Doris Lessing

TODOS miraban hacia el mismo lado, sentados en unas sillas de metal duras y resbaladizas, unidas entre sí. Tenían la atención puesta en la mujer del mostrador de recepción, que aparentemente había perdido todo interés por ellos, tras anotar pulcramente en los formularios el nombre, la dirección y el motivo de su visita. Era una mujer joven y corpulenta, con unos ojos como de lluvia violeta que parecían hechos para reír o para llorar, y que sin embargo ahora estaban inundados de la severa imparcialidad de la justicia. La placa de la solapa decía que era la enfermera Doolan.
Era una sala muy amplia con las paredes pintadas de un color beige muy poco interesante, totalmente desnudas salvo por un letrero: «Excepto casos de urgencia, acudan al médico de cabecera». Evidentemente, las aproximadamente veinte personas que se encontraban allí no consideraban que sus médicos de cabecera fuesen tan buenos como los de este departamento de urgencias del hospital. Aparentemente, sólo a uno de los pacientes le urgía la asistencia médica, una mujer desgreñada de unos cuarenta años, pelirroja teñida, que se sostenía el brazo izquierdo vendado sobre el hombro derecho. Todos sabían que se había roto la muñeca porque la mujer que la acompañaba, tras volverse hacia ellos, les había dirigido un gesto autoritario con la cabeza y había anunciado a voces: «La muñeca. Se la ha roto». Satisfecha de que todos fueran conscientes de su prioridad, había hecho sentar a su protegida en el extremo de la primera hilera, la que estaba más cerca de la puerta cuyo letrero decía: «NO PASAR». Nadie protestó. La de la muñeca rota, agotada por el dolor, estaba medio adormecida en su asiento, con el rostro de un color blanco azulado y las greñas naranja que le daban aspecto de payaso. Pero parecía que la enfermera Doolan no consideraba que se mereciese ningún trato de favor, pues el nombre que anunció para la siguiente visita no era el suyo. «Harkness», llamó la enfermera Doolan, y cuando una mujer de aspecto sano se dirigía a la puerta que decía «NO PASAR», la ayudante del pobre payaso se levantó y protestó: «Pero es que es urgente. Se ha roto la muñeca».
—La atenderán en seguida —replicó la enfermera Doolan, y se enfrascó plácidamente en la lectura de los formularios.
—No les importa. No les importa en absoluto —dijo una anciana que estaba en una silla de ruedas. Tenía una voz potente y acusadora. Estaba gorda y parecía una rana estreñida. Su cara, rebosante de salud, reflejaba una experta resignación ante los golpes que da la vida—. Yo me he caído hace más de seis horas y me he roto el hombro. Estoy segura.
La mujer mayor que la acompañaba no intentó ganarse la simpatía de los presentes, sino que más bien evitó las miradas que decían claramente: ¡Eso no se lo cree nadie!
—Está bien, tía, no protestes —le rogó con suavidad.
—Que no proteste, dice ella —replicó la anciana, que tenía por lo menos ochenta años y estaba llena de energía—. Eso estará bien para otros.
Un muchacho de unos doce años emergió de los misterios del otro lado del «NO PASAR» con una muleta y un pie vendado, y una enfermera lo acompañó a través de la sala de espera y lo dejó en la calle, donde se suponía que vendrían a buscarle. Regresó.
—Enfermera —gritó la anciana—. Tengo el hombro roto y llevo horas esperando… Siempre ocurre igual —añadió mientras su acompañante murmuraba: «No tanto, tía. Sólo media hora».
La enfermera miró a la enfermera Doolan de Recepción, quien le hizo un gesto con los ojos violeta. La enfermera Bates, obediente, se detuvo junto a la silla de ruedas y adoptó la actitud de simpatía apropiada. «Vamos a echar un vistazo», dijo. La sobrina le apartó la chaqueta de punto de color rosa vivo dejando al descubierto un hombro sobria y rígidamente desnudo, excepto por un tirante mugriento.
—¿Qué quieres, desnudarme? ¿Para que todo el mundo me vea? ¡Si no, ya me dirás!
La enfermera se inclinó sobre el hombro y lo examinó con suavidad mientras todo el mundo desviaba la mirada para no dar a aquella bruja la satisfacción de sentirse contemplada.
—¡Aaaaaay! —gimió.
—Sobrevivirá —dijo la enfermera en tono jovial mientras se enderezaba.
—Está roto, ¿verdad? —insistió la tía.
—Tiene una pequeña magulladura, pero nada más, me parece. Después le harán una radiografía.
Y se alejó con brío hacia la puerta del «NO PASAR», levantando las cejas y sonriendo con los ojos a la enfermera Doolan, que le devolvió la sonrisa.
—No se preocupan —se oyó la potente voz—. A ninguno de ellos le importa. ¿Se imaginan lo que es pasarse la mitad de la noche en el suelo sin que nadie venga a levantarte?
La anciana sobrina, una mujer pálida y delgada que probablemente — aunque por su bien todo el mundo esperaba que no fuera así— había dedicado su vida a aquella vieja mandona, no se molestó en defenderse, pero volvió a deslizar la chaqueta rosa sobre el hombro, que mirándolo con atención, tenía un ligero tono morado.
—Día tras día, yo sola. Más me valdría estar muerta.
—¿Quieres un poco de té, tía?
—Bueno, si te tomas la molestia. Aunque seguro que no hay quien se lo beba.
Durante un instante la sobrina se permitió poner cara de agotamiento mientras se alejaba de su tía, pero en seguida sonrió y pasó por entre las filas de gente que esperaba, diciendo: «Perdón. ¿Me permite, por favor?».
—Fanshawe —gritó la enfermera Doolan, aparentemente como respuesta a una vibración del aire, pues no había salido nadie.
Un hombre de unos sesenta y cinco años, que llevaba una zapatilla de piel roja en un pie y que se levantó con la ayuda de un bastón, se acercó despacio a la puerta, cuidando de no caerse.
—Lo normal sería que tuvieran suelos que no resbalaran —dijo la voz desde la silla de ruedas.
—El suelo es antideslizante —replicó la enfermera con firmeza.
—Es mejor prevenir que curar —intervino el señor Fanshawe guiñando un ojo a la concurrencia para dejar claro que no quería ninguna complicidad con aquella bruja.
—¿Y mi hermana? —preguntó la mujer que ahora mecía a la de la muñeca rota. Le temblaba la voz y parecía a punto de echarse a llorar de indignación.
Y realmente el pobre payaso parecía medio inconsciente, con la cabeza de color naranja inclinada a un lado; luego la enderezó de una sacudida y se le cayó de nuevo hacia delante. Incluso gemía. Oyó su propio quejido y la vergüenza la hizo despabilarse. Dirigió unas sonrisas dolientes a la primera fila y volvió la cabeza hacia atrás tanto como pudo. «Me he caído», murmuró como en confesión, suplicando misericordia. «Me he caído, ¿saben?»
—No es la única que se ha caído —dijo la voz de la silla de ruedas.
—Ha habido un accidente importante —explicó la enfermera Doolan—. Llevan tres horas trabajando como desesperados.
—¡Ah, era eso! Ahora se comprende. Claro, en este caso… —comentó la sufrida concurrencia.
—Nunca he visto nada igual —dijo la enfermera Doolan compartiendo su angustia con ellos.
Resultó evidente que tanto ella como los demás miraban nerviosamente a la anciana, quien por una vez, decidió no intervenir. En aquel momento llegó la sobrina con el té en un vaso de plástico.
—¿No te lo había dicho? —exclamó la tía mientras cogía el vaso y empezaba a beberse el té tragando ruidosamente—. Esta porquería de vasos, y encima está frío. ¡Es increíble!
Se oyó un ruido de ruedas detrás de «NO PASAR». Cuando se abrieron las puertas, apareció en primer lugar la espalda de un mozo negro joven con su pulcro uniforme, luego una camilla de ruedas de acero, y sobre la camilla una forma humana envuelta en vendajes hasta la cintura, pero desnuda la parte de arriba, mostrando el torso de un joven sano y fuerte. Negro. Del cuello emergía, como un capullo, una cabeza blanca vendada. Desde el capullo blanco, unos ojos castaños miraban vigilantes. La camilla desapareció en el interior del hospital, camino a alguna sala varios pisos más arriba.
—La señora de la muñeca —dijo la enfermera Doolan—. Bisley.
Y la mujer de la muñeca rota se puso de pie apremiada por su hermana y se tambaleó. La enfermera Doolan pulsó inmediatamente un timbre, que se oyó resonar en el interior. Salió corriendo la misma enfermera de antes, comprendió por qué la habían llamado y la señora de la muñeca, medio inconsciente, empezó a andar con la enfermera Bates sosteniéndola por un lado y su hermana por el otro. Una nueva adición a las urgencias de la mañana. Entraron dos mujeres jóvenes, vestidas y maquilladas como si salieran de una discoteca, charlando animadamente y con la apariencia de hallarse en perfecto estado de salud. Bajaron un poco el tono de voz al darse cuenta de que su regocijo no era bien recibido y se sentaron al final de todo, donde siguieron susurrando y soltando risitas mal contenidas. ¿A qué habrían venido a Urgencias?
Exactamente esto es lo que la anciana parecía estar a punto de preguntarles en cualquier momento, pues las observaba con una mirada dura, fría y acusadora.
—Tía —se apresuró a intervenir la sobrina—, ¿quieres tomar otro té? A mí me apetece uno.
—Me da lo mismo. —Y tendió el vaso con benevolencia. La sobrina volvió a salir.
Y entonces, todo cambió de repente. Un grupo de hombres apareció al otro lado de la puerta de cristal, en el mundo en que iban y venían los coches, donde transitaban los turistas, donde reinaba la salud y todo era normal. El grupo hacía señas de urgencia y provocó la alarma en la sala de espera aun antes de que se abrieran las puertas.
Un obrero joven, vestido con un mono blanco manchado de rojo, se asía al marco de la puerta porque sobre su hombro llevaba un cuerpo que pesaba mucho, según pudieron ver todos, pues era como un peso muerto. El cuerpo era asimismo de un hombre joven, pero el mono blanco estaba empapado de una sangre terriblemente oscura que aún brotaba rítmicamente de alguna parte.
—Pero ¿por qué no han…? —empezó la enfermera Doolan, a punto de seguir: «¿Cómo se les ocurre entrar por esta puerta? Este hombre necesita una camilla. ¡Qué manera de hacer las cosas!», o algo parecido, nadie lo sabrá jamás, pues tras echar un vistazo a la escena que se les ofrecía, puso el pulgar sobre el timbre y lo pulsó para que resonara en los oídos de los médicos y las enfermeras que se encontraban al otro lado de la puerta.
Se oyeron pasos y voces, y salieron corriendo la enfermera, tres médicos (dos mujeres y un hombre) y un mozo con una camilla.
Al ver al grupo de hombres que acababan de pasar el umbral, se quedaron inmóviles y la doctora jefe empezó a hacer señas para que se acercara el camillero.
—Se ha caído del tejado —dijo el hombre que llevaba a su compañero—. Se ha caído. —Se le veía incrédulo, como si les suplicara a ellos, los expertos, que le dijesen que aquello era imposible, que no podía haber ocurrido. El compañero que estaba junto a él, un joven que llevaba un mono azul marino sin ninguna mancha, lo corroboró: «Sí, se ha caído. De pronto hemos visto que no estaba ahí. Y luego…». El otro hombre que estaba detrás aún llevaba en la mano el rodillo. Pintura naranja. Los tres hombres rondaban los veinte años, a lo sumo veintidós o veintitrés. Estaban pálidos y conmocionados y sus ojos expresaban que habían visto algo terrible que no podían dejar de mirar.
La doctora encargada ordenó pasar al grupo, y médicos y enfermeras se hicieron a un lado para que los hombres pudieran atravesar la puerta de «NO PASAR». La sangre caía silenciosamente sobre el suelo.
Y entonces pudieron ver el rostro que pendía sobre el hombro empapado de sangre. Tenía un color grisáceo, de un tono que probablemente muchos de los presentes no habían visto nunca en una cara. La boca le colgaba, tenía los ojos abiertos. Unos ojos azules… El personal sanitario siguió al hombre y las puertas se balancearon hasta cerrarse.
La enfermera Doolan salió de detrás del mostrador con una bayeta y se inclinó para limpiar la sangre del suelo. También ella tenía un aspecto abatido.
Mientras tanto, llegó el segundo vaso de té y la anciana se lo bebió. La sobrina, intuyendo que había ocurrido algo durante los minutos en que había estado ausente, miraba a su alrededor, pero nadie le hacía caso. Todos tenían la vista fija en el letrero de «NO PASAR» y en su cara se reflejaban los acontecimientos.
—Bien —dijo la anciana en voz alta, llena de jovial energía—. No me han ido tan mal las cosas, ¿verdad? Tengo ochenta y cinco años y aún me quedan muchos más por delante.
Nadie la miró, ni nadie hizo comentario alguno.

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