Paraíso (XIX)

Toni Morrison

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Lone

El camino era estrecho y la curva, cerrada, pero consiguió sacar el Oldsmobile de la pista de tierra y llevarlo al asfalto sin derribar del todo la señal. Antes, al llegar, debido a la oscuridad y a que sólo funcionaba un faro del coche, Lone no había podido evitar que el parachoques rozara el poste, y ahora, al marcharse del convento, estaba inclinado y la señal —ZANDÍAS TEMPRANAS— a punto de caerse.

«Ni cochina idea de ortografía», murmuró. Probablemente, la que estaba envuelta en una sábana. No tenía muchos estudios. Pero lo de «tempranas» no sólo estaba bien escrito, sino que era cierto. Aún no había terminado julio y en el huerto del convento era posible recoger sandías maduras. Como sus cabezas. Lisas por fuera, dulces por dentro, pero Señor, qué tercas eran. Ninguna había querido escucharla. Habían dicho que Connie estaba ocupada, se habían negado a llamarla y no se habían creído ni una palabra de lo que Lone había explicado. Después de ir en coche hasta allí en plena noche para decírselo, para avisarlas, observó, con furia impotente, que sonreían y bostezaban. Ahora tenía que ver qué otra cosa se le ocurría, porque si no, las sandías que se abrirían serían sus calvas cabezas. El aire de la noche era cálido y la lluvia que había olido antes estaba lejos, pero seguía acercándose; eso era lo que había pensado dos horas atrás cuando, con la esperanza de recoger mandrágora mientras aún no llovía, caminó junto al arroyo, cerca del horno. De no haber estado allí, nunca habría oído a los hombres ni habría descubierto la maldad que estaban tramando.

Las nubes ocultaban las mejores joyas del cielo nocturno, pero conocía tan bien la carretera de Ruby como los platos de adorno que tenía colgados en su casa. Sin embargo, entornó los ojos para ver mejor, por si algo o alguien correteaba por delante, más allá del único faro del Oldsmobile. Podría ser una zarigüeya, un mapache, un ciervo de cola blanca o incluso una mujer enfadada, puesto que sólo las mujeres andaban por aquella carretera. Sólo las mujeres. Ningún hombre. Durante más de veinte años, Lone las había visto pasar. De aquí para allá, de aquí para allá: mujeres que lloraban, que miraban, que fruncían el entrecejo, se mordían los labios o estaban completamente perdidas. Iban por ahí, por una tierra roja y dorada con alguna roca negra o una muestra de color verde; por ahí, bajo cielos tan llenos de estrellas que resultaba vergonzoso; por ahí, donde el viento lo manejaba a uno como si fuera un hombre, las mujeres arrastraban su pena arriba y abajo entre Ruby y el convento. Eran los únicos peatones. Sweetie Fleetwood la había recorrido, Billie Delia también. Y la chica llamada Seneca. Otra que se llamaba Mavis; y Arnette, más de una vez. Y no sólo en aquel momento. Habían caminado por la carretera desde el principio. Soane Morgan, por ejemplo, y, en una ocasión, cuando era joven, también Connie. Lone había visto a muchas de las caminantes; del paso de las otras, había oído hablar. Pero los hombres nunca andaban por la carretera; circulaban en coche, aunque a menudo su destino era el mismo que el de las mujeres: Sargeant, K. D., Roger, Menus. Y el bueno de Deacon, un par de décadas atrás. Bien, si no conseguía que alguien le arreglase la correa del ventilador y le rellenase el cárter, ella también tendría que ir andando, siempre que quedara algún sitio al que valiera la pena ir andando.

Si en alguna ocasión había necesitado correr, era ésa, pero el estado del coche se lo impedía. En 1965 funcionaban los limpiaparabrisas, el aire acondicionado, la radio. Ahora, el único resto del viejo poder del Oldsmobile era una potente calefacción. En 1968, después de que hubiera pasado por dos propietarios, primero Deek y después Soane Morgan, ésta le preguntó si sabría conducirlo. Lone dio gritos de alegría. Al final, a los setenta y nueve, sin carné pero llena de arrojo, iba a aprender a conducir y tendría coche propio. Ya no se vería obligada a pedir al repartidor que la llevase en su furgoneta, los frenos ya no chirriarían en su patio a todas horas, llamándola para emergencias que no lo eran o estados de alerta que se convertían en crisis. Podría seguir su propio criterio, examinar a las madres cuando quisiera, conducir hasta la casa en su coche y, lo que era aún más importante, marcharse cuando le viniese en gana. Pero el regalo le llegó demasiado tarde. Cuando pudo desplazarse por sí misma, ya nadie requería sus conocimientos. Después de haber enfurecido a los seres con pezuñas y aterrorizado a los seres con garras, de hacer remolinos de polvo rojo siguiendo durante semanas las pistas que abrían los tractores, no tenía adónde ir. Sus pacientes permitían que se asomara y mirase, pero para el parto viajaban durante horas (si lo conseguían) hasta el hospital de Demby, en busca de las frías manos de unos hombres blancos. Ahora, a los ochenta y seis, y a pesar de su reputación sin tacha (porque nunca había perdido a una madre, como le había pasado a Fairy una vez), le negaban los vientres hinchados, los gritos y las manos que asían. Se reían de sus fajas limpias, de sus gotas de orina materna. Echaban la infusión de pimienta en el retrete. Qué más daba que se hubiera acurrucado en sus sofás para mecer a niños irritables, que hubiera dado cabezadas en su cocina después de trenzar el cabello de sus hijas, que hubiera plantado plantas medicinales en sus huertos y dado buenos consejos durante los últimos veinticinco años, más otros cincuenta en Haven, antes de que fueran a buscarla. Qué más daba que les enseñara a dar masajes en los pechos para hacer que subiera la leche, qué hacer con la placenta, en qué dirección debía apuntar el cuchillo colocado bajo el colchón. Qué más daba que hubiera buscado por todo el condado la clase de basura que querían comer. Qué más daba que se hubiera metido en la cama con ellas para apretar las plantas de sus pies con los suyos, ayudándolas a empujar, ¡empuja!, o que les diera masajes en la barriga con aceite perfumado durante horas. Qué más daba. Había sido lo bastante buena como para traerlas al mundo, y cuando las mandaron llamar, a ella y a Fairy, para que siguieran ese trabajo en el sitio nuevo, Ruby, las mujeres se retreparon en la silla, separaron las rodillas y respiraron con alivio. Ahora que Fairy había muerto y sólo quedaba una comadrona para una población que necesitaba —y se enorgullecía de tener— familias tan extensas como barrios enteros, las madres llevaban sus úteros lejos de ella. Pero Lone pensaba que allí había algo más que la moda de las maternidades. Había ayudado a nacer a los niños Fleetwood y cada uno de ellos, por deficiente, había manchado su reputación como si lo hubiera engendrado ella misma. La sospecha de que traía mala suerte y las comodidades del hospital de Demby se habían combinado para quitarle un trabajo para el que estaba preparada. Una de las madres le dijo que no podía evitar que le gustase la semana de descanso, la bandeja con la comida, el termómetro, el aparato de presión; le encantaba echarse una siestecita durante el día y tomar pastillas contra el dolor; pero en su mayoría le dijeron que les gustaba que todo el mundo les preguntara cómo se encontraban. Si parían en casa no tenían nada de eso. Allí, al segundo o tercer día ya estaban preparando el desayuno para toda la familia y preocupándose por la calidad de la leche de la vaca al mismo tiempo que la de la propia. Otras madres habrían sentido lo mismo —el lujo del sueño y de estar lejos de casa, que se llevaran y cuidaran al recién nacido durante la noche—. Y respecto a los padres… bueno, Lone sospechaba que ellos también preferían las puertas cerradas, esperar en el pasillo, estar en un lugar donde se ocupaban de todo otros hombres y no una mujer desdentada que mascaba chicle con las encías para mantenerlas fuertes.

—No interpretes mal el agradecimiento de los padres —le había advertido Fairy—. Asustamos a los hombres, siempre será así. Para un hombre, somos como siervas de la muerte que se interponen entre él y el hijo que lleva su mujer.

En esas ocasiones, dijo Fairy, la comadrona es una interferencia, es quien da órdenes; todo depende de sus secretos conocimientos, y esa dependencia los irrita. Especialmente allí, en aquel lugar al que habían acudido para multiplicarse en paz. Como de costumbre, Fairy estaba en lo cierto, pero Lone tenía una dificultad añadida. Se decía que era capaz de leer la mente, un don que no le había conferido Dios, desde luego, sino quién sabe, y que ya había empleado cuando, con sólo dos años de edad, se había colocado en el lugar adecuado para que la encontraran en el patio cuando su madre estaba muerta en la cama. Lone negaba que se tratara de un don especial; creía que todo el mundo sabía lo que pensaban los demás, y que evitaban lo obvio. Sin embargo, sabía de cosas más profundas que los recuerdos de los Morgan o el libro de historia de Pat Best. Conocía lo que ni la memoria ni la historia pueden decir o anotar: el «truco» de la vida y su «razón».

En cualquier caso, ahora que ya no tenía un medio de vida (en los últimos ocho años la habían llamado dos veces), Lone dependía de la generosidad de los feligreses y los vecinos. Pasaba el tiempo recogiendo hierbas medicinales, yendo de una iglesia a otra para recibir ayuda de la colecta y vigilando los campos, que no la invitaban porque fueran espacios abiertos, sino porque estaban llenos de secretos. Como el coche repleto de esqueletos que había encontrado unos meses atrás. Si hubiera prestado atención a su mente en lugar de andar chismorreando, habría investigado a los zopilotes en cuanto aparecieron; para ser exactos, dos años antes, cuando comenzó el deshielo de primavera, en marzo de 1974. Pero como fueron vistos cuando los Morgan y los Fleetwood anunciaron la boda, la gente no supo si interpretar que aquel matrimonio atraía a los zopilotes o protegía de ellos a la población. Ahora, todo el mundo sabía que los había atraído un festín familiar, la gente perdida en una tormenta de nieve. Matrícula de Arkansas. Una etiqueta de Harper, un medicamento contra la tos. Los miembros de aquella familia se querían. A pesar de las alteraciones producidas por las aves de rapiña, se adivinaba que estaban abrazados cuando fueron durmiéndose cada vez más profundamente en medio del intenso frío. Al principio pensó que Sargeant seguramente estaba al corriente de todo, pues cultivaba maíz en aquellos campos. Pero la expresión de sorpresa de él y de los demás cuando se enteraron era inequívoca. El problema era si debían notificárselo a la policía o no. Decidieron que no. Incluso enterrarlos supondría mezclarse en algo que no tenía nada que ver con ellos. Cuando algunos de los hombres fueron a mirar, gran parte de su atención no se centró en la escena que tenían delante, sino en el convento que se alzaba al oeste, al alcance de la vista. Podría haberse percatado en aquel momento. Si hubiera prestado atención, primero a los zopilotes, después a las mentes de los hombres, ahora no estaría gastando todos sus chicles Wrigley’s y su gasolina en una misión que esperaba que fuera la última. Tenía la vista demasiado débil, las articulaciones demasiado rígidas; aquél no era trabajo para una buena comadrona. Pero Dios le había encomendado la tarea, bendito sea Su santo corazón, y mientras avanzaba a cincuenta kilómetros por hora en una cálida noche de julio, sabía que lo hacía a Su lado. Era Él quien la había colocado allí, quien había hecho que buscase una medicina que era mejor recoger seca y por la noche.

El lecho del torrente estaba seco; la lluvia que se acercaba pondría remedio a aquello, aunque ablandan la raíz bípeda de la mandrágora. Había oído risas alegres y música de la radio procedente del horno. Parejas de jóvenes tonteando. Por lo menos, estaban al aire libre, pensó, y no en un pajar o debajo de una manta, en la parte trasera de una camioneta. De repente, cesaron las risas y la música. Voces graves y masculinas dieron órdenes; las luces de las linternas lanzaron rayos sobre los cuerpos, rostros, manos y lo que había en ellas. Sin un murmullo, las parejas se marcharon, pero los hombres no. Apoyados contra las paredes del horno o en cuclillas, se agruparon en la oscuridad. Lone envolvió su linterna con el delantal y se habría deslizado sin ser vista hasta la parte trasera del Santo Redentor, donde tenía el coche aparcado, si no hubiera recordado los otros acontecimientos que había pasado por alto o había interpretado mal los zopilotes; el revólver nuevo de Apollo. Se alejó hasta una zona donde la oscuridad era completa y se sentó sobre la hierba sedienta. Tenía que dejar de alimentar el resentimiento que le producía el que la gente rechazara sus servicios, de vengarse tontamente haciendo caso omiso de lo que estaba pasando y permitiendo que el mal se saliera con la suya. Hacerse la ciega era evitar el lenguaje de Dios. Él no gritaba órdenes ni susurraba recados al oído. Claro que no. Era un Dios liberador. Un maestro que enseñaba cómo aprender, a ver por uno mismo. Sus señales estaban muy claras si uno dejaba de cocerse en la amarga salsa de la vanidad y prestaba atención a Su mundo. Él quería que oyera a los hombres reunidos junto al horno para decidir y resolver cómo hacer que las mujeres del convento se marcharan a toda prisa y, si Él quería que lo presenciara, también querría que hiciera algo. Al principio, no sabía qué estaba pasando ni cómo actuar. Pero hizo lo mismo que solía hacer en otro tiempo cuando se sentía confusa: cerró los ojos y susurró: «Tu voluntad, Tu voluntad». Entonces las voces se hicieron más fuertes, y oyó, con tanta claridad como si estuviera entre ellos, lo que decían y lo que querían decir. Lo que salía de sus labios y lo que no. Eran nueve. Empezaron a hablar uno por uno, mientras los demás fumaban o suspiraban. Lone ya había oído mucho de lo que decían, pero ahora las palabras crecían a medida que reptaban por el aire nocturno. El tema no era nuevo, pero no tenía nada del placer que lo envolvía cuando lo abordaban desde un púlpito. El reverendo Cary había tratado el tema en un sermón del que cada domingo daba una versión distinta debido a lo bien que había sido recibido.

—¿A qué habéis renunciado por vivir aquí? —preguntaba, atacando el «aquí» con voz de soprano—. ¿Qué sacrificios hacéis todos los días para vivir aquí, en la belleza de Dios, en Su generosidad, en Su paz?
—Adelante, reverendo. Dígalo.
—Os lo voy a decir. —El reverendo Cary soltaba una risita.
—Sí, señor.
—Venga.

El reverendo Cary levantaba la mano derecha hacia el ciclo y la cerraba en un puño. Después, uno por uno, iba señalando con los dedos al tiempo que enumeraba todo aquello de que se había privado la congregación.

—La televisión.

Los fieles se echaban a reír.

—Las discotecas.

Reían alegremente, más fuerte, negando con la cabeza.

—Policías.

Soltaban sonoras carcajadas.

—Películas, música obscena —añadía, enumerando con los dedos de la mano izquierda—. La maldad en las calles, los robos por la noche, los asesinatos por la mañana. Licores para comer y drogas para cenar. A eso habéis renunciado.

Cada cosa mencionada provocaba suspiros y gemidos de pena. Los feligreses, agradecidos por haber rechazado y escapado a la sordidez, la crueldad, la impiedad, a todos los males contemporáneos disfrazados de placeres, sentían que su corazón se henchía de misericordia hacia los que luchaban contra semejantes «sacrificios».

Pero en aquel lugar no había misericordia alguna. Allí, los hombres que hablaban de la destrucción que los amenazaba —de cómo Ruby estaba cambiando de modo intolerable—, no pensaban en ponerle remedio tendiendo una mano en muestra de amor o amistad. En lugar de ello, planeaban su defensa y perfilaban las pruebas que demostraban su necesidad hasta que cada pieza encajaba en una ranura pulida de antemano. Unos pocos hablaron casi todo el rato, otros hablaron poco y dos no dijeron nada, pero, aunque permanecían en silencio, Lone sabía que eran los cabecillas.

¿Os acordáis del escándalo que montaron en la boda? ¿Qué os parece? Y eso fue el mismo día en que las pillé besándose en la parte trasera de ese trasto de Cadillac. El mismo día, y, por si eso no era suficiente para contentar al diablo, había dos más peleándose por ellas en el suelo. Ahí mismo. Señor, qué asco me dan las malas mujeres. Sweetie dice que hicieron todo lo posible para envenenarla. Yo también lo he oído decir. El camino quedó bloqueado por una tormenta de nieve, y decidió refugiarse allí. Menuda idea. Ya sabéis cómo es Sweetie. Bueno, da igual, dijo que había oído ruidos en la casa, como de bebés que lloraran. ¿Qué están haciendo allí unos niños pequeños? ¿Me lo preguntáis? Sea lo que sea, no es natural. Bueno, allí vivían niñas pequeñas, ¿verdad? Sí, me acuerdo. Decían que era una escuela. ¿Una escuela de qué? ¿Qué enseñan allí? Sargeant, ¿no encontraste marihuana entre tu alfalfa? Claro que sí. No me sorprende. Lo único que sé es que le dieron una paliza a Arnette cuando fue allí para reprocharles las mentiras que le habían contado. Cree que se quedaron con su bebé y le dijeron que había nacido muerto. Mi mujer asegura que la hicieron abortar. ¿Y tú te lo crees? No lo sé, pero las veo capaces. Lo único que sé es que tenía la cara hecha una lástima. Vaya, hombre. No podemos tolerar esto. Roger me dijo que la madre…, ¿os acordáis, la vieja blanca que algunas veces venía a comprar por aquí?, pues bien, me dijo que cuando murió pesaba menos de veinticinco kilos y brillaba como el azufre. ¡Señor! Dice que la chica que dejó allí estuvo coqueteando abiertamente con él. ¿Ésa que se pasea medio desnuda todo el tiempo? Me di cuenta de que algo raro le pasaba en cuanto bajó del autobús. A propósito, ¿cómo pudo conseguir que el autobús llegara hasta aquí? Adivínalo. ¿Crees que tienen poderes? No lo creo, lo sé. La cuestión es quién tiene mayor poder. ¿Y por qué no se largan y en paz? ¡Vaya! ¿Te irías si tuvieras una casa grande y vieja para vivir sin necesidad de trabajar para mantenerla? Algo está pasando y no me gusta nada. Nada de hombres. Se besan. Bebés escondidos. ¡Por Dios! Quién sabe qué más. Mirad lo que le pasó a Billie Delia después de que empezara a ir por allí. Arrojó a su madre de un golpe por las escaleras y salió corriendo hacia ese sitio como un lechón que buscara la teta. Y también he oído que beben sin parar. Siempre que la he visto, la vieja estaba borracha, ¿y, os acordáis de lo primero que dijeron cuando llegaron a la boda? No se les ocurrió otra cosa que pedir algo para beber, y cuando les dieron un vaso con limonada fue como si les hubieran escupido y se marcharon por la puerta. Me acuerdo. Qué putas. Mejor dicho, qué brujas. Pero mira, hermano, lo de los huesos si es definitivo. No me puedo creer que toda una familia se muriera allí mismo sin que nadie se diera cuenta. No estaban tan lejos, ¿está claro? Por qué iban a salirse de la carretera y perderse en un campo con una casa grande y vieja a menos de tres kilómetros de distancia. La habrían visto. Tenían que verla. El hombre habría salido y habría ido andando hasta allí, ¿me entendéis? Podría razonar, ¿no? Y, si no, por lo menos, podría ver. ¿Cómo es posible no ver una casa de ese tamaño en una tierra tan llana como la cabeza de un clavo? ¿Decís que tienen algo que ver con eso? Mira, aquí nunca ha sucedido nada parecido a lo que está pasando. Antes de que esas mujerzuelas llegaran a la ciudad, ésta era una tierra apacible. Las de antes, por lo menos, tenían una religión. Éstas se comportan como fulanas, ahí solas, no ponen un pie en la iglesia y apostaría cualquier cosa a que ni piensan en ello. No necesitan a los hombres ni a Dios. No pueden decir que no se les ha avisado. Primero se les advirtió y luego se les avisó. Si se hubieran quedado ahí habría sido otra cosa. Pero no, se meten en todo. Atraen a la gente como la mierda a las moscas, y todos los que se acercan a ellas vuelven heridos o lisiados de un modo u otro, y ahora ese caos está infiltrándose en nuestras casas, en nuestras familias. No podemos admitirlo. No podemos tolerarlo en absoluto.

Así pues, pensó Lone, los colmillos y el rabo están en otro lugar. Lejos, en una casa llena de mujeres. Mujeres que no están encerradas, seguras y alejadas de los hombres, sino algo mucho peor: mujeres que han escogido la compañía de otras mujeres, lo que no equivale a un convento, sino a un aquelarre. Lone sacudió la cabeza y se colocó mejor el Doublemint. Oía las palabras a medias mientras intentaba adivinar los pensamientos que había detrás. Algunos los captó de inmediato. Sabía que Sargeant estaría asintiendo a cada chisme, discutiría cada verdad y se preguntaría en voz alta por qué aquel pueblo deliberadamente hermoso, gobernado por hombres responsables, no podía seguir igual; estable, próspero, sin jóvenes respondones. ¿Por qué iban a querer marcharse y criar familias (y clientes) en otro lugar? Pero estaría pensando en lo que se reducirían sus gastos si fuera dueño de las tierras del convento y que, si las mujeres se marchaban, se encontraría en mejor posición para quedárselas. Todo el mundo sabía que ya había ido al convento para «avisarles», lo que en realidad significaba que había hecho una oferta para comprar el lugar y al obtener por respuesta una mirada incomprensible, le había dicho a la vieja que se lo «pensara cuidadosamente» y que podrían suceder «otras cosas que hicieran bajar el precio». Wisdom Poole estaría buscando un motivo que explicara por qué ya no controlaba a sus hermanos y hermanas, qué había sucedido para que quienes lo adoraban y escuchaban fueran ahora como animales perdidos que intentaran ir por su cuenta. Los disparos del año anterior entre Brood y Apollo habían sido por Billie Delia, y eso era motivo suficiente para que rondara dándose el gusto de echar de la carretera a algunas mujeres. Billie Delia tenía buenas relaciones con aquellas mujeres, había hecho que uno de los hermanos pequeños de Wisdom la llevara allí y, después de eso, las peleas entre Apollo y Brood se habían vuelto peligrosas. Ninguno de los dos había obedecido a Wisdom, quien les había ordenado que no volvieran a mirar a esa chica ni a hablar con ella nunca más. El resultado era bíblico: un hombre apostado para asesinar a su hermano. En cuanto a los Fleetwood, Arnold y Jeff, bueno, hacía tiempo que estaban esperando echar la culpa a alguien de los hijos de Sweetie. Quizá fuera culpa de la comadrona, quizá del gobierno, pero lo único que podían hacer era dejar en paro a la comadrona, pues el gobierno no tenía por qué rendirles cuentas, y aunque Lone había asistido a algunos de los hijos enfermos de Jeff mucho antes de que llegara la primera mujer, no permitirían que un detalle como ése les impidiera encontrar el fallo en cualquier lugar que no fuera su sangre. O la de Sweetie. Y en cuanto a Menus… Bien, estaba dispuesto a ir contra cualquiera. Tras pasar unas semanas allí, haciendo una cura de desintoxicación, uno hubiese pensado que estaba agradecido. Aquellas mujeres debían de haber presenciado algunas cosas, debían de haber visto algo que él no quería que circulara por ahí si ellas se iban de la lengua. O quizá sólo quería borrar la vergüenza que sentía por haber permitido que Harper y los demás lo convencieran de que no se casara con la mujer que había traído a casa. Aquella chica bonita y mestiza, mezcla de sangre india, blanca y negra, de la que dijeron que no era lo bastante buena para él, que parecía más una mujerzuela que una novia. Él había sugerido que bebía por culpa de Vietnam, pero Lone pensaba que la pérdida de aquella chica bonita y mestiza era una explicación más exacta. No había tenido valor suficiente para marcharse y vivir con ella en otro sitio. En lugar de ello, había optado por someterse a las imposiciones de su padre y cobrarle un buen precio: que aceptara sin rechistar su pena. Si se libraba de algunas mujeres independientes que habían ido limpiando tras él, le habían lavado los calzones, recogido sus vómitos, escuchado sus maldiciones junto con sus sollozos, tal vez se convenciera por una temporada de que era un hombre de verdad, de que no estaba contaminado por la debilidad de su madre, de que era digno de la paciencia de su padre y tenía razón al dejar que la mestiza se marchara. Lone no podía contar el número de veces que se había sentado en la iglesia de Nueva Sión y había oído a su padre, Harper, que empezaba por dar su testimonio, por examinar sus propios pecados, y terminaba hablando de las mujeres fáciles capaces de impedir que uno supiera quiénes y qué eran sus propios hijos y dónde estaban. Se había casado con una Blackhorse, Catherine, y había conseguido que enfermase a fuerza de acosarla por lo que hacía, por quién veía y eso y aquello, y por si estaba educando de la forma debida a su hija Kate. Ésta se casó tan pronto como pudo para alejarse de su influencia. Su primera esposa, la madre de Menus, Martha, debía de haberle amargado la vida hasta tal punto que nunca permitió que el hijo de ambos lo olvidara. También estaba K. D., el hombre de la familia. Hablaba de lo rara que era una de esas chicas del convento y de cómo se había dado cuenta nada más verla bajar del autobús. Ja, ja. Ahora es papá de una niña de cuatro meses, con todos sus deditos de las manos y los pies, y quién sabe si también con todo su cerebro, cortesía de un médico de Demby dispuesto a tener pacientes negros. De manera que él y Arnette trataban a Lone con desdén y, por feliz que ella se sintiera ahora y desease que las mujeres del convento cargaran con el «error» cometido anteriormente, acusándolas de haberla engañado, el rencor de K. D. tenía otros motivos. Había estado acosando durante años a la chica a la que ahora difamaba, hasta que ella lo echó. Hacía falta un montón de niños sanos para que olvidara aquello. Es un Morgan, después de todo, y no han olvidado nada desde 1755.

Lone entendía esos pensamientos privados y algunos de los motivos que podían tener Steward y Deacon: ninguno de los dos soportaba lo que no lograba controlar. Pero habría sido incapaz de imaginar el rencor de Steward, su cólera al pensar que su sobrino nieto (¿tal vez?) había sido herido o destruido en aquel sitio. Era una ampolla que flotaba en su torrente sanguíneo y no disminuía ni llegaba a un punto crítico. Tampoco podría haber imaginado cuán profundamente grabado en su cerebro estaba el recuerdo de lo cerca que había estado su hermano de romper su matrimonio con Soane, ni lo mucho que Deek se había alejado de su camino cuando miraba aquellos ojos venenosos. Durante meses, los dos se habían visto en secreto, durante meses, Deek parecía trastornado, cometía errores, y supón que aquella fresca hubiera quedado embarazada. Que hubiera tenido un hijo mestizo. Steward se ponía furioso al pensar en lo cerca que había estado de traicionar las promesas que habían hecho a los Antiguos Padres y las que éstos les habían hecho a ellos. Pero si había estado a punto de traicionar la ley de los padres, la ley de crecer y multiplicarse, ésta había sido aplastada por una amenaza permanente a la preciada visión que tenía de sí mismo y de su hermano. Las mujeres del convento eran para él una parodia exhibicionista de las diecinueve damas negras de los recuerdos de juventud que compartía con su hermano, como tantas otras cosas. Eran la degradación de aquel momento que habían compartido, de verbena y piel iluminada por el sol. Ellas, con sus risas tontas, ultrajaban los tonos dulces, el tintineo de las risas alegres y acogedoras de las diecinueve damas que, aunque estaba previsto que vivieran para siempre en sueños en tono pastel, ahora se veían condenadas a la extinción por ese tipo nuevo y obsceno de mujeres. No podía soportar que mancillaran su historia personal con sus ropas escandalosas y sus apetitos de putas; se burlaban y profanaban la imagen que él y su hermano habían llevado consigo a la guerra, que había imbuido su matrimonio y reforzado sus esfuerzos para construir un pueblo donde pudiera florecer. Nunca se lo perdonaría, y no toleraría semejante falta de caridad.

Lone tampoco sabía que el orgullo de Deacon Morgan fuese tan enorme e inconmovible como un glaciar. Lo que sí sabía era que tiempo atrás él había mantenido una relación con Consolata. Sin embargo, no imaginaba su vergüenza ni entendía la importancia que tenía para él borrar la vergüenza y la clase de mujer que, en su opinión, ésta provocaba. Una mujer incontrolable, lacerante, que le había mordido el labio sólo para lamerle la sangre que brotaba; una mujer hermosa, de piel dorada, con ojos de color de musgo, que había intentado atrapar a un hombre, encerrarlo en un sótano con vino para debilitarlo y tener acceso carnal a él, hacer cosas antinaturales en la oscuridad; una Salomé de la que había escapado justo a tiempo porque, de lo contrario, habría puesto su cabeza sobre una bandeja. Aquella mujer voraz, que follaba en el suelo, no había abandonado su vida, sino que se había infiltrado en los afectos de Soane y, según él sospechaba, la había acosado con pociones malignas para conseguir que fuera menos cariñosa que antes, y no era la pena eterna por sus hijos lo que la helaba, sino la porquería que tomaba y que le daba la mujer cuyo nombre había convertido en un chiste, en una parodia de lo que debería ser una mujer. Lone no lo sabía todo, no podía, pero sabía lo suficiente y, además, la luz de las linternas había revelado el equipo: esposas brillantes, cuerda enrollada, y no tenía que adivinar qué más tenían. Caminando sin hacer ruido, se dirigió a lo largo del arroyo hacia su coche. «Tu voluntad», susurró, convencida de que lo que había oído y deducido no era intrascendente. Los hombres no habían ido allí para ensayar. Como los reclutas de un campamento de adiestramiento, como invasores preparándose para una matanza, estaban allí para despotricar, para calentar la sangre o, mejor aun, helarla en las venas con el fin de ejecutar la misión. Una cosa le quedó clara desde el principio: la única voz que no cantaba era la del director del coro.


—¿Dónde está Richard Misner?

Lone no se molestó en saludar. Había llamado a la puerta de Misner, había entrado en su casa y la había encontrado vacía y oscura. Después había despertado a su vecina más cercana, Frances Poole DuPres.

—¿Qué te ocurre, Lone? —dijo Frances tras soltar un gruñido.
—Dime dónde está Misner.
—Se han ido a Muskogee. ¿Por qué?
—¿Quiénes se han ido?
—El reverendo Misner y Anna. A un congreso. ¿Para qué lo necesitas a estas horas de la noche?
—Déjame entrar —dijo Lone; pasó junto a Frances y se dirigió hacia el cuarto de estar.
—Vamos a la cocina —propuso Frances.
—No hay tiempo. Escucha —dijo Lone, y pasó a hablarle de la reunión—. Un grupo de hombres planea algo contra el convento. Los Morgan y los Fleetwood están entre ellos, y también Wisdom. Van a por las mujeres que viven allí.
—Santo cielo, ¿qué lío es éste? ¿Van a ahuyentarlas en plena noche?
—Escucha, mujer. Esos hombres llevan armas con miras.
—Eso no quiere decir nada. No he visto que mi hermano vaya a ningún lado sin su rifle, excepto a la iglesia, e incluso entonces lo deja en el coche.
—También llevan cuerda, Frannie.
—¿Cuerda?
—De cinco centímetros.
—¿En qué estás pensando?
—Perdemos el tiempo. ¿Dónde está Sut?
—Duerme.
—Despiértalo.
—No voy a despertar a mi marido por una idea absurda…
—Despiértalo. Yo no estoy loca y tú lo sabes perfectamente.

(Continuará...)

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