Carlos E. Luján Andrade

Se dice que los poetas poseen un solo espíritu que va paseándose por sus poemas y obras, adoptando distintas formas con las palabras. En ellas hallamos múltiples temas, pero con un solo trasfondo, porque la poesía no es un concepto, sino una estela, una senda que deja entrever las intenciones del poeta. Esta unidad profunda, más que temática, es espiritual: se siente con especial claridad cuando el autor ha sido prolífico. Así, un poemario no es un ente aislado, sino una pieza dentro del cuerpo mayor de su obra. Consciente o inconscientemente, cada nuevo libro dialoga con los anteriores, y dentro de él los poemas también se cruzan, se retan.
En Estancias, Miguel Ildefonso le da una nueva vida a poemas ya incluidos en libros como Dantes, Manifiesto, Comentarios irreales y A dónde mira el centinela. Treinta años de poesía que transitan por diversos parajes de la naturaleza y del interior del individuo. Dividido en seis partes —El retorno del Inkarri, Cruz marcada, Manifiesto, Comentarios irreales, Barbechar y Romancero de Lima, 1993—, el libro se nos presenta como un mapa poético donde la voz del autor va deslizándose, no como visitante, sino como médium de una experiencia lírica que ha ido sedimentando.
Este libro funciona, entonces, como un libro orgánico: no se trata de una antología arbitraria ni de una reunión de piezas sueltas, sino de un cuerpo viviente de la memoria poética de Ildefonso que respira entre estrofas, que se arrastra desde la ruina y canta desde la piedra. Cada sección es un órgano, cada poema, un latido que remite a otro. Los textos aquí incluidos, aunque provienen de distintos momentos de su trayectoria, parecen haber sido escritos por una voz que no cesa, que se disfraza, que se transforma, pero no se apaga.
En ese sentido, Estancias puede leerse como un palimpsesto poético, donde los ecos de libros anteriores no son borrados sino resignificados. Lo nuevo no reemplaza lo antiguo: lo reintegra, lo interpreta, lo atraviesa. Es una relectura que no se limita a observar lo ya dicho, sino que lo subvierte, lo raspa, lo reordena. Como si, al fin, se revelara aquello que estaba escondido entre líneas. La oportunidad que tenemos de leer este trabajo bajo una nueva luz nos permite descubrir un intruso asomado por la ventana de un cuadro que muestra a una ciudad en su nocturnidad, una figura que siempre estuvo ahí, pero que solo se ve cuando todo lo demás deja de ser observado.
El trayecto del yo poético también se transforma. Ya no es el sujeto romántico, absoluto, dueño del canto, sino un ser quebrado, desplazado, que vaga entre lenguas, geografías y símbolos. El hablante no se define, sino que se desplaza. Observamos un mapa poético que comienza en cómo el individuo, casi aferrado a sus raíces, invoca su conexión con la naturaleza que la tiene insertada en su imaginario y empieza un viaje de desarraigo que no solo es físico o simbólico, sino también lingüístico donde busca una identidad. En “Illapa” se lee: “Me he ido del mundo o el mundo se ha ido de mí. Las palabras se han ido de la poesía. Nos hemos quedado solos con nuestras palabras, entre estas ruinas… Ahora soy todo ruinas. No la idea del poema es más bella que la poesía”.
En “José María”, por ejemplo, se cruzan el paisaje andino, la melancolía urbana y la música pop:
“José María venía en bus por la Oroya a Lima.
En sus audífonos escuchaba a Lou Reed.
Afuera, los cerros mojados, la lluvia entrándole por el hueco de la bala
Esa mezcla de Perfect Day con la caída de la lluvia
puso nostalgia a la visión cristalina de la ventana.
Recordó entonces cuando chiquillo
dormía sobre los pellejos,
aprendió el quechua,
canciones más tristes todavía que las de Lou”.
Luego, tal odisea, que lo expulsó de las raíces naturales de su ser, comienza a comprender que los nuevos parajes serán hostiles. Medio cuerpo entre la castidad de la tradición y el otro en el cinismo citadino. Esta hibridez no es casual. El poemario asume una poética sincrética porque no busca pureza, sino mezcla; no himno, sino collage. En “Helénicas texturas, Anchatan Kuyakuyki”, el poeta afirma: “Así como no hay río que no sepa del tiempo, esta cruz de Motupe me detiene falsamente en la avenida Perú, mi Abuela me dijo que no me chuseara el alma porque esta cruz chuseada será también la luz que se luce desde el alto cerro, porque la lengua de otra lengua me subirá a un camión y será el transporte de Dios con su realidad de repeticiones. No vuelvas atrás la mirada, me dijo mi Abuela. Pero lo hice y me convertí en piedra justo en la falda de su cerro. Lima estallaba en coches bomba y anfo salidos de antiguas escrituras orales”. Se trata de una experiencia mestiza y quebrada, donde lo andino y lo moderno, lo sagrado y lo urbano, lo ancestral y lo pop, se cruzan sin conciliación definitiva. Es una poesía que se escribe en la herida del sincretismo, en su inestabilidad.
Ese desencuentro, esa hibridez no resuelta, desemboca en el desencanto. Hay un momento en el que la palabra ya no basta, en que la piedra ya no canta, sino que sepulta. En “SepukkA”, el hablante dice:
“cuando este poema fue destruido / ahí mi vida se acabó /
porque la piedra era agua era madre / y todos los caminos ya fueron transitados…”.
Aquí, la poesía no salva: apenas resiste. La ruina no es solo un tema, es el modo mismo de la escritura. Ildefonso no busca edificar un templo, sino habitar los escombros. Sus versos se despliegan como arqueología del trauma, escritura entre restos.
Por eso, Estancias no es una relectura pasiva, ni un mero compendio. Es un gesto de reescritura y de resistencia. La poesía aquí se manifiesta como espejo trizado, como un grito que viaja por las grietas del tiempo. El yo poético no busca imponerse, sino sobrevivir. No quiere moldear ojos, sino lanzarse de bruces a los ojos más cristalinos de la poesía, como se expresa en el poema II:
«cuando tus ojjos señalen una escritura con nevados
ahí aHbrás decidido arrojarte de bruces directamente
a los ojjos más puros más cristalinos de la Poesía.»
Estancias no busca revelar una verdad, sino abrir un espacio. El nuevo rumbo que Ildefonso le ha dado a su poesía en este poemario es vasto y está lleno de ramificaciones. Ha insuflado nueva vida a sus libros anteriores. Lo que este volumen nos ofrece es la oportunidad de releer su obra desde otra perspectiva, de descubrir algo que quizá sus poemarios de origen mantenían oculto.
