Toni Morrison

Consolata
En la limpia y agradable oscuridad del sótano, Consolata despertó a la desgarradora decepción de no haber muerto durante la noche. Cada mañana, sus esperanzas truncadas, permanecía acostada bajo tierra en un camastro, asqueada por una existencia de babosa cuyas horas soportaba bebiendo de botellas negras con nombres hermosos. Cada noche se sumía en el sueño decidida a que fuera la última, con la esperanza de que un gran pie descendiera sobre ella y la aplastase como una plaga de jardín.
Confinada ya a un espacio del tamaño de un ataúd, entregada a la oscuridad, alejada de los apetitos, ansiando sólo el olvido, luchaba por entender aquella demora. ¿Para qué?, preguntaba, y su voz era una más entre las muchas que llenaban el sótano del suelo al techo. Varias veces por semana, por la noche o durante las sombras del día, salía a la superficie. Se quedaba de pie en el jardín, caminaba, elevaba los ojos al cielo para ver la única luz que podía soportar. Una de las mujeres, por lo general Mavis, insistía en estar con ella. Hablando, hablando, siempre hablando. O venía una pareja de las otras. Podía escucharlas, incluso contestar algunas veces, si iba echando tragos de las polvorientas botellas de nombres hermosos: Jarnac, Médoc, Haut-Brion y Saint Emilion. Con excepción de Mavis, que era la que llevaba más tiempo allí, cada vez era más difícil distinguir a una de otra. Había olvidado casi todo lo que sabía de ellas, y cada vez le parecía menos importante recordarlo, porque el timbre de sus voces contaba siempre lo mismo: desorden, desilusión y aquello contra lo que la hermana Roberta advertía a las chicas indias: deriva. Las tres des que asfaltaban el camino a la perdición, y la más grave era la de ir a la deriva.
Habían llegado a lo largo de los últimos ocho años. La primera, Mavis, durante la larga enfermedad de la madre; la segunda, justo después de que muriera. Luego, dos más. Todas habían pedido permiso para quedarse unos pocos días, pero no se habían ido. De vez en cuando, una u otra llenaba de cualquier manera una bolsita, decía adiós y parecía desaparecer por un tiempo, pero sólo por un tiempo. Siempre volvían para quedarse, y vivían como ratones en una casa que nadie quería, ni siquiera el recaudador de impuestos, con una mujer enamorada del cementerio. Consolata las miraba a través del color de bronce o gris o azul de sus diversas gafas de sol y veía chicas rotas, asustadas y débiles que mentían. Cuando sorbía el Saint-Émilion o el ahumado Jarnac, podía tolerarlas, pero cada vez tenía más ganas de partirles el cuello, de hacer cualquier cosa que consiguiese detener aquella comida mal guisada e indigesta, la música ávida que martilleaba, las peleas, la risa estridente, las exigencias. Pero, sobre todo, aquel ir a la deriva. La hermana Roberta les habría hecho papilla las manos. No sólo no hacían nada más que lo estrictamente necesario, sino que no tenían planeado hacer nada. En lugar de planes, tenían deseos: insensatos deseos infantiles. Mavis hablaba interminablemente de negocios de éxito infalible: colmenas, algo llamado «cama y desayuno», una empresa de comidas a domicilio, un orfanato. Cualquiera pensaría que había encontrado un cofre con dinero, joyas o algo así y quería que la ayudaran a engañar a los demás sobre su contenido. Otra de ellas se dedicaba a hacerse cortes, a escondidas, en los muslos, los brazos. Deseaba ser la reina de las cicatrices y se hacía finas rajas rojas en la piel con lo primero que encontraba: una navaja, un imperdible, un cuchillo de cocina. Otra anhelaba lo que parecía ser una especie de vida de cabaret, un lugar abarrotado donde cantar canciones desgarradoras con los ojos cerrados. Consolata escuchaba aquellos sueños de niña con una indulgencia amortiguada, empapada en vino, porque no la enfurecían tanto como los susurros de amor que quedaban suspendidos largo rato en el aire después de que las mujeres se marcharan. Bajaban por las escaleras flotando, una por una, llevando una lámpara de queroseno o una vela, igual que doncellas que entraran en un templo o en una cripta, para sentarse en el suelo y hablar del amor como si tuvieran alguna idea de lo que era. Hablaban de hombres que venían a acariciarlas durante su sueño; de hombres que las esperaban en el desierto o junto al agua fresca; de hombres que las habían amado desesperadamente; de hombres que deberían haberlas querido, que podrían haberlas querido, que las habrían querido.
Durante los días peores, cuando las fauces de la depresión ensuciaban la limpia oscuridad, quería matarlas a todas. Quizás ése fuera el motivo por el que se prolongaba su vida de babosa. Por eso, y por la fría serenidad de la cólera de Dios. Morir sin Su perdón condenaba su alma. Pero morir sin el de Mary Magna la contaminaba per omnia saecula saeculorum. Se lo habría dado sin problemas si Consolata se lo hubiera contado todo a tiempo, si se hubiera confesado antes de que la razón de la anciana derivara hacia un sonsonete. En su último día, Consolata subió a la cama, se colocó detrás de ella, tiró las almohadas al suelo, levantó el cuerpo que pesaba como una pluma y lo sostuvo entre los brazos y entre las piernas. Con la pequeña cabeza blanca acurrucada entre los pechos de Consolata, la señora entró en la muerte, como si fuera un nacimiento, acunada y mecida por los rezos de la mujer que había raptado cuando era pequeña. En realidad, había raptado a tres niños; lo más fácil del mundo en 1925. Mary Magna, que por entonces no era madre sino hermana, se negó en redondo a dejar a dos niños en la basura de la calle donde estaban sentados. Los cogió, se los llevó al hospital donde trabajaba y los lavó con bicarbonato Ordorno, Glover’s Mange, jabón, alcohol, Blue Ointment, jabón, alcohol y, para terminar, un poco de yodo cuidadosamente colocado en las pupas. Los vistió y, con la complicidad de las otras hermanas de la misión, se los llevó consigo al barco. Eran seis monjas estadounidenses que iban de regreso a Estados Unidos después de doce años de trabajar a la sombra de otras órdenes portuguesas más antiguas y severas. Nadie cuestionó que las Hermanas Devotas de los Indios y Gentes de Color pagaran el billete de tarifa reducida de los tres pilluelos —que nada tenían de blancos— a su cargo. Porque ya eran tres, puesto que Consolata, que ya tenía nueve años, había sido una decisión de último minuto. Desde el punto de vista de cualquiera, los raptos eran un rescate porque, al margen de cuál fuese la vida a la que los llevara aquella monja exasperada y obstinada, sería mejor que la que los aguardaba en las calles llenas de mierda de aquella ciudad. Cuando llegaron a Puerto Limón, la hermana Mary Magna dejó a dos de ellos en un orfanato, porque para entonces ya se había enamorado de Consolata. ¿Los ojos verdes? ¿El pelo de color de té? ¿Su docilidad, quizás? ¿O tal vez la piel ahumada, como una puesta de sol? La llevó consigo como pupila al lugar al que la difícil monja había sido destinada: una mezcla de internado y asilo para niñas indias en una zona desolada del oeste de Estados Unidos.
En letras blancas sobre fondo azul, una señal situada junto a la carretera de acceso rezaba: ESCUELA PARA NIÑAS NATIVAS CRISTO REY. Quizás ése fuese el nombre que todo el mundo tenía que darle, pero por lo que Consolata recordaba, sólo las monjas empleaban el nombre correcto, generalmente en sus oraciones. Contra toda lógica, las alumnas, los funcionarios estatales y las personas que veían en el pueblo se referían a ella sencillamente como «el convento».
Durante treinta años, Consolata trabajó sin cesar para convertirse en el orgullo de Mary Magna y seguir siéndolo, para ser uno de sus éxitos en una vida entera dedicada a enseñar, criar y cuidar a los demás en lugares cuyos nombres los padres de las monjas nunca habían oído y eran incapaces de repetir hasta que sus hijas los pronunciaban. Consolata la adoraba. Cuando la robó y la llevó al hospital, le clavaron agujas en los brazos, dijeron que para protegerla de las enfermedades. Recordaba como algo agradable la violenta enfermedad que le sobrevino, porque mientras estaba acostada en la sala de pediatría, una cara bellamente enmarcada la miraba. Tenía los ojos azules como un lago, tranquilos, claros, pero con una sombra de pánico, una preocupación que Consolata nunca había visto. Merecía la pena estar enferma, incluso morirse, para ver esa clase de inquietud reflejada en los ojos de un adulto. De vez en cuando, la mujer con la cara enmarcada se inclinaba y le tocaba la frente con la yema de los dedos, o le alisaba el cabello húmedo y enredado. Las cuentas de cristal que le colgaban de la cintura o de los dedos titilaban. Consolata amaba aquellas manos: las uñas planas, la piel lisa y fuerte de la palma. Y le gustaba la boca que no sonreía, que no necesitaba enseñar los dientes para irradiar felicidad o dar la bienvenida. Consolata podía ver una fría luz azul que brillaba suavemente bajo el hábito. Procedía, creía ella, del corazón.
Directamente del hospital, Consolata, vestida con un limpio vestido marrón que le llegaba hasta los tobillos, acompañó a las monjas a un barco llamado Atenas. Tras la escala en Panamá, desembarcaron en Nueva Orleans y, desde allí, viajaron en un coche, un tren, un autobús y otro coche. Y la magia que había empezado con las agujas del hospital fue creciendo cada vez más: retretes donde se arremolinaba una agua tan limpia que habría podido beberse; pan blanco y suave, cortado ya en rebanadas dentro de la bolsa; leche en botellas de cristal; y, durante todo el día, todos los días, un maravilloso lenguaje hecho especialmente para hablar con el cielo: Ora pro nobis… gratia plena… sanctificetur nomen tuum fiat voluntas tua, sicut in caelo, et in terra sed libera nos a malo a malo a malo. La magia no disminuyó hasta que llegaron a la escuela. Aunque el paisaje no tenía nada interesante, la casa era como un castillo y estaba llena de bellos objetos que Mary Magna ordenó eliminar de inmediato. Las primeras tareas de Consolata fueron romper las ofensivas figuras de mármol y vigilar las hogueras en que ardían los libros, santiguándose cuando algunos amantes desnudos salían volando del fuego y tenían que ser echados de nuevo a las llamas. Consolata dormía en la despensa, frotaba los azulejos, daba de comer a las gallinas, rezaba, pelaba, cuidaba el jardín, hacía conservas y lavaba y planchaba. Fue ella y no otra quien descubrió la mata silvestre cargada de pimientos picantes y quien los cultivó. Aprendió los rudimentos de la cocina con la hermana Roberta y llegó a ser lo bastante buena como para encargarse de cocinar y de cuidar el huerto. Asistía a las clases con las chicas indias, pero no establecía vínculos con ellas.
Durante treinta años ofreció su cuerpo y su alma al Hijo de Dios y a Su madre de manera tan completa como si hubiera tomado los hábitos. A ella, cuyo corazón sangraba y su amor era infinito. A ella, quae sine tactu pudoris. A la beata viscera Mariae Virginis. A ella, cuyo camino era estrecho, pero perfumado con la dulzura del tomillo. A Él, cuyo amor era tan perfectamente accesible que dejaba sin habla a los sabios y a los condenados. Él, que se había hecho humano para que pudiéramos conocerlo, tocarlo, verlo en los menores gestos, para que Su sufrimiento reflejara el nuestro, y Su agonía, Su duda, Su desesperación, Su fracaso, representara y absorbiera durante todo el tiempo que estuviéramos en la tierra aquello a lo que éramos vulnerables. Y esos treinta años de rendición al Dios vivo se quebraron como la cáscara de un huevo cuando conoció al hombre vivo.
Corría el año 1954. La gente estaba levantando casas, poniendo vallas, arando la tierra, a unos treinta kilómetros al sur de Cristo Rey. Habían empezado a construir una tienda de alimentación y, para entusiasmo de Mary Magna, una farmacia, más cercana que la otra, situada a unos ciento cincuenta kilómetros. Allí podía comprar los rollos de algodón estéril para cuando las chicas tenían el período, las agujas finas, el hilo ligero que las mantenía ocupadas remendando, remendando, el polvo StanBack, Lydia Pinkham, y el cloruro de aluminio con el que fabricaba desodorante.
En uno de estos viajes, cuando Consolata acompañaba a Mary Magna en la camioneta Mercury de la escuela, incluso antes de que llegaran a la carretera recién abierta, estaba claro que pasaba algo. Algo demencial ocurría bajo el sol ardiente. Oyeron fuertes gritos de ánimo y, en lugar de encontrar a una treintena de personas enérgicas, ocupadas en silencio en el trabajo de construir un pueblo, vieron caballos que galopaban por la carretera y gente que reía como loca. Niñas pequeñas con flores rojas y púrpura en el pelo saltaban aquí y allá. Un niño que se agarraba con todas sus fuerzas al cuello de un caballo fue alzado en brazos y declarado campeón. Los hombres jóvenes y los chicos agitaban los sombreros, perseguían a los caballos y se enjugaban los ojos. Mientras Consolata contemplaba aquella alegría insensata, oyó un débil pero insistente pum, pum, pum. Pum, pum, pum. Después, el recuerdo de una piel como aquélla y de hombres como aquéllos bailando con mujeres en las calles, al ritmo de una música que latía como un corazón furioso, torsos inmóviles, caderas que describían pequeños círculos sobre piernas que se movían tan rápidamente que era inútil intentar descifrar cómo era posible que resultase tan fácil. Sin embargo, aquellos hombres no bailaban; reían, corrían, se llamaban entre sí y a mujeres que se inclinaban con júbilo. Y aunque vivían allí en un pueblo, no en una ciudad ruidosa llena de negros brillantes, Consolata supo que los conocía.
A Mary Magna le costó llamar la atención del farmacéutico. Finalmente, éste se separó de la multitud y las acompañó a su casa, donde un sector cerrado del porche hacía las veces de tienda. Abrió la puerta mosquitera y, con una cortés inclinación de la cabeza, hizo entrar a Mary Magna. Mientras Consolata esperaba en los escalones, lo vio por primera vez. Pum pum pum. Pum, pum, pum. Un jinete joven y delgado, que llevaba a otro caballo de las riendas. Su camisa caqui estaba empapada de sudor y se quitó el amplio sombrero para secarse la frente. Sus caderas se mecían sobre la silla, hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Pum pum pum. Pum pum pum. Consolata vio su perfil y sintió que algo vivo y con plumas revoloteaba en su estómago. Pasó por delante de ella y desapareció en el establo. Mary Magna salió con sus compras, quejándose un poco de una cosa u otra —el precio, la calidad— y se apresuró en dirección a la camioneta; Consolata fue tras ella, llevando los rollos de algodón esterilizado. En el momento en que abría la puerta delantera, él volvió a pasar. A pie, corriendo un poco, ansioso por volver al grupo festivo situado calle abajo. De manera casual, miró hacia ella. Consolata le devolvió la mirada y le pareció que sus ojos, si no su paso, vacilaban. Rápidamente, agachó la cabeza y subió a la camioneta, que se calcinaba al sol; el calor que hacía en la cabina pareció explicar su dificultad para respirar. No volvió a verlo durante dos meses; un lapso que se convirtió en inestable por la cosa emplumada que luchaba por desplegar las alas. Meses de rezos fervientes y gran cuidado en las tareas de la casa. También de tensión, porque la escuela había sido conminada a cerrar sus puertas. El legado de la mujer rica que había fundado y financiado la orden había sobrevivido a la década de los treinta, pero se agotó en la de los cincuenta. Hacía ya tiempo que las buenas y dulces niñas indias se habían ido, arrancadas de allí por sus madres y hermanos, o encaminadas hacia una vida piadosa. La escuela llevaba tres años solicitando pupilas del estado; chicas insolentes que estaban convencidas de que las hermanas eran cómicas casi siempre y, cuando no, siniestras. Dos de ellas habían huido; sólo quedaban cuatro. A menos que las hermanas lograran convencer al estado de que les enviara (y pagase por ellas) más chicas indias difíciles y traviesas, las órdenes eran que se preparasen para el cierre y un nuevo destino. El estado tenía chicas difíciles, naturalmente, ya que el término «difícil» podía hacer referencia a cualquier cosa, desde la enuresis al tartamudeo pasando por el absentismo escolar, pero prefería colocarlas en escuelas protestantes, donde, aunque no entendieran el comportamiento religioso de las profesoras, por lo menos la ropa que llevaban resultaba menos extraña. En Oklahoma, las iglesias y las escuelas católicas eran tan raras como un perro verde. Ése era el motivo por el cual, en otro tiempo, la benefactora había comprado la mansión. Se trataba de una ocasión para intervenir en el corazón del problema: llevar a Dios y la lengua a unos nativos que supuestamente no tenían ninguna de las dos cosas; alterar su dieta, su forma de vestir, de pensar; ayudarlos a despreciar todo lo que en otro tiempo había dado sentido a su vida y ofrecerles a cambio el privilegio de conocer al único Dios y, por lo tanto, la oportunidad de la redención. Mary Magna escribió carta tras carta, viajó a Oklahoma City y más allá, con la esperanza de salvar la escuela. En esta atmósfera trastornada, las torpezas de Consolata, el que se le cayeran cosas, quemara otras, hiciese visitas repentinas y rápidas a la capilla, suponían molestias para las hermanas, pero eran signos de una alarma no muy distinta de la suya. Cuando le preguntaban qué le pasaba o la regañaban por algún fallo inadmisible, se inventaba excusas o se enfurruñaba. Por encima de su confusión, renovando diariamente su apresurada piedad, se encontraba el miedo de que le pidieran que saliese del convento, que fuera a comprar otra vez al pueblo. De manera que hacía el trabajo del patio con la primera luz del alba y pasaba el resto del día dentro, realizando sus tareas de cualquier manera. Al final, no sirvió de nada. Él fue hasta ella.
En un claro día de verano, mientras Consolata estaba arrodillada, quitando las malas hierbas del huerto con la ayuda de dos hurañas pupilas del estado, una voz masculina dijo a sus espaldas:
—Disculpe, señorita.
Sólo quería unos pimientos negros.
Él tenía veintinueve años; ella, treinta y nueve, y perdió la cabeza. Por completo.
Consolata no era virgen. Uno de los motivos por los que había aceptado con tanto agradecimiento la mano de Mary Magna, que se había abierto sobre la basura como el ala de una paloma, eran los abusos a que se había visto sometida al cumplir los nueve años. No obstante, después de que la mano blanca la tomara de su asquerosa pezuña, nunca había conocido a ningún hombre ni lo había deseado; tal vez por ello el enamorarse tras treinta años de celibato adquirió una cualidad casi comestible.
¿Qué dijo él? ¿Ven conmigo? ¿Cómo te llaman? ¿Cuánto cuesta medio cesto? ¿O se limitó a presentarse al día siguiente en busca de más pimientos picantes? ¿Se acercó a él para verlo mejor? ¿O fue él quien se acercó a ella? En cualquier caso, en un tono que tal vez reflejase desconcierto, él dijo:
—Tienes los ojos del color de las hojas de menta.
¿Contestó ella en voz alta. «Y los tuyos son como el principio del mundo», o esas palabras no llegaron a salir de su pensamiento? ¿Cayó de rodillas y le rodeó las piernas con los brazos, o eso sólo fue lo que deseó hacer?
—Te devolveré el cesto. Pero quizá vuelva tarde. ¿Te importa?
Ella no recordaba haber contestado nada, pero seguramente su rostro le indicó lo que necesitaba saber, porque al llegar la noche estaba allí, y ella también, y él le cogió la mano. No había ningún cesto a la vista. Pum pum pum.
En el camión, mientras recorrían el camino de gravilla, la estrecha pista de tierra y aceleraban por la ancha carretera asfaltada, no dijeron nada. Él parecía conducir por placer: el rugido contenido bajo el capó de acero; el modo furtivo en que separaba la oscuridad y saltaba hacia las sombras que se extendían delante, más allá de lo previsto. Avanzaron sin pronunciar palabra durante lo que a Consolata le parecieron horas. El peligro y su necesidad hacía que se concentraran, que estuvieran tranquilos. Ella no sabía, ni le importaba adónde iban ni qué podría suceder cuando llegaran. Mientras se dirigían a toda velocidad hacia lo imprevisible, sentada al lado de un hombre más oscuro que la oscuridad que hendían, Consolata dejó que las plumas se desplegaran y se apartaran de las paredes de un vientre helado. Hacia donde el viento no era una ayuda o una amenaza para los girasoles, ni la luna un lenguaje sobre el tiempo, el clima, algo que indicara cuándo sembrar o cosechar, sino algo propio del mundo original diseñado para ambos.
Finalmente, él redujo la velocidad y tomó una pista por la que apenas se podía circular, donde los arbustos arañaban los guardabarros. Frenó ahí en medio, y la habría cogido en sus brazos si ella no hubiera estado ya en ellos.
En el camino de regreso, tampoco abrieron la boca. Lo que habían murmurado mientras hacían el amor tenía algo en común con el lenguaje, pero era imposible recordarlo, controlarlo o traducirlo. Antes de que amaneciera, se separaron como si los hubiesen detenido y tuvieran que enfrentarse a una sentencia de cárcel sin libertad condicional. Cuando ella abrió la puerta y se apeó, él dijo.
—El viernes al mediodía.
Consolata se quedó allí mientras él retrocedía con la camioneta. No lo había visto claramente ni una sola vez durante toda la noche. Pero el viernes, al mediodía, lo harían, lo harían, lo harían a plena luz del día.
Se rodeó el cuerpo con los brazos, cayó de rodillas y se inclinó hacia delante. La frente le tocaba el suelo mientras se mecía, sujeta por un arnés de placer.
Entró furtivamente en la cocina y simuló ante la hermana Roberta que había estado en el gallinero.
—Bien, ¿y dónde están los huevos?
—Ah, se me ha olvidado el cesto.
—No te hagas la tonta conmigo.
—No, hermana. Claro que no.
—Todo está hecho un desastre.
—Sí, hermana.
—Bien, pues muévete.
—Sí, hermana. Perdón, hermana.
—¿Pasa algo divertido?
—Nada, hermana. Pero…
—¿Pero?
—Yo… ¿Qué día es hoy?
—Santa Marta.
—Me refiero al día de la semana.
—Martes. ¿Por qué?
—Por nada, hermana.
—Necesitamos tu inteligencia, hija, no tu confusión.
—Sí, hermana.
Consolata cogió un cesto y salió corriendo por la puerta de la cocina.
Viernes. Mediodía. El sol golpea sin piedad y todo el mundo se ha refugiado tras las paredes de piedra en busca de alivio. Todo el mundo, menos Consolata y —eso espera— el hombre vivo. No tiene otra opción que soportar el calor sin otra protección que un sombrero de paja bajo un sol que la ha tomado por un yunque. Está de pie en la pequeña curva del camino de entrada, pero se la distingue perfectamente desde la casa. Esta tierra es lisa como una pezuña y abierta como la boca de una criatura. No hay dónde esconder el escándalo. Si la hermana Roberta o Mary Magna la llaman o le piden una explicación, se inventará algo: o no se inventará nada. Oye su camión antes de verlo y, cuando llega, pasa por su lado. No vuelve la cabeza, pero le hace un gesto. Levanta un dedo del volante y señala hacia delante. Consolata gira hacia la derecha y sigue el ruido de sus neumáticos, y después, cuando tocan el asfalto, su silencio. Él la espera en la cuneta de la carretera.
Dentro de la camioneta, se miran durante largo rato, serios, atentamente, y por fin sonríen.
Él conduce hasta una granja quemada que se alza en un promontorio de tierra en barbecho. Sorteando hierbas y matojos, aparca tras los negros dientes de una chimenea rota. Cogidos de la mano, luchan con las zarzas y los arbustos hasta que llegan a un cauce poco profundo. Consolata ve al instante lo que él quiere que vea: dos higueras que crecen entrelazadas. Cuando pueden pronunciar frases enteras, él la mira y dice:
—No me pidas que te lo explique. No puedo.
—No hay nada que explicar.
—Intento tener éxito en la vida. Mucha gente depende de mí.
—Sé que estás casado.
—Tengo intención de seguir estándolo.
—Ya lo sé.
—¿Qué más sabes? —pregunta él, y le apoya el índice en el ombligo.
—Soy mucho más vieja que tú.
Él aparta la vista del ombligo, la mira a los ojos y sonríe.
—Nadie es más viejo que yo.
Consolata se echa a reír.
—Desde luego, tú no —añade él—. ¿Cuándo lo hiciste por última vez?
—Antes de que tú hubieras nacido.
—Entonces, eres toda mía.
—¡Oh, sí!
Él la besa suavemente y se incorpora sobre el codo.
—He viajado. Por todas partes. Nunca he visto a nadie como tú. ¿Cómo alguien puede ser así? ¿Sabes lo bonita que eres? ¿Te has mirado alguna vez?
—Ahora lo estoy haciendo.
Mientras se encontraron allí, ningún higo apareció en aquellos árboles, pero agradecían la sombra de las hojas polvorientas y la protección de los troncos atormentados. Intentaban tenderse sobre las mantas que él llevaba. Más tarde, se miraban los rasguños y arañazos que les hacía el lecho seco del arroyo.
Consolata fue interrogada. Se negó a contestar; desvió las preguntas hacia lamentos.
—¿Qué va a pasar conmigo cuando todo esto cierre? Nadie me ha dicho qué va a pasar conmigo.
—No seas tonta. Sabes que siempre nos ocuparemos de ti.
Consolata hizo un mohín, simulando estar loca de preocupación y, por ese motivo, con un estado de ánimo variable. Cuantas más seguridades le daban, más insistía en vagar por ahí, en «estar sola», decía. Una necesidad que le sobrevenía sobre todo los viernes. Hacia el mediodía.
Cuando en septiembre Mary Magna y la hermana Roberta se fueron de viaje para hacer unas gestiones, la hermana Mary Elizabeth y las irresponsables alumnas — ahora sólo tres—, siguieron recogiendo, limpiando, estudiando y rezando. Dos de las muchachas, Clarissa y Penny, empezaron a sonreír cuando veían a Consolata. Tenían catorce años; eran chicas de huesos pequeños y ojos hermosos y avispados que en un instante podían volverse inexpresivos. Vivían para salir de aquel lugar y, ahora que el final se acercaba, estaban de muy buen humor. Hacía poco que habían empezado a mirar a Consolata como una cómplice, más que como a una enemiga empeñada en arruinarles la vida. Y mientras se susurraban la una a la otra en un lenguaje que las hermanas les habían prohibido utilizar, la encubrían, recogían los huevos, lo que era responsabilidad de Consolata. También arrancaban las malas hierbas y lavaban. A veces, miraban desde las ventanas del aula, con las cabezas juntas, los ojos radiantes, mientras la mujer que consideraban lo bastante vieja como para ser su abuela permanecía de pie, sin importar el tiempo que hiciera, esperando la camioneta Chevrolet.
—¿Lo sabe alguien? —Consolata desliza la uña del pulgar alrededor de la tetilla del hombre vivo.
—No me sorprendería —contesta él.
—¿Tu mujer?
—No.
—¿Se lo has dicho a alguien?
—No.
—¿Alguien nos ha visto?
—No lo creo.
—Entonces, ¿cómo puede saberlo alguien?
—Tengo un gemelo.
Consolata se incorpora y se sienta.
—¿Hay otro como tú?
—No. —Cierra los ojos. Cuando los abre, mira a lo lejos—. Sólo hay uno como yo.
Septiembre avanzó embadurnándolo todo con pintura al óleo: hectáreas de amarillo cardamomo, naranja oscuro, kilómetros de sierra, barrancos de azul cerúleo y azul noche, junto con ciclos de un violeta desgarrador. Cuando llegó octubre y las calabazas empezaron a hincharse en el mismo lugar que habían crecido los rábanos, Mary Magna y la hermana Roberta volvieron, profundamente irritadas con sacerdotes, abogados, funcionarios y clérigos. Sus noticias no eran ninguna novedad. El destino de todas se resolvería en Saint Pere, excepto el suyo. Esa decisión vendría más tarde. Se tenía en consideración la edad de Mary Magna, setenta y dos años, pero ella se negaba a que la llevaran a una residencia. Por otra parte, no había que olvidar la cuestión de los gastos de mantenimiento de la propiedad. El título estaba en manos de la fundación de la benefactora (que ahora había revertido al principal), de manera que la casa y el terreno no eran exactamente propiedad de la Iglesia; sin embargo, aún estaba por ver si se hallaba sujeta a los impuestos vigentes y los anteriores. Para el asesor, no obstante, la cuestión principal era la de por qué, en un estado protestante, un hatajo de extrañas católicas sin una misión masculina que las controlase merecían un trato especial. Afortunada o desafortunadamente, aún no se habían descubierto recursos naturales en la tierra, y para la fundación era imposible desentenderse sin más. No podían marcharse por las buenas, ¿no? Mary Magna las reunió a todas para explicárselo. Se había escapado otra chica, pero las dos últimas, Penny y Clarissa, la escuchaban absortas hablarles de su futuro —o, por lo menos, los siguientes cuatro años— que había tomado forma en las manos de algún viejo trajeado. Inclinaron sus bellas cabezas en aquiescencia solemne, convencidas de que estaba en camino la ayuda que necesitaban para escapar de aquella pandilla de monjas.
(Continuará…)
