Estefanía Farias Martínez

Solen (1911)-Edvard Munch
El sol estaba muy alto, refulgía con una crueldad insospechada para aquella época del año. Yo tenía que mantener la cabeza baja para evitar quemarme los párpados. El motel parecía desierto. Paredes muy blancas atravesadas por grietas profundas que no respetaban tal pulcritud hospitalaria. La piscina se había desbordado. Aquel manto de agua clara sobre las baldosas de terrazo rojizo les daba aspecto de plaga bíblica. Avancé despacio, bordeando la piscina, buscando una puerta abierta. La 11 sólo estaba entornada. Un empujón suave me permitió internarme en la habitación y un intenso olor a sudor químico me aturdió por un instante. La moqueta era verde, cubierta de manchas y quemaduras, las cortinas, oscuras, cerradas y todo estaba en penumbra; al fondo había un anciano decrépito y famélico tumbado en un camastro. Su estructura ósea había perdido la estabilidad original, músculos contraídos en exceso, una deshidratación acusada debida a largos estadios de reposo sin atención alguna. Un espectro corpóreo y mudo. Me acerqué y me senté a su lado, al borde de la cama. Dormía y su pecho apenas se movía. Rodeé con mis manos su cuello reseco, rugoso y cuarteado. Cuando lo empecé a apretar, abrió los ojos. Yo lo observaba mientras mis manos lo ceñían, lo atenazaban. Ni siquiera se agitó, ni se quejó, sólo siguió mirándome hasta que sus ojos se quedaron vacíos. Entonces lo solté, cayó sobre el fino colchón sin hacer ruido. Me levanté, salí de allí y continué avanzando por la hilera de habitaciones, entrando en unas, esquivando otras. El agua tibia me mojaba las piernas. El silencio era acogedor. Nadie interrumpió mi recorrido. No sé cuánto tiempo duró. Sólo que al abandonar el motel, y ver aquel gigantesco letrero con luces de neón: ENMIENDAS, no pude menos que sonreír recordando al gerente, un exsacerdote nostálgico que ofrecía con el servicio los sacramentos de la confesión y la extremaunción.
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