Paraíso (XXI)

Toni Morrison

toni morrison






Save-Marie

—Por eso estamos aquí; en este momento de tristeza, al contemplar la breve vida y la muerte inaceptable, incomprensible de un niño, confirmamos, dejamos en suspenso o perdemos nuestra fe. Aquí, en este mismo instante, en este lugar, todas nuestras preguntas, nuestro miedo, nuestra indignación, confusión y desolación parecen fundirse, arrebatarnos la tierra, y nos sentimos como si cayéramos al vacío. Aquí, podríamos decir, es momento de detenerse, de parar y rechazar los lugares comunes sobre los gorriones que caen bajo Su ojo, sobre los buenos que mueren jóvenes (esta niña no ha tenido opción), o sobre que la muerte es la única democracia. Éste es el momento de plantear las preguntas que nos formulamos. ¿Quién puede hacer algo así a un niño? ¿Quién puede permitirlo? Y ¿por qué?

Sweetie Fleetwood no quería discutirlo. Su hija no descansaría en las tierras de Steward Morgan. Era un problema completamente nuevo: el lugar del emplazamiento de las tumbas no se había planteado en Ruby en veinte años y, cuando se hizo necesario escoger uno, todos estaban tan sorprendidos como tristes. Cuando murió Save-Marie, la hija menor de Sweetie y Jeff, la gente dio por hecho que el resto, Noah, Esther y Ming, la seguirían rápidamente. El primero había recibido un nombre fuerte para que fuera un chico fuerte, y, además, era el nombre de su bisabuelo. La segunda se llamó Esther por la bisabuela, que quería y cuidaba al mayor con tanta abnegación. El tercero tuvo el nombre que Jeff se empeñó en ponerle, algo que tenía que ver con la guerra. El nombre de la última era una petición (o un lamento): Save-Marie, y quién sabía si la petición no había sido atendida. De manera que la tensa discusión sobre la necesidad de un cementerio formal no sólo se debía a los deseos de Sweetie y a que esperaran más funerales, sino a la sensación de que, por motivos complicados, la Parca ya podía entrar libremente en Ruby. Por lo tanto, Richard Misner estaba presidiendo la ceremonia en tierra consagrada e inaugurando una nueva institución. Para Sweetie, no obstante, el tema de si debía emplearse el cementerio improvisado del rancho de Steward —ahí donde había sido enterrada Ruby Smith— estaba fuera de toda discusión. Bajo la influencia de su hermano, Luther, y culpando a Steward del lío en que había metido a su marido y a su suegro, dijo que preferiría hacer lo que había hecho Roger Best (cavar una fosa en su propiedad) y que no le importaba nada que hubieran pasado treinta y tres años desde aquel entierro rápido y poco concurrido.

La mayoría entendió por qué motivo armaba tanto escándalo (la mezcla de pena y culpa era difícil de soportar), pero Pat Best creía que la terquedad de Sweetie era más calculada. Al rechazar la oferta de Morgan, sembrar la duda sobre su rectitud moral, podía quitarle algunos favores. Y si la teoría de Pat acerca de los roca ocho era correcta, el afán de venganza de Sweetie ponía a éstos en la difícil situación de crear un cementerio real y formal en una población llena de inmortales. Algo sísmico había sucedido desde el mes de julio. De manera que ahí estaban, bajo un cielo jabonoso en un día templado de noviembre, reunidos a algo más de un kilómetro de la última casa de Ruby, en un lugar que, naturalmente, también era propiedad de Morgan, pero nadie tuvo el valor de decírselo a Sweetie. Mientras estaba entre la multitud que rodeaba a los desconsolados Fleetwood, Pat consiguió algo parecido a la estabilidad. Antes, durante el funeral, la ausencia de elegía la había hecho llorar. Ahora volvía a ser la de siempre, desapasionadamente alegre. Por lo menos, esperaba ser desapasionada, y esperaba que lo que sentía fuese alegría. Sabía que había otros puntos de vista sobre su actitud, y Richard Misner lo había expresado en cierta forma («Triste. Triste y fría».), pero ella no era una romántica, sino una intelectual, y se blindó contra las palabras pronunciadas por Misner junto a la tumba para dedicarse a observar a los dolientes.

Él y Anna Flood habían regresado dos días después del asalto al convento, y él tardó cuatro días en enterarse de lo que había ocurrido. Pat le contó las dos versiones de la historia oficial: una, que nueve hombres habían ido a hablar con las mujeres del convento para convencerlas de que se marcharan o modificasen su conducta; había habido una pelea; las mujeres tomaron otra forma física y se esfumaron en el aire. Y, dos (la versión de los Fleetwood Jury), que cinco hombres habían ido a desalojar a las mujeres; que otros cuatro —los autores— habían ido a contenerlos o detenerlos; esos cuatro fueron atacados por las mujeres, que escaparon en el Cadillac tras conseguir sacarlas de la casa. Lamentablemente, algunos de los cinco habían perdido la cabeza y mataron a la vieja. Pat dejó que Richard escogiese qué versión prefería. Lo que no le contó fue su propia versión: que nueve roca ocho habían matado a cinco mujeres inofensivas (a) porque las mujeres eran impuras (no eran roca ocho); (b) porque las mujeres no eran santas (como mínimo, fornicadoras; como máximo, abortistas); y (c) porque podían hacerlo; porque eso era lo que significaba para ellos ser un roca ocho y, además, porque así lo exigía el «trato».

Richard no se creyó ninguna de las dos historias, que rápidamente se convirtieron en verdades indiscutibles, y habló con Simon Cary y Senior Pulliam, quienes le aclararon otras partes del relato. Sin embargo, como ninguno de los dos había decidido nada sobre el significado del final y, por lo tanto, habían sido incapaces de formular una narración verosímil que pudiera convertirse en un sermón, no pudieron aliviar la insatisfacción de Richard. Fue Lone quito le proporcionó, furiosa, los detalles que varias personas desmintieron rápidamente, porque Lone, dijeron, no era digna de confianza. Sólo ella había oído la conversación de los hombres en el horno y, ¿quién sabía lo que habían dicho en realidad? Como el resto de los testigos, llegó después de los disparos; además, ella y Dovey podían equivocarse acerca de si las dos mujeres de la casa estaban muertas o sólo heridas; y, por último, no había visto a nadie fuera de la casa, vivo o muerto.

En cuanto a Lone, estaba trastornada por el modo en que se contaba la historia; por cómo la gente la modificaba para quedar en buen lugar. Excepto Deacon Morgan, que no tenía nada que decir, cada uno de los hombres que habían participado en el asalto tenía un relato diferente, y su familia y amigos (que no habían estado cerca del convento) los respaldaban mejorando la historia, reestructurándola, inventando detalles falsos. Aunque los DuPres, Beauchamp y Poole confirmaban la versión de Lone, ni siquiera su reputación de personas precisas e íntegras logró impedir que la verdad alterada arraigase en otros lugares. Si no había víctimas, la historia del crimen era un relato divertido. De manera que Lone se calló y se guardó para sí aquello que sabía con certeza: Dios había dado a Ruby una segunda oportunidad. Se había convertido en una presencia tan visible e indiscutible que incluso los tremendamente orgullosos (como Steward) y los incorregiblemente estúpidos (como su mentiroso sobrino) tenían que ser capaces de darse cuenta. ¡Había recogido y recibido a Sus siervas en plena luz del día, por el amor del cielo! ¡Delante mismo de sus ojos, por Dios! Puesto que la acusaban de mentir, decidió callarse y observar la manera en que la mano de Dios trataba a los incrédulos y a los falsos testigos. ¿Sabrían que les había sido enviada una señal? ¿O se alejarían más de Él? Una cosa estaba clara: podían ver el horno; no tenían fama de interpretar mal o mentir sobre aquello, así que era mejor que se dieran prisa y lo enderezaran antes de que fuese demasiado tarde; y a lo mejor ya lo era, porque los jóvenes habían cambiado otra vez las palabras. Ya no decía: «Sé el surco de Su ceño». El grafito en la campana del horno rezaba ahora: «Somos el surco de Su ceño».

Por profunda que fuese la división con respecto a lo que había sucedido en realidad, Pat sabía que el hecho principal e indiscutido era que todos los que habían estado allí se habían marchado seguros de que la policía pulularía alegremente por el pueblo (al fin y al cabo, habían matado a una mujer blanca) y detendría a todos los negociantes de Ruby. Cuando se enteraron de que no había muertos que notificar, transportar o enterrar, el alivio fue tan grande que empezaron a olvidar lo que habían hecho o visto. Si no hubiera sido por Luther Beauchamp —que contaba la historia más condenatoria— y Pious, Deed, Sands y Aaron —que corroboraban gran parte de la versión de Lone—, todo el suceso se habría depurado hasta desaparecer. Sin embargo, ni siquiera ellos podían dar parte de unas muertes antinaturales en una casa sin cadáveres, lo que podría llevar a descubrir varias muertes naturales en un automóvil lleno de restos humanos. Aunque eran muchos aquellos a cuya confianza no tenían acceso, Pat dedujo de las conversaciones con su padre, con Kate y de lo que había escuchado de modo furtivo, que cuatro meses más tarde seguían dándole vueltas al problema, pidiendo a Dios que los guiara si estaban equivocados; preguntándose si podía permitirse que la ley de los blancos, contrariamente a todo lo que sabían y creían, se encargara de asuntos que hasta la fecha habían arreglado ellos. Las dificultades agitaban y enredaban a todos: la distribución de la culpa, los rezos para obtener la comprensión y el perdón, la defensa arrogante, las mentiras descaradas y una serie de preguntas sin respuesta que les planteaba Richard Misner. De manera que el funeral no era una conclusión, sino una pausa.

Quizás hubiesen tenido razón sobre aquel lugar desde el principio, pensó Pat mientras examinaba a la gente del pueblo. Quizá Ruby fuera un lugar con suerte. No, rectificó. Aunque las pruebas del ataque fuesen invisibles, las consecuencias no lo eran. Ahí estaba Jeff, rodeando con el brazo a su mujer, los dos adecuadamente compungidos, pero también majestuosos, porque ahora Jeff era el propietario de la tienda de muebles y electrodomésticos de su padre. Arnold, que se había transformado de golpe en un anciano con un dolor de cabeza persistente —y que ahora que Arnette se había marchado disfrutaba de un dormitorio propio—, estaba de pie, con la cabeza inclinada, mirándolo todo a excepción del ataúd. Sargeant Person parecía tan petulante como siempre; ya no había un propietario que esperara el pago de las tierras arrendadas y, a menos que un auditor del condado se interesara por una diminuta aldea habitada por negros tranquilos y temerosos de Dios —o, por lo menos, hasta que lo hiciera—, su avaricia seguiría intacta. Harper Jury, que no parecía arrepentirse de nada, lucía un traje azul oscuro y una herida en la cabeza que, como una medalla, le permitía asumir la posición del guerrero maltrecho pero con el espíritu incólume ante el mal. Menus era el más desgraciado. Ya no tenía clientes en la tienda de Anna, en parte porque el hombro dañado restringía su habilidad con las herramientas de barbero, pero también porque su afición a la bebida se había extendido a demasiados días laborables. Su disipación estaba conduciéndolo rápidamente hacia el fin. A Wisdom Poole le correspondía el papel más duro. Setenta miembros de su familia lo acusaron de mancillar la reputación de sus antepasados (igual que habían hecho sus hermanos, Brood y Apollo), no le concedieron paz ni una posición entre ellos, y lo regañaron a diario hasta que cayó de rodillas y lloró delante de todos los fieles del Santo Redentor. Después de dar su testimonio en público y asumir, lleno de remordimientos, un nuevo compromiso, intentó volver a hablar con Brood y Apollo. Arnette y K. D. estaban construyendo una casa nueva en los terrenos de Steward. Ella estaba de nuevo embarazada y ambos deseaban alcanzar una posición que les permitiese hacer la vida desagradable a los Poole, los DuPres, los Sands y los Beauchamp, en especial a Luther, que aprovechaba cualquier oportunidad para insultar a K. D. La transformación más interesante era la que se había producido en los hermanos Morgan. Los rasgos que los distinguían estaban desapareciendo: sus distintos gustos en relación con el tabaco (dejaron de masticar tabaco y de fumar puros al mismo tiempo), zapatos, ropa, barba. Pat pensaba que, probablemente, ahora se parecían más que cuando nacieron; pero la diferencia interna era demasiado profunda para que pasara inadvertida. Steward, insolente e impenitente, había acogido a K. D. bajo su ala, se había concentrado en enriquecer a su sobrino y a su sobrino nieto de dieciséis meses de edad (de ahí la casa nueva) y lo había enchufado al primero en el banco mientras esperaba a que volviese Dovey, lo cual parecía estar haciendo, porque existía una frialdad evidente entre ella y Soane. Las hermanas no estaban de acuerdo sobre lo que había sucedido en el convento. Dovey había visto caer a Consolata, pero mantenía que no había visto quién había apretado el gatillo. Soane sólo sabía, y necesitaba saberlo, que no había sido su marido. Lo había visto mover su mano hacia la de Steward para impedir que disparara. Lo había visto y lo había dicho, una y otra vez, a cualquiera que quisiera escucharla.

Los cambios más profundos se habían producido en Deacon Morgan. Era como si hubiera mirado el rostro de su hermano y ya no se gustara. Ante la sorpresa de todos, había entablado amistad (bueno, algún tipo de relación) con alguien que no era Steward, y la causa, motivo y razón de esto era un misterio. Richard Misner no hablaba, de manera que lo único que sabían con seguridad era lo del paseo descalzo, porque había sucedido delante de todos.

Fue en septiembre; todavía hacía calor cuando Deacon Morgan caminó hacia Central Avenue. A los lados del sendero enladrillado que salía de su imponente casa blanca crecían crisantemos. Llevaba sombrero, traje, chaleco y una camisa blanca y limpia. Sin zapatos. Sin calcetines. Tomó por St. John Street, donde había plantado árboles a intervalos de quince metros, tal era su optimismo veinte años antes. Al llegar a la avenida dobló a la derecha. Hacía por lo menos una década que la suela de sus zapatos, para no hablar de sus pies descalzos, no pisaba tanto cemento. Justo al pasar la casa de Arnold Fleetwood, cerca de la equina de St. Luke, una pareja dijo: «Buenos días, Deek». Él levantó la mano a modo de saludo, con la mirada fija al frente. Lily Cary le gritó «Hola» desde el porche de su casa, cerca de Cross Mark, pero él no volvió la cabeza. «¿Coche roto?», preguntó, mirándole los pies. En la tienda de Harper Jury, situada en la esquina de Central Avenue y St. Matthew, más que ver, sintió que unos ojos atentos lo acompañaban con la vista. No se volvió ni miró a través del cristal del Banco de Crédito y Ahorro Morgan a medida que se acercaba a St. Peter. En Cross Peter cruzó la calle y se dirigió hacia la casa de Richard Misner. La última vez que había estado allí, seis años antes, estaba enfadado, receloso, pero convencido de que él y su hermano terminarían por imponerse. Los sentimientos que ahora lo embargaban no eran propios de un gemelo; se sentía incompleto, experimentaba una soledad amortiguada que le quitaba el apetito, el sueño y la salud. Desde el mes de julio le parecía que los demás hablaban en susurros o le gritaban desde lejos. Soane lo miraba pero, afortunadamente, no iniciaba ningún diálogo peligroso. Era como si entendiese que, si lo hubiera hecho, lo que él le dijera drenaría la vida de ambos. Podría decirle que la primavera había sido socavada; que fuera de esa pérdida, ella era grande y más bella de lo que él creía que pudiera serlo una mujer; que su cabello indomable enmarcaba un rostro de planos tan agudos que deseaba tocarlos; que la sonrisa que esbozaba después de hablar dejaba al sol en ridículo. Podría decir a su mujer que, al principio, había pensado que hablaba con él —«Has vuelto»—, pero ahora sabía que no era así, y que de inmediato deseó saber lo que veía, pero Steward, que no vio nada, o lo vio todo, los detuvo, no fueran a conocer otro reino.

Aquella mañana de septiembre se bañó y vistió con esmero, pero fue incapaz de taparse los pies. Sostuvo durante largo rato los calcetines oscuros, los brillantes zapatos negros, y los dejó a un lado.

Llamó a la puerta y se quitó el sombrero cuando abrió un hombre más joven que él.

—Necesito hablar con usted, reverendo.
—Pase.

Deacon Morgan nunca había consultado a otro hombre ni le había hecho confidencias. Todas sus conversaciones íntimas habían sido sin palabras, con su hermano, o bien fanfarronas con compañías masculinas. Hablaba con su esposa del modo opaco que le parecía adecuado. Nadie le había pedido que tradujera en palabras la materia prima que expuso al reverendo Misner. Sus palabras salieron como lingotes sacados del fuego por un aprendiz de herrero: calientes, deformes, parecidos a sí mismos sólo en el brillo. Le habló de una pared en Ravena, Italia, cuya blancura, al caer el sol, se llenaba de sombras color vino. De dos niños en una playa que le ofrecieron una concha en forma de ese: qué francos sus rostros, qué fuertes las campanadas. Del agua salada que le quemaba el rostro en un barco de transporte de tropas. De unas chicas morenas con pantalones que saludaban desde la puerta de una fábrica de conservas. Después le habló de su abuelo, que prefirió andar descalzo más de trescientos kilómetros a bailar.

Richard escuchó atentamente y sólo lo interrumpió una vez para ofrecerle agua fresca. Aunque no entendía de qué estaba hablándole Deacon, se percataba de que la vida de aquel hombre era inhabitable. Deacon empezó a hablar de una mujer a la que había utilizado, del modo en que la había despreciado porque sus costumbres de mujer fácil lo autorizaban a abandonarla y humillarla. Explicó que, si bien había sido presa del adulterio durante un corto (muy corto) período, los remordimientos duraron tanto porque él se había convertido en aquello que condenaban los Antiguos Padres: la clase de hombre que se considera capaz de juzgar, condenar e incluso destruir a los necesitados, los indefensos, los que son distintos.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Richard.

Deacon no contestó. Se pasó el dedo por el interior del cuello de la camisa y empezó otra historia. Según parecía, su abuelo, Zechariah, había sido objeto de insultos personales y artículos de periódico que describían hechos delictivos que había cometido abusando de su cargo. Era una vergüenza para los negros y una amenaza y un motivo de escarnio para los blancos. Nadie, negro o blanco, pudo o quiso ayudarlo a encontrar otro trabajo. Incluso fue rechazado como maestro en una pobre escuela primaria del campo. Los negros que se encontraban en situación de ayudar eran pocos (la depresión de 1873 fue severa), pero interpretaban los dignos modales de Zechariah como muestras de frialdad, y su cuidadosa manera de hablar pasaba por arrogancia, burla o ambas cosas. La familia perdió su bonita casa y se fue a vivir (y eran nueve) con la familia de una hermana. Mindy, su esposa, encontró trabajo cosiendo en casa, y los niños hacían alguna chapuza de vez en cuando. Pocos sabían y menos aún recordaban que Zechariah tenía un hermano y que, antes de que se cambiara de nombre, los conocían como Coffee y Tea. Cuando Coffee consiguió trabajo en la administración del condado, Tea pareció tan contento como los demás. Y cuando echaron a su hermano, se sintió igualmente ofendido y humillado. Un día, años más tarde, cuando él y su gemelo pasaban por delante de una taberna, algunos blancos, a quienes les pareció divertido ver aquel par de rostros iguales, animaron a los hermanos a bailar. Puesto que los animaban con una pistola, Tea, de modo bastante razonable, los contentó, aunque ya era un hombre maduro, mayor que ellos. En cambio, Coffee recibió una bala en el pie. A partir de aquel momento dejaron de ser hermanos. Coffee empezó a planear una vida nueva en otro lugar. Se puso en contacto con otros hombres, otros legisladores anteriores que habían tenido la misma mala fortuna que él: Juvenal DuPres y Drum Blackhorse. Los tres formaron el núcleo de los Antiguos Padres. No es necesario decir que Coffee no le pidió a Tea que se sumara a ellos en su viaje a Oklahoma.

—Siempre había pensado que Coffee, mi Big Papa, estaba equivocado —dijo Deacon—. Se había equivocado en el trato que dio a su hermano. Al fin y al cabo, Tea era su gemelo. Ahora estoy menos seguro. Creo que Coffee tenía razón, porque vio algo en Tea que era algo más que seguir la corriente a unos chicos blancos borrachos. Vio algo que lo abochornó; algo acerca de lo que su hermano pensaba de las cosas, las elecciones que hacía cuando estaba acorralado. Coffee no pudo soportarlo. No porque se avergonzara de su hermano, sino porque la vergüenza estaba en sí mismo. Se asustó. De manera que se marchó y nunca volvió a hablar con su hermano. Ni una palabra, ¿me entiende?
—Debió de ser muy duro —dijo Richard.
—No volvió a dirigirle la palabra y no permitió que nadie pronunciara su nombre.
—Nada de palabras. Nada de perdón. Nada de amor —observó Richard—. Perder a un hermano es algo muy duro. Tomar la decisión de perderlo…, bueno, eso es peor que la vergüenza original, ¿no le parece?

Deacon se miró los pies durante largo rato. Richard permaneció callado a su lado. Finalmente, levantó la cabeza y dijo:

—Tengo un largo camino que recorrer, reverendo.
—Lo conseguirá —dijo Richard Misner—. No me cabe duda.


Richard y Anna dudaban de aquella oportuna desaparición colectiva de las víctimas y, tan pronto como regresaron, fueron a echar un vistazo. Aparte de una cuna de un blanco resplandeciente, que encontraron en un dormitorio en cuya puerta estaba pegada la palabra DIVINE, y de algunos alimentos, no había nada en el lugar que indicara que allí había vivido alguien recientemente. Las gallinas estaban asilvestradas o medio comidas por las alimañas. Las matas de pimientos estaban en flor, pero el resto del huerto se había echado a perder. El campo de maíz de Sargeant era la única seña de actividad humana. Richard apenas miró el sótano. Sin embargo, Anna lo examinó tan detenidamente como le permitió su linterna y vio las terribles cosas que había contado K. D., pero en lugar de ver signos pornográficos o garabatos satánicos, vio la turbulencia de unas mujeres que intentaban domeñar, sin ser pisoteadas, los monstruos que las esclavizaban.

Salieron de la casa y se detuvieron en el jardín.

—Escucha —dijo Anna—. Una de ellas, o quizá más, no estaba muerta. Nadie lo comprobó, sólo lo dieron por hecho. Durante el tiempo que pasó desde que todo el mundo se marchó y llegó Roger, salieron corriendo llevándose a las que habían matado. Es evidente ¿no?
—Claro, claro —dijo Misner, pero no parecía convencido.
—Hace ya semanas que pasó y nadie ha venido por aquí haciendo preguntas. No habrán dado parte de nada, así que, ¿por qué íbamos a hacerlo nosotros?
—¿De quién era el niño que estaba allí? La cuna es nueva.
—No lo sé, pero seguro que no era el de Arnette.
—Claro, claro —repitió él, con el mismo tono de duda. Y añadió—: No me gustan los misterios.
—Eres un predicador. Las creencias de tu vida son un misterio.
—Las creencias son un misterio, la fe es un misterio, pero Dios no es un misterio. Nosotros, en cambio, sí.
—Oh, Richard —dijo ella, como si aquello fuera demasiado.

Le había pedido que se casara con él.

—¿Quieres casarte conmigo, Anna?
—Oh, no lo sé.
—¿Porqué?
—Tu fuego es demasiado débil.
—Cuando es importante, no.

Anna nunca había pensado que llegaría a ser tan feliz y, al volver a Ruby, en lugar de anunciarlo por todo lo alto, tuvieron que poner orden en el caos que parecía haberse apoderado del pueblo.

—¿Crees que deberíamos llevarnos esas gallinas? De todos modos, se las comerán las alimañas.
—Si quieres —dijo él.
—No, no quiero. Miraré si hay algunos huevos.

Anna entró en el corral arrugando la nariz y pisando una capa de excrementos de casi un centímetro de espesor. Tuvo que ahuyentar a un par de gallinas para conseguir los cinco huevos que le parecieron frescos.

—¿Richard? —gritó al salir con las manos llenas—. ¿Tienes algo donde poner esto?

En un extremo del huerto había una silla roja descolorida, caída de lado. Más allá había flores y muerte: tomateras marchitas junto con verduras frondosas llenas de flores doradas; malvarrosas tan altas que se caían sobre un rastro de brillantes flores de calabaza; hojas de encaje de zanahorias, marrones y sin vida, junto a las agujas verdes y rectas de las cebollas. Las sandías maduras se abrían para mostrar sus encías de un rojo jugoso. Anna suspiró ante aquella mezcla de abandono y crecimiento inconquistable, mientras sostenía en las manos los cinco huevos cálidos y oscuros.

Richard se le acercó.

—¿Es lo bastante grande? —preguntó, sacudiendo su pañuelo para desplegarlo.
—Quizá. Ten, sujétalos mientras miro si los pimientos han salido.
—No, ya voy yo —dijo él, y dejó caer el pañuelo sobre los huevos.

Cuando Richard estuvo de regreso, mientras se hallaban cerca de la silla, ella meciendo los huevos envueltos en el pañuelo blanco y él con las manos llenas de pimientos —verdes, rojos y negros como ciruelas—, lo vieron. O, mejor dicho, lo sintieron, porque no había nada que ver. Una puerta, dijo ella más tarde.

—No, una ventana —objetó él, entre risas—. Ésa es la diferencia entre nosotros dos. Tú ves una puerta; yo veo una ventana.

Anna también se rió. Siguieron hablando sobre el tema: ¿qué quería decir una puerta? ¿Y una ventana? Según pensaran en el símbolo o en el hecho; excitados por la invitación, más que por la fiesta. Sabían que estaba allí. Lo sabían tan bien que permanecieron inmóviles durante un largo rato antes de retroceder y salir corriendo hacia el coche. Los huevos y los pimientos estaban en el asiento trasero; el aire acondicionado le levantaba el cuello del vestido. Y se rieron un poco más a medida que se alejaban, intercambiando comentarios amables acerca de quién era el pesimista y quién el optimista. Quién había visto una puerta cerrada; quién había visto una ventana abierta. Cualquier cosa que impidiera reproducir el estremecimiento que habían sentido o decir en voz alta lo que estaban preguntándose. ¿Qué sucedía si uno pasaba a través de una puerta que había que abrir o una ventana invitadora ya abierta? ¿Qué habría al otro lado? ¿Qué podía ser?

(Continuará...)

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