Carlos E. Luján Andrade

La lámpara del hombre relámpago. Collage sobre cartulina-Carlos E. Luján Andrade
Ahí van los recuerdos, tras un escaparate, en una vieja revista sobre un sillón despintado, en lo que quizás fue la sala de recepción de una oficina ya cerrada. Eso fue lo que vi hace unos días mientras caminaba por una calle de San Isidro, pensando en que cada vez se ven menos lugares donde parece que alguien se olvidó de ellos.
En parte, siempre he preferido que los lugares se queden así: detenidos, abandonados en un instante de movimiento; es decir, inmóviles en su cotidianeidad pasada, como si el ser humano se hubiera esfumado, como un voluntario en un acto de magia.
Ha habido otros lugares de los que me llevé esa sensación: el local del Banco Popular de la avenida Huaylas, en el que, aun con sus grandes ventanales cubiertos de polvo, se podían ver los mostradores donde estaban ubicadas las cajas. Encima de estos se distinguía un perforador, cajas de clips y formularios esparcidos por todo el piso. También el otrora cine Orrantia, entre Javier Prado y la Av. Arequipa, abandonado por varios años, en el que, parado —esperando no sé qué—, me asomé a una de sus puertas laterales y vi, en las paredes de su escalera, un afiche viejo y rasgado de la película Un detective suelto en Hollywood 2 (1987) y de otra más que ya no recuerdo. Ahora es un templo de alguna secta religiosa.
Casi finalizando los noventa, aún se podían ver estos antiguos locales, dejados a su suerte por la crisis económica de fines de los ochenta. La nostalgia estaba garantizada si uno era lo bastante curioso para agudizar la vista y ver, entre tanto olvido, algo de vida pasada.
Nadie tampoco reclama por ese recuerdo; el valor que tiene es personal, y quizás doloroso, al ver que, tanto como las calles, las personas perdían algo: empleos, dinero, estilos de vida que la crisis se llevó. Quizás en mí, que era muy niño cuando eso sucedió, le doy algún valor sentimental a lo viejo; y estoy convencido de que quien, años después, ve que el terral hediondo donde jugaba es usado para construir un nuevo edificio, sentirá gran tristeza porque es, para él, la prueba tangible del paso del tiempo, en la que este deja de ser una metáfora, y en la que también nos vamos con todo aquello que añoramos.
Haber madurado en un país en transición política y económica me ha permitido observar el cambio de paradigmas, de concepciones de lo que debe ser y será. Antes, en los ochentas, estábamos condenados a nuestra suerte, en el subsuelo del desarrollo, viendo a un Estado impotente para levantarse. Eso se reflejó en las mismas calles, deteniéndonos en una época que parecía interminable, mientras el mundo de afuera avanzaba dejándonos rezagados.
Sin embargo, ahora lo cambiante es la tendencia: cada día las cosas duran menos, lo que existía es derribado o rejuvenecido, como si lo viejo intentara ser ocultado, para deshacernos de la crisis vivida, desaparecer lo que fuimos, intentando sobrevivir a la nostalgia de un pasado peor.
