Bohumil Hrabal

1
Delante de la puerta de la fábrica de cemento estaban dos viejos sentados en un banco, se levantaban la voz mutuamente, se cogían por las solapas, y se gritaban palabras al oído.
Sobre aquel paisaje lloviznaba un polvo de cemento, y todos los huertos y casitas estaban cubiertos con polvo de calcio finamente molido.
Debajo de un peral aislado un hombre bajito estaba segando la hierba con una hoz.
Le dije:
—¿Qué hacen allí, al lado de la portería, aquellos viejos chillones?
—¿Ah, los de la puerta principal? Son nuestros jubilados —dijo el hombre bajito, y siguió segando.
—Que vejez más bonita, la suya —dije.
—¿Verdad que sí? —respondió el hombre—. Me hace muchísima ilusión pensar que dentro de un par de años también pasaré allí largos ratos.
—¡Eso será si llega!
—¡Ya lo creo que llegaré! Esta región es muy saludable. La media de esperanza de vida es de setenta años —dijo el hombrecillo, y con una sola mano segaba la hierba de la que salía polvo de cemento, exactamente igual como de un fuego con ramas húmedas sale humo.
—Por favor —dije—, ¿por qué discuten tanto, aquellos viejos? ¿Por qué se gritan tanto, mutuamente, continuamente?
—Es que se interesan por el funcionamiento de la fábrica de cemento. Creen que ellos lo harían mejor. Y después, por la noche, cuando ya se han hartado de gritar, ¡tienen más sed! Ya se lo puede imaginar, han trabajado allí toda su vida, o sea que ya forman parte de ella, no pueden vivir sin ella.
—Pero ¿por qué no prefieren ir a buscar setas? O mejor…, ¿por qué no se trasladan a algún punto de los bosques fronterizos? ¡Allí les darían una casa con un huerto! —dije, y pasé mi mano sobre la nariz, y apareció una raya negra y viscosa.
—¡Qué va! —dijo el hombrecillo dejando de segar—. Un jubilado llamado Marecek se mudó más allá de Klatovy a los bosques… Quince días después tuvieron que traerlo en ambulancia. Con el aire sano había cogido asma. Pero dos días más tarde volvió a ser el hombrón de siempre. El que grita justo delante de la puerta principal, es precisamente Marecek. Ya lo sabe, aquí el aire es tan fuerte como un muslo, como una sopa de guisantes.
—A mí la sopa de guisantes no me gusta —dije retrocediendo debajo del peral.
Por un senderito polvoriento trotaban dos caballos, con sus pezuñas levantaban una polvareda tan espesa, que el carro, escondido por el polvo, era invisible. Y en medio de aquel nubarrón el carretero cantaba felizmente, y un caballo tiró de las riendas y arrancó una rama del peral, y todas las ramas se sacudieron el polvo de cemento.
Al cabo de un rato me di cuenta de que yo había empezado el camino con un traje oscuro que ya se había vuelto gris.
Dije:
—Señor, por favor, ¿dónde vive Jirka Burgán?
El hombrecillo siguió segando y con el otro brazo equilibraba el centro de gravedad de su cuerpo.
Entonces clavó la hoz en una madriguera de topos, dio un salto, y empezó a correr por los campos, asustado.
—¡Avispas! —gritó.
Y esgrimía la hoz alrededor de su cabeza.
Lo atrapé.
—¡Señor! —le dije—. ¿Dónde vive Jirka Burgán?
—Soy su padre —gritó el hombrecillo sin parar de correr ni de esgrimir la hoz afilada sobre las avispas que atacaban.
—¡Encantado de conocerle! Soy el amigo de Jirka —me presenté.
—¡Que alegría tendrá mi hijo! ¡Ya lo está esperando! —gritó el señor Burgán y aceleró su carrera.
Y por desgracia, moviendo y esgrimiendo la hoz contra las avispas, se la clavó en su cabeza.
Me adelantó con facilidad, y la hoz le salía del cráneo como si se tratase de las plumas de un sombrero.
Nos paramos delante de la puertecilla de su casa.
El señor Burgán ni se inmutó. Dos hilillos de sangre resbalaban por el lado de sus orejas, por el pelo polvoriento y, bajo su barbilla, se juntaban y se transformaban en gotas rápidas.
—Voy a sacarle la hoz —le dije.
—No, después. Quizás a nuestro hijo le gustaría pintarme así. ¡Ah! ¡Y aquí está mi mujer!
Y de la puertecilla salió una mujer gorda, con las mangas arremangadas y las manos grasientas, como si en aquel momento hubiese acabado de vaciar una oca. Tenía un párpado más bajo que el otro, y el labio inferior caído.
—¡Hace un rato que le espero! —dijo apretándome la palma de la mano —. ¡Bienvenido a nuestra casa!
De la puertecilla salió corriendo Jirka, un joven de cara rosada, y me dio la mano derecha mientras con la otra me indicaba el paisaje de los alrededores:
—¡Amigo! ¡Qué belleza! ¿Verdad que no le mentía? ¡Qué colores! ¡Esto es una Landschaft ¡Eso es plein air!
—¡Qué belleza! ¡Pero mire qué le ha ocurrido a su padre! —dije.
—¿Qué? —dijo Jirka mirando a su alrededor.
—¿Qué? ¡Esto! —dije moviendo la hoz que salía de la cabeza del señor Burgán como un enorme pico.
—¡Ay! —dijo el señor Burgán.
—¡Ah!, ¡eso…! —dijo mi amigo moviendo la mano con despreocupación —. Yo pensaba que le había ocurrido algo mucho peor. ¡Mamá, fíjese, papá ha vuelto a perseguir a las avispas! ¡Papá, papá! —le amenazaba Jirka riéndose y añadió—: En esta casa somos muy guasones. Una vez que nos robaban los conejos, como era de esperar, papá, el inventor, preparó trampas sobre el pozo negro, de forma tan hábil, que quien lo pisase durante la noche, aunque sólo fuera un poquito, se cayese dentro. Es que la conejera está al lado del depósito fecal. Pero tal como era de esperar, papá lo olvidó, y a la mañana siguiente se cayó él en el pozo.
—No es muy profundo —dijo el señor Burgán.
—¿Qué profundidad tiene? —Se hizo todo oídos.
—Así —dijo el señor Burgán pasándose la mano por debajo del cuello.
—¡Mira si no es profundo! —Se moría de risa Jirka, y después dijo—: Un día papá representaba el papel de empleado de higiene. Tiró un cubo de carburo en el water y poco después vació en él su pipa. Salgo, y ¿qué veo? ¡Una explosión como un cañonazo, cinco toneladas de excrementos volando, y en medio a papá dando volteretas a seis metros de altura! ¡Por suerte cayó sobre las heces!
—Ja, ja, ja, ja… —La señora Burgánová se reía tanto que su barriga empezó a dar sacudidas.
—¡No es verdad! No eran seis metros sobre el estiércol. —El señor Burgán se iluminó, y la abundante sangre de las orejas, ya seca, brillaba como el esmalte.
—¿Pues cuántos? —Jirka volvió a ser todo oídos.
—Como máximo unos cinco metros… Y como máximo cuatro toneladas de excrementos —dijo el señor Burgán y añadió—: Nuestro chico, que es un artista, siempre exagera.
—Seguro que sí —dije—. Pero señores, no se lo tomen a mal, ¡pero esa hoz dentro de esta cabeza me pone muy nervioso!
—Dios mío, pero si es una minucia insignificante —dijo la señora Burgánová y cogió el mango, lo movió de un lado a otro, y arrancó la hoz de la herida.
—¿No podría coger una infección, el señor Burgán? —dije haciendo muecas de preocupación.
—No, aquí todo lo curamos con aire sano —dijo la señora y, amorosamente, dio un puñetazo en la frente del señor Burgán mientras decía —: lo mejor es, de buena mañana, dar a papá un golpe entre los cuernos. Y, ¿por qué? Porqué es un travieso.
Y cogió a su marido por el pelo y lo arrastró hacia el patio, y con una mano apretaba la cabeza sangrienta debajo de la bomba de agua, y con la otra bombeaba.
—¡Desde luego! —dijo Jirka—. Papá es un travieso. Durante las últimas vacaciones estaba arreglando el canalón y sin atarse andaba riendo por el mismo borde del tejado. Mamá patrullaba en la acera de cemento por si papá se caía, para correr a buscar la ambulancia. El catorceavo día papá se había atado y se cayó del tejado y se quedó colgando por un pie. Desde el despacho le dábamos de beber mientras mamá amontonaba los edredones de plumas en la acera de cemento. Y cuando corté la cuerda, ¿cómo pudo ocurrir?, se cayó de cabeza al lado de los edredones. ¡Sobre el cemento!
—Ja, ja, ja, ja… —Se reía la señora Burgánová—. Sobre el cemento, ¡pero aquella misma noche ya volvía a estar en la taberna! —añadió mientras seguía bombeando.
—Papá también va en moto —seguía Jirka en voz alta para que incluso su padre lo oyese—. Los chóferes conocidos nos decían: ¡No os lo toméis a mal, pero vuestro padre cuando va en moto sigue tan bien el código de circulación y de seguridad viaria, que un día lo llevaréis a casa dentro de un cesto!
—¡Je, je, je, je! Y una vez papá no llegó, pues cogimos el cesto y fuimos a buscarlo. Y en la curva, tal como caminábamos, al lado de un montón de arándanos, de pronto, como si el arbusto balase… Miramos… ¡Y madre mía! ¿Qué vimos?
—Ja, ja, ja, ja… —Se reía la señora Burgánová y seguía sujetando la cabeza de su marido debajo de la bomba de agua.
—¡Papá y la moto estaban empotrados en los arándanos! —Jirka se ahogaba de risa—. No pudo coger bien la curva y fue a parar directamente dentro de aquellos arbustos… Y estaba sentado sobre la moto, las manos en el manillar, y durante dos horas no pudo ni moverse, porque estaba rodeado de pinchos, aguijones y puntas por todas partes…
—Y tenía un pincho dentro de la nariz, y otro que me levantaba el párpado… ¡Y yo tenía ganas de estornudar! —gritaba el señor Burgán levantando la cabeza, pero la señora Burgánová lo cogía del pelo y le ponía la cabeza debajo de la bomba.
—¿Y cómo consiguieron sacarlo de los arbustos? —Me preocupé temblando.
—Primero traje las tijeras de esquilar las ovejas, después las del jardín, y dentro del arbusto efectué el llamado corte de Preisler, y cortando, cortando, al cabo de una hora recorté su silueta —dijo Jirka.
El señor Burgán quería añadir algo, pero cuando levantó la cabeza se dio en la nuca con el tubo de hierro de la bomba.
En la colina próxima relampagueó y se oyó una detonación.
—Son las diez —dijo Jirka.
—¡Hijos de perra! —dijo tiernamente la madre mirando hacia la colina, en uno de cuyos claros crecía una nubecilla blanca.
Y entre los pinos llenos de polvo, allí, en la colina, se veía a unos soldados, uno de ellos salió al claro y después de una señal con una banderita desbloqueó una granada de mano, la tiró en medio del claro del bosque y él mismo se tiró al suelo…
Y primero la explosión, después la nubecilla blanca. La presión del aire cuando llegó al valle sacudió el polvo de cemento de los avellanos y los girasoles.
—¡Hijos de perra! —dijo suavemente la señora Burgánová.
Y se llevó al hombre cogido por el pelo, lo retiró de la bomba, le levantó el pelo, y miró con preocupación la herida.
—El aire sano te la secará perfectamente —dijo, y moviendo la mano con un gesto educado me invitó a entrar…
2
En la cocina estaban colgados docenas de cuadros polvorientos.
La señora Burgánová colocó una silla debajo de cada uno, se subió con dificultad y después, con un paño mojado, limpió la tela, y de pronto en la cocina empezaron a brillar unos colores alegres y deslumbrantes.
Cada cinco minutos una detonación del campo de maniobras sacudía la casa, y dentro de la vitrina resonaban todos los platitos y vasitos. La cama de cobre, a cada granada, avanzaba un poco sobre sus ruedecillas y la señora Burgánová siempre miraba en dirección a la explosión y siempre decía tiernamente:
—¡Hijos de perra…!
El señor Burgán con la hoz señalaba los cuadros y explicaba:
—Fíjese, cuando nuestro chico pintaba esta puesta de sol en un estanque del sur de Bohemia calzaba un zapato de un número más pequeño, cuando hacía este Tema de Karlstejn , pues se clavó en el talón, a través del tacón del zapato, un clavo de medio centímetro… Aquí cuando nuestro chico trabajaba en el bosque de hayas, cerca de Litomysl, pues se estuvo un día sin ir de vientre… Y aquí, cuando nuestro chico creó los Caballos pastando cerca de Pribyslav, pues estaba de pie en una marisma apestosa, cubierto hasta la cintura… Cuando tenía que pintar En la cima de la montaña, pues tres días antes se los pasó en ayunas…
Contaba el señor Burgán, y la señora Burgánová iba poniendo una silla debajo de cada cuadro, se subía con dificultad y con un paño mojado limpiaba cada cuadro, y cada cinco minutos miraba a través de la pared en dirección a la explosión, y cada vez decía con ternura:
—¡Hijos de perra…!
Después tocaron las doce del mediodía y la cama de cobre atravesó la habitación, de parte a parte, con sus ruedecillas de cobre.
El señor Burgán señaló el último cuadro.
—Fíjese, por favor, nuestro chico lo tituló Estado de ánimo invernal y cuando estaba creando este cuadro se sacó los zapatos, se remangó las perneras de los pantalones y durante una hora entera estuvo delante del paisaje, en pleno mes de enero, de pie, en un riachuelo helado…
—¡Hijos de perra! —dijo la señora Burgánová y se bajó de la silla.
Después se hizo un silencio opresivo.
La señora Burgánová empujó la cama de cobre a través de toda la cocina.
—Unos cuadros preciosos y con mucho sentimiento —dije—. Pero ¿por qué Jirka calza zapatos pequeños, por qué mientras pinta se clava un clavo en el talón, por qué se mete descalzo en un riachuelo helado, por qué?
Jirka miraba al suelo y parecía que estaba ardiendo.
—Sabe —dijo el señor Burgán—. Nuestro chico no tiene estudios de Bellas Artes…, y así compensa con vivencias fuertes su formación insuficiente… Es, para que lo sepa…, nosotros le hemos invitado porque… Nos gustaría saber si nuestro chico podría tener éxito en Praga…
—Jirka —dije—. ¿Tú estos paisajes los pintas in situ? ¿Cómo haces para llegar a unos colores tan extraordinarios, y de dónde los sacas? ¿Cómo sabes poner el azul al lado del rojo? Los impresionistas no se avergonzarían en absoluto de tus colores. ¿De dónde los sacas?
El señor Burgán apartó con la hoz la cortina, de ella se desprendió un polvo finísimo.
—¿No lo ve? —exclamó—. ¿No ve estos colores? Casi todos los cuadros que están en la cocina, todos éstos, los pintó por los alrededores. ¡Fíjese en la explosión de colores!
El señor Burgán mantenía la cortina retirada y yo le acompañaba mirando el paisaje completamente gris, como una manada de elefantes viejos, donde el más mínimo movimiento provocaba unas largas cortinas de polvo de cemento, donde a través del campo de alfalfa gris un tractor arrastraba una segadora, detrás de ella se formaba una nube gris, como detrás de una carroza que fuera por una carretera llena de polvo, donde tres o cuatro campos más lejos había un carro con barandillas y un mozo lo llenaba con haces de trigo y cada vez que levantaba un haz parecía que se incendiaba, tan grande era la cantidad de humo y polvo gris que desprendía…
—¡Ve estos colores! —El señor Burgán y la hoz temblaban.
Y sobre el claro del bosque salió un soldado de infantería, desbloqueó una granada y la lanzó lejos de él.
La cama de cobre volvió a desplazarse.
Por primera vez la señora Burgánová se calló.
—¡Hijos de perra! —dije.
Me puso la mano sobre la manga, un párpado caído como una crepé y me aleccionó maternalmente:
—Usted no, usted, señor, nunca. Aquí sólo nosotros tenemos el derecho a insultar. Y nosotros no insultamos, nosotros sólo nos desahogamos. Se trata de un juego tácito. Si se trata de nuestros soldados. Señor, eso es igual aquí que en todas partes. Dentro de una familia se permiten muchas cosas, insultarse y mandarse a un sitio, y darse consejos. Pero sólo entre los miembros de la familia. Nadie puede hacerlo excepto ellos, eso sí que no. Sólo Jirka y yo podemos reírnos del padre… Y nadie más… ¿Pero qué le parece? ¿Nuestro chico debería ir a Praga? ¿Podría aportar algo a la pintura checa? —preguntó la señora Burgánová y me miraba con unos ojos sabios capaces de adivinar si en el fondo de mi alma se movía la más mínima brizna.
—En Praga se dirige el cotarro —dije bajando los ojos—. Y estos cuadros ya no son una promesa, son una obra de arte. Pienso que podría ir a buscar la fama…
—Veremos —dijo la señora Burgánová. —El señor Burgán abrió una puerta y con la hoz señaló el interior de una habitación.
—Nuestro chico también hace escultura. ¿Ve? —exclamó, y con la hoz golpeó una escultura de yeso llena de músculos gigantes.
—Éste es Bivoj sin el jabalí —dijo.
—¡Fantástico! ¡Qué bíceps! —dije—. Jirka, amigo, ¿quién te sirvió de modelo? ¿Algún levantador de pesos, un boxeador peso pesado?
Jirka miraba hacia el suelo y parecía que ardiese.
—Ni un levantador de pesos, ni un peso pesado —dijo el señor Burgán—. Yo mismo —dijo señalándose con la hoz.
—¿Usted?
—El mismo. —Se alegró el diminuto señor Burgán—. Nuestro chico siempre lo adivina todo. Cuando nuestro chico oye gotear un grifo, enseguida coge un lápiz y dibuja las cataratas del Niágara, cuando nuestro chico se da un pinchazo en un dedo va a preguntar cuánto vale un entierro de tercera categoría. Las causas mínimas y los efectos máximos —añadió el señor Burgán parpadeando con sus ojitos.
—Señor Burgán, ¿cómo es posible que usted entienda tanto? —dije.
—¡Pero si soy de Vrsovice! —exclamó rascándose el pelo con la hoz —, ¿ha visto Troiloy Cresida de Shakespeare? Pues hace un cuarto de siglo yo era figurante en el teatro de Vinohrady, exactamente en esta comedia. En el acto quinto el director necesitaba dos esculturas desnudas y preciosas. Una era yo pintado de cobre, y la otra una chica, así es que en cada función, en el acto quinto, estábamos tendidos e inmóviles sobre una cornisa, los focos nos iluminaban, los tramoyistas nos miraban desde arriba, sobre todo a la chica guapa… Y después, cuando sacaron del programa Troilo y Cresida, pedí la mano de la chica desnuda pintada de cobre y ella dijo: Sí… Y así pues, ya hace un cuarto de siglo que estamos juntos…
—¿Ella es la estatua pintada de cobre? —dije.
El señor Burgán sonreía y asentía.
—¿La que en el acto quinto estaba tendida sobre la cornisa? —dije.
El señor Burgán sonreía y asentía.
—Que le parece, ¿dejamos entrar un poco de aire fresco? —dijo la señora Burgánová.
Sobre la alfombra caía una llovizna de polvo de cemento.
—Si algún día quiere que reposen sus nervios desbaratados —dijo la señora Burgánová—, venga a vernos, aunque sea una semana entera.
—¿Siempre andan tirando granadas? —dije.
—No —dijo la señora. Y del armario sacó un aspirador—. Sólo de lunes a sábado, y sólo de diez a tres. Pero aquí los domingos son muy tristes. Hay un silencio majestuoso, hasta que llega el barullo. Aquel silencio… Pues escuchamos la radio y Jirka desde buena mañana toca la trompeta. Nos alegra pensar que sólo dormiremos una noche y nuestros soldados volverán a estar aquí… —me contó la señora Burgánová.
—¿Es cierto que los dos estaban tendidos desnudos sobre la cornisa? ¿Es verdad? —dije.
—Es verdad —dijo la señora Burgánová y se balanceaba con dificultad hacia su marido y le pasó el enchufe y el cable enrollado.
—Papá —dijo la señora—. ¿Por qué no pasas el aspirador por el parterre de los ásteres del lado de la pared? ¡Yo después haré un ramo muy bonito para el señor! ¡Hijos de perra! —añadió con ternura y a través de la ventana miraba la pendiente de la montaña, el claro donde crecía una nubecilla blanca como un espino albar florido…

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