Fernando Morote

Incluso despeinada y ebria, posee más gancho que la interminable colección de enciclopedias que me rodean. Tras su extraordinaria apariencia de respetable señora, emerge con sutileza una perra lujuriosa, deliciosamente sucia. Es el tipo óptimo de cliente que la biblioteca necesita para introducir un poco de aire fresco en su dominio claustrofóbico. Se acaricia el lunar debajo del labio, pero sus alhajas hacen demasiado ruido, excediendo el permitido. Sin esconder mi voracidad, recorro con la vista su grandioso escote, adornado con un clavel blanco en la canaleta. A leguas se distingue que es una mujer astuta, viciosa, corrupta. Me encanta. En medio de su falsa confusión, me solicita que le traiga una pila de libros relacionados a métodos e implementos utilizados en torturas físicas. Cuando le enseño las imágenes de Túpac Amaru, descuartizado por cuatro caballos atados a cada una de sus extremidades, pestañea con dulzura y me dice sonriendo “algo así me gustaría que hicieran conmigo”.
—


