Hacia otro verano (IV)

Janet Frame



SEGUNDA PARTE
OTRO VERANO

8

Recuerdo, se dijo a sí misma, tumbada en la fría y oscura habitación de Winchley.

—Antes de nacer yo el río Leith se desbordó y la casa de Leith Street, en la que vivían mi madre y mi padre, los padres de este, mi hermana y mi hermano, se inundó, y aunque no abandonaron la casa, la inundación fue lo suficientemente seria como para convertirse en uno de los recuerdos más vívidos de nuestras vidas, incluso de mi vida; hablamos de ello, soñamos sobre ello, y quedó registrado en fotografías que seguiríamos estudiando mucho después de habernos mudado de Dunedin a Outram; cuando era pequeña lo compartí con la familia como nuestro recuerdo reciente más catastrófico.
—Este es el Abuelo, de pie en la puerta de la casa de Leith Street. Se la hicieron justo después de la inundación.
—Esto es Leith Street. Durante la inundación. La gente navegaba por la calle subida en mesas.
—Estos son Papá, Isy y Jim. Antes de la inundación.
—Esta es la Abuela. Mira, como va en la silla de ruedas está a salvo de la inundación.

La Abuela tenía diabetes, y le habían amputado una pierna. A veces llevaba una de madera, pero se movía más rápido con la silla de ruedas.

Había aprendido mucho de la inundación, se había convertido en una parte tan importante de mi memoria que me quedé consternada al descubrir que no la había vivido, y mi consternación fue en aumento cuando descubrí que Isy y Jim, mi hermana y hermano mayores, podían utilizar la inundación como un arma contra mí. ¡Ja! ¡No estuviste en la inundación!

—Pero yo la recuerdo —dije.
—No habías nacido. Tenemos fotos de la inundación en las que salimos nosotros, pero tú no habías nacido.

Sabía que, por no haber nacido en el momento adecuado, me había perdido algo importante, sobre todo porque confundía el desbordamiento del Leith con otra inundación de la que mi madre solía hablar, una en la que había llovido durante cuarenta días y cuarenta noches, habían construido un arca y habían rescatado a los animales de dos en dos. Cómo envidiaba que Isy y Jim hubieran conocido todos los animales del mundo, yo solo conocía las vacas y las ovejas que había en los prados, y en el establo, sentada en mi tacatá, había conocido a Betty, la vaca rojiblanca de grandes huesos. Miraba cómo mi madre la ordeñaba. Cuando fui lo suficientemente mayor y superé lo de ir con el tacatá, me pasé un tiempo jugando con la caja de latas de gasolina que había debajo del nogal (todos los niños tenían una caja de latas de gasolina para gatear, jugar y aprender a caminar), y me quedaba de pie, delante del baúl, tirándole patatas a Betty, y le daba de comer manzanas que cogía de debajo de los árboles del huerto. Mi abuela solía cantar:

Los animales iban de dos en dos,
un río más que cruzar.
Un río más, y después del río, Jordania…

y yo no quería que la cantara, pues yo no había estado presente, y no podía recordar los animales, y la idea de ir a Jordania me daba miedo, y mi madre hablaba del Mar Rojo y el Mar Muerto, y el único río que yo conocía era el Taieri. ¿Por qué no había nacido antes? Así sabría de qué iba la cosa.

Crecí. Entré en el territorio adulto de los juegos que Isy y Jim ya habían hecho suyo —las cocheras de los trenes, los almacenes que había junto a las «vías del tren», y más adelante en la carretera, el barracón de prácticas militares, detrás del cual había un «polvorín», al que siempre nos referíamos con temor. Teníamos prohibido acercarnos al polvorín. No sabíamos cuál era su naturaleza, pero la palabra nos llenaba de terror. Polvorín. Siempre que salíamos a jugar mi madre nos advertía: «¡Recordad que detrás del barracón de prácticas militares hay un polvorín!».

Jugábamos en la «despensa», persiguiéndonos arriba y abajo por entre los sacos de trigo, que llamábamos «escaladores». Fue más o menos entonces cuando, según la definición del diccionario, me convertí en «un pequeño pájaro furtivo que frecuenta las torres de las iglesias» —una grajilla. Tenía las alas negras, el pico amarillo, y mi graznido asustaba a Isy y Jim como nada los había asustado antes, o quizá lo fingían; en cualquier caso yo era feliz y me sentía poderosa; podía vivir en lo alto de los escaladores, cerca del techo, y aparecer repentinamente detrás de un gran escalador, desplegar las alas, alzar mi pico amarillo y, volando, ir detrás de Isy y Jim.

—¡Soy una grajilla, soy una grajilla!

Y qué orgullosa me sentía cuando nos avisaban para ir a cenar y entrábamos en tropel y nos sentábamos a la mesa e Isy y Jim, a la pregunta de

—¿Qué habéis hecho esta mañana? contestaban con lo más importante de nuestro juego,
—Grace es una grajilla.
—Sí, Grace es una grajilla.

No sé durante cuánto tiempo seguí siendo una grajilla; quizá lo suficiente para recuperar la autoestima, maltrecha cada vez que se mencionaba la famosa inundación.

***

¿Cómo se las arreglan los hijos únicos sin la educación social de sus hermanos y hermanas? Yo viví en lo que en Free Lance o Weekly News llamarían un «torbellino social»: hermana, hermano, tías, tíos, abuela, abuelo, vecinos de siempre como el señor y la señora Widdowson, el señor y la señora Brown; la gente que trabajaba con mi padre o nos traía provisiones o nos prestaba su toro o hablaba con mi madre por encima de la cerca, o cuyos hijos entraban en nuestras vidas con sus invitaciones, «Pásate por casa» —«casa» que se encontraba a kilómetros de distancia; y, por encima de los vecinos de siempre, la gente poderosa e importante cuyas órdenes podían asustar, curar, llevarte a prisión, despedirte (ser «botado»): policías, médicos, alcaldes, concejales; y luego, por encima de esa «gente importante», las personas remotas cuyos nombres aparecían en el «periódico» —el Rey, el Príncipe de Gales, Gandhi, el señor Forbes, el señor Coates; asesinos, actores, ladrones, artistas, emperadores extranjeros; y por encima de todos, Dios. Cuando la idea de Dios llegaba a tu mente lo hacía tan rápido que no había tiempo para examinarla.

—¿Quién creó el Mundo? —decía tu amiguito.

Y tú contestabas:

—Dios.

Su aplastante poder para solucionar discusiones era tremendo; si podías decir «Dios dijo» o «Dios hizo» habías ganado; era incluso más útil que el «Papá dijo» o «Papá hizo», tan frecuentemente utilizado para sacar ventaja.


Si más allá de la familia había un «torbellino social», más acá, en casa, la vida estaba tan densamente poblada que casi se convertía en un mareo social: además de los parientes —los abuelos que vivían con nosotros, las tías, los tíos, los primos que venían a pasar las vacaciones, una madre, un padre, ahora dos hermanas, un hermano— había arañas en los rincones del suelo y el techo, cochinillas y babosas debajo de las piedras, gusanos en el jardín, mariquitas en las hojas, caracoles en los arbustos, pájaros en los árboles, ratas y ratones en la antecocina, truchas en el río, vacas y ovejas en los prados, y nuestra nueva vaca Beauty, más pequeña y menos salvaje y peleona que Betty, pues esta era «una Ayreshire —me explicó mi madre—, no tan de fiar y mansa como una Jersey». Ahora era trabajo mío dar de comer patatas a Betty mientras la ordeñaban. Se quedaba quieta en el establo, rumiando, o mascando las patatas. A veces, cuando una patata se caía del montón, lejos de ella, la vaca alargaba el cuello, abría la boca, dejando escapar su aliento a hierba, y desenrollaba cual alfombra su larga lengua roja hasta la mismísima punta curvada, que no se llegaba a estirar del todo. Luego, tras recuperar la patata extraviada, Beauty empezaba a mascarla, volvía a meter la cabeza en el establo, y la piel dorada y negra del cuello que tan servicialmente le había permitido llegar hasta la patata perdida volvía a sus pliegues caídos de siempre; luego Beauty cerraba los ojos y sacudía la cola, mientras la leche llenaba el cubo a chorros y la espuma blanca lo rebosaba.

***

Cuando dejé de ser una grajilla me retiré un tiempo del «torbellino social» y me convertí en una «bestia» solitaria del prado. Llevaba incluso un traje de «bestia» hecho de terciopelo dorado, y a pesar de que antes me solían dar miedo las bestias con sus abrigos de terciopelo dorado, ahora que yo tenía mi propio traje de bestia ya no las temía. Todo el día exploraba y jugaba en el prado; a solas con las bestias; hasta que ocurrió algo que asustó a mi madre y a mi padre, que se miraron entre sí y dijeron, refiriéndose a mí. «Ha estado jugando cerca del pantano». ¡El pantano! La hierba que ahí crecía era roja, el mismo color que el interior de la pelota roja de plástico que una tía nos había dado «nueva» y que habíamos hecho trizas porque nuestra curiosidad sobre lo que había en su interior se había hecho tan intensa que ya no la pudimos soportar más, teníamos que saber de qué estaba hecha y por qué rebotaba. Nuestra tía se enfadó muchísimo cuando volvió a visitarnos y vio los restos inertes de la pelota roja de plástico abandonados en el sendero del jardín.

Pero si no hubiéramos destrozado la pelota roja de plástico, ¿cómo habríamos sabido que la hierba del pantano del prado de al lado era idéntica al interior de la pelota?

Parecía que, al igual que el «polvorín», el pantano era un lugar prohibido. Había tantos lugares y cosas prohibidas que temer —las inundaciones, las guerras, el polvorín, el pantano, los toros, las ratas de la pared, los borrachos, los chulos, la correa, los tíos y tías que amenazaban, «Te meteremos en un saco y te tiraremos al mar», «Los gitanos se te llevarán». También teníamos nuestros pequeños pañuelos anudados, que contenían nuestra preciada colección de creencias y supersticiones infantiles —mezcla de verdad y fantasía, de palabras mal entendidas o malinterpretadas, de perplejidades medio resueltas, de preguntas desesperadas a las que daban respuestas desesperadas en vez de dejarlas sin respuesta alguna… me hice una herida en el ojo… el médico me la curó, el médico y los duendecillos, que yo llamaba «huesillos». ¿Quiénes eran los «huesillos»? ¿Por qué mi madre sonreía cuando yo hablaba de ellas? ¿Por qué no dejaba de preguntarme, como si no lo supiera, «Quién te ha curado el ojo»? Y cuando yo contestaba, prefiriendo la contestación más extraña: «Los “huesillos”», ¿por qué parecía tan contenta y maliciosa?

Yo no hablaba correctamente; confundía las palabras. Uno de mis juguetes favoritos era una lata de queroseno atada a un trozo de cuerda, de la que yo tiraba por el pasto, debajo del nogal y hasta la cerca para que las bestias compartieran mi placer. Solía cantar una canción sobre mi lata, ¿por qué todo el mundo se reía cuando la cantaba?

Dios salve a nuestra graciosa lata,
Dios salve a nuestra noble lata,
Dios salve a la lata.

Las palabras eran tan misteriosas, y estaban tan llenas de placer y miedo. Mosgiel. Mosgiel. Up Central. Taieri. Waihola. Ao-Tea-Roa. Lottie. Lottie. Ese era el nombre de mi madre, aunque nunca la llamábamos así, solo a las tías y a los tíos les estaba permitido utilizar su nombre.

Mi tía, que tenía bocio (bocio, bocio), se quedaba junto a la puerta, en el pasillo, y decía:

—Oh, Lottie; un momento, Lottie.

O le decía a mi padre:

—¿Qué piensa Lottie? ¿Le gusta vivir en Outram?

A veces, cuando había visitas en casa, la palabra salía inesperadamente de los labios de mi padre y yo, conmocionada, intentaba creer que la había dicho.

—Como le decía a Lottie esta misma tarde…

Era una palabra extraña y aterradora; le daba a mi madre una nueva distinción que parecía distanciarla de nosotros, y que implicaba que no nos pertenecía. Despertaba mi curiosidad por ella y me hacía sentir celosa; su nombre era una forma de decirnos No —pero ¿acaso no éramos sus hijos, no era yo su hija especial hasta que Dorry nació? ¿Y cuando naciera el siguiente no sería también su hijo especial? Me sobrevino un pánico terrible al oír el nombre; vi cómo se alejaba más y más; sabía que era cierto, que no nos pertenecía, ni nosotros a ella, y que yo era yo misma, yo misma y nadie más.

A veces yo repetía bajito su nombre. Lottie. Una vez la llamé por su nombre en voz alta y ella se enfadó y mi padre dijo: No seas maleducada con tu madre. Lottie y George. Lottie-y-George. Eran mi madre y mi padre. Solo nosotros podíamos llamarles Mamá y Papá.

Yo jugaba sola, junto a la cerca, mientras la bestia me miraba. Y, como suelen hacer las bestias, lloraba, una lágrima caía por la delgada y oscura marca que tenía sobre la mejilla. Me dirigí a ella.

—Lottie —dije—, ¿qué te parece vivir en Outram?

Luego, con todo mi descaro exclamé:

—¡Lottie-y-George! ¡Lottie-y-George!

***

—Me han trasladado —dijo mi padre—. Nos vamos a ir a vivir a Glenham. A la gente «del ferrocarril» la «trasladaban» continuamente, y siempre que mi madre hablaba con los vecinos en algún momento de la conversación se hacía referencia al hecho de «estar en el ferrocarril» y a los «traslados». Sin embargo creo que a mi madre le gustó establecerse en Glenham, ya que no estaba tan cerca de la línea Main Trunk como Outram, con lo que mi padre no tenía la responsabilidad de ir en los expresos. Hacía poco lo habían ascendido de Bombero a Maquinista y allí, en medio del campo, no había mucho peligro de que chocara con otro tren o atropellara a alguna de los miles y miles de personas que vivían cerca de Dunedin. Mi madre se quedó tranquila y por las noches, cuando mi padre se iba a trabajar (con su bolsa de cuero del trabajo, hecha a mano, su gorra de conductor de locomotora, su fardo y sus sándwiches de salmón), nos cantaba:

Papá está en la locomotora,
no tengáis miedo
.

De modo que todo estaba bien. No teníamos miedo. Y si mi padre pasaba con el tren cerca de casa siempre hacía sonar el silbato para hacernos saber que todo iba bien.

Ahora dormía en la cuna; todavía cabía. Dorry, el bebé, estaba cada vez más grande y muy pronto dejaría su caja de latas de gasolina y se nos uniría a mi hermana, a mi hermano y a mí en nuestro nuevo mundo de Glenham y el ferrocarril de Glenham, entre las viejas líneas retorcidas y oxidadas, las traviesas apiladas, la placa giratoria en desuso…

Pronto la cigüeña traería otro bebé, pero todavía no, pues Dorry aún se alimentaba de las tetas de mi madre y dormía entre mi madre y mi padre en la «cama grande». Quizá en nuestro próximo traslado, dijo mi madre, habría un nuevo bebé, pero yo no estaba interesada, pues Dorry me pertenecía, mi madre me lo había dicho, y era improbable que pudiera tener otro tan pronto; había que pensar en mi hermana y mi hermano, y la división tenía que ser rigurosamente justa.


A mi padre volvieron a trasladarlo antes de lo que esperaba —a Edendale, no lejos de Glenham. La novedad sorprendente y excitante de este «traslado» era que nos acompañaría nuestra casa; la desmontarían, la llevarían a Edendale y la volverían a construir, y mientras tanto viviríamos en los barracones del ferrocarril de Glenham.

Era invierno, nevaba, y, como Glenham está en el interior, la nieve cuajaba y cada vez era más y más alta. Nuestros barracones quedaron rodeados de nieve. Uno era el de mi madre, mi padre y el bebé, otro era nuestro dormitorio, otro la cocina y el salón, otro el lavadero.

Mi padre cavó un sumidero a unos cincuenta metros de los barracones y construyó un cobertizo de hojalata para cubrirlo. Vivimos en los barracones durante seis meses. Cogimos resfriados de los que no mejorábamos, «hacíamos vahos» con Bálsamo Friar, a mí me dolían las piernas y lloraba y lloraba, y la tía de Dunedin nos visitó y dijo: Lottie, cómo puedes soportarlo, y el mundo estaba lleno de escarabajos, escarabajos que trepaban por las paredes y por el techo y por el suelo y yo decía Mira los escarabajos y mi madre decía Dónde, y yo los señalaba, y la tía de Dunedin decía:

—Delira.

Nevaba y nevaba. Las ratas susurraban en las paredes; extrañas sombras recorrían arriba y abajo las paredes; si por la noche teníamos miedo o nos dolían los dientes no podíamos ir a buscar a nuestra madre y nuestro padre, ya que fuera estaba oscuro y la capa de nieve era demasiado gruesa. El bebé tenía una pequeña tos muy divertida, como la de una oveja, y su rostro estaba sonrosado y brillante; los brazos y las manos de mi madre estaban rojos de tanto lavar ropa y pañales. A veces mi madre le contaba con nostalgia a mi padre o a nosotros la temporada en Outram en la que llevó el «brazo en alto» durante seis semanas y «vuestro padre tuvo que lavar y ordeñar a la vaca». Yo no recordaba que mi madre se hubiera hecho daño en el brazo y lo llevara vendado, pero advertí que se trataba de algo importante en su vida, casi tan importante como la inundación, y solo a la altura de la ahora legendaria época en la que mi padre llevó el «tobillo enyesado» a causa de un accidente mientras jugaba al fútbol en Dunedin.

—Cuando me quedé sin tobillo —solía decir mi padre.

Para mí fue una decepción descubrir que mi padre se había hecho daño en el tobillo jugando al fútbol; me parecía indigno. Y me entristecía oír a mi madre hablar de su brazo, lo hacía con nostalgia, como si hubiera sido una época de gran libertad que nunca más volvería a experimentar —pero ¿qué podía tener de liberador llevar el brazo en cabestrillo?

—Cuando eras pequeña, y yo llevé el brazo en alto durante seis semanas…

***

Con la casa construida y sin apenas tiempo de acostumbrarnos a ella nos tuvimos que «trasladar» otra vez: a Wyndham, el pueblo más grande en el que habíamos vivido —tenía una calle mayor y unas cuantas calles más, con vecinos «al otro lado de la cerca»; una escuela, un río; y gente, gente por todas partes. El día que nos mudamos (sin dejarnos a Beauty) a la casa de Ferry Street, junto a las vías del tren, fue muy excitante. Había casas en toda la calle, hasta el río, en un extremo, y hasta la calle mayor, por el otro. De un mundo de hierba nevada, bolitas de nieve, manuka, ganado, ovejas, pájaros, en el que solo había cielo y conejos y prados en kilómetros y kilómetros, a calles con casas y gente; gente a quien conocer, a quien mirar, a quien hacer muecas, a quien poner nombres, a quien temer, de la que huir.

Yo tenía cuatro años. Exploramos los bajos de la casa y nos parecieron «bien». Hicieron un establo abierto para Beauty en la esquina del jardín, cerca de las vías del tren. Al fondo del jardín había una bomba para el agua. Al otro lado de la cerca, junto a la bomba, había otra casa ferroviaria en la que vivían los Hadford —el señor, la señora, Mavis, Joan, Ronnie. Ahora que estábamos rodeados de gente mi madre pareció que perdía su aire nostálgico; se convirtió en una ajetreada vecina que aceptaba y recibía bollitos, pikelets, mermeladas; intercambiaba puntos de vista; y, dentro de casa, expresaba su opinión sobre los vecinos —los Hadford, los Lyle, los Baker. Aunque los comentarios se los hacía a nuestro padre, nosotros escuchábamos y aprendíamos. Con orgullo descubrimos que nuestro «pequeño pecho» estaba «sano» mientras que Mavis Hadford era definitivamente tísica y Ronnie estaba como un palo y los hijos Baker estaban como unos palos y lo que necesitaban todos era mucha leche y crema. Su endeblez, decía mi madre, se debía a que vivían «en una ciudad». Si vivir en Wyndham era vivir en «una ciudad» entonces a nosotros, los niños, nos gustaba, y por mucho que mi madre pronto empezara a hablar con añoranza y orgullo de «cuando vivíamos en los barracones, seis meses durante el invierno, en la nieve, cuando Dorry era un bebé», no hubiéramos cambiado Wyndham por Glenham o Edendale o Outram. Jugábamos con los Hadford y los Baker. Jugábamos a los vecinos y a las visitas, y a la escuela, y yo era la profesora, y mi madre nos miraba desde la puerta de la cocina, y oí cómo le decía a la señora Lyles, que había venido a pedir un poco de harina:

—¡Cuando sea mayor será maestra de escuela!

¡La vida en Wyndham resultaba tremendamente excitante! Ronnie Hadford se metió un abalorio por la nariz y luego no se lo podía sacar; Mavis Hadford se rompió la pierna y la enviaron al hospital, y cuando regresó a casa iba con muletas y le dijimos: Déjanos tus muletas, Mavis, y ella no quería, e intentamos utilizar una de las muletas de la Abuela para jugar a que nos habíamos roto la pierna, pero las suyas no eran del tamaño adecuado, con lo que al final nos hicimos unos zancos, y nos pusimos a andar Ferry Street arriba y abajo en ellos hasta que Isy se resbaló y un clavo que sobresalía le hizo un corte en la espinilla.

—Mi espinilla —dijo ella.

Espinilla. Espinilla. El médico la cosió, dejándole una cicatriz blanca, y durante un tiempo mi madre estuvo hablando de otro accidente que tuvo Isy antes de que yo naciera.

—Cuando Isy era un bebé y bebió Jeyes Fluid le tuve que dar un vomitivo.

¿Un vomitivo?

—Le di un vomitivo y me la llevé a toda prisa al médico.

¡Oh, mi madre era tan valiente y rápida! Tommy Lyles era capataz del ferrocarril, y el tren lo atropelló delante de nuestra casa, y mi madre rasgó unas sábanas para vendarlo, casi como si hubiera estado esperando toda su vida una oportunidad para rasgar unas sábanas. Ocurría a todas horas; en el periódico siempre había historias de gente que llegaba rápidamente a la escena del accidente y rasgaba unas sábanas. De este accidente mi madre no solía hablar. No convirtió este suceso en otro acontecimiento de su vida del tipo: «Cuando Tommy Lyles fue atropellado y yo rasgué unas sábanas vosotros erais pequeños», porque Tommy Lyles murió.

Nosotros evitábamos jugar cerca de las vías del tren en las que Tommy Lyles había muerto, y nos daba pánico mirar la casa en la que había vivido, y nos quedábamos mirando fijamente a la señora Lyles porque había sido su esposa, y una noche aparté la cortina y miré por la ventana hacia su casa para sorprenderla en la oscuridad, y ver si había cambiado, y solo se notaba de noche, pero no pude ver nada especial, era una casa normal de las del ferrocarril, como la nuestra, con la excepción de que en su jardín delantero crecía un árbol col.

Durante las semanas posteriores a la muerte de Tommy Lyles hubo como un rumor de muerte en el aire. De repente mi madre se ponía la mano sobre el pecho, daba un grito ahogado, y parecía que se asustaba. Era como si la gente quisiera decir, mira lo que le ha pasado a Tommy Lyles. Y los que nos gustaba ir al lado de las vías del tren a coger guisantes salvajes, tuvimos que dejar de hacerlo porque Tommy Lyles había estado ahí. Claro que nunca lo habíamos llamado Tommy. Para nosotros era el señor Lyles. A veces me imaginaba a mi padre diciendo con una voz terriblemente funesta:

—Mamá, Tommy Lyles ha muerto de camino al hospital.
—No lo hagas, Curly.

Y es que era mi padre quien conducía el tren que lo mató.


Ahora estábamos en Guerra, y había heridos, y no por el fútbol. Como teníamos tantos vecinos, ahora teníamos más visitas, un señor y una señora de aquí y allí casi cada noche, y mientras mi madre hablaba sobre niños y el gobierno con las mujeres, los hombres intercambiaban recuerdos sobre la Guerra. Mi padre adoptaba una voz especial cuando hablaba de la Guerra.

—Sí, estuvimos en la Guerra. En las trincheras.
—Oh, las trincheras. No lo hagas, Curly —decía mi madre, empalideciendo y poniéndose la mano sobre el pecho. Yo no estaba muy segura de lo que eran las trincheras, pero sí sabía que debían de ser lugares terribles.
—Mademoiselle de Armentierres, parley-vu —cantaba mi padre—. Recoge tus Problemas, mételos en tu vieja mochila y sonríe, sonríe, sonríe. Llévame de vuelta a Blighty.

Me parecía algo extraño y aterrador estar en Guerra y que mi padre cantara:

Quiero irme a casa,
quiero irme a casa,
no quiero volver a las trincheras,
donde las balas y la metralla no dejan de volar.
Llévame a ultramar
donde el Allemand no me pueda alcanzar.
Dios mío,
no quiero morir,
¡quiero irme a casa!

Todos sabíamos que cuando nuestro padre cantaba esta canción estaba en la Guerra; había algo en la canción que tenía importancia allí, entonces, en Ferry Street Wyndham Southland Isla Sur Nueva Zelanda Hemisferio Sur el Mundo el Universo; la importancia residía en estas dos líneas,

Dios mío, no quiero morir,
¡quiero irme a casa!

Cuando oí la canción supe por la forma en que mi padre la cantaba y la expresión de su rostro que tenía miedo de morir, y cuando mi madre le oyó cantarla supe por la expresión de su rostro que no quería que mi padre muriera, pero que tenía miedo de que quizá —quién sabe —mira lo que le pasó a Tommy Lyles —pudiera morir, en cualquier momento, hoy, mañana…

—No lo hagas, Curly —decía ella—. No cantes eso. Ahora no estás en la Guerra.

En general hablaban de la Guerra como si fuera un lugar lejano al otro lado del mar, como San Francisco o Honolulú, adonde cada pocos años los soldados viajaban y se quedaban un tiempo, y cuando te referías a los soldados que habían luchado en todos esos años lo hacías diciendo que habían estado «en las Guerras». La mayoría de sus cuentos de hadas comenzaban: «Un viejo soldado, al regresar a casa de las Guerras». Se fueron jóvenes, regresaron envejecidos, con el pelo gris, piernas de madera y bastones para andar…

Y sin embargo por cómo la gente se refería a ella, yo sabía que la Guerra no era un lugar como San Francisco o Honolulú, era algo que se movía como un iceberg o una nube; era invisible, no se movía en una única dirección, como un río, ni tenía siempre la misma forma, como un tren sobre las vías, sino que constantemente cambiaba, quizá le crecían brazos y piernas, y una cara, y luego las perdía o se desvanecían; o quizá plantaba una semilla en el jardín o en la carretera o la ponía en agua —el mar, los ríos, y se quedaba ahí, creciendo, floreciendo, luego marchitándose; empujada de un lado a otro por el viento; admitiendo gente, convirtiéndose en gente, quitándoles cosas, dándoles cosas, cambiando la forma de sus vidas: eso era la Guerra. Se perpetuaba mientras la gente intentaba escapar de ella; cantaban Recoge tus Problemas y Dios mío no quiero morir, quiero irme a casa.

Pero ¿acaso había algún sitio al que ir? ¿Cómo podías irte a casa si ya estabas en casa?

¿O se trataba acaso de un sitio que no estaba en el mundo?


A veces pensaba que sería reconfortante y conveniente encontrar un lugar así.

Especialmente cuando:
a) te dolían los dientes,
b) pronto irías a la escuela.

9

Grace se levantó de la cama y apagó la estufa de gas. Cesó el susurro de las llamas, empalideció el enrejado sonrosado, la habitación se enfrió como si no hubiera estado encendida la estufa. La helada, expectante, repiqueteó en el cristal de la ventana, se deslizó por la trampilla del cristal y entró sigilosamente en la habitación, dejando en sus cuatro rincones un permanente frío nocturno y adueñándose de la almohada, que ya se quedó fría para toda la noche. Grace encendió la lamparilla y volvió a sentarse sobre la fría cama. Los huesos le dolían por el frío; respiraba, jadeante, entre los dientes. Luego, incapaz de soportarlo más, se dirigió a la cómoda, cogió otra manta y volvió a la cama, envolviéndose con ella dentro de las sábanas. Ah; con el calor su piel comenzó a coger color. Anne y Philip estarán calientes, pensó. Le obsesionaba la palabra. Caliente. Calor. Intentó recordar algún momento en el que el sol no hubiera estado ausente; parecía imposible pensar en otros colores que no fueran el gris, el blanco, el negro. Y los niños también estarán calientes, pensó ella, pues los niños siempre tienen reservas de más. No tengo bolsa de agua, ni manta eléctrica; solo una rebeca y una manta de lana entre las sábanas; la piel humana es lo mejor y lo más sencillo.

Y sin embargo Grace disfrutaba del frío, ahora que había impedido que entrara en la cama. Corrientes de pensamientos claros y fríos fluían por su cabeza. Recordó que la habitación y la cama pertenecían al padre de Anne. Con qué frecuencia se debía tumbar aquí, pensó ella, sintiendo el frío pero incapaz de admitirlo, observando el techo y las paredes, los cuadros de Nueva Zelanda, Wakatipu, los Alpes Meridionales, Christchurch; saboreando el cálido viento que sopla en las llanuras; tumbado, rígido y severo, consciente de haber embutido una vida de recuerdos de una tierra de vastos espacios de montañas, llanuras y valles de arbustos en esta austera habitación pintada de blanco. Seguramente las pocas posesiones que decidió traerse de Nueva Zelanda debían de estar cargadas de una concentración tal de recuerdos que a veces no podría soportar inspeccionarlas bajo esta remota luz norteña de Winchley sin sufrir la correspondiente pesadumbre. Y sin embargo qué noble se debía sentir, habiendo tomado su decisión, habiendo reducido el revoltijo de su vida a una habitación.

***

Grace advirtió la fotografía enmarcada de Anne; sonrosada, con el pelo moreno, sonriente; quizá de la graduación, pues poseía la inocencia, la ingenuidad típica de las fotos tomadas cuando eres joven, en tu pueblo natal, y que nunca se puede volver a capturar, especialmente si dejas tu pueblo natal para irte a vivir en otro país. Grace supuso que Anne no le tenía aprecio alguno a esta foto; había en ella un entusiasmo dócil y desdibujado que no era tanto responsabilidad directa del fotógrafo como de la atmósfera del pueblo natal, una atmósfera necesariamente impregnada de la historia y los secretos familiares, así como de los orgullos y las preocupaciones provincianos, y que se había filtrado en la fotografía del mismo modo que se extendía por las calles y las casas y sus muebles, y se revelaba en las absortas caras de la gente.

Grace recordó el primer libro de una escritora australiana cuya foto de sobrecubierta mostraba el mismo entusiasmo e inocencia que la foto de Anne; de nuevo, no se debía únicamente a la mujer misma, sino a su pueblo natal, a su familia, a su vida. Cuando la escritora dejó Australia para irse a vivir a Inglaterra publicó otro libro en el que había otra foto suya en la sobrecubierta, qué distinta se la veía en esta fotografía, qué discreta había sido la cámara, contando su verdad a través de sus pequeñas mentiras selectivas; ya liberada de las cerradas y restrictivas restricciones de la atmósfera de su pueblo natal. La escritora parecía más arreglada, más moderna y sofisticada; casi no se la distinguía de otras escritoras, se podía colocar su fotografía junto a la de otras del mismo tipo y apariencia y resultaría imposible distinguir una de otra — como esos cementerios que pretenden ser Jardines de Reposo y en los que, al pasear entre las rosas y las dalias y los gladiolos sabiendo que tantas cenizas están enterradas en el jardín, realmente no se les puede asignar el lugar que les corresponde a los muertos —las hojas de hierba del césped se parecen demasiado, y no se pueden arrancar los pétalos de las rosas para descubrir cuál ha sido alimentada por Mary, Henry, George, Wilfred.

Si ahora tomaran fotos de esa escritora, de Anne, de la misma Grace, pensó Grace, todas mostrarían esa discreción de la cual la Muerte es experta; una podía sentirse triste al ver las fotografías de su viejo pueblo natal, pero el nuevo también tenía sus ventajas…


Grace había estirado el brazo para apagar la lamparilla cuando la fotografía de Anne la distrajo; ahora se volvió a acostumbrar a la oscuridad, se acurrucó en la manta de lana, tiró de la ropa de cama hasta casi cubrirse la cabeza y cerró los ojos. No se oía nada en la habitación de los niños. Philip y Anne todavía no se habían ido a la cama.

¿De qué debían estar hablando ahí abajo, junto al fuego?

Grace intentó no pensar en su incapacidad para comunicarse verbalmente; repasó sus intervenciones en la conversación de la velada. ¡Si hubiera dicho esto, si hubiera dicho lo otro! ¿Por qué siempre se detenía en medio de la frase sin saber cómo continuar, como si las palabras e ideas se hubieran evaporado?

Empezó a llorar, en silencio, hasta quedarse dormida.

10

Una o dos veces se despertó, apartó la ropa de cama para sacar los brazos y se volvió de la pared al oscuro contorno refulgente de la ventana. Inmediatamente el aire se heló a su alrededor, podía sentir el roce de la punta de los carámbanos sobre su piel; había quedado sepultada por el hielo; cualquiera que entrara en la habitación podría ver el rectángulo de hielo con forma de ataúd sobre la cama, y en su interior la vaga y azulada forma femenina de un incómodo pájaro migratorio, una hoja volandera depositada en el penúltimo hogar de un viejo pastor de ovejas neozelandés. La oscuridad del campo llena el cuenco de luz hasta los bordes; en la oscuridad de la ciudad pequeñas luces plateadas nadan como peces en una piscina. De noche Winchley era oscuro y solitario. No se oía nada. Ni chotacabras, ni erizos, ni gatos, ni tampoco el mar estrellándose en el rompeolas o el reloj de la torre marcando los cuartos de hora. No se oía a nadie; solo de vez en cuando, en la habitación de los niños, los leves gimoteos inquietos que hacen los niños mientras duermen: No me lo quites, es mío, Mami, lo tiene Noel, y es mío, quiero esto, quiero esto, pero es de Sarah, No, No lo quiero, Mami, mira lo que hace Noel, Papi, para qué ha venido Grace-Cleave, dónde está el bebé Jesús y mis ángeles: gimoteos por cosas rotas o robadas o colocadas fuera de su alcance; cosas cosas.


No oía a Philip y Anne; debían de estar profundamente dormidos. Debían de haber aceptado su sueño, llevando a cabo su ritual con la engañosa simplicidad de un mimo, como las estrellas de cine en la pantalla —entrando en la habitación, desvistiéndose, apartando las sábanas, tumbándose cuidadosamente en el lugar correspondiente de la cama de matrimonio, descansando la cabeza sobre la almohada, separados, como si hubiera espinas venenosas entre los dos; luego estirando el brazo para apagar la lámpara, dándose alegremente las buenas noches con un Chao, Que sueñes con los angelitos; los ojos cerrados; los dos inmersos en un sueño instantáneo. Grace solía imaginar, cuando veía películas así de sencillas, que tan pronto como la cámara abandonaba la escena los compañeros de cama abrían los ojos, cual muñecos y, en la oscuridad, se abalanzaban el uno sobre el otro formando una maraña de brazos y piernas, como si de un complicado juguete mecánico se tratara, rojo-sangre y blanco-nieve retorcidos y expuestos, dando vueltas como los colores de un poste de barbero. Pero Grace sabía que con mayor frecuencia era la película irreal la que sucedía en realidad, que el hombre y la mujer se iban a la cama, distribuían cuidadosamente la ropa de cama para que cada uno tuviera su parte, apagaban la luz, se decían Buenas noches o Que duermas bien o Nos vemos mañana, y se quedaban dormidos, tiesos como cadáveres, como si pensaran en la muerte y en los problemas y los gastos que se ahorrarían si se murieran durante la noche con los cuerpos ya discreta y adecuadamente listos para su propio ataúd.

De vez en cuando Grace oía un suspiro o un murmullo de Philip o Anne; algo dicho en sueños. Soy la fisgona perpetua, pensó Grace; siempre con el oído a la pared de las vidas de los demás; una existencia más indirecta parece imposible. Creo que si fuera humana en vez de, ahora, afortunadamente, un pájaro migratorio, debería ser una de las primeras máquinas humanas programadas, mis fríos ojos proyectando un destello de luz a intervalos fijos, y la boca emitiendo su código de señales.

A regañadientes se levantó de la cama y utilizó el orinal, una grande y amplia vasija de paredes blancas como los acantilados de Dover. Los británicos, pensó, son tan hospitalarios.


Un niño llorando. «Mami, Mami». Se oyen voces soñolientas en la habitación de los padres, los lentos movimientos adormilados de Anne en el pasillo, Philip exponiendo ceremoniosamente, como si así pudiera vencer la inevitable discusión con el desvelo, «Son las cinco de la mañana».


Silencio de nuevo. Sarah había ido a la cama grande con Mami y Papi, donde los tres, ni estrellas de cine ni cadáveres, solicitaron y recibieron por segunda vez la ayuda del sueño instantáneo, una preciada combinación para padres y madres e hijos cansados. Como regalo de empatía acumulada, a modo de premio y compensación por la soledad, por haberle sido denegada la esencia humana y verse obligada a vivir como un pájaro migratorio, Grace pudo servirse de esa combinación familiar de paz después del cansancio y se quedó dormida, despertándose ya de día al oír el efusivo recitado del Herrero Local, es decir, Noel, que utilizaba su propio lenguaje y combinaciones de melodías para cantar —es un decir— las alabanzas del despertar, pensando ya en la comida, la luz, los juegos, las peleas, el amor.

Pero… sugar-puffs. ¿No son estos el denominador común del despertar?

(Continuará…)

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