A libro abierto (V)

John Huston






Capítulo 6

Mi padre estaba en la Costa Oeste haciendo una película llamada Código criminal. Nos recibió a Dorothy y a mí en la pequeña estación de ferrocarril de Santa Fe en el centro de Los Ángeles, nos llevó a un Buick nuevo y me entregó las llaves con un bienvenido a Hollywood.

Sam Goldwyn también me dio la bienvenida cuando me presenté en el estudio. Fue la única vez que vi a Goldwyn durante toda mi permanencia allí. Yo había entrado por recomendación de Herman, y la luna de miel entre Herman y Goldwyn no tardó mucho en agriarse.

Goldwyn no acababa de aceptar ningún proyecto para que Herman empezara. Cada mañana Herman se dejaba caer por mi despacho o yo iba al suyo y discutíamos sobre libros que podrían convertirse en buenas películas: The Moonstone, Lavengro, The Riddle of the Sands, La montaña mágica. Nos entusiasmábamos con algo, y Herman subía al despacho de Goldwyn sólo para volver después de hora y media con el rabo entre las piernas.

Era como si Goldwyn, después de haber concedido a Herman la suficiente autoridad, estuviera celoso de sus prerrogativas. Herman tenía la sensación de que a Goldwyn no sólo no le gustaban nuestras ideas, sino que no le gustaba el propio Herman. Hubo un rechazo tras otro, hasta que finalmente Herman tiró la toalla y decidió volver a Nueva York y al teatro. Presentó su renuncia y la mía al mismo tiempo. Goldwyn no puso objeciones.

A mi padre le ofrecieron una película en la Universal, La casa de la discordia. Me hizo leer el guión. Tuve la sospecha de que esta película estaba inspirada en Deseo bajo los olmos. Habían transformado al personaje del viejo de O´Neill en un pescador en lugar de un granjero. Trae a casa una esposa por correspondencia —una joven— que se enamora del hijo. Este argumento —en otras manos que no fueran las de O’Neill— se convertía en un melodrama malo. Vi que el guión podía ser mejorado recortando los diálogos hasta dejarlos en el mínimo, haciendo a los personajes poco elocuentes. Una simple palabra podía reemplazar a un discurso y un gesto podía servir en vez de una palabra. Esto le daría una cierta sobriedad a la película y un estilo característico. Mi padre me hizo escribir un par de escenas para enseñarlas como ejemplo al director, William Wyler, y al productor asociado, Paul Kohner. Los dos estuvieron de acuerdo con todo lo que yo sugería y me dijeron que fuese a ver a Junior Laemmle, quien estaba dirigiendo la Universal por entonces. Junior me contrató para hacer un nuevo guión.

El padre de Junior, Carl Laemmle —el fundador del estudio—, había emigrado a los Estados Unidos desde Alemania. Antes de retirarse, tenía la costumbre, en los frecuentes viajes a su país de origen, de contratar a jóvenes que fuesen ambiciosos y prometedores. Les daba un billete para los Estados Unidos y un trabajo. El resto dependía de ellos. Willy Wyler, un sobrino lejano del «Tío Carl», era uno de estos reclutados; Paul Kohner era otro. Paul había trabajado como ayudante personal del «Tío Carl», y cuando el viejo le pasó las riendas a Junior, Paul se convirtió en productor. En cuanto a Willy, hasta ahora sólo había dirigido películas del oeste de dos y cinco rollos; ésta iba a ser una de sus primeras películas largas. Wyler, Kohner y yo nos hicimos amigos y todavía lo somos después de cincuenta años.

Mi guión de La casa de la discordia salió bien, y Junior Laemmle me contrató para la Universal. Me dieron otro encargo, Law and Order, sacado del libro de W. R. Burnett Saint Johnson. En ella trabajaba también mi padre. Mi siguiente trabajo fue Los crímenes de la calle Morgue. Intenté reflejar el estilo de la prosa de Poe en los diálogos, pero al director le parecieron muy pomposos, así que él y su ayudante reescribieron las escenas en el plató. Como resultado, la película fue una mezcla extraña de prosa literaria decimonónica y de expresiones modernas.

Willy y yo íbamos a menudo a Ensenada los fines de semana. Dorothy normalmente venía conmigo, y Willy algunas veces traía una chica. Estábamos en un lujoso hotel que no sólo tenía buena comida y habitaciones con patios privados, sino que tenía casino. Siempre terminábamos sin blanca, pero lo pasábamos bien durante un par de días hasta que el dinero se terminaba.

Yo acostumbraba a entrenarme en el gimnasio del estudio. El encargado era un ex profesional y boxeábamos de vez en cuando. Willy venía a menudo a observarnos. Un día me preguntó qué había que hacer si uno se veía envuelto en una pelea callejera.

—Dar el primer golpe, Willy. Simplemente observa detenidamente a tu hombre. Tendrá una mirada característica en sus ojos cuando vaya a lanzarse. Pégale un directo de izquierda a la nariz, y, nueve de cada diez veces, la pelea habrá terminado ahí.

Creo que Willy no había golpeado a nadie hasta ese momento, pero más o menos una semana después tuvo una discusión con el vigilante de un aparcamiento. Willy vio «esa mirada característica» en los ojos del hombre e inmediatamente le arreó. Esto ocurrió dos o tres veces más; Willy vigilaba si aparecía «esa mirada característica» y, cuando la veía, asestaba el primer golpe. A partir de entonces me lo pensé dos veces antes de darle a Willy el privilegio de mis consejos.

Yo había leído el libro de Oliver La Farge sobre los navajos que llevaba por título Laughing boy. Me impresionó, y se lo pasé a Willy. A Willy le gustó y consiguió que Junior Laemmle comprara los derechos. Luego Willy y yo hicimos un viaje de reconocimiento a la reserva de los navajos. Fuimos en coche hasta Flagstaff, Arizona, y tomamos un camino de tierra a través de la reserva, dirigiéndonos a la parte norte y al almacén de Wetherill.

Fue un viaje a otro mundo. Recuerdo una reunión mantenida en el patio delantero de la casa de Wetherill entre un agente del Gobierno, que no hablaba el idioma navajo, y varios representantes del pueblo navajo. El agente estaba allí para informar a los indios de que a partir de ahora recibirían menos ayuda del Gobierno de la que venían disfrutando. El señor Wetherill traducía mientras Willy y yo observábamos desde la ventana de la sala. Delante había un césped rodeado por una valla —el único césped de la reserva— y un mástil de bandera, alrededor del cual todos estaban congregados en un gran círculo y se pasaban de mano en mano una pipa india. Cuando el agente expuso su parte, Wetherill se lo tradujo a los indios, y al terminar la reunión, los indios se levantaron, les estrecharon las manos y se fueron. Al volver a la casa, el hombre del Gobierno iba meneando la cabeza y el señor Wetherill tenía una sonrisa burlona en la cara. Parece ser que la última cosa que habían dicho los indios —ahora que habían comprendido lo que significaba la gran depresión— era que si los americanos eran tan pobres, entonces le dejarían que viniesen al territorio navajo. Los navajos se ocuparían de ellos.

Una vez nos sentamos todo el día en una choza a observar cómo se hacía una pintura de arena. El talento artístico, la precisión y la destreza del curandero eran extraordinarios. Tenía dos ayudantes, y ellos le preparaban los colores naturales, polvos de diferentes tierras de la reserva. El brujo cogía un puñado de tierra y, cerrando el puño ligeramente, la dejaba caer por un lado de la mano sobre el suelo de arcilla de la choza. Las líneas eran rectas y uniformes. Los ayudantes iban poniendo el relleno detrás de él. El brujo llevaba un cigarrillo en la boca mientras trabajaba. De vez en cuando nos dirigía una sonrisa.

La pintura de arena era para una joven. La trajeron antes del ocaso, y el curandero le indicó que fuera a sentarse al lado de la pintura. Le quitaron el paño de terciopelo que la cubría. Tenía once o doce años y sus pequeños pechos empezaban a abultarse, si bien las costillas se perfilaban marcadamente. El curandero y sus ayudantes empezaron a cantar. Luego, usando dos dedos, el brujo pintarrajeó su torso con tierras de varios colores. Podía verse que ella estaba muriéndose de tuberculosis, contra la que los indios tienen pocas o ningunas defensas, pero sus grandes ojos estaban brillantes y sonreía feliz oyendo el «canto». Cuando el sol se ocultó, la pintura de arena fue destruida.

A la vuelta de este viaje escribí un guión, pero nunca se hizo una película con él. No pudimos encontrar un «muchacho sonriente». Yo propuse hacer la película con indios de verdad —indios mexicanos o americanos—, pero incluso Willy pensaba que era una idea demasiado disparatada. La película fue pospuesta por una razón u otra hasta que finalmente el estudio vendió el guión a la Metro, que hizo en 1934 con él una película desastrosa y vulgar, protagonizada por Ramón Novarro y Lupe Vélez. Habría que volver a hacerla.

Durante la Depresión había un ejército de parados en las carreteras y una gran cantidad de niños: más de quinientos mil chicos cuyos padres fueron víctimas de la Depresión. Muchos de ellos viajaban en los trenes de mercancías. Las compañías de ferrocarril lo permitían, pero en muchos pueblos y ciudades no los dejaban bajarse de los trenes. Hubo algunos incidentes horribles; en Texas varios de estos chicos murieron en un vagón de mercancías. Willy y yo hicimos un viaje por California hablando con los muchachos, los guardagujas y los vagabundos. Luego escribimos un guión.

La última escena de nuestro guión era sobre dos chicos que intentaban robar en una casa de empeño. Uno de ellos había sido herido de gravedad —estaba moribundo — y el otro, acorralado, mantenía a raya una multitud amenazante con una pistola en la mano. Resistiendo junto a su amigo moribundo, le gritaba a la multitud: «¡Vosotros le habéis matado!». Entonces la cámara iba desplazándose hasta que la pistola que tenía el muchacho apuntaba al público, mientras acusaba: «¡Vosotros le habéis matado!».

La película no llegó a realizarse nunca, por la mejor de las razones: el día que terminamos de escribir el guión, Franklin Delano Roosevelt tomaba posesión. Antes de que la película pudiera entrar en fase de producción, los chicos dejaron las carreteras para trabajar en los campos CCC en el programa de repoblación forestal. Esto dice algo en favor de la administración Roosevelt. El cambio en la actitud de la gente fue mágico. De la noche a la mañana, parecía que había un nuevo espíritu en el aire, un sentimiento de gran confianza que persistió durante las dos primeras administraciones Roosevelt, hasta comenzada la segunda guerra mundial.

En aquellos días toda la gente importante de la industria del cine tenía un yate, no sólo los actores y los directores, sino los jefes de departamentos, los escritores y los productores. Dorothy y yo recibíamos invitaciones continuamente, y pronto la mayoría de nuestros fines de semana los dedicábamos a navegar arriba y abajo entre el continente y la isla Catalina. Navegar era la moda. Los hombres que eran conservadores y pacíficos detrás de sus mesas de despacho durante la semana, se ponían sus gorras marineras y sus chaquetas de botones dorados y se convertían en el capitán Bligh de su propio navío cada fin de semana. Cuando estabas en un yate soltando amarras, te daban órdenes que podían oírse a varios centenares de metros. Por supuesto, todos los términos eran náuticos. Y, como si fueras un miembro de la tripulación, podían pedirte que hicieras algo que resultaba incomprensible para todo aquel que, como yo, no hubiera leído el libro.

Esto podía superarse. Uno podía aprender la terminología. Pero había otras dificultades, tales como que la mujer del capitán se emborrachara y se metiera en la cama del actor joven y guapo que iba como invitado a bordo. En un par de ocasiones pareció que iba a ocurrir un asesinato, así que abandoné la navegación.

Dorothy y yo vivíamos en un edificio que tenía piscina. El alquiler era casi el doble de lo que podía permitirme. Teníamos una criada negra, y hacíamos muchas reuniones y fiestas. Dorothy tomaba lecciones de tenis, iba al más famoso peluquero de Hollywood y almorzaba con otras esposas de cineastas. Teníamos una cuenta corriente conjunta, que con frecuencia se quedaba al descubierto porque nos olvidábamos de meter dinero en ella. Siempre que volvía a casa, Dorothy preparaba los martinis. La forma de preparar los martinis era importante. La anfitriona que los servía con cebollitas estaba un punto por encima de las que los servían con aceitunas. Los dos bebíamos demasiado. Una noche yo había bebido más de la cuenta, y cuando iba camino del Clover Club, un casino en Sunset Strip, choqué contra un coche aparcado. Fui arrestado y pasé la noche en una celda. Esta era una experiencia corriente entre la gente con la que me movía. La razón era que estábamos viviendo según el modelo de vida en Hollywood. Ahora me sorprendo de que haya podido resistirlo más de una o dos semanas.

Por esa época, Dorothy había renunciado a la idea de llegar a ser escritora. Se había convertido en una esposa, como todas las demás esposas. Nuestro matrimonio se había vuelto convencional…, incluso en el aspecto del mal comportamiento convencional por parte del animal macho. Empecé a tener líos amorosos. Había tantas chicas preciosas… Era algo completamente intrascendente, nunca serio…, hasta que Dorothy entró en una habitación en el momento inoportuno.

Creo que Dorothy intentó no creer lo que veían sus ojos. Después parecía estar aturdida y confusa. La posibilidad de la infidelidad no se le había pasado nunca por la cabeza, y aquí, de golpe frente a ella, había algo para lo que no estaba preparada en absoluto. Había sido un mundo perfecto para ella. Ahora de improviso se encontró desamparada. Nunca hubo una acusación ni una pelea; Dorothy simplemente se dedicó a intentar mantener su mundo tomando más copas que antes… hasta que finalmente se convirtió en una alcohólica.

Conseguí otra vez una casa en la playa y me fui a vivir allí con Dorothy en completo aislamiento. Ahora teníamos que evitar probar el alcohol los dos. Dorothy se resistía a admitir que la bebida era un problema grave para ella, pero estuvo de acuerdo con la medida. Entonces ocurrió algo extraño y desconcertante. Dorothy tenía la costumbre de empezar a beber a media tarde, alrededor de las cinco, y continuaba bebiendo desde esa hora hasta que a medianoche se desplomaba. Ahora, todos los días a eso de las cinco sus ojos parecían como nublados y sus ademanes eran vagos. Incluso su forma de hablar se hacía confusa. Pensé que me encontraba frente a algún tipo de fenómeno sicológico, hasta que descubrí que había escondido botellitas de licor por toda la casa. Una vez que empecé a buscar, las encontré por todas partes, encima de los armarios, incluso metidas en sus zapatos. Dorothy, que había sido el espíritu de la verdad, se había convertido en una mentirosa.

No se podía hacer nada. Dorothy no quería discutir sobre su problema cuando estaba sobria. Quizá ella se había rendido. En cualquier caso, se había producido un cambio de espíritu completo en esta mujer a quien yo había conocido cuando era cálida, generosa, cariñosa y llena de alegría de vivir. Ahora era retraída, y en sus ojos vi a veces destellos de resentimiento, quizá de odio. Me había convertido en su carcelero. Si tenía que irme durante cualquier período de tiempo, cuando volvía a casa la encontraba borracha. No importa cuán estrechamente la vigilara, ella siempre encontraba la forma. Descubrí que un hombre de la lavandería le traía botellas a escondidas.

Luché durante algunos meses; luego llegó un día en el que, a pesar de todos mis sentimientos de culpabilidad y responsabilidad, decidí cortar y abandonar.

La conmoción del momento la produjo la marcha de Darryl F. Zanuck de la Warner Brothers, en la que él había ascendido meteóricamente desde dialoguista de las películas de Rin–Tin–Tin a director ejecutivo del estudio. Había ideado un nuevo tipo de películas, historias sacadas de los titulares de los periódicos; historias de la «gran ciudad», protagonizadas por actores como James Cagney y Edward G. Robinson. Requerían una nueva técnica: escenas cortas y rápidas. Después de hacer unas pocas películas de este tipo para la MGM, creó una nueva compañía, la Twentieth Century Pictures, que luego se convirtió en la 20th Century–Fox.

Mi contrato con la Universal había caducado por estas fechas y Zanuck había oído, a través de contactos en el negocio, que yo estaba libre. Me llamó para que me presentara ante él y me dieron dos volúmenes de una biografía de P. T. Barnum para que los leyera, con la idea de convertirlos en un guión.

Zanuck era un hombre pequeño con los dientes muy sobresalientes. Hablaba con una voz varios decibelios demasiado alta para el tamaño de la habitación y para la proximidad de sus oyentes. Paseaba mientras hablaba, flexionando un mazo de polo con el palo acortado: un ejercicio para fortalecer la muñeca y el antebrazo. Nunca vi a Darryl jugar al polo, pero me dijeron que tenía poca habilidad y mucho coraje. Por esta época yo no podía imaginarme que años más tarde llegaría a conocerlo muy bien y a tenerle mucho aprecio.

Leí todo el material disponible sobre Barnum y vi en su desenfrenada energía, su ilimitada vulgaridad y su inusitada seguridad que era el hombre más astuto que existía, un ejemplo del sueño de conquista americano del siglo diecinueve y del Destino Manifiesto.

Para entonces Dorothy se había embarcado con rumbo a Inglaterra acompañando a Greta Nissen, una actriz escandinava amiga suya, que iba a hacer una película allí. Antes de partir, presentó una demanda de divorcio, sin reclamarme nada, ni siquiera pensión…, nada.

La reacción de Zanuck frente a mi guión fue decepcionante. No le gustó mi planteamiento y quiso hacer cambios que desbarataban mi idea original. Le dije que sería mejor escribir de nuevo el guión completo. Estuvo de acuerdo, me quitó del proyecto y le dio el encargo a dos renombrados escritores. Aproximadamente un año más tarde vi la película. Wallace Beery interpretaba a P. T. Barnum con las muecas apropiadas, pero creo que el guión, la historia de un triunfo débilmente construida, no tenía ni color en comparación con el que yo había escrito. Me pregunto si el mío sería tan bueno como yo pensaba en aquel entonces. Ojalá hubiera una copia por algún sitio; aparentemente no existe.

Una tarde, no mucho después de la partida de Dorothy, me dirigía en coche a casa de mi padre en Hollywood y recogí a un autostopista en una señal de stop. Unas pocas manzanas más adelante, cuando iba circulando por el carril exterior de una avenida con mucho tráfico, una figura apareció de repente justo delante de mi coche. A pesar de que yo iba sólo a una velocidad de unos cuarenta kilómetros por hora, no pude evitarle. La golpeé y vi cómo rodaba. Paré, volví corriendo y vi que era una chica con pantalones vaqueros. Estaba inconsciente. Otros coches pararon y la gente se arremolinó. Recogí a la chica, la llevé a mi coche y me dirigí a la entrada de urgencias de un hospital cercano.

Fui interrogado por un detective, y al autostopista le preguntaron por otro lado. Nuestras historias concordaron, por supuesto. Aparentemente la chica se había puesto delante de otro coche en el carril interior. Éste le pasó rozando, y entonces, al apartarse, se encontró frente al mío. Sólo la vi una fracción de segundo antes de golpearla. Esta información no me ayudó mucho cuando supe por el médico de guardia que la chica había muerto sin recuperar el conocimiento.

El hecho de que yo hubiera tenido un accidente antes y que se publicara en los periódicos que había pasado una noche en la cárcel se convirtió en telón de fondo para este accidente. Esta vez yo no había bebido nada; las personas que iban en el coche detrás del mío testificaron que yo conducía a una velocidad moderada, y el autostopista pudo confirmar que había sido un accidente inevitable. Pero a causa de la publicidad adversa tuve que presentarme a juicio. De nuevo relaté lo que había sucedido y una vez más coincidieron todos los testigos. No fui condenado, pero la experiencia me hizo tomar conciencia de mi miserable existencia. Me sentía como un boxeador al que han machacado. Recibes un golpe y estás un poco aturdido y no puedes levantar los brazos lo suficiente para cubrirte. Recibes otro, y otro de una dirección distinta, y cada vez te vas hundiendo más en la oscuridad. Fue la culminación de una serie de desgracias y de contrariedades. Ahora lo que más deseaba era escapar.

En este punto, perfectamente en consonancia con mi estado de ánimo, recibí una oferta como guionista de la Gaumont–British en Londres. La Gaumont–British pertenecía a los hermanos Ostrer, y Mark Ostrer era un amigo de mi padre. Dorothy vio a Mark Ostrer en Londres y le dijo que estaba segura de que me encantaría alejarme de Hollywood durante algún tiempo. Aunque no me lo dijo con estas palabras, mi padre estaba en contra de que me fuera. Creo que tenía miedo de que, si yo iba a Londres, Dorothy y yo volveríamos a unirnos y esto sólo traería más sufrimientos para los dos. Ahora estábamos divorciados, la sentencia definitiva se había hecho pública justamente antes del accidente. Pero yo ya había tomado una decisión.

Dorothy me esperaba en el muelle. No tenía buen aspecto, y sus manos estaban temblorosas. Me llevó en coche al hotel. Pronto descubrí que si había habido algún cambio era a peor. Hablé con su amiga Greta, quien había esperado que el cambio de aires resultaría beneficioso para Dorothy. Me dijo que se había dado por vencida.

Mi padre tenía razón. Yo no debía haber ido a Inglaterra. Debería haberme alejado de Hollywood, pero no haber ido a Inglaterra. No por las razones que mi padre se temía, sino porque el ambiente en la Gaumont–British cuando me presenté a trabajar era cualquier cosa menos cordial. Mi presencia era una imposición del accionista mayoritario, quien no tenía un cargo ejecutivo en las actividades del estudio, el cual era dirigido por los hermanos Balcon, con Michael Balcon como jefe del estudio. Los hermanos Balcon casi me muerden. Otra vez tuve la sensación de que las cartas estaban marcadas. Sólo hubo un hombre que me trató con alguna cordialidad: Angus MacPhail, un escocés pelirrojo que era el jefe del departamento de guiones. La mayor parte del resentimiento contra mí provenía del hecho de que mi sueldo era de 300 dólares por semana, una cantidad enorme en comparación con los niveles de sueldo en Inglaterra. Los escritores ingleses no estaban ganando más de 75 ó 100 dólares, llegando a un máximo de 150 dólares en el caso de algún escritor estrella. Así que allí estaba yo, y tenía que poner toda la carne en el asador.

Tuve varias ideas para guiones. Una fue sobre la fundación de la Universidad de Oxford, otra fue una biografía dramatizada de Richard Brinsley Sheridan, autor de The School for Scandal. Y además otra que nació de una experiencia durante mis primeros días en Inglaterra cuando compré un coche MG y lo cogí para dar una vuelta por el campo. Al pasar por St. Ives, me detuve en una tienda de antigüedades y compré una figurita de madera que me interesó. Era de origen oriental pero no pertenecía a ninguna de las culturas que yo conocía; no era ni india, ni china, ni japonesa. Decidí que podía ser birmana.

De vuelta a la ciudad, me detuve en el apartamento de Dorothy, que tenía una reunión de amigos. Uno de los presentes tenía boletos para la lotería irlandesa, y se sugirió que lo firmáramos con un seudónimo. «Birmano», me pareció un buen seudónimo, así que hice algunos boletos conjuntamente y otros yo solo y los firmé «Birmano».

«Birmano» me dio una idea para una historia. Tres desconocidos adquieren un boleto de lotería y lo firman usando el nombre de una diosa. El boleto resulta premiado, pero, entretanto, se ha convertido en una pista que relaciona a uno de los del trío con un asesinato. Después de esto, la diosa interviene para que cada uno reciba lo que se merece. Le conté a Angus MacPhail este esquema y le gustó mucho. Había allí un director que tenía interés en este tipo de argumentos, así que Angus me hizo que le contara la historia de Three Strangers. Al director —cuyo nombre era Alfred Hitchcock— también le gustó, pero aparentemente a los hermanos Balcon no, y esto fue lo último que oí sobre este asunto.

Luego, el estudio me puso a trabajar en la historia del music hall inglés, un proyecto sin futuro a pesar de la cantidad de tiempo de investigación y elaboración que le dediqué. Bryan Wallace, hijo del escritor de historias de misterio Edgar Wallace, fue asignado para trabajar conmigo, y al final él mismo escribió una adaptación del tema. Tenía buena disposición hacia mí —a pesar del hecho de que yo estaba cobrando cuatro veces más que él— y me hizo el ofrecimiento de que lo firmáramos los dos. No quise ni hablar de ello. No lo hice por nobleza, sino porque yo pensaba que la adaptación era deplorable.

Me pasé por casa de Dorothy dos o tres días después de una pelea, pero ella no me abrió la puerta. Pensé que se había ido al campo, pero me pareció extraño que no me lo hubiera dicho. Un par de días después volví de nuevo y tampoco hubo respuesta a mi llamada, pero oí a su perro llorando. Inmediatamente llamé al conserje y abrimos la puerta. Por supuesto, su perro —un terrier irlandés— estaba dentro, furioso y medio muerto de hambre; Dorothy estaba tendida en la cama durmiendo la borrachera. Había estado fumando un cigarrillo, el cual había caído sobre su pecho y se había consumido entero y aún quedaban cenizas sobre la quemadura. Ella no se había movido. Conseguí de Bryan Wallace el nombre de un médico y llevamos a Dorothy a un hospital. El médico recomendó un tratamiento para el alcoholismo a base de estricnina. Dijo que había un riesgo en el tratamiento pero poco importante. Yo había oído hablar antes de este tratamiento a otros médicos que habían visto a Dorothy, así que le dije:

—Está bien, adelante.

La visité esa noche en el hospital y parecía encontrarse bien, pero cuando entré en su habitación al día siguiente por la mañana temprano me dijo:

—John, me estoy muriendo.

Me di cuenta de que era verdad. Ella temblaba convulsivamente. Su cutis tenía un color verdoso y los labios y la zona de alrededor de la boca estaban mortalmente blancos. Lo que me temía del tratamiento había sucedido. No pude encontrar al médico de Dorothy y, con esa insistencia inglesa en el protocolo que a veces es irritante, la dirección del hospital no quería llamar a otro: su médico había sido avisado, y si yo tenía un poco de paciencia, él estaría aquí en seguida. Volví a la puerta de su habitación y empecé a darle puntapiés. Amenacé con liarme a patadas con todas las puertas del hospital si no se hacía algo por ella en seguida. Apareció otro médico, empezó el tratamiento inmediatamente, y finalmente llegó su propio médico. La salvaron, pero por los pelos.

Yo había alquilado una pequeña casa en Chelsea, en Glebe Place, y cuando Dorothy salió del hospital la llevé a casa conmigo. Había una habitación en el piso superior con una galería que daba al salón, y la instalé allí. Empezamos otra vez el plan de abstención de bebidas, pero en seguida volvieron a aparecer los comportamientos característicos. Recuerdo que al volver una tarde, Dorothy apareció en la galería. Me hizo unas señas vagas, y yo me acerqué y me puse bajo la galería mirando hacia ella. Me arrojó un tintero de cristal.

Una mañana, poco después de este incidente, llamaron a la puerta. Era el cartero, con una carta certificada del estudio diciéndome que yo había incumplido mi contrato. Supongo que así era, pero no me preocupaba la cuestión de quién o qué era responsable. Sólo recuerdo que estaba sentado en el sofá leyendo la carta y que, lentamente pero con certeza, tomaba conciencia de que estaba metido en un aprieto. En el piso de arriba estaba Dorothy, perdido el juicio; yo no podía conseguir otro trabajo en Inglaterra porque mi permiso de trabajo sólo me autorizaba a hacerlo con la Gaumont–British; tampoco quería recurrir a mi padre porque él se había opuesto a que viniera a Inglaterra desde el principio. Empecé a sudar.

Entonces llamaron a la puerta por segunda vez. Era un telegrama. Lo abrí y decía: ENHORABUENA. HA GANADO USTED UN PREMIO DE CONSOLACIÓN DE 100 LIBRAS EN LA LOTERÍA IRLANDESA. Uno de mis boletos «Birmano» había sido premiado. Las libras inglesas valían entonces considerablemente más de lo que valen ahora; el dinero era suficiente para comprarle a Dorothy un pasaje a California para que se reuniera con sus padres. Esto fue lo que hice. Había un barco que zarpaba ese mismo día hacia California atravesando el canal de Panamá sin hacer escalas. Así que vestí a Dorothy, la llevé en coche al muelle y la metí en el barco.

Desde entonces todo fue de mal en peor para mí. Dejé la casa. Dorothy se había quedado dormida un día en el sofá mientras yo estaba fuera; tenía encendido un cigarrillo, e hizo un gran agujero en el sofá. Cuando el agente de alquileres vino a hacer inventario del piso antes de que yo me marchara, senté a un amigo sobre el agujero y dirigí la atención del hombre a otros sitios. (Años más tarde, mientras yo estaba en Irlanda, recibí una carta de la propietaria de la casa, preguntándome si yo era el John Huston que había hecho un agujero en su sofá. Le respondí inmediatamente: Sí, soy yo y lo siento muchísimo. Le expliqué las circunstancias y le pedí que me mandara una factura; yo le enviaría un cheque. Me contestó que no quería dinero de mí, sólo quería saber si yo había cambiado desde entonces. Ella tenía fe en la humanidad y creía que la gente puede cambiar. Siguió un largo intercambio de cartas en las que yo insistía en hacer la indemnización y ella la rechazaba firmemente. El asunto se resolvió finalmente con una donación por mi parte al World Wildlife Fund.)

Después de dejar la casa, llamé a la agencia donde había comprado el coche y les dije que vinieran a recogerlo. No podía seguir haciendo los pagos. Luego salí y alquilé una habitación amueblada.

Entretanto, Eddie Cahn, quien había dirigido Law and Order para la Universal, había llegado a Londres, y nos encontramos. Eddie había venido con un contrato para hacer una película para una compañía productora, pero, cuando llegó, la compañía había quebrado. Su contrato de trabajo estaba también limitado a este cometido, así que, al igual que yo, estaba encallado y prácticamente sin dinero. Cogió una habitación en el mismo edificio en el que yo estaba viviendo, y las cosas empeoraron rápidamente. El propietario del establecimiento, un personaje que siempre iba vestido con un albornoz marrón, descubrió que Dorothy me había dejado con un montón de facturas sin pagar, y puso en marcha un pequeño plan para chantajearme con ellas, reteniendo mi pasaporte como una especie de rescate. Al final Eddie y yo no tuvimos más alternativa que escaparnos, dejando todo detrás. El consulado americano me facilitó posteriormente un nuevo pasaporte.

Eddie y yo pasamos esa noche a la intemperie, y la siguiente y la siguiente, en Hyde Park o en el Embankment. Unos amigos —Gordon Wellesley, que era «director de escena» en un pequeño estudio de Londres, y su esposa Kay, que había trabajado en la Universal— nos invitaban en ocasiones a comer, pero el resto de las veces nos conformábamos con unas migajas. A través de terceros me enteré de que un médico quería verme; él tenía un mensaje de mi padre. Fui a su consulta, y me dijo que mi padre quería que me hiciera un chequeo para ver mi estado de salud. Mi padre estaba preocupado por mí. Le dije:

—De acuerdo, adelante.

El doctor me encontró en perfectas condiciones, y escribió a mi padre para decírselo. Más tarde mi padre me enseñó la carta. Yo estaba en excelentes condiciones físicas, decía, pero iba vestido de una forma «excéntrica». La conclusión era que yo podía no estar tan bien de la cabeza. De hecho yo llevaba puesta toda la ropa que me quedaba: un jersey, pantalones y zapatillas de tenis.

Podía haber llamado a mi padre y me habría enviado una ayuda inmediatamente, pero me abstuve de hacerlo. Intuía que esto no me resolvería el problema. Yo sabía que no podía escaparme de mi mala racha de esta forma. Las raíces de la mala suerte residen en el inconsciente. Nosotros mismos nos la infligimos como una especie de autocastigo. En esa época yo sólo pensaba de mí mismo que tenía mala suerte — estaba bajo una nube negra—, pero esta nube de humo negro emanaba sin duda de mi propio espíritu. Hice un autoanálisis hasta donde era capaz, pero no pude dar con ninguna respuesta. No sabía dónde residía el mal, ni lo arraigado que estaba. Tampoco tenía la formación ni la inclinación para autoanalizarme en profundidad, ni tenía disponibilidad de tiempo y dinero para consultar a un analista profesional, así que no hice nada. Mi esperanza era que con el tiempo superaría todas las dificultades.

Mientras tanto Eddie y yo estábamos en las últimas. Lo que hacíamos era recorrer las calles cantando canciones vaqueras para recibir calderilla y alguna ocasional moneda de seis peniques. Esta era la forma en que más o menos íbamos sobreviviendo. Si no hubiera sido durante el verano, no habríamos podido soportarlo. Un día nos dijo Gordon Wellesley que había hablado con unos representantes de una compañía que fabricaba coches de carreras y que estaban interesados en hacer una película sobre carreras de coches. Gordon les dijo que conocía a un realizador americano muy bueno y a un escritor excelente, quienes casualmente se encontraban en Londres, y dijo que haría todo lo posible para que se interesaran en el proyecto. Por supuesto Eddie y yo saltamos de alegría al oírlo y en seguida tuvimos una reunión con los directores de la compañía. La criada de Wellesley planchó nuestros trajes y lavó nuestras camisas, para que estuviéramos lo más presentables posible. Fueron sinceros al decirnos que no sabían nada sobre la industria del cine y que esperaban que nosotros les orientáramos. Les dije que justamente se me había ocurrido una historia que estaba seguro de que era exactamente lo que ellos querían. Escribí una adaptación de la historia en unos diez días y nuestros amigos la mecanografiaron y le dieron la forma de un guión.

Una vez enviado el guión a la compañía de coches, Eddie salió con ellos una tarde. Él era el que daba la cara. Tenía media corona en el bolsillo. Fueron a un bar antes de ir a cenar; Eddie metió la media corona en una máquina tragaperras y consiguió el premio mayor. Con las ganancias pudo invitar a beber a todos.

Acordaron encontrarse con Eddie al día siguiente y llegar a un acuerdo final sobre el asunto. Eddie estuvo fuera varias horas, y cuando finalmente volvió, le pregunté sin aliento:

—¿Cómo te fue?
—No demasiado mal —me dijo.

Sacó el pañuelo del bolsillo, y un par de billetes de cinco libras revolotearon hasta el suelo. Cogí uno con la punta de los dedos y lo miré muy de cerca para ver si era de verdad. Luego Eddie se quitó el sombrero. Estaba lleno de billetes de cinco libras.

Habíamos obtenido un adelanto de 500 libras y la conformidad para hacer la película. Eddie iba a ser no sólo el director, sino también el productor, con el poder de firmar cheques. Compartió fielmente todo conmigo, y nos mudamos a Dorchester.

Las cosas fueron bastante bien con el proyecto de la película hasta el primer día de rodaje. Eddie estaba sentado encima de una valla bajo la tribuna del circuito de carreras de Seabrook, donde íbamos a tomar unos planos, observando cómo el equipo emplazaba las cámaras. Cuando dio un salto para bajarse, se enganchó el pie en la barandilla y se rompió la pierna, justamente por el tobillo. Fue una fractura grave. Tuvo que ingresar en un hospital y no pudo continuar con la película, así que trajeron un director nuevo, y una vez más los dos nos quedamos sin trabajo. Pero teníamos dinero suficiente para comprar dos pasajes y volver a casa. Y esto fue lo que hicimos. En Nueva York tuve un buen encuentro con mi padre. Estaba muy satisfecho de verme vivo y en buenas condiciones. Esa noche lo vi en Dodsworth.

Yo tenía veintiocho años, y estaba desorientado. Los últimos años vividos me parecían un absoluto desorden. En conjunto, Hollywood había sido un fracaso e Inglaterra había sido una sórdida experiencia. No había sacado nada en claro, y recuerdo que pensé que quizá debería haber seguido con la pintura… y haberme muerto de hambre. No podía haber sido peor que las fatigas que había estado pasando. Pensé que podía intentar volver a escribir de nuevo, quizá cuentos. Así que alquilé una casita en las afueras de Westport durante el verano de 1935. Mis buenas intenciones fueron torpedeadas casi inmediatamente por mi vecino de al lado, quien tenía una cancha para jugar al badminton y un tablero de ajedrez y se comprometió a enseñarme los dos juegos. En seguida me hice muy buen jugador de badminton. Antes de que finalizara el verano, el campeón del estado de Nueva York vino a Westport y yo jugué con él y le gané. El badminton es un poco como el boxeo: la sincronización es lo más importante. Es una cuestión de reflejos. Fui mucho mejor en este juego que en cualquier otro que haya jugado nunca.

El ajedrez fue otra historia. Me tenía completamente fascinado. Trabajé mucho en él, y leí libros sobre el tema pero al final del verano ni siquiera era capaz de seguir el juego de los maestros. Para alguien tan expuesto al fracaso como lo había sido yo en los últimos años, el ajedrez —a menos que uno tenga talento para ello— no era el juego apropiado para recuperar la confianza en uno mismo. Yo no tenía talento para ello, así que hice el solemne juramento de no volver a jugar nunca más. Es una de las pocas promesas que he cumplido religiosamente.

Otro de mis vecinos en Westport fue Franklin P. Adams, el F.P.A. de la columna «Cuarto de derrota» del Tribune. Fue en su casa donde conocí a Monte Borjaily, el director de la sección Mid–Week Pictorial del New York Times. Se sabía que un nuevo tipo de revista ilustrada iba a lanzarse pronto al mercado, una revista que se llamaría Life. Mid–Week Pictorial siempre había tenido ilustraciones, y el Times decidió vender Mid–Week Pictorial antes que intentar competir con Life. Monte no compartía estos temores. Compró Mid–Week Pictorial como una aventura independiente antes de que se publicara el primer número de Life. Me ofreció trabajar en ello, y yo acepté con un sueldo muy pequeño. Si la revista tenía éxito, todos participaríamos de él.

Mid–Week Pictorial fue una buena idea. Si Monte hubiera tenido el capital necesario —que no lo tenía— hubiera funcionado tan bien como Life, la cual se lanzó unas semanas después que nosotros empezáramos la publicación. Life editó algunos ejemplares de propaganda y los distribuyó generosamente antes de que el primer número de verdad apareciera en los quioscos. Life tuvo un éxito instantáneo. En comparación, Mid–Week Pictorial parecía un poco pobretona, y sobrevivió sólo unos meses. Me marché antes de que exhalara su último suspiro.

Me encontré con Robert Milton en Nueva York. Conocí a Bob cuando yo trabajaba para los Provincetown Players y él dirigía una obra para ellos. Estaba en Londres cuando trabajé para la Gaumont–British, y yo fui a verlo a su piso algunas veces. Lo primero de Bob que te saltaba a la vista era su pelo rosa. Era casi calvo, pero tenía mechones de cabello rosa que se dejaba crecer y que caían sobre sus orejas. Tenías que mirar sus pestañas para asegurarte de que su pelo no estaba teñido.

Me llevó un tiempo descubrir que Bob estaba en las últimas. Había tenido una buena posición dentro del teatro, pero llevaba años sin conseguir una obra con éxito y ahora estaba llevando una existencia precaria. Un día vino a verme con un guión escrito por un joven autor de teatro llamado Howard Koch y me pidió que lo leyera y que le diera mi opinión. Luego Bob nos reunió a Koch y a mí. Howard Koch era alto, delgado, afable, receptivo y enormemente simpático. Encajó bien las críticas que le hice. Al poco tiempo volvió a llamarme Bob y me dijo:

—John, hemos recibido una oferta para hacer la obra en el teatro WPA de Chicago. ¿Te interesaría?
—¿En calidad de qué? —le pregunté.

Koch había escrito la obra, y era un producto acabado, así que no había lugar para mi participación en ese aspecto.

—Me refiero a que si te gustaría actuar en ella —dijo Bob.

En ese momento cualquier cosa me parecía bien. Acepté. La obra, llamada The Lonely Man, era una historia sobre Lincoln reencarnado y colocado en una situación problemática contemporánea. Era un tema sindical: ¿qué sucedería si Abe Lincoln volviera y liberara a los trabajadores industriales como había liberado a los esclavos? The Lonely Man fue un éxito en Chicago, y para mí fue un episodio muy agradable.

Una noche Bob Milton me invitó a unirme con él y una amiga para cenar después de la representación. Su amiga era una preciosa chica irlandesa llamada Lesley Black. Lesley tenía poco más de veinte años y era la primera vez que visitaba los Estados Unidos. Parecía directamente sacada de las leyendas del Rey Arturo: una Lily Maid. Pasé con ella todo el tiempo que me fue posible antes de que se fuera a San Francisco a casa de unos amigos. Supe que me estaba enamorando otra vez. No, no otra vez: cuando uno se enamora, siempre es por primera vez.

En su viaje de vuelta, Lesley volvió a detenerse en Chicago, y esta vez le propuse que nos casáramos. Ella aceptó, y decidimos que volvería a Irlanda, les contaría a su madre y a su hermana sus intenciones, las traería a Nueva York dentro de un mes, y entonces nos casaríamos allí. Lo que había sacado del WPA sólo llegaba para pagar mis cuentas en los bares, así que era bastante insensato por mi parte pensar en tener una esposa. Pensándolo bien, el hecho de casarme con Lesley no tenía más sentido que el de haberme casado con Dorothy.

The Lonely Man se clausuró en Chicago, así que durante las dos últimas semanas me senté y escribí una adaptación para mi historia «birmana», Three Strangers. Luego llamé a Willy Wyler, le pedí que me alojara, cogí un avión para California y le vendí la adaptación a la Warner Brothers por 5.000 dólares, con un contrato para volver a California y escribir el guión. Con este dinero pude reunirme con Lesley, su madre y su hermana en Nueva York, y Lesley y yo nos casamos.

Después de casarnos, fuimos a Hollywood, donde me puse a trabajar para la Warner Brothers y terminé el guión de Three Strangers. Willy estaba también en la Warner preparando Jezabel. Tenía algunos problemas de guión que, afortunadamente, pude solucionarle. Henry Blanke estaba produciendo la película y así fue como me encontré con él. Desde ese momento, Blanke fue mi defensor y mi mentor.

(Continuará…)

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