El niño de arena (VII)

Tahar Ben Jelloun




Amar

Aquel día, las nubes se reagruparon, formando un círculo casi perfecto, y se diluyeron lentamente con un tono entre el malva y el rojo. Persistía una ligera bruma. Las gentes iban y venían por las grandes avenidas sin razón concreta. Algunos se habían instalado en el café. Hablaban. No se decían nada. Las pequeñas cosas de la vida cotidiana. Miraban pasar a las jóvenes. Algunos hacían comentarios vulgares sobre los andares de esta mujer o sobre el culo caído de otra. Otros leían o releían un periódico vacío; de vez en cuando evocaban la difusión de la prostitución masculina en esta ciudad; señalaban con el dedo a un turista europeo flanqueado por dos adolescentes presumidos. A la gente le gusta hablar de los demás. Aquí se pirran por los cotilleos sexuales. Hablan de ello todo el tiempo. Entre quienes se burlaban en seguida del homosexual inglés, conozco algunos que irían muy a escondidas a hacerle el amor o simplemente a hacer el amor juntos. Les es más fácil hacerlo que hablar o escribir sobre ello. Se prohíben los libros que hablan de la prostitución en el país, pero nada se hace para dar trabajo a esas muchachas del éxodo rural, tampoco se toca a los proxenetas. Entonces se habla en los cafés. Uno se desahoga sobre las imágenes que cruzan el bulevar, y por la noche se ve en la tele un interminable folletón egipcio, La llamada del amor, donde los hombres y las mujeres se aman, se odian, se destrozan mutuamente y jamás se tocan. Os digo, amigos míos, que estamos en una sociedad hipócrita. No necesito precisar más. Sabéis perfectamente que la corrupción ha hecho su trabajo y continúa destrozando lenta e irremediablemente nuestros cuerpos y nuestras almas. Me gusta mucho la palabra árabe que designa la corrupción. Se aplica a las materias que pierden su substancia y que no tienen ya consistencia, como la madera, por ejemplo, que conserva la envoltura exterior, guarda la apariencia, pero está hueca, ya no tiene nada dentro, ha sido minada desde el interior; pequeños animales verdaderamente minúsculos han roído todo lo que había bajo la corteza. Amigos míos, sobre todo, no debéis zarandearme; no soy más que un armazón vacío; dentro hay aún un corazón y pulmones que siguen haciendo su trabajo. Están indignados más que fatigados. Y yo estoy perdido. Ayer, después de la historia que nos trajo Salem, fui a la mezquita, no para orar, sino para recogerme en un rincón silencioso e intentar entender lo que nos sucede. Figuraos que he sido despertado varias veces por una especie de vigilantes; me han cacheado y han comprobado mi identidad. He sentido deseos de decirles: el Islam que llevo en mí es imposible de encontrar, soy un hombre solo y la religión no me interesa verdaderamente. Pero hablarles de Ibn Arabi o de El Hallaj habría podido traerme problemas. Habrían creído que se trataba de dirigentes políticos exiliados, de hermanos musulmanes que quieren tomar el poder en el país. Me he levantado y he vuelto a casa. Por suerte, los hijos no estaban allí. Deberían estar todos en los solares jugando con las piedras y el polvo. Me he concentrado y he pensado largamente en el pobre Ahmed. Yo no le llamaré Zahra. Porque en el manuscrito, él firmaba con su única inicial, la letra A. Por supuesto podría ser Archa Amina, Atika, Alia, Assia… Pero admitamos que se trata de Ahmed. Ha salido efectivamente de la casa y lo ha abandonado todo. Se ha visto tentado a dejarse arrastrar por la aventura del circo feriante. Pero creo que ha hecho otra cosa.

El hijo y la madre, con el rostro devastado por el odio, el odio de los demás y el odio de sí mismos, no dominaban ya ninguno de sus apaños. Intentaron embarcar a Ahmed en una historia de tráfico, pero no eran ya claramente creíbles, equivocándose sin cesar, contradiciéndose y discutiendo entre ellos con una rara violencia. Además, lo que decidió a Ahmed a huir fue una pelea con arma blanca entre la madre y el hijo, a propósito de un frasco perdido, donde la vieja había conservado el cerebro en polvo de una hiena. Provocaba al hijo, gritándole:

—Hijo de puta, hijo de perra, no eres un hombre, ven a pelear, ven a defender la pizca de virilidad que he tenido la bondad de pasarte al nacer.
—Si eres una puta —respondió él— no soy más que tu hijo, y los hijos de puta están menos podridos que sus madres…
—Dónde has puesto el frasco negro… Me haces perder un negocio de oro… Estoy segura de que lo has dado a esta vieja muñequita que te da su culo… Eres el hijo indigno de una gran dama.
—No quiero luchar…, no contigo.

Ella lanzó hacia él un cuchillo que rozó su hombro. El hijo se puso a llorar y le suplicó que le perdonase. Era verdaderamente feo. Ambos eran de una fealdad insoportable, sin ninguna dignidad. Ni madre ni hijo, sino dos monstruos que inspiraron un horror tal a Ahmed que huyó maldiciendo la mano invisible que le había puesto en ese camino. La vieja, escupiendo sobre el hijo, le persiguió. Estuvo a punto de atraparle, pero resbaló sobre una baldosa mojada, lo que salvó a Ahmed de las garras de esta loca. Él no imaginaba que entre una madre y su hijo pudiera existir ese tipo de relaciones. Se acordaba de sus propias relaciones con sus padres y lamentaba mucho su dureza, sus silencios, sus exigencias. Se decía que no era dueño del odio que le mantenía alejado de su pobre madre, ni de la pasión que le inspiraba su padre, a quien admiraba y temía, al mismo tiempo. Se puso a detestar el episodio cínico de su simulacro de matrimonio con la pobre prima.

Vagó toda la noche por la ciudad. Al alba fue al cementerio y buscó la tumba de Fátima. Era una tumba descuidada, arrinconada entre dos grandes piedras. Pensaba en ella con un sentimiento de remordimiento, cosa que no había sentido desde hacía mucho tiempo. Era como si volviese de una larga ausencia, de un viaje penoso o de una larga enfermedad. Recogiéndose ante esta tumba, acabó poco a poco por perder la imagen de Fátima, rostro borroso, voz inaudible, gritos mezclados con el viento; perdía suavemente esta memoria; los recuerdos se desplomaban, se deshacían. Se habría dicho que tenía entre las manos un pan duro que desmenuzaba para dar de comer a las palomas. En verdad, tenía horror a los cementerios. No entendía por qué no se los cubría, por qué no se los «ocultaba». Consideraba malsanos esos lugares, decía que no servía de nada el conservar la ilusión de una presencia, ya que incluso la memoria se equivoca, se burla de nosotros hasta el punto de entregarnos recuerdos fabricados con seres que jamás han existido, encerrándonos en una nube donde nada resiste ni al viento ni a las palabras. Se puso a dudar de la existencia de Fátima y se negó a creer que había venido para orar por su alma. El hecho de haber vagado toda la noche, la falta de sueño, la fatiga nerviosa debida a la huida y la ausencia de referencias, situaron la turbación en su percepción. Salió del cementerio como expulsado por un viento violento. Sentía que alguien le rechazaba con fuerza. No resistía. Marchaba hacia atrás, tropezó con una piedra, se encontró tumbado en un sepulcro que tenía la medida de su cuerpo. Le costó levantarse. Durante un instante tuvo la idea de quedarse a dormir ahí. Quizá la muerte vendría a tomarle en sus brazos con dulzura, sin nostalgia. Quedar en esta posición como para amansarle, para familiarizarse con la humedad de la tierra, para establecer así, por adelantado, relaciones de ternura. Pero el viento era brutal. Le levantó. Ahmed se fue, amargo y triste. Sus primeros pasos de seductor orgulloso fueron rechazados por la muerte o, al menos, por el viento que lo transporta y lo anima. Se dijo que no tenía sitio en la vida ni en la muerte, exactamente como había vivido la primera parte de su historia, ni completamente hombre ni completamente mujer. No tenía más energía, ni más fuerza para soportar su imagen. Lo más duro es que no sabía ya a qué ni a quién se parecía. Ningún otro espejo le devolvía la imagen. Todos estaban apagados. Solo la oscuridad, solo las tinieblas con algunos trazos de luz se marcaban en los espejos. Sabía que a partir de ese instante, estaba perdido. No podía siquiera ya ir a buscar un rostro donde se viese, ojos que le dijesen: “Has cambiado, no eres ya la misma persona de ayer; tienes cabellos blancos en las sienes, ya no sonríes, tus ojos están apagados, tu mirada está devastada; el moco te cuelga de la nariz; estás acabado, liquidado, jodido; no eres; no existes; eres un error, una ausencia, tan solo un puñado de cenizas, algunos guijarros, pedazos de cristal, un poco de arena, un tronco de árbol hueco, tu rostro se desvanece, no intentes conservarlo, se va, no intentes retenerlo, es mejor así, un rostro menos, una cabeza que cae, rueda por tierra, déjala recoger un poco de polvo, un poco de hierba, déjala alcanzar el otro extremo de tu pensamiento, tanto peor si desembarca en un ruedo o un circo, rodará hasta no sentir ya nada, hasta la última chispa que te hace creer aún en la vida…”.

Un charlatán a quien confió su desgracia le propuso encontrarle un espejo de la India, especialmente concebido para las miradas amnésicas.

—Con ese espejo —le dijo— verás tu rostro y tu pensamiento. Verás lo que los demás no ven cuando te miran. Es un espejo para las profundidades del alma, para lo visible y lo invisible; es el objeto extraño que los príncipes de Oriente utilizaban para resolver los enigmas. Créeme, amigo mío, estarás salvado, pues verás ahí los astros que guardan el Imperio de lo Secreto…
—¿Quién te dice —le respondió él— que yo deseo salvarme? Incluso me gustaría perder definitivamente el rostro y su imagen. Ya, después de una larga noche de reflexión y de vagabundeo, me ocurre que paso mi mano sobre mis mejillas y no siento nada…, mi mano atraviesa el vacío. Es una impresión que no puedes comprender, salvo, quizá, que seas un gran fumador de kif… y además hay que haber conocido la turbación del nombre y el doble del cuerpo. Pero todo esto te sobrepasa. Vete, no necesito más que silencio y una inmensa capa de tinieblas. No necesito ya espejo… y sé además que tu historia es falsa…, en mi infancia se jugaba con esos espejos de la India… ¡Se encendía el fuego con ellos!…

Vagabundeó largo tiempo. Su estado físico y mental hacía de él una sombra que pasaba sin suscitar la menor atención entre las gentes. Prefería esta indiferencia pues, como había escrito, «estoy en el camino del anonimato y de la liberación».

Se podría decir, a estas alturas, que se le ha perdido de vista. Pero nadie se interesaba lo bastante por él como para perderle de vista. Lo que él buscaba, era que él mismo se perdiese de vista de manera definitiva y, sobre todo, no ser llevado más como una tabla coránica por los raudales del tiempo.

No sé cómo subsistía, si se alimentaba o no, si dormía o no. Sus últimas anotaciones son confusas. ¿Estaba aún en este país o había logrado subir clandestinamente a un barco mercante con rumbo al fin del mundo? Pienso en esto porque él habla, en un determinado momento, de la «oscuridad mecida por fuertes olas».

Imagino ese cuerpo, que no podía ya ser prisionero de otro cuerpo, sobre las olas de los mares lejanos, más que en uno de esos bares de mala nota donde el alma se diluye en el mal vino, en el desamparo de algunos seres que no tienen más que la cobardía de emborracharse para morir mediocremente.

Después de la ruptura del equilibrio familiar, y de su partida de la casa, él estaba dispuesto a todas las aventuras con el deseo, sin embargo, de acabar con esta vieja y penosa comedia. Esto es lo que él escribía entonces:

«La muerte ha resuelto bien cuestiones en suspenso. Mis padres no están ya ahí para recordarme que soy portador del secreto. Es tiempo para mí de saber quién soy. Lo sé, tengo un cuerpo de mujer, incluso si persiste una ligera duda en cuanto a la apariencia de las cosas. Tengo un cuerpo de mujer; es decir, tengo un sexo de mujer, incluso si jamás ha sido utilizado. Soy una vieja muchacha que ni siquiera tiene derecho a sentir las angustias de una vieja muchacha. Tengo un comportamiento de hombre, o más exactamente, se me ha enseñado a actuar y a pensar como un ser naturalmente superior a la mujer. Se me permitía todo: la religión, el texto coránico, la sociedad, la tradición, la familia, el país… y a mí misma…
»Tengo pequeños senos —senos reprimidos desde la adolescencia— pero una voz de hombre. Mi voz es grave, es ella quien me traiciona. En adelante, no hablaré más, o bien hablaré con la mano sobre la boca, como si tuviese dolor de muelas.
»Tengo un rostro fino pero cubierto por una barba.
»Me he beneficiado de las leyes de la herencia, que favorecen al hombre respecto de la mujer. He heredado dos veces más que mis hermanas. Pero ese dinero ya no me interesa. Se lo dejo a ellas. Querría abandonar esta casa sin que me siga la menor huella del pasado. Querría salir para nacer de nuevo, nacer a los veinticinco años, sin padres, sin familia, pero con un nombre de mujer, con un cuerpo de mujer liberado para siempre de todas esas mentiras. Quizá no viviré mucho tiempo. Sé que mi destino está abocado a ser brutalmente interrumpido porque, un poco a mi pesar, he jugado a engañar a Dios y a sus profetas. No a mi padre, de quien, de hecho, yo no era más que el instrumento, la ocasión de una venganza, el reto a una maldición. Yo tenía conciencia de jugar un poco. Aún a veces imagino qué vida habría tenido si no hubiese sido más que una muchacha entre otras, una muchacha más, la octava, otra fuente de angustia y de desgracia. Creo que no habría podido vivir y aceptar lo que sufren mis hermanas como las demás muchachas de este país. No creo que sea mejor pero siento en mí una voluntad tal, una fuerza rebelde tal, que probablemente habría puesto todo patas arriba. ¡Ah!, cuánto siento ahora no haber desvelado antes mi identidad y no haber roto los espejos que me mantenían alejada de la vida. Habría sido una mujer sola, decidiendo con toda lucidez qué hacer con mi soledad. Hablo de soledad elegida, escogida, vivida como un deseo de libertad, y no como una reclusión impuesta por la familia y el clan. Sé que, en este país, una mujer sola está destinada a sufrir todos los rechazos. En una sociedad moral, bien estructurada, no solo cada uno está en su sitio, sino que no hay absolutamente lugar para quien, sobre todo para la que, por voluntad o por error, por espíritu rebelde o por inconsciencia, traiciona el orden. Una mujer sola, solterona o divorciada, una madre soltera, es un ser expuesto a todos los rechazos. El niño hecho a la sombra de la ley, el niño nacido de una unión no reconocida, está destinado, en el mejor de los casos, a entrar en el hogar de la Bondad, allí donde son educadas las malas simientes, las simientes del placer, en resumen, de la traición y de la vergüenza. Se hará una plegaria secreta para que ese niño forme parte del grupo de los cien mil bebés que mueren cada año por falta de cuidados, por falta de alimento o ¡por la maldición de Dios! Ese niño no tendrá apellido. Será hijo de la calle y del pecado y tendrá que sufrir los diferentes estados de la desgracia.
»Se debería prever a la salida de cada ciudad un estanque bastante profundo que recibiese el cuerpo de esos bebés del error. Se le llamaría el estanque de la liberación. Las madres irían allí, por la noche, preferentemente, atarían a su prole alrededor de una piedra que una mano bienhechora les ofrecería, y, en un último sollozo, depositarían el niño que manos ocultas, quizá bajo el agua, tirarían hacia el fondo hasta el ahogo. Todo esto se haría a la vista y a ciencia de todo el mundo, pero sería indecente, estaría prohibido hablar de ello, incluso evocar el asunto, hasta por alusiones.
»La violencia de mi país está también en esos ojos cerrados, en esas miradas desviadas, en esos silencios hechos más de resignación que de indiferencia.
»Hoy soy una mujer sola. Una vieja mujer sola. Con mis veinticinco años cumplidos, considero que mi vejez tiene, al menos, medio siglo. Dos vidas con dos percepciones y dos rostros pero los mismos sueños, la misma y profunda soledad. No pienso que sea inocente. Creo incluso que me he vuelto peligrosa. No tengo ya nada que perder y tengo muchos daños que reparar… Sospecho mi capacidad de rabia, de ira y también de odio destructor. Nada me retiene ya, tengo solo un poquito de miedo por lo que voy a emprender; tengo miedo porque no sé exactamente lo que voy a hacer, pero estoy decidida a hacerlo.
»Efectivamente, habría podido permanecer encerrada en esta jaula donde doy órdenes y desde donde dirijo los negocios de la familia. Habría podido contentarme con el estatuto del hombre poderoso casi invisible. Incluso habría construido una habitación aún más alta para ver mejor la ciudad. Pero mi vida, mis noches, mi respiración, mis deseos, mis ganas, habrían sido condenados. Tengo, además, horror al desierto, a la isla desierta, a la pequeña casa aislada en el bosque. Quiero salir, ver a las gentes, respirar los malos olores de este país y también los perfumes de sus frutos y sus plantas. Salir, ser arrollada, estar en la muchedumbre y sentir que una mano de hombre acaricia torpemente mis nalgas. Para muchas mujeres, es muy desagradable. Lo entiendo. Para mí, sería la primera mano anónima que se posaría sobre mi espalda o mis caderas. No me volvería para no ver qué rostro lleva esta mano. Si le viese, probablemente me horrorizaría. Pero las malas maneras, los gestos vulgares pueden tener a veces un poco de poesía, justo lo que es preciso para no encolerizarse. Un pequeño toque que no desmentiría el erotismo de este pueblo. Son, sobre todo, los viajeros europeos quienes mejor han sentido y evocado este erotismo, en pintura como en literatura, incluso si, detrás de todo esto, una pizca de superioridad blanca guiaba sus pasos.
»Sé que se habla más de sexo que de erotismo, y al amor se le ahoga en una nostalgia languideciente tal que me desagrada para siempre.
»Entiendo ahora por qué mi padre no me dejaba salir; se las arreglaba para espesar el misterio alrededor de mi existencia. En un cierto momento, perdió la confianza en mí. Yo habría podido traicionarle, salir, por ejemplo, desnuda por completo. Se habría dicho: “¡Es una loca!”. Las gentes me habrían tapado y llevado a casa. Esta idea me atormentaba. Pero ¿para qué dar un escándalo? Mi padre estaba enfermo. Mi madre, encerrada en su mutismo. Mis hermanas vivían en una mediocridad muy tranquila. Y yo sufría. Me había convertido en la prisionera de mi destino.
»Después de la muerte de mis padres, tuve la sensación de una liberación, una libertad nueva. Nada me retenía ya en esta casa. Por fin podía salir, marchar para no volver.
»Había llegado a desear la amnesia, o quemar mis recuerdos unos después de otros, o bien reunirlos como un montón de madera muerta, atarlos con un hilo transparente, o mejor, envolverlos con una tela de araña, y librarme de ellos en la plaza del mercado. Venderlos por un poco de olvido, por un poco de paz y silencio. Si nadie los quisiese, abandonarlos como equipajes perdidos. Me imaginaba ponderando su riqueza, su curiosidad, su rareza, y también su extrañeza. De hecho, me veía mal en ese mercado de las memorias que se dan, se intercambian y se van en polvo o en humo. Sería demasiado cómodo.
»Salir, adelantar la cabeza invertida, mirar el cielo, sorprender al final de la jornada la salida de un astro, el camino de alguna estrella y no pensar más. Elegir una hora discreta, una vía secreta, una luz suave, un paisaje donde seres amantes, sin pasado, sin historia, estarían sentados como en esas miniaturas persas donde todo parece maravilloso, fuera del tiempo. ¡Ah!, si pudiese franquear este seto lleno de picas, este seto, verdadera muralla móvil que precede y me bloquea el camino, si pudiese atravesarlo a costa de algunas heridas e ir a tomar sitio en esta miniatura del siglo XI; manos de ángel me depositarían sobre esa alfombra preciosa, en silencio, sin molestar al viejo narrador, un sabio que practica el amor con una gran delicadeza. Le veo ahí a punto de acariciar las caderas de una joven, feliz de darse a él, sin temor, si violencia, con amistad y pudor… »Tantos libros se han escrito acerca de los cuerpos, los placeres, los perfumes, la ternura, la dulzura del amor entre hombre y mujer en el Islam…, libros antiguos y que nadie lee ya hoy día. ¿Dónde ha desaparecido el espíritu de esta poesía? Salir y olvidar. Ir hacia lugares retirados del tiempo. Y esperar. Antes, no esperaba nada, o más bien, mi vida estaba regulada por la estrategia del padre. Acumulaba las cosas sin tener que esperar. Hoy, voy a tener el placer de esperar. Qué importa qué o a quién. Sabré que la espera puede ser una ceremonia, un encantamiento, y que de la lejanía haré surgir un rostro o una mano; los acariciaré, sentada ante el horizonte que cambia de línea y de colores, los veré marchar; me habrán dado así el deseo de morir lentamente ante este cielo que se aleja…».

He ahí, amigos míos, cómo se extinguió nuestro personaje: frente al cielo, ante el mar, rodeado de imágenes, en la dulzura de las palabras que él escribía, en la ternura de los pensamientos que él esperaba… Creo que jamás ha dejado su habitación de arriba sobre la terraza de la gran casa. Se ha dejado morir allí, en medio de viejos manuscritos árabes y persas acerca del amor, ahogado por la llamada del deseo que imaginaba, sin la menor visita. Por el día bloqueaba la puerta. Por la noche, dormía sobre la terraza y se entretenía con los astros. Su cuerpo le importaba poco. Le dejaba languidecer. Quería vencer al tiempo. Pienso que lo ha logrado en los últimos momentos de su vida, cuando ha alcanzado el alto grado de la contemplación. Creo que ha conocido la voluptuosidad nacida de esta beatitud lograda ante el cielo estrellado. Ha debido morir en una gran dulzura. Sus ojos posados sobre ese horizonte lejano debían resumir la larga angustia o, al menos, el error que fue su vida (lo que voy a leeros no figura en el manuscrito, es invención mía): «Me voy de puntillas. No quiero pesar mucho, en el caso en que los ángeles, como se dice en el Corán, viniesen a llevarme hasta el cielo. He vaciado mi cuerpo y he incendiado mi memoria. He nacido en un fasto y una alegría inventados. Me voy en silencio. Fui, como dice el poeta, “el último y el más solitario de los humanos, privado de amor y de amistad, y muy inferior en esto al más imperfecto de los animales”. Fui un error y no he conocido de la vida más que las máscaras y las mentiras…».

Un largo silencio siguió al relato de Amar. Salem y Fatuma parecían convencidos. Se miraron y nada se dijeron. En un cierto momento, Salem, molesto, intentó justificar su propia versión de la historia:

—Ese personaje es la violencia personificada; su destino, su vida son algo inimaginable. Por lo demás, uno no puede salir de ello mediante una pirueta psicológica. Para hablar brutalmente, reconoceréis que Ahmed no es un error de la naturaleza, sino una desviación social… En fin, quiero decir que no es, sobre todo, un ser atraído por el mismo sexo. Anulado en sus deseos, pienso que solo una gran violencia —un suicidio con mucha sangre— puede poner fin a esta historia…
—Has leído demasiados libros —dijo Amar—; es una explicación intelectual. Pero planteo la pregunta: ¿en qué ha podido interesamos hasta ese punto esta historia a nosotros, desempleados o desengañados? Comprendo que tú, hijo de esclavo, hayas pasado tu vida borrando esta marca. Has estudiado solo, has estudiado mucho, incluso un poco demasiado. Y además, te habrá gustado saber lo que es una vida libre cuando tenías veinte años… Ahora bien, a esa edad, tus padres se mataban a trabajar para ahorrarte la desgracia que ellos sufrían. Pero, yo, que soy un viejo maestro de escuela jubilado, cansado de este país o, más exactamente, de quienes lo maltratan y desfiguran, me pregunto lo que me ha apasionado en esta historia. Creo saber que es, primero, el aspecto enigmático, y después pienso que nuestra sociedad es muy dura, no lo parece, pero hay una violencia tal en nuestras relaciones que una historia loca, como la de este hombre con un cuerpo de mujer, es una manera de llevar esta violencia muy lejos, a su extremo límite. Nos intriga el país que se expresa así… Y tú, Fatuma, no dices nada… ¿Cuál es tu opinión?…
—Sí, no digo nada porque una mujer, en este país, ha tomado la costumbre de callarse, o bien, toma la palabra con violencia. Yo soy ahora vieja, por eso estoy con vosotros. Hace treinta años, o bien, si yo tuviese una treintena de años, ¿creéis que habría estado con vosotros en este café? Soy libre porque soy vieja y estoy llena de arrugas. Tengo derecho a la palabra porque esto no tiene importancia. Los riesgos son mínimos. Pero ya es curioso y extraño estar aquí, hoy, sentada en este café, escuchándoos y hablando. Apenas nos conocemos. Nada sabéis de mí… Recordad, soy yo quien tuvo la iniciativa de reuniros en este café después de la desaparición del narrador. He sido la primera en hablaros. No habéis prestado atención. ¡Es normal! Una vieja mujer… ¡No tan normal! Una vieja mujer debe quedarse en casa y ocuparse de sus nietos. Ahora bien, no soy ni una madre ni una abuela. Soy quizá la única mujer vieja sin descendencia. Vivo sola. Tengo algunas rentas. Viajo. Leo… He aprendido a leer en la escuela… Era quizá la única chica de toda la escuela… Mi padre estaba orgulloso de mí… Decía: «¡No me avergüenza tener hijas!…».

Fatuma se detuvo un instante, se cubrió el rostro con una parte de su pañuelo de cabeza, bajó los ojos. No se sabía si se sentía incómoda por lo que decía o por la presencia de alguien. Intentaba evitar un rostro. Delante del café, un hombre, de pequeña estatura, un tanto bien vestido, se ha detenido. Miraba unas veces a Fatuma, que mantenía baja la cabeza, otras al fondo del café. Se acercó a la mesa y dijo:

—¡Eh, Hadja! ¿Me reconoces? Estuvimos juntos en La Meca-Soy Hadj Britel…, ¡el pájaro rápido y eficaz!…

Amar le rogó que se marchase. El pequeño hombrecillo se marchó, farfullando algo así como:

—Mi memoria me gasta bromas… Y, sin embargo, estoy seguro de que es ella…

Fatuma se quitó el velo. Esta intervención le había turbado. Permaneció silenciosa, y luego dijo, después de un profundo suspiro:

—En la vida se debería poder llevar dos rostros… Estaría bien tener, al menos, uno de recambio… O bien, lo que sería aún mejor, no tener rostros en absoluto… Seríamos solo voces… Un poco como ciegos… Bueno, amigos míos, os invito a venir mañana a mi casa para contaros el final de nuestra historia. Vivo en una habitación en el orfanato… Os espero en el momento del crepúsculo… Venid justo antes, y veréis cuán bello es el cielo visto desde mi habitación…

(Continuará...)

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