida puesta a la lumbre y confiada al cuidado de las mozas de fregadero: el chiquillo parecía haberse evaporado.
Y con todo, al capellán no le llegaba la camisa al cuerpo.
¡Si Nucha se enteraba! ¿Y quién duda que se enteraría en el momento menos pensado? Por desgracia, la nueva esposa mostraba afición suma a recorrer la casa, a informarse de todo, a escudriñar los sitios más recónditos y trasconejados, verbigracia, desvanes, bodegas, lagar, palomar, hórreos, tulla, perreras, cochiqueras, gallinero, establos y herbeiros o depósitos de forraje. No le llegaba a Julián la camisa al cuerpo, temblando que en alguna de estas dependencias recibiese Nucha a boca de jarro, por impensado incidente, la atroz revelación. Y al mismo tiempo, ¿cómo oponerse al útil merodeo del ama de casa hacendosa por sus dominios? Parecía que con la joven señora entraban en cada rincón de los Pazos la alegría, la limpieza y el orden, y que la saludaba el rápido bailotear del polvo arremolinado por las escobas, la vibración del rayo de sol proyectado en escondrijos y zahúrdas donde las espesas telarañas no lo habían dejado penetrar desde años antes.
Seguía Julián a Nucha en sus exploraciones, a fin de vigilar y evitar, si cabía, cualquier suceso desgraciado. Y en efecto, su intervención fue provechosa cuando Nucha descubrió en el gallinero cierto pollo implume. El caso merece referirse despacio. Había observado Nucha que en aquella casa de bendición las gallinas no ponían jamás, o si ponían no se veía la postura. Afirmaba don Pedro que se gastaban al año bastantes ferrados de centeno y mijo en el corral; y con todo eso, las malditas gallinas no daban nada de sí. Lo que es cacarear, cacareaban como descosidas, indicio evidente de que andaban en tratos de soltar el huevo; oíase el himno triunfal de las fecundas a la vez que el blando cloquear de las lluecas; se iba a ver el nido, se advertía en él suave calorcillo, se distinguía la paja prensada señalando en relieve la forma del huevo… Y nada; que no se podía juntar ni para una mala tortilla. Nucha permanecía ojo alerta. Un día que acudió más diligente al cacareo delator, divisó agazapado en el fondo del gallinero, escondiéndose como un ratoncillo, un rapaz de pocos años. Sólo asomaban entre la paja de la nidadura sus descalzos pies. Nucha tiró de ellos y salió el cuerpo, y tras del cuerpo las manos, en las cuales venía ya el plato que apetecía el ama de casa, pues los huevos que el chico acababa de ocultar se le habían roto con la prisa, y la tortilla estaba allí medio hecha, batida por lo menos.
—¡Ah pícaro! —exclamó Nucha cogiéndole y sacándole afuera, a la luz del corral—. ¡Te voy a desollar vivo, gran tunante! ¡Ya sabemos quién es el zorro que se come los huevos! Hoy te pongo el trasero en remojo, donde no lo veas.
Agitábase y perneaba el ladrón en miniatura; Nucha sintió lástima, imaginándose que sollozaba con desconsuelo. Apenas logró verle un minuto la cara desviándole de ella los brazos, pudo convencerse de que el muy insolente no hacía sino reírse a más y a mejor, y también notar la extraordinaria lindeza del desharrapado chicuelo. Julián, testigo inquieto de esta escena, se adelantó y quiso arrebatárselo a Nucha.
—Déjemelo usted, don Julián… —suplicó ella—. ¡Qué guapo!, ¡qué pelo!, ¡qué ojos! ¿De quién es esta criatura?
Nunca el timorato capellán sintió tantas ganas de mentir. No atinó, sin embargo.
—Creo… —tartamudeó atragantándose—, creo que… de Sabel, la que guisa estos días.
—¿De la criada? Pero… ¿está casada esa chica?
Creció la turbación de Julián. De esta vez tenía en la garganta una pera de ahogo.
—No señora, casada no… Ya sabe usted que… desgraciadamente… las aldeanas, por aquí… no es común que guarden el mayor recato… Debilidades humanas…
Sentose Nucha en un poyo del corral que con el gallinero lindaba, sin soltar al chiquillo, empeñándose en verle la cara mejor. Él porfiaba en taparla con manos y brazos, pegando respingos de conejo montés cautivo y sujeto. Sólo se descubría su cabellera, el monte de rizos castaños como la propia castaña madura, envedijados, revueltos con briznas de paja y motas de barro seco, y el cuello y nuca, dorados por el sol.
—Julián, ¿tiene usted ahí una pieza de dos cuartos?
—Sí señora.
—Toma, rapaciño… A ver si me pierdes el miedo.
Fue eficaz el conjuro. Alargó el chiquillo la mano, y metió rápidamente en el seno la moneda. Nucha vio entonces el rostro redondeado, hoyoso, graciosísimo y correcto a la vez, como el de los amores de bronce que sostienen mecheros y lámparas. Una risa entre picaresca y celestial alegraba tan linda obra de la naturaleza. Nucha le plantó un beso en cada carrillo.
—¡Qué monada! ¡Dios lo bendiga! ¿Cómo te llamas, pequeño?
—Perucho —contestó el pilluelo con sumo desenfado.
—¡El nombre de mi marido! —exclamó la señorita con viveza—. ¿Apostamos a que es su ahijado? ¿Eh?
—Es su ahijado, su ahijado —se apresuró a declarar Julián, que desearía ponerle al chico un tapón en aquella boca risueña, de carnosos labios cupidinescos. No pudiendo hacerlo, intentó sacar la conversación de terreno tan peligroso.
—¿Para qué querías tú los huevos? Dilo y te doy otros dos cuartos, anda.
—Los vendo —declaró Perucho concisamente.
—Con que los vendes, ¿eh? Tenemos aquí un negociante… ¿Y a quién los vendes?
—A las mujeres de por ahí, que van a la vila…
—Sepamos ¿a cómo te pagan?
—Dos cuartos por la ducia.
—Pues mira —díjole Nucha cariñosamente—, de aquí en adelante me los vas a vender a mí, que te pagaré otro tanto. Por lo bonito que eres no quiero reñirte ni enfadarme contigo. ¡Quiá! Vamos a ser muy amigotes tú y yo. Lo primerito que te he de regalar son unos pantalones… No andas muy decente que digamos.
En efecto, por los desgarrones y aberturas del sucio calzón de estopa del chico hacían irrupción sus fresquísimas y lozanas carnes, cuya morbidez no alcanzaba a encubrir el fango y suciedad que les servía de vestidura, a falta de otra más decorosa.
—¡Angelitos! —murmuró Nucha—. ¡Parece mentira que los traigan así! Yo no sé cómo no se matan, cómo no perecen de frío… Julián, hay que vestir a este niño Jesús.
—Sí, ¡buen niño Jesús está él! —gruñó Julián—. El mismísimo enemigo malo, ¡Dios me perdone! No le tenga lástima, señorita: es un diablillo, más travieso que un mico… Lo que no hice yo para enseñarle a leer y escribir, para acostumbrarle a que se lavase esos hocicos y esas patas… ¡Ni atándolo, señorita, ni atándolo! Y está más sano que una manzana con la vida que trae. Ya se ha caído dos veces al estanque este año, y de una por poco se ahoga.
—Vaya, Julián, ¿qué quiere usted que haga a su edad? No ha de ser formal como los mayores. Ven conmigo, rapaz, que voy a arreglarte algo para que te tapes esas piernecitas… ¿No tiene calzado? Pues hay que encargarle unos zuecos bien fuertes de álamo… Y le voy a predicar un sermón a su madre para que me lo enjabone todos los días. Usted le va a dar lección otra vez. O le haremos ir a la escuela, que será lo mejor.
No hubo quien apease a Nucha de su caritativo propósito. Julián estaba con el alma en un hilo, temiendo que de semejante aproximación resultase alguna catástrofe. No obstante, la bondad natural de su corazón hizo que se interesase nuevamente por aquella obra pía, que ya había intentado sin fruto. Veía en ella mayor demostración de la hermosura moral de Nucha. Parecíale que era providencial el que la señorita cuidase a aquel mal retoño de tronco ruin. Y Nucha entretanto se divertía infinito con su protegido; hacíale gracia su propia desvergüenza, sus instintos truhanescos, su afán por apandar huevos y fruta, su avidez al coger las monedas, su afición al vino y a los buenos bocados. Aspiraba a enderezar aquel arbolito tierno, civilizándole a la vez la piel y el espíritu. Obra de romanos, decía el capellán.
(Continuará…)
