EL SEÑOR NOTARIO

Bohumil Hrabal




1

Cada mañana el señor notario rezaba en la capilla familiar. Era una habitación con vidrieras en las ventanas. En una estaba san Dionisio, que tras su decapitación fue capaz de levantarse y de pasear por el patíbulo su cabeza cortada. En la otra estaba representado un mensajero que había errado su camino, y devolvía una mano cortada a su punto de partida, al lado del cuerpo mutilado de santa Águeda.

El señor notario estaba de rodillas y rezaba, pero al mismo tiempo se reprochaba no haber hecho sus gárgaras. Después se santiguó, se levantó y abrió la ventana.

Cuando ya se había acostumbrado a los rayos matinales, subió la vista por encima de los tejados azules y, por encima del río, miró a la otra orilla, empezó a respirar el aire húmedo con gran complacencia.

—¡A-bue-laaa, a-bue-laaa! —gritaba desde abajo una voz infantil—. ¡Abuela, Zdénecek se come las cagarrutas del perro!

Y el señor notario se puso de puntillas y dejó caer su vista por el interior del patio de la antigua fábrica de cerveza, allí ya no se fabricaba nada, pero vivían algunas familias. Abajo, al lado de la bomba de agua, estaba una niña, con un delantalito rojo y un sombrero de paja, señalando a un niño de tres años que con sumo placer se estaba metiendo algo en la boca.

Y una mujer delgada salió del lavadero, levantó las manos y gritó:

—¡Malditos chiquillos! ¿Cómo podré terminar la colada? —Cogió a su nieto y lo sacudió encima del desagüe—¡Marrano, más que marrano! ¡Ya verás cuando tu madre llegue a casa. Té azotará de lo lindo! —lo amenazaba.

Después de pensarlo un poco dio una bofetada al chiquillo, y las cagarrutas salieron volando. Enseguida se metió con la niña:

—¿Por qué me miras ahí parada como un coche? ¡Búho! ¡A ti también te daré una tunda que tus ojos bizcos van a ponerse bien! ¡Toma, cógelo! —Y se sacó un pito del bolsillo del delantal azul—. ¡Desapareced de mi vista!, id a la cocina a jugar. Y tú, Lidia, si ocurre algo toca el pito, yo ya acudiré… Sí, vosotros, par de bandidos, ¿cómo queréis que termine de hacer la colada? — La abuela levantó de nuevo sus manos azules de tanto lavar.

El señor notario cerró la ventana, salió de la sala para ir hacia un pasillo tenebroso, y después entró directamente en su despacho.

—Buenos días, señor notario —le saludó la pasante mientras regaba las plantas.
—Buenos días, señorita, buenos días —murmuró el viejo señor, después se restregó las manos—. ¿Qué hizo ayer?
—Jugué a tenis… E imagínese, señor notario, perdí, perdí contra una señora que tiene quince años más que yo…, perdí por dos sets. ¿No es terrible eso? —dijo sacando las hojas secas del tronco de los geranios.
—Vaya, vaya —dijo el señor notario—. ¡A juzgar por lo que he oído, usted es una excelente tenista!
—¡No, tanto no! —Se ruborizó la pasante—. Aún me falta mucho para serlo, pero es que estaba nerviosa.
—¿Es decir que su rival era mejor?
—Eso tampoco. Pero es que yo soy así. Siempre que se trata de algo importante salgo perdiendo… ¡Lo lamento tanto! ¡Se trataba de subir de nivel dentro del club!
—Pues ya ganará otra vez, pero ¿qué hizo luego?
—Luego, cuando ya estaba oscuro, me desahogué llorando en el vestuario, después fui a bañarme. Con el bañador nadé a contracorriente hacia arriba, hacia los robles, ya estaba oscuro, y sobre el robledal salió la luna, una luna enorme y amarilla que se reflejaba hasta donde yo estaba, sentada en una piedra y chapoteando con los pies en el agua en que se reflejaba la luna amarilla…
—¿Y luego? —El señor notario levantó las cejas.
—Después entré en el río y nadé en el agua cobriza, me gustaba la idea de nadar en el reflejo de la luna, con un brazo apartaba el color de cobre, se me puso cobrizo, en realidad, señor notario, estar en el agua era una delicia…
—¿Y después?
—Después me asusté.
—¡Caramba!
—Sí —dijo la muchacha sentándose a la máquina de escribir—. Imagínese, señor notario, que a la sombra del robledal, de repente, en la sombra profunda, vi tres pantalones cortos de color blanco que se paseaban.
—¿Cómo es posible…? —se extrañó el viejo señor.
—Sí tres pantalones blancos, me quedé quieta entre las cañas, como un ratoncito. Y los tres pantalones caminaban por la orilla del río y pude oír cómo hablaban entre ellos… ¿Sabe qué era?
—¡Eso me tiene muy intrigado!
—¡Eran tres hombres desnudos! Estaban muy morenos, y como habían tomado el sol en pantalones, pues sus brazos, piernas y troncos se confundían con la sombra del robledal, ¡caminaban desnudos! Los tres iban desnudos… Y yo, señor notario, pensé que andaban los pantalones solos —se ruborizó la pasante.
—¿Y lo vio todo?
—Todo, absolutamente todo… Se trataba de tres jóvenes estudiantes, tan jóvenes como yo…
—Sería muy bonito —dijo amargamente el señor notario—. Sería precioso, una chica joven en el agua cobriza y tres pantalones blancos a la sombra del bosquecillo… ¿Pero, qué hizo luego?
—Después nadé hasta el club, pude oír cómo en el robledal los tres estudiantes se lanzaban al agua… Me sequé y me fui para casa.
—¿Y en casa?
—En casa me senté y me puse a dibujar debajo de la lámpara —dijo la pasante.
—¡Eso es exactamente lo que yo quería oír! —se alegró el señor notario.

Y la muchacha se levantó, y le puso delante una lámina de dibujo sobre la que en la noche anterior había dibujado una inscripción: Al padre meritorio, que después de una vida larga y fecunda encuentres un descanso ligero debajo de la tierra.

—¿Es decir que me lo escribió? —se alegró el viejo señor. Pero al leer de nuevo la inscripción para su tumba, que él mismo se había inventado, se quedó pensativo.
—Hmmm… ¿Pero por qué no descanso en el cielo? —preguntó.
—Es que usted me lo dictó así —se inquietó la pasante.
—Correcto, pero, señorita, las inscripciones de las tumbas son algo importante. A mí me gustaría tener una inscripción que aún leída al cabo de cien años dé a entender la clase de persona que soy yo.
—Señor notario, ¡en el cementerio judío leí una inscripción muy bonita! De la tierra a la tierra…
—¡Ésa es una inscripción judía! —El señor notario se defendía levantando sus manos—. Señorita, ¿usted no ha entendido que el cristianismo elevó al hombre a hijo de Dios? Y si la resurrección no existe, pues todo lo que hacemos en ese mundo es vanitas vanitatis… ¡Pero se me ha ocurrido una idea! ¡Señorita, escriba! —El viejo señor se espabiló. Y cuando la pasante estaba preparada, comenzó a dictar—: Atenuaba mi resplandor… me he igualado a mi polvo para poder iluminarme en el cielo

Cuando la pasante terminó de escribirlo él le preguntó:

—¿Qué hará hoy por la tarde?
—Iré a ver a la modista, ¿sabe, señor notario?, quiero que me hagan una blusita modernista de seda blanca con rayas rojas, así, ajustada al cuello, una blusita muy decente, como las que llevaban las institutrices, como la que llevaba Paula Weselá en la película Mascarada, o en aquella, si es que la vio, en que actuaba con Joachim Gotschalk, en la película Te estoy esperando…
—¿Y luego?
—Luego iré a jugar al tenis y me bañaré de nuevo en el río, al anochecer… Y quizás, señor notario, me bañaré desnuda como los tres estudiantes de ayer, si alguien anduviese por la otra orilla del río vería un bañador de mujer de color blanco, porque mis brazos y piernas morenos se confundirían con la sombra del bosquecillo de robles… —dijo mirándole con ojos de complicidad. Pero se dio cuenta de que el señor notario no tenía compasión, y añadió educadamente:
—Y después, al llegar a casa, dibujaré cómo atenuaba su resplandor y se igualaba a su polvo… —Y estiró su cuerpo sin saber atenuar el resplandor de su juventud.

El señor notario bostezó, todavía tenía su boca medio abierta, pero su dentadura postiza ya se había cerrado.

—Muchas gracias —dijo sentándose a la mesa—. Pero mientras llegan los clientes seguiremos con el último punto de mi testamento —dijo hojeando los documentos que había sacado de un cajón.

Después se levantó y empezó a andar tranquilamente por el despacho.

Se paró delante de la ventana abierta del segundo piso y, por encima de los geranios y de los tejados, se puso a contemplar el río, en él los árboles andaban patas arriba. Seguía dictando:

—Que mi ataúd sea metálico, ricamente decorado, con un pequeño motivo egipcio, con decoración interior. Que durante mi entierro redoblen todas las campanas, que la cámara funeraria esté tapizada, el suelo cubierto con tela negra y en el cabezal una cruz suntuosa con ángeles…, pero ¿al atardecer irá a bañarse desnuda?
—Desnuda… ¿y qué? ¡Ya estará oscuro! —dijo la muchacha, y sus hábiles deditos resonaren en la máquina de escribir.
—¡Qué bonito! —dijo el viejo señor, y al oír que la máquina había enmudecido prosiguió—: Y en el cabezal una cruz suntuosa con ángeles…, treinta y seis velas de un cuarto de kilo… —dictaba, pero al oír unos pies que se arrastraban por el patio se asomó por encima de los geranios.

Y por el patio de la fábrica de cerveza avanzaba con dificultad el viejo cochero jubilado. Caminaba de una forma extraña, parecía que esquiase o pedalease. Iba a sentarse al sol, se sacó una pipa con una chapa que impedía que se le cayese de la boca desdentada, después se estuvo un rato escupiendo, se sentó junto a la pared, parecía un arbusto roto, pero de joven… ¡Dios mío, durante su juventud!, recordaba el señor notario, aquel cochero había maltratado a sus dos mujeres hasta matarlas. A la primera, si no quería complacerlo, la arrastraba por el pelo hasta un baúl de marinero, levantaba la tapa y metía dentro su trenza deshecha… Y a la otra mujer, al contrario, le anudaba las trenzas, descolgaba el cuadro de Jesús, y colgaba a la mujer por el pelo, así podía hacer con ella lo que quería… Tal vez a las mujeres les gustaba, tal vez quedaban satisfechas, algunas mujeres son el verdadero instrumento del diablo.

—Señor notario —le recordó la pasante—, treinta y seis velas de un cuarto…
—¡Ah, sí! Pues… —El señor notario se dio la vuelta, y cuando ya había mirado suficiente rato los rizos menudos, como de negro, de la pasante, prosiguió—: … El coro de hombres de la catedral cantará una canción fúnebre, tres sacerdotes bendecirán, y cuatro acólitos guiarán el séquito hasta el cementerio… Al frente de la comitiva, el organizador…, detrás de él la guardia de honor…, la cruz, las luces…, al lado del coche los empleados con luces…, quince coches de punto y dos coches funerarios… —iba dictando libremente el viejo señor y al mismo tiempo miraba el cielo azul, como si lo que decía lo fuese copiando del cielo despejado en el que las golondrinas iban dibujando monigotes…

Y la pasante escribía tan deprisa que parecía que dejase caer las letras del testamento en un tarro de latón.

Un grito en el patio obligó al señor notario a apoyarse con ambas manos en el marco de la ventana.

Allí abajo, al lado de la fosa séptica, estaba el portero gritando:

—¡Lád’o, Lád’o, Lád’ooo!

Y la ventana de la planta baja se abrió y de ella salió una cabeza muy bien peinada que dijo:

—¡Papá! ¿Qué ocurre?

El portero gritó:

—¿Qué ocurre? ¡Ven a ayudarme a llevar ese palo al río, lo limpiaremos! —gritaba señalando la pértiga con la que removía la fosa séptica.
—¡Pero papá, yo tengo las manos limpias! —gritó el joven desde la ventana.
—¡Te digo que vamos a limpiar el palo! —gritó el portero sacando la pértiga de la fosa. El joven irrumpió en el patio corriendo, llevaba una camisa blanca, enseguida cogió la punta limpia de la pértiga.
—¡No! —chilló el portero—. ¡Esa punta la llevo yo, tú coges aquélla!

El joven se defendió:

—Yo llevo una camisa limpia, y una corbata nueva, y una corbata así no la tiene nadie en toda la ciudad. —Pero su padre le ordenó:
—Yo te lo mando, te lo ordeno, soy tu padre. ¡No pretenderás que yo lleve la punta sucia de mierda! —aulló el portero señalándose.
—¡Yo tengo una corbata nueva! Pues voy a sacármela… —Se dio la vuelta.

Pero el padre insistía:

—No, quiero que me obedezcas de inmediato. En qué quedamos, ¿la coges o no la coges? El joven reflexionó y dijo:
—No la cojo, no la cojo porque llevo esa corbata. El portero se desgañitaba y gritaba al cielo:
—¡Vosotros sois así, toda vuestra generación de holgazanes! ¡Diantre, que yo, yo que soy el padre, tenga que llevar siempre, en lugar de vosotros, la punta sucia de mierda…! El hijo dijo:
—¡Padre, si eso lo puede entender cualquiera! Si dentro de poco tengo una cita, no voy a perder el tiempo con el retrete. ¿Cómo podría dar dentro de nada la mano a Olina?
—Pero señor notario, hemos olvidado algo —dijo la pasante—. ¿Cuántos recordatorios?
—¿Recordatorios? —se asustó el señor notario—. Escriba que cuatrocientos. Y la misa de difuntos en la catedral de san Jiljí… ¿Corro demasiado…? Está bien… Un coro masculino cantará Animas fidelium…, después, al lado de mi tumba, tres sacerdotes harán Libera acompañados por el canto del coro… —dictaba el viejo señor, pero no podía evitarlo. Se puso de puntillas y vio que por el portal salían el portero y su hijo, entre los dos llevaban la pértiga para limpiarla en el río, el notario miró la mano del portero que sujetaba el extremo sucio de la vara, y el viejo señor asintió con la cabeza y prosiguió dictando—: … El cadalso decorado exactamente igual que durante el funeral…, los diez primeros bancos cubiertos de damascos negros…

Y del patio de la fábrica de cerveza subió un silbido insistente.

Abajo, al lado del pozo del agua, estaba una niña con un sombrero de paja que tocaba el pito, lo tocaba sin parar, escondía el silbato debajo del sombrero de paja, tocó el pito hasta que del lavadero salió su abuela que por el camino se secaba las manos en el delantal mojado y gesticulaba con las manos al sol y gritaba:

—¡Eh, vosotros bandidos! ¿Y ahora qué ocurre? ¿Por qué no estáis jugando?

La niña iba arrastrando un zapato por el césped y se quejaba:

—¡A-bue-laaa, Zdénecek se ha cagado en la alfombra y yo lo he pisado!

Y después siguió tocando el pito.

La abuela dio una bofetada a la niña y el silbato se le saltó de la boca.

—¡Maldita sea! ¿Pero qué piensas, que puedes silbar por cualquier tontería? Esta tarde yo aún tengo que ir a servir, ¿y vosotros dos, bandidos, me hacéis esto? A este paso, ¿cuándo terminaré la colada?

El señor notario se encogió de hombros y se apartó de la ventana. Se sentó a la mesa y dijo:

—La inscripción que usted me escribió ayer, el epitafio para la losa, la adjuntaremos al testamento, porque una persona de mi edad no sabe nunca el día ni la hora. Y mañana, cuando usted traiga la inscripción… me igualaba a mi polvo…, entonces la cambiaremos, ¿de acuerdo?
—Muy bien —dijo la muchacha, y se quedó mirando de qué forma hablaba el viejo, sabía que sus dientes postizos se cerrarían antes de que finalizasen las palabras. También había notado que el señor notario antes de estornudar se sacaba rápidamente el pañuelo del bolsillo y se lo apretaba contra los labios. Se imaginó lo que ocurriría si el señor notario se atase la dentadura con un hilo de seda como el que tenía su abuelo para sujetarse los quevedos… Y su abuelo llevaba también otro hilo, un hilo negro con el que se ataba el sombrero, un hilo atado a un ojal para que el viento no se lo llevase… Pero ¿y si el señor notario estornudase tan fuerte que la dentadura le quedase colgada del hilo como los quevedos del abuelo, como el sombrero del abuelo?
—Brrr… —Se estremeció la muchacha.
—¿Hace frío aquí? —se extrañó el señor notario.
—No, la muerte me ha tocado —dijo abrazándose y acariciándose los brazos.
—¡Una expresión muy bonita! —dijo el señor notario, y se sumergió en un contrato mercantil que ya llevaba póliza. Estaba mecanografiado cuidadosamente, cosido con un hilo rojo y blanco con un sello de lacre al final. Cuando terminó de leerlo se levantó. Por la ventana abierta veía el río sobre el que se inclinaba una camisa blanca que agitaba una vara en el agua. El guardapolvo del portero casi se confundía con el color del río. Los dos hombres se levantaron y se miraron en silencio, la camisa blanca también se reflejaba en la superficie del río, donde el joven, como un artista de circo, estaba colgado por los pies, también…
—¡Señorita! ¡Apunte! —El notario se dio la vuelta impetuosamente—. ¡Aprisa, antes de que se me olvide…! El ataúd es mi cuna y la inscripción fúnebre sobre la losa es mi fe de bautismo… ¿Por favor, me lo repite?



2

El matrimonio Schiesler, el campesino y la campesina de Bosin, fueron los primeros en llegar. Hacía un cuarto de siglo que el señor notario los conocía, desde que fueron a verle de recién casados, los dos vestidos de campesino y con el misal, él llevaba unas botas de caña alta, unos pantalones de montar de algodón y un sombrero de cazador, los dos tenían un aire majestuoso, como los reyes. Hoy, en cambio, están envejecidos y van vestidos como en la ciudad.

—Pues… ¿qué me cuentan? —preguntó el notario tras ofrecerles unos sillones.
—No hay ninguna novedad, sólo que nuestro vecino se ha vuelto loco — dijo el campesino.
—¡Caray! —el señor notario fingió que se extrañaba.
—¡Pues sí! Nuestro vecino tenía una cerda que tuvo cochinillos, pero todos, excepto uno, se murieron de parálisis. Los vecinos alimentaron el cochinillo con una botella, y el animal corría tras ellos como si fuese un perrito. Cuando creció los vecinos decidieron matar al cerdo. Pero como lo tenían de escondidas, una noche el viejo bajó a la bodega, y el cerdo detrás de él, porque tal y como he dicho, los perseguía como si fuese un perrito. Cuando ya estaban en la bodega, el cerdo puso su cabeza en el regazo del vecino, sólo él podía rascarle las orejas. El amo le metió en la boca el mango del hacha, para que no chillase. Pero entre ambos tiraron el candelabro, y el vecino, que había pinchado mal al cerdo, lo tuvo que pinchar con un cuchillo. Después se estuvo una hora seguida sentado sobre el cerdo, hasta que se desangró en la oscuridad. Pero el cerdo creía que lo había pinchado otra persona, y se quedó arrimado al amo hasta que perdió toda la sangre. Y después el amo salió de la bodega, se desplomó sobre la cama, y empezó a llorar, y ya nadie pudo consolarlo. Y lo tuvieron que llevar a Kosmonosy. Y yo me digo, ¿ser amigo de los animales? ¡Jamás de los jamases!
—¡Dios mío! —exclamó el señor notario—. ¿Y usted estaba allí?
—No. Me lo contó todo la hermana del vecino, Libuse, aquella que, como usted sabrá, tiene a la chica en la cama desde hace treinta años. ¿La conoce?
—¿La del número dieciséis?
—La misma. ¿Sabe lo que ocurrió?
—No, no lo sé…
—Pagaron muy caro haber ido al cine a la ciudad. Daban una película de Chaplin, con aquel muchacho, Gogan, que interpretaba el papel de ángel, y Libuse se prometió que su Lubise, para la fiesta de Navidad, tendría un disfraz de ángel idéntico. Y con unas plumas le hicieron las alas, bueno, era muy bonito, pero la niña se resfrió, cogió una gripe cerebral, y desde entonces está en la cama como Lázaro en el sepulcro.
—¡Ahora… caigo! Los Hodac —se acordó el señor notario—. Su segundo hermano tiene una casa en el número veintiséis, ¿no es así, señora Schieslerová? ¿Cómo les va a los Hodac?
—Bien. Se compraron siete jornales de tierra —dijo la campesina juntando sus manos en el regazo—. Sólo que su Karlícek ha pasado a mejor vida. Precisamente mañana se cumple un mes del entierro. También pagó cara su amistad con los animales. Tenían un potrillo que había aprendido a ir a buscar azúcar a la cocina, algo lo asustó, se dio un golpe con una columna, se trastocó y rompió los muebles. El viejo Hodac saltó sobre él, pero antes de que pudiera ponerle una manta sobre los ojos, dio un golpe a Karlícek. Y después empezó a dolerle la pierna, lo tuvieron que llevar al hospital y allí le cortaron la pierna, mientras lo estaban haciendo se murió. Los Hodac quisieron ver a su hijito dentro del ataúd, pero lo abrieron y lo cerraron rápidamente, porque la pierna cortada yacía al lado del cadáver del niño. Pero aparte de eso, señor notario, la vida de pueblo es muy aburrida, no pasa nada que merezca la pena ser contado. En ese sentido ustedes aquí, en la ciudad, están mucho mejor. Sólo que…, ¿sabe dónde vive el viejo Král? —se animó la campesina.
—¿En el número catorce? —sonrió el señor notario.
—Exacto. Pues Král, el muy tonto, subía al desván con la criada, y allí hacían el amor. Una vez le cogió un calambre y se quedó unido a la criada.
—Vaya, vaya —se intranquilizó el señor notario mientras miraba a la pasante a quien se le encendió la nuca.
—¡Sí, sí! —dijo la campesina moviendo el sombrero con plumas de halcón—. Y tuvimos que llevar escaleras de mano, y lana, y cuerdas, y bajamos al patio a los fornicadores, dentro de una lona. Parecía, que Dios me perdone, parecía, a la luz de los faroles, aquel cuadro del altar, el descenso de la cruz… Cuando desatamos la lona, entonces la vieja Králová, la misma que está tan orgullosa porque educan a su hija en un convento, pues la vieja Králová les pegó con un látigo, y su marido perdió los sentidos. ¿Y sabe usted? No sirvió de nada ni darles latigazos, ni tirarles agua fría, ni pincharlos con un cuchillo. Tuvo que acudir el señor médico. Se mantenían unidos como los calvinistas y su fe.
—¡Qué cosas! —murmuró el señor notario—, pero de todas formas tengo que constatar que la gente de los pueblos está mucho más cerca de la naturaleza —añadió.
—Es lo único —dijo el campesino aflojándose la bufanda amarilla y apretándose la pajarita verde con un dedo—. Incluso quisieron violarnos a la catequista ¡Parece mentira lo que la gente es capaz de hacer! Un día soleado ella bordeaba el bosquecillo por allí, por donde se llama na ptáku, y un tipo en bicicleta con una americana azul la adelantó. Y cuando la catequista se internó por el bosque, pues el tipo saltó encima de ella desde los arbustos y le dijo, Vamos, y la quiso violar. Pero la catequista, miembro del Sokol, dio un golpe a las partes del tipo, y él tuvo que coger la bicicleta, y la catequista lo llevó a patadas hasta la comisaría. Resultó ser un comerciante de ganado de Prelouc, como excusa dijo que sólo quería ir de vientre, pero la catequista, delante de la policía, le dio una bofetada, y el comerciante de ganado se hundió y lo admitió todo, todo lo que había ocurrido, y prometió no volverlo a hacer nunca más. Excepto eso, señor notario, en el pueblo no ocurre nada, no es como cuando nosotros éramos jóvenes. —Parpadeó el campesino.
—Pero Ludvík, cuenta también al señor notario —recordaba la campesina sonándose con un pañuelo de batista y llenándose, a pesar de ello, los dedos de mocos—, di cómo atrapasteis a nuestro tonto del pueblo, cómo se lo manejaba… Va… —lo animaba la campesina.
—¿No será demasiado salvaje? —el señor notario se asustó y miró a su pasante cuyo perfil brillaba con un sudor plateado.
—¡Qué va! Se trata de la vida misma —lo tranquilizó la campesina.
—¡Desde luego! —el campesino casi se enfadó—. No tiene la menor importancia, se trata solamente de la inocencia infantil. Como teniente de alcalde fueron a buscarme porque un vecino se había envenenado con un aguardiente destilado en casa. Yo recomendé que, para que lo expulsase, cogiesen una escalera de mano y lo colgasen por los pies. Pero el vecino ya había digerido la bebida. Entonces recordé cómo se hacía en casa, con mi abuelo. Enterramos al vecino con estiércol caliente, porque él ya casi estaba frío, y cuando tirábamos la última palada, oímos que detrás de la valla una Página 51 cabra balaba de una forma extraña. Nos preguntamos qué pasaba, saltamos las vallas, y atrapamos al tonto del pueblo, el tartamudo, Bohousek…

El señor notario se levantó, y tras ponerse los dedos sobre sus labios morados acercó su oído a la boca del campesino.

Y él le susurró algo, después el señor notario se hundió en su butaca.

—Entonces cogimos el látigo y algunos palos —prosiguió el campesino en voz alta—, le dimos tal tunda que dejó de tartamudear. Pero, aparte de eso, ¿qué clase de vida llevamos en el pueblo? No hay teatros, ni cines, ni hoteles… ¡La ciudad! —se quejó nostálgicamente el campesino.
—Quizás —dijo el señor notario, y vio que entre los dedos de la pasante el documento temblaba ligeramente, al ritmo del corazón de la muchacha—. Pero para nosotros, los cristianos, Dios está en todas partes, en el pueblo, en la ciudad, donde esté el hombre, allí, en su corazón, vive Dios. El resto, como ustedes ya saben muy bien, es vanitas vanitatis. Por ello nosotros, los cristianos, como hijos de Dios, hacemos un contrato con él en todo lo que se refiere al alma. Porque nosotros, también como ciudadanos, podamos tratar con contratos los hechos relacionados con la propiedad. Supongo que es la razón que los ha traído a mi consulta, la cuestión de qué hacer con las propiedades en caso de muerte… ¿No es así? —preguntó el señor notario cuando vio que los campesinos ya se habían calmado con la conversación.
—Eso es —respondieron ambos al unísono.

El señor notario se puso en pie y empezó a hablar:

—Así pues, hablaremos de los tipos de testamento —dijo, y mientras hablaba miraba por la ventana, miraba la otra orilla del río, donde el sol había obligado a los colores a evaporarse casi completamente.

En aquel momento llegó una barquilla roja con listas amarillas, una barquilla pintada como un carro de helados, la barquilla del señor Brichnác, el maquinista de tren jubilado. Aquella barquilla en la popa tenía unas inscripciones en letras ornamentales, sobre cada remo, escrita también en letras ornamentales, estaban las señas completas del señor Brichnác, que iba en bermudas y remaba, en la cintura de las bermudas también estaban bordadas, en letras mayúsculas, todas las señas del señor Brichnác, que en sus pies llevaba unos zapatos de lona con las señas escritas muy meticulosamente. El señor notario miraba el río y se deleitaba, y seguía hablando de las últimas voluntades. Mientras tanto la barquilla roja salpicaba los árboles con reflejos rojos. El señor notario recordó que hacía unos años que toda la ciudad fue a dar la bienvenida al obispo titular de Letomérice. La estación estaba llena de juventud, baldaquines, estandartes, el ayuntamiento en pleno, música…, pero el tren especial del obispo titular llevaba retraso, y el jefe de estación dio paso, por otra vía, a un tren de mercancías conducido por el maquinista señor Brichnác. Justo después de pasar el semáforo, el conductor sacó su cuerpo afuera y bendijo el andén dibujando con la mano una cruz bien grande… Las niñas comenzaron a tirarle flores y la banda de música empezó a tocar Mil veces…, pero por la estación estaba pasando un tren de carbón… La barquilla roja desapareció detrás de un sauce llorón y trasladó a otro lugar todos sus reflejos e inscripciones…

—Y por todo ello, incluso con la propiedad se puede medir el amor paterno hacia los hijos, que seguirán administrando el patrimonio heredado… —concluyó el señor notario.

En el despacho se hizo el silencio.

—Pues, señor notario… —El campesino se pasó la lengua por sus labios —. Nosotros pensamos…, en resumen, ¿cómo podría decirlo…? O sea que nuestro hijo mayor, Ludvík, lo heredará todo, pero pagará a Anezka, nuestra hija… Le dará 50 000… y nosotros viviremos en la casa pequeña… — murmuró el campesino hecho un lío, apretó su barbilla contra el pecho y se tapó la pajarita verde—. Y a ti, ¿qué te parece? —preguntó.
—Yo quisiera que en el contrato constase que una vez al mes Ludvík, mi hijo, debe enganchar los caballos al carro y acompañarme al cementerio de Krinec… —dijo la campesina. Una lágrima le resbaló por la mejilla, en su recorrido hizo una pasta con el maquillaje barato, y lo acumuló al lado de la boca arrugada.
—Es decir —resumió el notario—, que la señorita conseguirá la lista, es decir el acta catastral, el viernes próximo ustedes vendrán con dos testigos, y redactaremos el borrador. ¡Señorita, escriba!

El señor notario se acercó a la ventana, estuvo un rato mirando el río, y empezó a pensar en el maquinista señor Brichnác, que por la noche saldría a dar un paseo en su bicicleta de la marca Premier, una bicicleta con un manillar ergonómico, desde la palomilla se subiría al pedal ya a punto. En la bicicleta, en letras ornamentales, están escritas las señas completas del señor Brichnác, inclusive el número de su casa. Aquella casita donde todas las cosas están marcadas, pintadas y numeradas, parece un camino provisto de señales de senderismo, blancas y verdes para el jardín, blancas y negras para el almacén del carbón, azules y marrones para el excusado…

—¿Señorita, está preparada? ¡Empecemos!… En el caso de que Dios nos llame a la Eternidad, ordenamos lo siguiente: Primero… —el señor notario dictaba mientras miraba la superficie fluida del río, y como siempre, no se cansaba de contemplarla…



3

Pasado el mediodía el señor notario cogió su bastón y se fue a dar un paseo. Mientras iba andando desde el molino hacia el puente, le adelantaron dos personas que iban en tándem y que con el manillar le tocaron ligeramente una manga. Habían salido durante la pausa del mediodía, se trataba de dos hermanos, los estanqueros, vendían tabaco y periódicos al lado del teatro. Uno era ciego, iba en el asiento de detrás, el otro iba sentado delante. Al señor notario, cuando todavía fumaba, le gustaba comprarse los puros en su estanco, le gustaba notar que el invidente dominaba el estanco con el tacto. Por la forma de toser del señor notario sonreía, sacaba la cabeza por la ventanilla y lo saludaba:

—¡Buenos días, señor notario!

Y se daba la vuelta y estiraba su brazo directamente hacia el estante correcto, el de los puros Puerto Rico, después cogía el billete que también reconocía con los dedos, del mismo modo que conocía al señor notario por su tos. En aquel momento los dos estanqueros estaban pedaleando por la orilla del río, una vez más sus retratos invertidos se movían por el agua tranquila, sus cabezas desaparecieron debajo de las faldas de los tilos, pero sus pies seguían golpeando los pedales, como si se tratase de los ejes acoplados de una locomotora, y otra vez se repitieron en el río, como una máquina fantástica de cuatro ruedas… El señor notario les miró y pensó qué ocurriría si una noche los estanqueros se emborrachasen y se sentasen a la bicicleta doble al revés, el ciego delante, y el otro detrás.

¡Quién sabe dónde llegarían! Quizás si no encontrasen a nadie el ciego llegaría a su casa, quizás conocía tan bien el camino como los billetes por el tacto, como la manera de toser de sus conocidos…, pensaba el señor notario. Y bordeando los establos abandonados con unas cabezas de caballo rojas sobre la puerta, salió hacia los huertos. En silencio pasó por delante del estanco, siempre le daba reparo mirar hacia allí. Incluso aquel día vio de reojo las manos del estanquero que reposaban sobre el mostrador, detrás de la ventanilla, las manos del herido de guerra quemadas por un lanzallamas. Por ello lo condecoraron y le dieron un estanco…

El señor notario bajó al río por la escalera de piedra, miraba la ciudad con glotonería, las ventanas de colores. En la otra orilla estaba una mujer con una blusa encarnada que llevaba un cesto de ropa para lavar, se arrodilló sobre una pasarela y miró su propia cara en el agua tranquila, continuamente se arreglaba el peinado que se le deshacía, el señor notario vio a otra lavandera que se inclinaba como si quisiese salir del agua, pensó en la dama de corazones de una baraja de naipes… Pero la lavandera cogió una sábana blanca de la cesta, se inclinó, y borró su retrato…

Y por la orilla del río, por la marga de la otra ribera, se paseaba el señor deán con un bombín, y un deán vestido de negro, exactamente igual, andaba por el río cabeza abajo, y cuando la blusa de la lavandera y el abrigo negro del deán se aproximaron, apareció un punto encarnado encima de una exclamación negra, y la misma figura nació en el agua, pero con el significado opuesto, y cuando la lavandera saludó al clérigo, él hizo una pequeña reverencia y con un movimiento largo se sacó el bombín. En el reflejo del río parecía que el deán cogiese agua con su sombrero…

El señor notario miraba atentamente hacia la otra orilla, y lo percibía todo. Después se puso en cuclillas, cogió agua con sus palmas y se lavó la cara ceremoniosamente. Subió a la orilla del río y bordeando las vallas salió de la ciudad.

Al lado de un campo de cerezos, sobre una lancha invertida, estaba una mujer joven en traje de baño que tricotaba un jersey amarillo, un niño desnudo estaba estirado boca abajo sobre la madera para lavar, y con una ramita pescó algo en el agua. El señor notario suspiró dulcemente, después miró hacia la otra orilla del río donde empezaban unos prados kilométricos, sobre un caballo blanco llegó un hombre joven y moreno, descalzo, sólo llevaba pantalones, fue directamente al vado y comenzó a atravesar el río. Y otro caballo empezó a reflejarse, parecía como si las dos cabalgaduras estuviesen enganchadas por las pezuñas. El caballo blanco estiró las riendas, bajó su cuello, y con su boca se bebió su propio retrato.

—Mamá, ¿qué es eso? —preguntó el niño plantado con las piernas separadas delante de la mujer joven del bañador, con los dedos sujetaba algo fláccido.
—¡Tíralo enseguida, Famflík! —gritó ruborizándose.
—Pero mamá, ¿para qué sirve?
—¡Te he dicho que lo tires enseguida!
—¡Cuando me hayas dicho para qué sirve!
—Todavía no necesitas saberlo, ya tendrás tiempo…
—¡Pero yo quiero saberlo! —El niño descalzo pataleaba.
—¡Y yo te repito que lo tires enseguida! —gritó la madre dejando las agujas de tricotar.

Pero el niño se puso a correr, y la madre detrás de él. Cuando tendió la mano hacia el niño fugitivo, él, desesperado, se puso en la boca lo que había pescado en el río.

—¡Ya verás cuando se lo diga a tu padre! —gritó la joven mujer pegando al niño que había tropezado y se había caído a los pies del señor notario.

La joven madre con una mano sacó aquello de la boca del niño, con la otra le pegó mientras chillaba asustada:

—¡Ya verás cuando se lo diga a papá, marrano, más que marrano!

Arrancó aquello de la boca del niño y, con asco, lo tiró muy lejos.

Después siguió tricotando, y de repente tuvo la sensación que iba en bicicleta y que alguien le metía una vara entre las ruedas. Se dio la vuelta y vio al señor notario desnudándola con la mirada, contemplaba su cuerpo con tanto placer y experiencia que ella se tapó las ingles con una mano, y los senos con el otro brazo. Y así anduvo hacia atrás hasta que se quedó sentada en la lancha, y enseguida se puso delante el jersey que estaba tejiendo.

—Hmmm —ladró el señor notario, y se hundió el sombrero hasta las cejas, y después se fue. Entre sus dedos hacía girar el bastón, y con un aire juvenil decapitaba las flores y miraba el caballo que estaba nadando en el río, vio cómo emergía lentamente y cómo salía del agua con el jinete, y cómo de nuevo de sus rodillas salía un caballo invertido que con su pezuña piafaba sobre su propio retrato. Después el jinete, con el talón descalzo, dio un golpe muy fuerte en el flanco del caballo, que resonó, y el caballo comenzó a trotar por encima del vado salpicando su propia copia.

El señor notario tenía prisa.

Al pasar por delante del estanco tampoco miró, pero una vez pasado, de reojo se dio cuenta de que no había visto aquellas manos rojas. Se paró, y después oyó unos gemidos. Anduvo hacia atrás y miró al interior del quiosco. El estanquero estaba tendido en el suelo con un ataque de epilepsia, yacía de una forma extraña, entre los estantes y la silla, casi totalmente cubierto de cigarrillos.

El señor notario anduvo alrededor del estanco, y cuando cogió el mango de la puerta se dio cuenta de que estaba cerrada. Regresó sobre sus pasos, y a través de la ventanilla pudo ver la llave en la cerradura. Dejó el bastón, subió la ventanilla y metió medio cuerpo en el quiosco. Estiró sus dedos para poder abrir, pero perdió el equilibrio y se cayó adentro de cabeza. Primero vio las manos quemadas por el lanzallamas, después se cayó y su cara se le quedó sobre las mejillas del estanquero, aquellas mejillas tan estropeadas por la guerra que parecían haber sido metidas en un recipiente con aceite hirviente. Después, con el talón, sacó un cajón de su sitio, y ambos fueron cubiertos por montones de monedas. El señor notario liberó una mano, abrió, y salió rodando a la luz solar.

Era exactamente el momento en que la repartidora del periódico Vecerní ceské slovo llegaba en bicicleta. Sobre el portaequipajes delantero y trasero llevaba paquetes de periódicos, cuando vio al señor notario dando volteretas y al estanquero tendido en medio de cigarrillos y monedas, bajó de la bicicleta y se quedó patitiesa, con las piernas separadas y sujetando el manillar.

—¡Señora Vorlicková, ayúdeme! —dijo el notario.

Pero la repartidora de periódicos estaba petrificada.

El señor notario sacó al estanquero acompañado de los cigarrillos y las monedas. Después le desabotonó la camisa, le dio unos golpecillos en las mejillas y le secó el sudor abundante. La repartidora ya se había repuesto, pero no podía mover más que el dedo pulgar. Es decir que como mínimo tocaba el timbre de la bicicleta.

Enseguida llegó mucha gente corriendo, abrieron los puños cerrados del estanquero, trajeron agua del río, y lavaron el pecho del pobre hombre. El señor notario tenía en su regazo la cabeza del estanquero y acariciaba aquel cráneo quemado durante la guerra que parecía el resultado de coser muchos trozos de distintas pieles.

—Señora Vorlicková, ¿por qué no va a avisar a su mujer? —dijo el señor notario.

Pero la repartidora de periódicos seguía tocando el timbre y de repente se puso a chillar.

—Recojan el dinero y los cigarrillos —observó el notario.

Seguía acariciando al estanquero mientras miraba al otro lado del río, donde estaba sentado un pescador que metía un pececito vivo en el anzuelo, un pececito vivo y brillante como un espejo, lo metió en el anzuelo con sumo cuidado para no romperle la raspa, y después lo tiró al río, formando un gran arco… Y en el espejo del río, delante de él, como el rey de picas, estaba de nuevo otro pescador…

—Vayan a buscar al médico —aconsejó el notario.

Una respuesta a “EL SEÑOR NOTARIO

  1. Pingback: TRAMPLED UNDER FOOT. Catálogo de autores y obras: Literatura europea (H-Z) | Periódico Irreverentes·

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.