Lugares abandonados (VI): “La política como decepción”

Carlos E. Luján Andrade

Lo sagrado y lo mundano. Collage sobre cartulina-Carlos E. Luján Andrade





En los albores de la juventud, nace en nosotros la convicción de que la vida puede ser cambiada, algo bulle en nosotros que nos hace pensar que la realidad que vemos —y de la que el mundo se queja— es producto de la desidia de quienes debían forjarla, como si la gloria del pasado ya no fuera ambicionada por nuestros contemporáneos, pensando, como dijo D.H. Lawrence: “el coraje ha abandonado a los hombres”, exigiendo más energía a la sociedad, aborreciendo el letargo de quienes tienen la fuerza de crear grandes civilizaciones; y en la búsqueda de grandes hombres, uno se embarca en cualquier lucha, en ser parte de la expedición de un visionario o en ser el soldado de un contemporáneo Alejandro Magno. Aquello es lo que anhela un joven, morir por algo, lo que sea, pues aún ve en su vida algo supremo que no está contaminado por los pesares de la responsabilidad y la madurez, el escritor italiano Giovanni Papini nos lo describe de la manera más precisa:

“Para el hombre de veinte años, todo anciano es el enemigo; toda idea es sospechosa; todo grande hombre ha de ser sometido de nuevo a proceso; la historia del pasado parece una larga noche rota por los relámpagos, una espera gris, que por fin ahora surge con nosotros. Para el hombre de veinte años, los mismos ocasos parecen tener los reflejos blancos y delicados de la aurora, que tarda en venir; las antorchas que acompañan a los muertos son fuegos de alegría por las nuevas fiestas, y los lamentos de las campanas devotas son esquilas que anuncian el nacimiento y bautismo de las almas. Es la única edad romántica de la vida en que se tiene el vicio viril de tomar los toros por los cuernos; es la edad en que se camina con paso ágil y bien firme de los poliorcetes, con el sombrero ladeado y un bastoncito de cerezo en la mano nerviosa.

Cada cinta nos parece una enseña; cada murmullo lejano, el temblor gigantesco de una revuelta; cada estallido de petardo, el anuncio de una batalla; y cada aguacero, el principio del segundo diluvio universal. Escuchamos con las orejas tiesas el murmurio del viento y creemos que se deshace el mundo; el trote de un caballo de alquiler nos hace correr a la ventana como si fuese el bucéfalo negro del Anticristo…”

En ese romanticismo, cuando el cinismo aún no nos toca, decidimos optar por alguna elección. Así, mi curiosidad me llevó a desear pertenecer a un partido político. Eran mediados de los noventa y el Perú atravesaba una etapa políticamente angustiante: los escándalos de corrupción salían a la luz, y la manipulación del sistema quebraba la confianza colectiva. Frente a esa desidia, unirse a los partidos que la denunciaban parecía un acto de fe generacional.

Una mañana decidí ir al Centro de Lima, con la intención de buscar en algún local partidario una forma de inscribirme y ser parte de ese cambio que deseaba. Con algo de ingenuidad, me acerqué primero al partido naciente de inspiración hayista fundado por Javier Valle Riestra. Allí solo me alcanzaron un folleto: todos se habían ido a almorzar.

Luego fui al local de Acción Popular, donde me recibió un hombre mayor, alto, delgado y de cabello cano. Me trató con amabilidad, aunque me pidió una mensualidad para apoyar los gastos de campaña. Al decirle que solo era un estudiante, me respondió que, cuando empezara a trabajar, tendría que colaborar con una cuota para el sostenimiento del partido. Quedó en presentarme al día siguiente a un grupo de jóvenes militantes, pero ese encuentro nunca sucedió. El día acordado, tomé el ómnibus equivocado, terminé en la avenida Brasil, ya era tarde, y por vergüenza de haber fallado a mi palabra, nunca regresé.

Aun así, no me rendí. La semana siguiente fui al local del Partido Popular Cristiano, ubicado unas cuadras más allá, cerca de la Plaza Bolognesi. Como el local de Acción Popular, era una casona antigua de quincha y madera. Aunque acogedoras, esas casas me daban la impresión de que, más que partidos políticos vivos, eran museos débiles de una historia condenada al olvido.

Solicité información y me preguntaron si deseaba unirme a las actividades juveniles o estudiar la doctrina del partido. Elegí lo segundo. Esa tarde me quedé en el sótano, un espacio a media luz, repleto de libros, mesas viejas y estanterías. El bibliotecario, un hombre amable, me recomendó algunos títulos sobre la historia del PPC. Fue una experiencia grata. Los martes y jueves por la noche asistía a charlas sobre la fundación del partido, sus avatares en la política nacional y sus referentes doctrinarios. Las lecturas incluían las encíclicas Rerum Novarum, Quadragesimo Anno, Populorum Progressio, entre otras.

Todo iba bien, hasta que algunos hechos empezaron a arrancarme el entusiasmo.

El primero fue cuando, mientras esperaba afuera de la sala de charlas vestido con terno y corbata, un hombre que venía con una delegación de provincias se acercó, se presentó y me preguntó si yo era un dirigente. Al decirle que no, se dio media vuelta sin despedirse y se alejó sin más.

El segundo ocurrió al acercarme a un grupo de militantes que organizaban la elección del presidente del partido. Les pregunté dónde y cuándo sería la votación. Me respondieron que solo los dirigentes podían votar. Les mencioné que tenía carné del partido, pero insistieron en que eso no era suficiente.

El tercero fue cuando fui a recoger unos planillones para reinscribir al PPC en el padrón electoral, ya que había perdido su inscripción tras no alcanzar el 5 % de los votos. La señora encargada me sugirió que regresara en la noche, pues el candidato presidencial iría al local acompañado por la prensa, y deseaban que lo fotografiaran rodeado de jóvenes. Me aconsejó integrarme a ese grupo, ya que como estudiante de Derecho, podría conseguir una práctica si me involucraba más.

La última experiencia fue la confirmación de mis sospechas. En un encuentro nacional del partido, su fundador, Luis Bedoya Reyes, se dirigió al auditorio con una dura recriminación: acusó a los militantes de oportunismo, de ignorar la doctrina socialcristiana, y de ser incapaces de fundamentar teóricamente su ideología. Esa noche salí confundido y decepcionado. Sabía que esas palabras no generarían una reacción, que todo seguiría igual. El partido estaba contaminado desde dentro. Solo en ese sótano quedaban sus ideales: en la biblioteca, en los libros, en las mesas polvorientas. Pero al subir por las escaleras y regresar a la superficie —a los discursos, a los tratos, a los rostros— todo se transformaba en una realidad decepcionante.

Es así que no vi ninguna posibilidad de encontrar a un superhombre o a un héroe. No escuché una sola palabra sobre el país: las voces eran caducas, cansinas, y solo hablaban de lo inmediato, de lo que tenían alrededor, incapaces de ver más allá de las viejas paredes de quincha. Su fin político era salvar un barco que ya se hundía… añadiéndole más peso. Pero todo ya lo veía consumado.

No era un lugar para liberarnos de nada. Las ambiciones eran materiales: se trataba de usar al pueblo para obtener lo inmediato, de enseñar que el poder es algo puramente terrestre. Nadie hablaba de morir por ideales; lo que se enseñaba era a manipularlos para vivir lo mejor posible.

Y no abandoné esas ganas de hacer política desde la doctrina por convicción, sino por desgano. El inicio de un nuevo semestre académico me impidió seguir yendo a las charlas. Me olvidé de ese lugar sin amor, como quien deja atrás una habitación polvorienta donde alguna vez se creyó ver la historia en movimiento, pero donde quizás muchos ciudadanos ya habían perdido la esperanza en los grandes hombres.

Yo no vi a ninguno. Ni siquiera vi a alguien que quisiera serlo. Nadie creía ya en ellos.

Carlyle ni yo teníamos nada que hacer ahí. El rumbo era otro: uno menos realista, menos sincero… un lugar donde, al menos por un tiempo más, pudiera mantener encendida la llama de ese espíritu veinteañero.

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