Paraíso (X)

Toni Morrison

toni morrison





Divine

—Permitid que os hable del amor, esa tonta palabra que, según creéis, hace referencia a si os gusta alguien, si gustáis a alguien, o a si sois capaces de soportar a alguien para conseguir algo o algún lugar que deseáis. También es probable que creáis que tiene que ver con el modo en que vuestro cuerpo responde a otro cuerpo, como si fuerais tordos o bisontes, o tal vez que es el modo en que las fuerzas, la naturaleza o la suerte se muestran benignas con vosotros en particular al no lisiaros o mataros o, en caso contrario, haciéndolo por vuestro propio bien.
»El amor no es nada de esto. En la naturaleza no hay nada como él. Ni en los tordos ni en los bisontes ni en las colas que se mueven de vuestros perros de caza, ni en las flores ni en los potros que todavía maman. El amor sólo es divino y siempre resulta difícil. Si pensáis que es algo fácil, sois unos necios. Si pensáis que es algo natural, estáis ciegos. Se trata de poner en práctica algo aprendido sin otro motivo o razón que Dios.
»Uno no merece el amor a pesar del sufrimiento que haya podido soportar. Uno no merece el amor porque alguien lo ha ofendido. Uno no merece el amor porque lo desee. Uno sólo puede ganar, mediante la práctica y la contemplación, el derecho a expresarlo, y debe aprender a aceptarlo. Lo que equivale a decir que uno tiene que ganarse a Dios. Tiene que practicar la doctrina de Dios. Tiene que pensar en Dios, con atención. Y si uno es un estudiante bueno y diligente, puede asegurarse el derecho de demostrar amor. El amor no es un don. Es un diploma. Un diploma que otorga ciertos privilegios: el privilegio de expresar el amor y el privilegio de recibirlo.
»¿Cómo sabe uno que ha conseguido el título? No lo sabe. Lo que uno sabe es que es humano y, por lo tanto, educable y, por lo tanto, capaz de aprender a aprender y, por lo tanto, ser interesante a los ojos de Dios, que sólo se interesa en Sí mismo, lo que equivale a decir que sólo está interesado en el amor. ¿Me entendéis? Dios no está interesado en vosotros, sino en el amor y la bendición que otorga a quienes entienden y comparten este interés.
»Las parejas que reciben el sacramento del matrimonio y no están preparadas para recorrer esta distancia, o no están dispuestas a ceñirse al verdadero amor de Dios, no pueden prosperar. Podrán ser fieles como los tordos, las gaviotas o cualquier otro animal que se empareje para toda la vida, pero si evitan este poderoso curso, en el momento en que todos seamos juzgados para la vida eterna, su fidelidad no tendrá ningún valor. Que Dios bendiga a los santos y puros. Amén.

Algunos de los amenes que acompañaron y siguieron a las palabras del reverendo Pulliam sonaron con fuerza, otros fueron más reticentes; ciertas personas no abrieron la boca. La pregunta, pensó Anna, no era el porqué, sino quién. ¿Contra quién hablaba Pulliam? ¿Dirigía sus observaciones contra los jóvenes para advertirles que debían encarrilar sus egoístas vidas? ¿O apuntaba contra sus padres por permitir la agitación y el desafío juveniles que había estado irritándolo desde antes incluso de que apareciera aquel puño en el horno? Llegó a la conclusión, sin embargo, de que lo más probable era que estuviese lanzando el peso de su amplia y larga educación metodista contra Richard. Una piedra para machacar el mensaje de su colega donde Dios aparecía como un motor interior permanente que, una vez puesto en marcha, rugía, ronroneaba y movía al individuo para que hiciera no sólo su trabajo, sino el Suyo, pero que, si no funcionaba, se oxidaba e inmovilizaba el alma como un embrague helado.

Anna pensó que debía de ser eso. Pulliam atacaba a Misner porque, seguramente, no pretendía colocarse delante de un novio y una novia —como predicador invitado para dirigir unas pocas (¡pocas!) palabras antes de la ceremonia a una congregación formada por casi todos los habitantes de Ruby, sólo un tercio de los cuales son miembros de su iglesia— para aterrorizarlos el día de su boda. Porque, sin duda, no quería insultar a la madre de la novia y a su cuñada, que llevaban como una segunda piel la melancolía de cuidar a unos niños rotos y que no sólo no reprochaban a Dios semejante golpe, sino que su firmeza parecía hacerse mayor con los años. Y, aunque el novio era huérfano, seguro que Pulliam no pretendía molestar a sus tías, castigarlas por cuidar (¿tal vez demasiado?) al único «hijo» de la familia, ahora que los chicos de Soane habían muerto, Dovey no había tenido, y no se permitían que el duelo por estas pérdidas las destrozara o les secara el corazón. Claro que no. Y, sin duda, Pulliam no intentaba irritar a Deacon y Steward, los tíos del novio, que se comportaban como si Dios fuera su silencioso socio en los negocios. Pulliam siempre había parecido admirarlos, y había insinuado repetidas veces que pertenecían a la iglesia de Sión, no a la del Calvario, en la que tenían que escuchar los remilgados sermones de un hombre que pensaba que enseñar equivalía a dejar que los niños hablaran como si tuvieran algo importante que decir que el mundo no hubiera oído y tratado previamente.

¿Quién más podría sentir el aguijón de la frase «Dios no está interesado en vosotros», o estremecerse ante la quemadura que le produciría oír «si pensáis que el amor es natural, estáis ciegos»? ¿Quién, si no Richard Misner, que ahora tenía que dar un paso adelante y presidir la boda más esperada que se podía recordar, bajo la inflamada mirada del implacable reverendo Pulliam? A menos que, naturalmente, estuviera hablando con ella, diciéndole: sé fiel a otro, si quieres, pero si no eres fiel a Dios (al Dios de Pulliam, claro está), tu matrimonio no vale nada. Porque él sabía que ella y Richard estaban hablando de boda, y sabía que ella lo ayudaba a organizar a los jóvenes desobedientes. «Sé el surco».

El intruso olor de la menta dominaba sobre el de los adornos de flores del altar. La menta, junto con un polemonio llamado minutisa, crecía bajo las ventanas de la iglesia que, a las once de la mañana, estaban abiertas a un sol en ascenso. La luz procedente del cielo de abril era un regalo. Dentro del templo, los bancos de arce, bruñidos hasta adquirir un brillo militar, hacían destacar las paredes blancas, el discreto púlpito, la sencilla reja, casi de jardín, ante la cual los comulgantes podían arrodillarse para recibir el espíritu una vez más. Encima del altar, bien alta, en un lugar limpio y vacío, colgaba una cruz de casi un metro. Despejada. Lisa. Ningún oro competía con su perfección o alteraba su porte. Ningún cuerpo de Cristo contorsionado o desvanecido daba énfasis a su lírico estruendo.

Las mujeres de Ruby no se empolvaban la cara ni llevaban perfumes de prostitutas. De manera que el voluptuoso olor de la menta y la minutisa alteraba a los congregantes, hacía que se tambalearan al pensar en la diversión que les esperaba, con comida buena y abundante, en la casa de Soane Morgan. Todos harían música: oirían a July, con el piano vertical; al coro de varones; un solo de Kate Golightly; al cuarteto del Sagrado Redentor y a un chico de ojos soñadores llamado Brood, que tocaría la armónica. Llevarían ropa elegante, vestidos de seda y camisas almidonadas que olvidarían de inmediato, en cuanto se apoyaran contra los árboles, se sentaran en el césped, cometieran alguna torpeza al repetir guisantes a la crema. Se oirían los gritos de los niños, borrachos de azúcar; el crujido del papel de los regalos de boda que alguien recogería del suelo y doblaría con tanta pulcritud que parecería más valioso que aquello que había contenido. Las granjeras, ganaderas y agricultoras dejarían que los hombres tiraran de ellas para levantarlas de las sillas y que dieran palmadas mientras las contemplaban dar antiguos pasos de baile. Los adolescentes reirían y pestañearían en un intento de esconder su carencia.

Pero más que la felicidad y la alegría de los niños excitados por el pastel de bodas, deseaban que se produjera la unión de dos familias y el final de la animosidad que había impregnado a sus miembros durante cuatro años. Una animosidad centrada en el hipotético bebé que la novia no había reconocido, anunciado ni dado a luz.

En aquel momento todos estaban sentados, como Anna Flood, preguntándose qué demonios creía el reverendo Pulliam que estaba haciendo. ¿Por qué empañar aquel momento? ¿Por qué atenuar el olor a menta y polemonio, estropear el sabor del cordero asado y las tartas de limón que esperaban por ellos? ¿Por qué crispar la armonía, desbaratar la paz que traía aquel matrimonio?

Richard Misner se levantó de su asiento. Molesto; no, enfadado. Tan enfadado que no podía mirar al otro predicador y permitir que advirtiese el efecto causado. Durante las observaciones de Pulliam había estado mirando los sombreros de las mujeres con aire inexpresivo. Aquella mañana, había pensado en cinco o seis frases en las que dar comienzo al sagrado rito del matrimonio, las había elaborado a partir del versículo 19, 79 del Apocalipsis, afinando la imagen del «banquete de bodas del Cordero» para hacer que albergara la revelación de la reconciliación que aquella boda prometía. Había pasado del Apocalipsis a Mateo 19, 6: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne», para sellar tanto la fidelidad de la pareja como las renovadas responsabilidades de los Morgan y los Fleetwood.

En aquel momento, miraba a la pareja que esperaba pacientemente delante del altar y se preguntaba si habían entendido, si habían oído siquiera lo que les había caído encima. Sin embargo, él sí lo entendía. Sabía que aquel punto de vista letal sobre la tarea que él había escogido suponía un asalto deliberado a todo lo que él creía. De repente, entendía y compartía la rabia de san Agustín contra el «sacerdote satisfecho», al que situaba junto al diablo. Agustín había llegado a decir que el mensaje de Dios no estaba corrompido por el mensajero: «Aunque [la luz] pase a través de seres profanados, no queda profanada». Si bien Agustín no había tratado al reverendo Pulliam, debía de conocer a otros como él, pero rechazarlos como compañeros de Satán no calibraba el daño que podían causar las palabras pronunciadas desde un púlpito. ¿Qué habría dicho Agustín como calmante para el veneno que Pulliam acababa de extender sobre todos? Sobre la cabeza de unos hombres para quienes tan difícil era controlar sus instintos y aplastar los que no podían controlar; los corazones de unas mujeres que domaban de manera incansable al depredador; el rostro de unos niños que aún no se habían recuperado del golpe que había recibido su estima al enterarse de que los adultos no los tendrían en cuenta como seres humanos hasta que se aparearan; del novio y de la novia inmóviles, que deseaban desesperadamente que aquel vínculo afectivo público diluyera su vergüenza privada. Misner sabía que las palabras de Pulliam suponían una ampliación de la guerra que éste había declarado a sus actividades; es decir, tentar a los jóvenes a pasar al otro lado del muro, fuera de los límites del pueblo, conducirlos, forzarlos a transgredir, a pensar en sí mismos como guerreros civiles. Sabía también que el secreto a voces sobre un niño que no había llegado a nacer se clavaba como un colmillo en el corazón de la disputa.

Se le ocurría un lenguaje adecuado, pero como no confiaba en que fuera capaz de emplearlo sin revelar su profunda herida personal, Misner se alejó del púlpito en dirección a la pared trasera de la iglesia. Allí se estiró hasta que consiguió descolgar la cruz, tras lo cual pasó con ella junto a la vacía sillería del coro, junto al órgano, donde estaba sentada Kate, junto a la silla donde estaba Pulliam, hasta el estrado, y la sostuvo delante de él para que todos vieran, y ojalá quisiesen hacerlo, lo que sin duda era el primer signo que había hecho un ser humano: la línea vertical, la horizontal. Incluso, como niños, la dibujaban con los dedos en la nieve, la arena o el barro; la ponían en el suelo, como palos; la formaban con huesos sobre la tundra helada y las extensas sabanas; como guijarros en las orillas de los ríos; la grababan en las paredes de las cuevas y en los afloramientos, desde Nome hasta Sudáfrica. Los algonquinos y los lapones, los zulúes y los druidas, todos tenían recuerdos táctiles de esta marca original. Lo primero no fue el círculo, las líneas paralelas o el triángulo, sino esta marca, esta misma, que se encontraba debajo de cualquier otra. Esta marca, puesta en lugar de los rasgos de un rostro. Esta marca, la de una figura humana preparada para dar un abrazo. Quitadla, como ha hecho Pulliam, y el cristianismo queda reducido a una religión como cualquier otra de las que hay en el mundo: una masa que suplica alivio a una autoridad resentida; creyentes acosados que eluden el destino o esquivan el mal cotidiano; seres débiles que toman un camino condenado a través del desierto; videntes a quienes se les arrebata la luz y se ven arrojados a la oscuridad perpetua de la imposibilidad de escoger. Sin este símbolo, la vida del creyente queda reducida a alabar a Dios y encajar los golpes. La alabanza es el crédito; los golpes, el interés de una deuda que no puede pagarse. O, como Pulliam ha dicho, nadie sabe cuándo ha «sacado el título». Pero con la cruz, en la religión en la que este símbolo es primordial y fundamental, bien, la vida es otra cosa totalmente distinta.

¿Veis? La ejecución de este solitario hombre negro apoyado en esas dos líneas que se cruzan, a las que estaba sujeto en una parodia del abrazo humano, atado a dos grandes maderos tan convenientes, tan reconocibles, tan impregnados en la conciencia como tal que son al mismo tiempo vulgares y sublimes. ¿Veis? La cabeza de cabello rizado se alzó y cayó sobre el pecho, el brillo de la piel, negra como la noche, quedó atenuado por el polvo, manchado por la hiel, sucio de esputos y orines, de color peltre bajo el viento caliente y seco, y, finalmente, cuando el sol desapareció avergonzado, mientras su carne experimentaba la misma extraña disminución de la luz que por la tarde, como si hubiera llegado el anochecer, siempre repentino en esas latitudes, se lo tragó junto con los criminales que lo acompañaban, la silueta de aquel símbolo original se fundió en el cielo de una falsa noche. Ved cómo este asesinato oficial, entre cientos de otros, marcó la diferencia, cambió la relación entre Dios y el hombre, que dejó de ser la existente entre el jefe y el subordinado para convertirse en una relación de tú a tú. La cruz que sostenía era abstracta; el cuerpo ausente, real, pero ambos se combinaban para sacar a los humanos de un segundo plano y ponerlos en el primero, hacer que dejaran de murmurar al margen y pasaran a ocupar el papel principal en la historia de su vida. Esa ejecución había hecho posible el respeto —con libertad, sin miedo— a uno mismo y a los demás. Y eso era el amor: un respeto sin motivo concreto. Todo lo cual daba fe, no de un Señor malhumorado, objeto de su propio amor, sino de otro que hacía posible el amor humano. No en beneficio de Su gloria, eso nunca; Dios amaba el modo en que los humanos se amaban entre sí, amaba el modo en que los humanos se amaban a sí mismos, amaba al genio de la cruz que consiguió hacer las dos cosas y murió siendo consciente de ello.

Pero Richard Misner no podía hablar con calma de esas cosas. De manera que se quedó allí y dejó que pasaran los minutos mientras sostenía la cruz de roble con las manos, para que ella dijera lo que él no podía: Dios no sólo está interesado en vosotros; Dios es vosotros.

¿Lo verían? ¿Querrían verlo?


Para aquellos que podían verla, la cara del novio era digna de estudio. Miraba hacia arriba, en dirección a la cruz que el reverendo Misner sostenía sostenía sostenía. Sin decir nada, se limitaba a sostenerla, deteniendo el tiempo, mientras el insoportable silencio salpicado de toses y breves gruñidos lo animaba a hablar. La gente estaba nerviosa de antemano a causa de esa boda porque habían visto volar zopilotes hacia el norte del pueblo. Lo que se preguntaban era si se trataba de un presagio malo (habían dado vueltas sobre el pueblo) o bueno (ninguno se había posado en el suelo). Qué bobos, pensó. Si aquel matrimonio estaba condenado, no tendría nada que ver con las aves de rapiña.

De repente, las ventanas abiertas no le bastaban. El novio empezó a sudar dentro de su bien cortado traje negro. Se le disparó la rabia como si fuera un 32. ¿Por qué todo el mundo estaba utilizando su boda, estropeando su ceremonia para una pelea que a él no le importaba en absoluto? Quería que se terminara. Que se terminara, así sus tíos se callarían; así Jeff y Fleet dejarían de difundir mentiras sobre él; así podría ocupar su lugar entre los hombres casados y adinerados de Ruby, así podría quemar todas esas cartas de Arnette. Pero, sobre todo, así conseguiría arrancar a esa zorra de Gigi de su vida. Como el azúcar, que podía pasar de ser un placer exagerado a convertirse en el enemigo mortal del cuerpo, su ansia de ella lo había envenenado, convirtiéndolo en un diabético, en un estúpido, un inútil. Tras meses de una arriesgada dulzura, ella se había vuelto indiferente, aburrida, incluso desagradable. La había esperado entre el maíz alto; se había arrastrado con luna llena detrás de los gallineros para encontrarse con ella; había gastado el dinero que no era suyo en entretenerla; había mentido para conseguir algo mejor que una camioneta para llevarla; le había hecho una plantación de marihuana; había llevado hielo en pleno mes de agosto para enfriarle el interior de los muslos; le había comprado una radio de pilas que ella adoraba, un vestido de felpilla del que se había reído. Sobre todo, la había querido durante años, con un amor doloroso, humillante, que hacía que se odiase a sí mismo, un amor que había ido a la deriva entre el agotamiento y la clandestinidad.

Leyó la primera carta que recibió de Arnette, pero guardó las otras en una caja de zapatos en el desván de su tía; tenía prisa por destruirlas (o tal vez, incluso, leerlas) antes de que nadie descubriera los once sobres sin abrir enviados desde Langston, Oklahoma. Daba por hecho que hablaban de amor y pena, amor a pesar de la pena. O algo así. Pero ¿cómo iba a saber Arnette de esas cosas tanto como él? ¿Había pasado una noche sentada en un bosquecillo de robles para ver a alguien fugazmente? ¿Había seguido un desvencijado Cadillac hasta Demby sólo para verla? ¿La habían echado unas mujeres de alguna casa? No, claro que no, hasta que sus tíos hicieron que se sentara y le explicaron la ley y sus consecuencias.

De manera que ahí estaba, de pie delante del altar, mientras sostenía con el codo la fina muñeca de su novia y en el bolsillo llevaba la hoja doblada de una palma de Pascua que ella le había dado para que lo protegiera. Oía la pesada respiración de su futuro cuñado a su derecha; y la animosidad de Billie Delia taladrándole la nuca. Estaba seguro de que aquella rabia duraría para siempre, porque parecía que la cruz que Misner sostenía lo había dejado mudo.

La novia miraba la cruz con terror. Y había sido tan feliz. Por fin, tan, tan feliz. Liberada de la sombría tristeza que la revistió en cuanto llegó a casa procedente del colegio universitario: el ahogo implacable de la casa de sus padres; la nueva repugnancia que acompañaba el cuidado de sus rotos sobrinos y sobrinas; la necesidad de sueño que alarmaba a su madre, irritaba a su cuñada y enfurecía a su hermano y a su padre; la apatía total, sólo interrumpida para pensar y preocuparse por K. D. Aunque él nunca había contestado a sus primeras doce cartas, ella le escribió cuarenta más, aunque no las echó al correo. Una por semana durante el primer año que estuvo fuera. Creía que lo quería de manera absoluta porque él era todo lo que sabía sobre sí misma; es decir, todo lo que conocía sobre su cuerpo estaba relacionado con él. Exceptuando a Billie Delia, nadie le había dicho que hubiera otro modo de pensar sobre sí misma. Ni su madre; ni su cuñada. El año anterior, cuando estaba en el último curso del colegio universitario, había ido a su casa durante las vacaciones de Pascua y él quiso salir con ella, fue dos veces a cenar, la llevó al rancho de Nathan DuPres para ayudar en la fiesta del Día de los Niños y le sugirió que se casaran. Fue un milagro que había durado hasta aquel brillante día de abril. Todo había sido perfecto: el período le había venido y se había ido; el vestido, hecho todo él con el encaje de Soane Morgan, era divino; el anillo guardado en el chaleco de su hermano tenía grabadas las iniciales de los dos entrelazadas. El agujero de su corazón por fin se había cerrado, y ahora, en el último minuto, el predicador se mecía de manera extraña, intentaba entorpecer el matrimonio, distorsionarlo, tal vez destrozarlo. Ahí de pie, con un rostro que parecía de granito, sosteniendo una cruz, como si nadie hubiera visto una. Clavó los dedos en el brazo que sostenía el suyo, deseando que Misner siguiera adelante. ¡Dilo, dilo! «Queridos hermanos, nos hemos reunido aquí… nos hemos reunido aquí». De repente, sin hacer ruido, en el silencio amortiguado que Misner imponía, una rasgadura diminuta se abrió en el lugar exacto donde había estado el agujero. Contuvo la respiración y sintió que le crecía como si fuera una carrera en una media. Pronto la pequeña rasgadura crecería, se haría cada vez más ancha, hasta minar todas sus fuerzas, hasta que tuviera lo que necesitaba para cerrarse y permitir que el corazón siguiera latiendo. Estaba familiarizada con aquello, había pensado que casarse con K. D. la curaría para siempre, pero ahora, mientras esperaba el «Nos hemos reunido aquí…», aguardaba ansiosa el «Quieres a…», caía en la cuenta de todo. Sabía perfectamente qué era lo que le faltaba y siempre le faltaría.

Dilo, por favor, lo urgió. Por favor. Y date prisa. Date prisa. Tengo cosas que hacer.


Billie Delia se pasó el ramo de la mano izquierda a la derecha. Las diminutas espinas se le clavaban a través de los guantes blancos de algodón y los capullos de fresia estaban cerrándose, tal como sabía que sucedería. Sólo las rosas de té permanecían firmes, manteniendo su promesa. Ella había sugerido que pusieran gypsophilas para hacer resaltar los capullos amarillos, pero comprobó asombrada que ningún jardín tenía ninguna. No había gypsophilas en ninguna parte. Entonces, milenrama, dijo, pero la novia se negó a llevar en su boda una hierba que comía el ganado. De manera que ahí estaban las dos, llevando un ramo de fresias sedientas y rosas de té a las que habían quitado mal las espinas. Al margen del daño infligido a sus palmas, la espera que el reverendo Misner estaba haciendo soportar a todo el mundo no le importaba ni le sorprendía. Era sólo una insensatez más en aquella boda insensata que todo el mundo consideraba un alto el fuego. Pero la guerra no era entre los Morgan, los Fleetwood y los que se alineaban en ambos bandos. Era cierto que Jeff había tomado la costumbre de llevar una pistola; que Steward Morgan y Arnold Fleetwood se habían gritado en la calle; que la gente se acercaba a la habitación trasera de Anna Flood para pasar el rato en la barbería de Menus y gruñir y suspirar por el rumor de una atrocidad que se había cometido en el convento, en lugar de cortarse el pelo; que, basándose en ese chismorreo, el reverendo Pulliam había predicado un sermón a partir de Jeremías 1, 5: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te tenía consagrado». El reverendo Misner contrarrestó con las palabras de Pablo a los corintios: «… el mayor de los cuales es el amor». No obstante, para Billie Delia la verdadera batalla no se libraba por la vida de un niño o la reputación de una novia, sino por la desobediencia, lo que significaba, naturalmente, que los sementales luchaban por ver quién controlaba a las yeguas y sus potrillos. El veterano Pulliam tenía las Escrituras y la historia a su favor. Misner tenía las Escrituras y el futuro de su lado. En aquel momento, supuso Billie Delia, estaba haciendo que el mundo esperara hasta entender su posición.

Ante los ojos escrutadores de Misner, Billie Delia bajó la vista hacia el pesado encaje de la cabeza de la novia y la nuca del novio, y pensó de inmediato en un caballo al que había querido. Aunque era el novio quien llevaba unido a su nombre el recuerdo de un caballo de carreras legendario, a ella le había deshecho la vida. Hard Goods, el caballo ganador que K. D. montó después de que se fundara Ruby, pertenecía a Nathan DuPres. Años después de aquella carrera, pero antes de que ella supiese andar, el señor DuPres la alzó sobre el lomo desnudo de Hard Goods y ella montó en él con tal júbilo que hizo reír a todo el mundo. A partir de aquel momento, aproximadamente una vez al mes, cuando él iba al pueblo a hacer recados, desensillaba el caballo y lo llevaba junto al patio de la escuela, que limitaba con la casa de ella, sosteniéndola por la cintura con la palma de la mano. «Enseñad a montar a las niñas —decía—; necesitamos más amazonas en esta tierra. ¡Todos los que lloran por un coche, harían mejor en enseñar a montar a sus hijos más temprano! ¡A Hard Goods no se le pinchan las ruedas!». Continuó hasta que Billie Delia tenía tres años; era demasiado pequeña para llevar ropa interior y nadie pareció advertir o dio muestras de que le importase lo bien que su piel se sentía sobre el cuerpo del animal, que se movía rítmicamente. Mientras luchaba por afirmarse sobre Hard Goods con los tobillos y soportar el roce de su espinazo, los mayores sonreían, se alegraban de su alegría y llamaban al señor DuPres negro retrógrado que tenía que aprender a cambiar las marchas para llegar a tiempo a donde fuese. Hasta que un buen día, un domingo, Hard Goods apareció trotando por la calle montado por el señor DuPres. Billie Delia, que no veía desde hacía tiempo al caballo ni al jinete, corrió hacia ellos, pidiendo un paseo. El señor DuPres le prometió que se pararía después del servicio religioso. Vestida todavía con la ropa de los domingos, ella esperó en el jardín de su casa. Cuando lo vio venir, abriéndose paso entre la gente que salía de la iglesia, echó a correr hacia Central Avenue, en mitad de la cual se quitó las braguitas de los domingos y alzó los brazos para que la subieran sobre el lomo de Hard Goods.

Todo pareció desmoronarse después de aquello. Su madre le dio una azotaina incomprensible y lanzó sobre ella una carga de culpabilidad que tardó años en entender. A partir de entonces, sus compañeros empezaron a meterse con ella, con mayor dureza porque su madre era la maestra. De repente, apareció una luz oscura en los ojos de los chicos que siempre se habían sentido cómodos mirándola. De repente, las mujeres la censuraban y los hombres apartaban la vista. Y su madre la vigilaba permanentemente. Nathan DuPres no volvió a invitarla. En cuanto a Hard Goods, al que perdió para siempre, pasó a ser recordado públicamente como el caballo que había ganado la carrera montado por K. D. y, en privado, como el destinatario de la vergüenza de una niña. Sólo la señora Morgan y su hermana, Soane, la trataban con una amabilidad natural, la paraban en la calle para arreglarle el lazo de las trenzas, alababan su trabajo en sus respectivos jardines; y, en una ocasión, cuando Dovey Morgan la detuvo para quitarle de los rosados labios lo que había tomado por carmín, no lo hizo con un odioso sermón, sino con una sonrisa. Incluso se excusó al observar que el pañuelo estaba limpio. Si no hubiera sido por ellas y por el regreso de Anna Flood, su adolescencia habría sido insoportable. Ni Anna ni las Morgan le hacían sentir que ser hija única era una anomalía, tal vez porque ellas tenían pocos o ningún hijo. La mayoría de las familias alardeaba de tener nueve, once, incluso quince hijos. Y fue inevitable que ella y Arnette, que no tenía hermanas, sólo un hermano, se hicieran amigas inseparables.

Sabía que la gente pensaba que ella era la rebelde, la que, desde el principio, no sólo no había tenido escrúpulos en presionar su cuerpo desnudo sobre el lomo de un caballo, sino que lo prefería así y para darse el gusto se quitaba las bragas delante de todos en domingo. Aunque había sido Arnette quien había tenido relaciones sexuales a los catorce años (con el novio de la ceremonia), Billie Delia cargaba con la fama. Conoció rápidamente la mirada de cautela de las chicas cuyas madres les habían advertido que se mantuvieran lejos de ella. En realidad, nadie la había tocado. Hasta el momento. Puesto que estaba enamorada en vano de un par de hermanos, su virginidad, en cuya existencia nadie creía, era algo tan mudo como la cruz que el reverendo Misner sostenía en alto.

En aquel momento, Misner tenía los ojos cerrados. Movía sin parar los músculos de la mandíbula. Sostenía la cruz como si fuera un martillo e intentara que no se le cayera, no fuese a herir a alguien. Billie Delia deseó que abriera de nuevo los ojos, mirase al novio y le diera un buen golpe en la cabeza con la cruz. Pero no. Eso haría que se sintiera incómoda la novia, quien, al final, había conseguido el marido que la dama de honor despreciaba. Un marido que le había hecho proposiciones a Billie Delia antes y después de su lío con Arnette. Un marido que, mientras Arnette estaba fuera, la había olvidado por completo y había ido detrás de cualquier mujer menor de cincuenta años. Un marido que había abandonado a su futura novia tras dejarla embarazada, aun sabiendo que era la futura madre soltera (no el futuro padre) quien tendría que pedir el perdón de la iglesia. Billie Delia había oído hablar de estas cosas, pero cualquier chica de Ruby que quedara embarazada podía contar con el matrimonio, quisiera o no el chico, porque éste debía seguir viviendo con su familia y cerca de la de ella. Tenía que seguir viendo a la chica en la iglesia o en cualquier otro lugar al que fuera. Pero no había sido así con este novio. Este novio había dejado que la novia sufriera durante cuatro años, y sólo consintió en casarse cuando otra mujer lo echó a patadas de su cama. Unas patadas tan fuertes que salió corriendo en dirección al altar. Billie Delia recordaba con claridad el día en que la autora de aquellas patadas había llegado, calzada con unos zapatos diseñados a propósito para el trasero del novio. El odio que Billie Delia sintió hacia la chica de pinta extraña fue instantáneo, y habría sido eterno si un gélido día de octubre no se hubiera refugiado en el convento cuando una pelea con su madre degeneró en violencia. Aquel día, su madre le pegó como si fuera un hombre. Ella se marchó corriendo a casa de Anna Flood, quien le dijo que esperara en el piso de arriba mientras se encargaba de recoger las mercancías de un repartidor. Billie Delia lloró sola durante lo que le parecieron horas, lamiéndose el labio partido y tocándose la hinchazón bajo el ojo. Cuando vio a hurtadillas el camión de Apollo, bajó furtivamente por las escaleras traseras y, mientras él compraba un refresco, se metió en la cabina. Ninguno de los dos supo qué hacer. Él se ofreció a llevarla con su familia, pero a ella le dio vergüenza tener que explicar a los padres de Apollo por qué su rostro se encontraba en aquel estado y aguantar las miradas de sus doce hermanos y hermanas, así que le pidió que la llevara al convento. Eso fue en el otoño de 1973. Lo que vio y aprendió allí la cambió para siempre. Había accedido a ser dama de honor de Arnette como el último gesto sentimental que tendría en Ruby. Había encontrado trabajo en Demby, se había comprado un coche y, probablemente, se habría ido con él a Saint Louis si no hubiera sido por su doble amor sin esperanza.


Estuviese mascando tabaco o no, Steward no era un hombre paciente. Así que se sorprendió al encontrarse contemplando con calma la conducta de Misner. Alrededor de él los congregados habían empezado a murmurar, a lanzarse miradas, pero Steward, que se consideraba más lúcido que los demás, no hizo nada, a pesar de que no contaba con el tabaco para calmarse. Cuando era pequeño había oído hablar a su padre, Big Daddy, de un viaje de cien kilómetros que había hecho para llevar provisiones a Haven. Corría el año 1920. La prohibición se había extendido al resto del país. La pulmonía atenazaba a Haven, y Big Daddy era uno de los pocos que podían ir. Fue solo. A caballo. Encontró lo que quería en el condado de Logan. Con las medicinas sujetas debajo del abrigo y las otras mercancías atadas al caballo, se perdió y, después de ponerse el sol, descubrió que no sabía hacia dónde ir. Olía, pero no podía ver, una fogata que parecía estar bastante cerca, hacia la izquierda. De repente, hacia su derecha, oyó gritos, música y disparos. Sin embargo, no divisó luces en esa dirección. Atascado en la oscuridad, con desconocidos invisibles a un costado y a otro, tenía que decidir si debía ir hacia el olor a humo y carne o hacia la música y las pistolas. O hacia ninguno de los dos lados. La hoguera podía estar calentando a bandidos; la música podía estar entreteniendo a linchadores. Finalmente fue su caballo el que decidió. Atraído por el olor a otros como él, trotó hacia la hoguera. Allí Big Daddy encontró a tres indios sac y fox sentados junto a un fuego escondido en un hoyo. Desmontó, se acercó con cuidado, con el sombrero en la mano, y dijo: «Buenas noches». Los hombres le dieron la bienvenida y, al enterarse de cuál era su destino, le advirtieron que no entrara en la población. Allí las mujeres pelean a puñetazos, le dijeron, los niños son unos borrachos; los hombres no discuten, sólo hablan con armas de fuego; las leyes contra el alcohol no se aplican. Habían ido a rescatar a un miembro de su familia, que había estado bebiendo allí durante doce días. Todavía había uno de ellos en la población, buscándolo. Big Daddy preguntó cómo se llamaba el pueblo. Pura Sangre, contestaron. En el límite norte había una señal que rezaba: «Negros no». En el extremo sur, había una cruz. Big Daddy pasó varias horas con ellos y, antes de que amaneciese, les dio las gracias y se marchó. Retrocedió hasta encontrar el camino a casa.

Cuando Steward oyó la historia por primera vez, no pudo cerrar la boca al pensar en el momento en que su padre estaba solo en la oscuridad, con armas a la derecha, desconocidos a la izquierda. Pero los mayores se echaron a reír y pensaron en otra cosa. «Negros no en un extremo, una cruz en el otro y el diablo suelto en el centro». Steward no lo entendía. ¿Cómo podía estar el diablo cerca de una cruz? ¿Cuál era la relación entre ambas señales? Sin embargo, desde entonces había visto cruces entre las tetas de las putas; cruces militares a lo largo de kilómetros; cruces en llamas en los patios de los negros, cruces tatuadas en los antebrazos de asesinos expertos. Había visto una cruz colgando del retrovisor de un coche lleno de blancos que habían ido a insultar a las chicas de Ruby. No importaba lo que el reverendo Misner pensara: se equivocaba. Una cruz no valía más que quien la llevaba. Ahora Steward jugueteaba con su bigote, consciente de que su gemelo movía los pies, inquieto, preparándose para agarrarse al banco que tenía delante de él y poner fin a la conducta de Misner.


Soane, que estaba sentada junto a Deek, escuchando su pesada respiración, entendió la gravedad del error que había cometido. Estaba a punto de tocar a su marido en el brazo para aconsejarle que no se levantara, cuando Misner por fin bajó la cruz y pronunció las primeras palabras de la ceremonia. Deek se echó hacia atrás en el asiento y se sonó, pero el daño estaba hecho. Se encontraban en el mismo punto que cuando Jefferson Fleetwood había amenazado con un arma a K. D.; cuando Menus había tenido que intervenir en una riña a empujones entre Steward y Arnold. Y cuando Mable no había enviado ningún pastel a la venta de comida organizada por todas las iglesias. El momento de paz y buena voluntad que se había conseguido con el anuncio de la boda se había hecho añicos. La recepción en su casa sería un compendio del problema y, lo que era peor, sin que los demás lo supieran había cometido el error de invitar a Connie y a las chicas del convento a la fiesta de la boda. Había interpretado mal la señal de advertencia y estaba a punto de acoger uno de los mayores desastres que Ruby había visto nunca. Sus dos hijos estaban apoyados sobre la Kelvinator, partiendo cacahuetes.

—¿Qué hay en ese fregadero? —le preguntó Easter.

Ella miró y vio un montón de plumas de colores brillantes, pero pequeñas como si fueran de pollo. Permaneció pensativa: no había matado ni desplumado ninguna ave de corral y, además, nunca habría dejado allí las plumas.

—No lo sé —contestó.
—Deberías recogerlas, mamá —le dijo Scout—. Ése no es su sitio, ya lo sabes.

Los dos rieron y siguieron partiendo cacahuetes. Soane despertó preguntándose qué clase de pájaro tenía esos colores. Cuando volaron por encima de la población multitud de parejas de zopilotes, pensó que aquél era el significado del sueño: la boda no arreglaría nada. Ahora creía que sus hijos habían intentado decirle algo más: había estado concentrándose en los colores, cuando lo importante era el fregadero. «Ése no es su sitio, ya lo sabes». Las plumas extrañas que había invitado no pertenecían a su casa.

Cuando por fin Kate Golightly tocó las teclas del órgano y la pareja se volvió hacia la congregación, Soane se echó a llorar; en parte, por las sonrisas tristes y radiantes de los novios, y en parte también por temor a la maldad que ahora andaba suelta y se encaminaba hacia su casa.

(Continuará...)

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