Mircea Cărtărescu

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NO PODÍA DISTINGUIR A LOS DEMÁS entre el gentío, ¡a la fiesta asistieron más de cuatrocientos invitados! Era, como suele decirse, di granda . Pasando de un grupo a otro, entre desconocidos de todo tipo que hablaban y reían con platos en la mano, me encontraba de vez en cuando con un rostro conocido, con el aleteo conocido de una mano. Reconocemos a la gente más por su aspecto, por su forma de gesticular, por el brillo de los ojos entre la multitud que por su rostro propiamente dicho. Mira a Vişniec, me digo al atrapar por el rabillo del ojo un perfil barbudo. De repente recuerdo cómo iba a su casa, veinticinco años atrás, para grabar música. Vivía en una habitación pequeña en el sótano de un bloque antiguo del centro. Para llegar a su habitación había que recorrer un pasillo siniestro, con tubos gigantes por las paredes, con salas de calderas, con montones de carbón, palas, veneno para ratas por los rincones… Nos sentábamos en la cama y, mientras John Lennon cantaba a voz en grito «I don’t believe in Jesus, / I don’t believe in Hitler, / I don’t believe in Beatles » (porque acostumbrábamos a grabar la música directamente, colocando un magnetófono junto a otro), nosotros nos pasábamos las horas muertas hablando sobre poesía, pues por aquel entonces la poesía no solo era toda nuestra vida, sino lo único que había sido creado en algún momento por un Dios poeta. Matei escribía tan solo poesía en aquella época y se planteaba ya abandonar Rumanía, era consciente de que un escritor rumano jamás ha podido afianzarse en su propio país. Y qué razón tenía. De mi generación, los más inteligentes y los más valientes acabaron marchándose todos. Los demás nos quedamos para luchar con la miseria nacional, nos enfangamos en ella hasta la coronilla, algunos se suicidaron y otros renunciaron a la literatura. Me dirigí hacia Matei, nos abrazamos, intercambiamos unas palabras. Corpulento y elegante, con una barba rojiza, con la serenidad de quien ha conseguido algo en la vida, Matei parecía un verdadero dramaturgo francés, un hombre que había vivido con dignidad esos decenios en los que nosotros nos arrastrábamos de una indigencia a otra.
Vi también a mi amigo Tudor Bănuş, el ilustrador de mi Enciclopedia Zmeilor , e inmediatamente después a Gabriela Adameşteanu. Nos besamos afectuosamente, éramos viejos amigos desde que coincidiéramos en América, en Iowa City, allá por 1990. Tengo fotografías con nosotros dos en la cubierta del barco de vapor Mississippi Queen (tomamos entonces unos margaritas, es decir, cerveza con tequila, y luego vimos que en el fondo de la botella de tequila había un gusano de cactus, grande y pálido que, al parecer, era lo que le daba sabor a la bebida); los dos en el desfile de Halloween, donde los banqueros de la ciudad desfilaban disfrazados de osos y de bomberos y donde Gabriela lucía una máscara grotesca: gafas, narizota y bigote estilo Groucho Marx; los dos en la terraza de las Sears Towers de Chicago, por entonces el edificio más alto del mundo; los dos en el Empire State Building… En Iowa City estábamos un pequeño grupo de rumanos, nosotros dos más Mircea Tomuş y Dănuţ Cristea, a los que se sumaba de vez en cuando el rumano de adopción Stavros Deligiorgis, y juntos pasábamos las tardes en el bar Red Fox, devorando palomitas y bebiendo una cerveza tras otra en pitchers de cristal. En aquella época estaba exultante, loco de felicidad: había escapado de mi miserable prisión, había llegado a América y la iba a recorrer a lo largo y ancho en aquellos tres meses de indian summer que me habían sido concedidos. Pero todo eso pertenece a otra vida. Antes de volver a la fiesta de París quiero mencionar tan solo un episodio gracioso: una tarde, en el Red Fox, mientras Gabriela estaba en el restroom , decidimos montar una farsa —un tanto estúpida, lo reconozco—, pero que, después de tantas cervezas nos pareció perfecta. Llamamos a la camarera, pagamos las consumiciones y, cuando Gabriela volvió, empezamos a decir entre nosotros: «¿Qué tal si nos piramos, así, a la rumana, para que se acuerden bien de nosotros?». «Vale, no se van a enterar. Estamos junto a la puerta y la camarera acaba de hacer la ronda… qué cojones, de cualquier manera esos tipos están forrados, no los vamos a arruinar…» Gabriela nos miraba espantada: «Espero que no estéis hablando en serio…». «¿Por qué no vamos a decirlo en serio?», intervino también Dănuţ. «Venga, vamos a hacerlo. Solo hace falta un poco de morro… Venga, Gabi, qué cojones, ¿es que tú no te has ido nunca sin pagar en Bucarest?» «Pero… estáis locos… ¿no os dais cuenta de que si nos pillan nos la cargamos…?» Consternada, la pobre Gabriela intentaba persuadirnos a los tres. La fuerza del grupo —el famoso entorno que corrompe a los chiquillos formales— se mostró una vez más irresistible. Al cabo de unos diez minutos de argumentos y contra argumentos, conseguimos que Gabriela se levantara de la mesa a la vez que nosotros y que saliera, con el corazón en un puño, por la puerta del pub . Una vez fuera, bajo las estrellas y bajo el vuelo cruzado de los aviones —en ninguna parte como en América he visto unos cielos tan altos y tantas lucecitas deslizarse entre las estrellas—, le dijimos, muertos de la risa, que de hecho habíamos pagado todo, que el tongo era tan solo una broma… Si hubiera podido, Gabriela nos habría estrangulado en aquel mismo instante. Durante unos cuantos días no quiso siquiera vernos. Después de pedirle perdón por este episodio tan cabroncete, vagamos juntos por ese país alucinantemente bello, de una belleza que ni siquiera Forrest Gump consigue mostrar en toda su majestuosidad.
El hecho más triste y sorprendente que nos sucedió antes de volver a casa estuvo relacionado con Ioan Petru Culianu, al que habíamos planeado visitar juntos en Chicago. Ya habíamos estado allí otra vez con Matei Calinescu, nos había recibido la viuda de Mircea Eliade en una casa en la que todo lo evocaba, habíamos visto una fantástica exposición de pintores impresionistas y habíamos subido a las Sears Towers, pero no habíamos conseguido reunirnos con Culianu porque no se encontraba en la ciudad. Ahora Gabriela quería hacerle una entrevista. Yo tenía que elegir entre ir con ella a Chicago o ver New Orleans, donde vivía uno de mis ídolos poéticos, Andrei Codrescu. Conseguí hablar por teléfono, la única vez en mi vida, con Petru Culianu, pero elegí New Orleans. Sin embargo, Gabriela fue a visitarlo con esa tenacidad que la llevaba a levantarse al alba para ir a clase de inglés y con la que hace siempre todo lo que se propone (más allá de lo aturullada que pueda parecer a veces, Gabriela es, de hecho, una fuerza que no debe ser subestimada), y le hizo a Culianu la última entrevista que él llegó a conceder en vida. Pocos días después de aquello, el joven especialista en historia de las religiones fue tiroteado, desde arriba, en los aseos de la universidad donde trabajaba. No existe, a día de hoy, una explicación plausible para su asesinato. Al día siguiente de su muerte, recibí por correo dos libros suyos con una dedicatoria: La collezione di smeraldi y Les gnoses dualistes d’Occident .
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LA FIESTA SEGUÍA SU CURSO con el tintineo de las copas y el rumor de las conversaciones entrecruzadas, la velada avanzaba, las figuras se confundían entre sí, el pequeño mundo rumano de París se encontraba allí en pleno, deseoso de nouvelles de su lejano paisito… Intimidado, yo pasaba de un grupo a otro, incapaz de construir mi imagen ante mis ojos o ante los de los demás, sintiéndome, como siempre, un don nadie , un hombre sin rostro, sin atributos, sin nada que mostrar. Sin un personaje que representar. La gente me reconocía de vez en cuando, se dirigían hacia mí, intercambiábamos unas palabras pero ¿era yo, a sus ojos, algo más que el autor de dos o tres libros que ya había olvidado? Wanda Mihuleac me dio un abrazo, éramos viejos amigos desde que organizamos juntos una especie de happening . Entonces, en las profundidades del tiempo, cuando yo estaba compuesto —como diría Urmuz— de veinticinco años, cuarenta y nueve kilogramos y bigote, nos paseábamos por la ciudad con una gran bola de cristal en la que se aglutinaba, mezclando sus formas y colores, un paisaje urbano: la plaza triangular de Galaţi, las locomotoras de vapor abandonadas, derrumbadas sobre los raíles, en la estación de Basarab, una boda de gitanos por Buzeşti… Yo sostenía la bola y Florin Iaru me fotografiaba en los lugares más sórdidos y más kitsch de aquel Bucarest ceaucesista inimaginable; luego regresábamos, con Wanda, a su casa, por Făinari, donde revelaba él solo las fotografías en el baño, en medio del desorden pintoresco del taller de un fotógrafo aficionado. Nuestras fotografías con la bola fueron finalmente expuestas en la misma entrada de la famosa exposición «Oglinda», el canto del cisne del arte libre en aquellos años de tristeza paralizante. Mientras las fotografías se cocían en su horno de luz roja, Wanda nos contaba, con su gracia especial, episodios de su curiosa infancia cautiva en complicados aparatos ortopédicos. Quiero mucho a Wanda, siempre me he dicho que, mientras exista alguien como ella en este mundo, queda aún algo de esperanza. Por ese motivo, aunque las recuerdo perfectamente, no quiero robarle ahora sus historias. Tal vez las escriba ella algún día.
Entreví después a Petrică Răileanu con el que me había encontrado, por increíble que parezca, un año antes en Munich después de que nos hubiéramos visto por última vez en Bucarest veinte años atrás y — ¡sorpresa!— a una antigua alumna mía que había emigrado a Francia y se había casado con un francés. Esa chica menuda empujaba de aquí para allá, entre los cuatrocientos individuos de aquel salón inmenso, un cochecito en el que había un niño, un chiquillo de un año que miraba a su alrededor con ojos como platos. Mientras hablaba con ella me preguntaba si sería feliz allí, entre extranjeros, lejos del mundillo literario rumano en el que, antes de partir, había intentado integrarse. En otra época, cuando me encargaba de los cursos prácticos, esta chica se quedó un día rezagada respecto a sus compañeros, que cerraban ya sus carteras y se anudaban las bufandas al cuello para marchar a casa después de las clases. Se acercó al estrado mientras yo guardaba las hojas en el maletín y me entregó un papelito, luego salió corriendo. Adulado porque, tal vez, una estudiante se hubiera enamorado de mí (no era nada del otro mundo, sin embargo: sucede continuamente, no solo a mí, sino a casi todos los profesores jóvenes. Es la ley de los grandes números. Cuando tienes doscientas estudiantes en clase y otras cien en el curso práctico, siempre hay una joven cada año que alberga ideas extrañas respecto a uno), abrí el papel y, al leerlo, me eché a reír a solas como un tonto, decepcionado pero encantadísimo. Decía algo más o menos así: «Señor profesor, si tuviera que elegir un tipo de relación con usted, no querría que fuera mi amante ni mi marido. ¡Solo querría que fuera mi padre!» Seguía su firma. «Lo tengo merecido», me dije mientras mis pensamientos romanticones se esfumaban en la llovizna de la tarde. Unos años después, la antigua estudiante, que entre tanto se había instalado en París, vino a verme de nuevo a la facultad durante unas vacaciones. Me entregó un paquete «para Gabriel», que acababa de nacer, y me dijo que era la más preciada reliquia de su infancia. Una vez en casa, abrí el paquete y encontré un vetusto juguete chino de hojalata, una locomotora que había funcionado en algún momento con aquellas pilas enormes y que olía a sal amoniacal. Sobre la ventanilla de hojalata torcida se encontraba pintado el conductor, y todo estaba tan viejo, tan pulido por las manitas de la niña que un día fue, que parecía ciertamente un objeto precioso y desconocido, llegado a nuestro mundo, como la brújula azul de Borges, de quién sabe qué Tlön, Uqbar, Orbis Tertius… Así que ahora, al volver a verla en su país de adopción, sentí una inmensa ternura por esa muchacha de ojos tristes que vino a la recepción con su cochecito y que permaneció allí, con el niño, hasta más allá de medianoche, cohibida e ignorada por todo el mundo. Por su falta de identidad, por su incapacidad de ser alguien, de significar algo, me pareció entonces una especie de hermana mía, perdida al igual que yo en un mundo enorme.
El mismo autobús que nos había llevado a la fiesta nos condujo de vuelta al hotel. Era ya bien pasada la medianoche. Estábamos todos cansados, blancos como la leche tras un día interminable. Solo entonces me encontré con Ion Mureşan, con el que recorrería enseguida el sur de Francia, vería los Pirineos y recibiría una medalla de manos del alcalde de una ciudad alegre y vinícola como la República de Ploieşti, con Marta Petreu, frágil y de ojos transparentes y, por fin, con Letiţia Ilea, a la que no había visto en mi vida: una chica tímida, rara y sin embargo afable, de la que nadie había oído hablar aunque había publicado cuatro libros de poesía en Francia. Entre susurros, descubrí que había estado casada con Nino Stratan, del que se había divorciado hacía un año. Nino se había suicidado recientemente de una manera horrible, había dejado, efectivamente, una larga línea de sangre tras él, el punto final a una tragedia de toda una vida. El pequeño mundo ochentista se vio estremecido entonces al igual que en el caso de Mariana Marin, muerta o suicidada también ella poco tiempo antes… Víctimas de una vida de perro en la miseria rumana.
En el hotel, en cuanto entré en mi habitación (donde me topé, alabado sea Dios, con la maleta perdida) alguien llamó a la puerta. Era Agop, que me dijo que ya habían llegado Florin Iaru y Cecilia, su mujer, y que ahora estaban todos en su habitación con una botella de vino. Fui también yo y llevé conmigo los vasitos de plástico del baño. Siempre que nos veíamos, nos comportábamos como unos estudiantes descerebrados de fiesta en una residencia estudiantil sórdida. Retrasábamos el reloj veinticinco años. La voz burlona de Agop, la de contralto de Cecilia, la exuberancia inteligente de los últimos años de Florin me han gustado siempre hasta hacerme olvidarme de mí mismo. Solo entonces, aquella noche, me permití también yo relajarme. Tumbados en las camas como patricios romanos, nos pusimos a cotillear sin piedad, revolcándonos casi literalmente de la risa. Aparte de los allí presentes, ninguno de los demás escapó a la maldad chispeante, gratuita y de hecho inocente, de nuestras lenguas.
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EN EL MUNDILLO LITERARIO no importa quién seas o qué hagas, sino la forma en que apareces a ojos de los demás. Pero esta imagen, la mayoría de las veces grotesca, siempre falsa y ciertamente simplista, te la fabrican, minuciosamente, tus amigos y tus adversarios, a lo largo de una vida de convivencia. Los mediocres son los grandes vencedores en el capítulo de la imagen. Si oyes solo cosas buenas acerca de un escritor, si ves que todos lo quieren como a un hermano, puedes estar seguro de que nadie lo teme, de que todos le estrechan la mano para ser generosos con él pues, en cualquier caso, no representa un peligro. Los compañeros de profesión no se permiten nunca alabar a los que son mejores que ellos ni tampoco siquiera a los iguales. Por ese motivo, puesto que tienes también que alabar y no solo criticar si no quieres perder tu credibilidad, los alabados son elegidos con gran cuidado entre los inofensivos, entre los tiernos fabricantes de «sofisticados destellos lingüísticos», como decía Salinger, mientras que los verdaderamente buenos están rodeados por el famoso cordón sanitario: o bien no se habla sobre ellos en absoluto, o bien se habla mucho, pero a sus espaldas (que, como decía aquel: yo soy un hombre de una pieza, lo que tengo que decir lo digo a la espalda…), o bien se les somete —para que se les bajen los humos— a un encarnizado tiroteo de insultos tan pronto como uno los ve en el objetivo.
Una vez, by the way , no sé quién demonios me hizo aceptar la invitación de una televisión completamente opaca de la que nadie había oído hablar antes. Soy de ese tipo de personas que no saben decir no. Al día siguiente, de madrugada, me recogió un Dacia pick-up , con las siglas retorcidas de una televisión pintadas en la portezuela, y me transportó durante tres cuartos de hora a través de algunas de las zonas más siniestras del sur de la ciudad. En mi vida había puesto el pie en aquellos barrios. Lo único que había era hospitales, cementerios, una morgue, un almacén en el que decía literalmente «ASS MARKET» y unas calles en las que únicamente se admitían, al parecer, Dacias con al menos cuatro décadas de antigüedad. Cuando ya creía que el chofer — un tipo de aspecto sospechoso— conduciría el vehículo hasta quién sabe qué almacén para luego abalanzarse sobre mi pescuezo y robarme todo lo que llevaba, nos detuvimos por fin ante un mercado cubierto revestido con mármol sobre el que decía «Universidad X». No digo su nombre por respeto a Spiru Haret. Allí me esperaba una joven de aspecto frágil y modesto. Dijo llamarse Viorica. Esta Viorica me metió en un laberinto de cemento, pues el edificio estaba recubierto de mármol solo por fuera, mientras que en su interior las paredes eran de hormigón armado como las había dejado su madre. Atravesamos infinitos pasillos, descendimos a sótanos llenos de tubos y subimos a asfixiantes desvanes propios de El proceso . De no ser porque la chica se tiró todo el rato parloteando como una cotorra, me habría muerto de aburrimiento antes de que comenzara la entrevista. Así me enteré de que todos los de aquella televisión eran unos auténticos cretinos, de que los individuos que me iban a entrevistar eran virtualmente analfabetos, de que en cualquier caso no sabían nada de mí ni de mi libro, de que habían reunido una parte de los equipos a base de robar acá y allá. «A mí me han despedido hace un cuarto de hora, mire usted», me confesó Viorica. Llegué al estudio sabiendo con quién se había acostado en los tres últimos años la redactora que me iba a entrevistar y qué se metía en las venas el redactor, pues me iban a colocar entre dos individuos, los anfitriones del programa. Interesantes premisas para un show en directo, en el que tenía que concentrarme para decir algo inteligente. «Suerte», añadió Viorica antes de desaparecer de mi vida como si nunca hubiera existido.
Para relajarme antes de entrar en directo, la chica que se había tirado a un rebaño de tíos en los últimos tres años se esforzó por conversar un poco: «Señor Cărtărescu, ¿por qué lo odia tanto todo el mundo? Siempre que hablo con un escritor, es usted el primero al que ponen a caer de un burro…». Esas afirmaciones abruptas, antes incluso de desearme los buenos días, no me relajaron demasiado, lo reconozco. Menos mal que el chico a mi derecha (el de la jeringuilla en vena) me informó de que no había conseguido hacerse con mi recién aparecido libro, del que teníamos que hablar en el programa: «No sé qué cojones… no estaba siquiera en Diverta… Tal vez lo tenga usted para que podamos mostrárselo a los espectadores. A propósito, ¿es la enciclopedia de los dioses o de los dragones ?» . Pero el chaval, que parecía completamente inocente, no tuvo tiempo siquiera de que yo se lo aclarase porque, de repente, ya estábamos en directo y la chica que en los últimos años etcétera, etcétera, arrancó con una sonrisa deslumbrante: «Señor Cărtărescu, de todos es sabido que es usted uno de los escritores rumanos más apreciados…».
Más o menos esto es lo que sucede con el amor y el odio entre escritores. No sabes quién los promueve, como tampoco sabes quién hace los chistes. La imagen de cada uno se negocia permanentemente entre grupos e individuos, como si todos tuvieran, para realizar tu retrato, un gran lienzo común donde cada uno contribuye con el contorno de las orejas, la forma de los ojos, el gesto de la boca, borrando lo que han hecho los demás, añadiendo líneas, manchas de color, hasta que la caricatura muestra toda su espléndida fealdad, una obra colectiva más expresiva de lo que tú hayas sido nunca. Todo es oral, fluido, turbulento, un tejido de cotilleos, rumores, calumnias y chismorreos que finalmente se parecen a ti tanto como se parece una muñeca vudú, esas que tienen tu cara y en la que tus enemigos clavan las agujas, haciéndote sentir pinchazos en el corazón y en el hígado. Esa imagen tan bellamente delineada se transmite a las generaciones venideras, no vaya a ser que los chavales vivan en la ignorancia y empiecen a leerte con inocencia como se lee a los autores extranjeros.
«Sí, pero al fin y al cabo quedan los libros», te dices humillado y autoconsolador después de haber sido atacado con más dureza que de costumbre. Flaco consuelo. Es cierto, una vez muerto no serás un competidor de los vivos, pero tampoco les interesarás. Te has ido y te has ido, con todos los libros detrás de ti. La ilusión más estúpida es pensar que la posteridad te hará justicia. El número de analfabetos e imbéciles no desciende en el mundo con el paso del tiempo, sino que cada vez es mayor. ¿Por qué iba a ser la crítica literaria una excepción? Me temo que vendrán unas generaciones que no comprenderán siquiera lo que creen comprender las de hoy en día. Ayer escupían en el tranvía, mañana escupirán en el suelo de la nave espacial. Ayer maldecían a Caragiale, mañana maldecirán a todo el mundo, antes de desaparecer todos en quién sabe qué Second Life.
Vale, ¿qué más nos da? Que sigan así. Nosotros, por el momento, estábamos encantados criticando a los que faltaban en aquella habitación de paredes tapizadas en rojo, en un hotel parisino en el que acababan de alojarse doce autores rumanos, destinados a revolotear por toda Francia a partir del día siguiente. El más insignificante chismorreo contado entonces por Agop, por Florin o por mí —¿acaso he dicho que yo sea un querubín?— os habría puesto los pelos en punta y, una de dos: o no volveríais a leer jamás a los implicados o no nos leeríais a nosotros. Historias fantásticas que ni siquiera nosotros creíamos pero que devanábamos una y otra vez porque… porque somos humanos, porque la gente tiene que chismorrear, hipócrita lector, ¿no es verdad?
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ADEMÁS DE LOS CHISMORREOS DESVERGONZADOS de aquella noche en la que, al final, el humo de la habitación de Agop era tan denso que se podía cortar con un cuchillo y a duras penas nos veíamos, mientras bebíamos vino tinto en vasos de plástico, además, por ejemplo, de la fantástica noticia de que, según un amigo, dos de nuestras poetisas más conocidas se habían liado, aquella noche me salió muy cara: dos latas de cassoulet —si todavía usted no sabe de qué se trata, pronto hablaremos de él con pelos y señales— más dos escudillas especiales para comer el cassoulet . Lo perdí todo en una apuesta con Agop. Pierdo todas las apuestas que me empeño en hacer con él. Yo soy profesor de literatura y él no. He ido a la universidad y tengo un doctorado, él no. Ha sido, por lo que yo sé, técnico en una empresa química o algo parecido. Pero ese bribón se conoce la literatura rumana al dedillo, no hay forma de pillarlo. Mi sueño ha sido siempre pescarlo fuera de juego, pero hasta ahora ha sido él el que me ha pillado a mí y no solo en cuestiones literarias. Por ejemplo, escribí yo en mi diario, del que he publicado ya dos volúmenes: «este isótopo…». Es decir, Dios mío, el tercer volumen de Cegador era un isótopo del oxígeno, es decir, metafóricamente hablando, mucho más que aire fresco para el feliz lector del futuro… Solo que mi metáfora fue hecha añicos por una nota de la revista Caţavencu en la que Agop, químico, escribía secamente que no es ningún tipo de isótopo, sino el banal ozono, agujereado ahora por la contaminación nuestra de cada día. Si los errores literarios de mis libros me deprimen, los científicos me sacan de mis casillas.
Y, sin embargo, aquella noche parisina tampoco pude morderme la lengua. No sé cómo sale el tema sobre el vino tinto que estábamos tomando, y Agop dice algo así como: «Es bueno, parece que hayan follado en la cuba, encima de las uvas, como en Vino de larga vida de aquel… N. D. Cocea…». No quiero censurar a Agopian, que dice guarrerías incluso sobre su madre y todas suenan bien. Yo, que me había sentado en una silla, mientras Florin y Cecilia estaban tumbados en la cama y la mujer de Agopian estaba tapada con la manta hasta el cuello, de repente pego un salto, triunfante: «¡Querrás decir Damian Stănoiu!». Ante lo cual Agop se muestra dubitativo. «¿Qué? ¿Cómo que Damian Stănoiu? No, no, es N. D. Cocea… ¿no?» Florin y Cecilia callan estratégicamente. Yo, cada vez más crecido: «Que no, hombre, que es Damian Stănoiu, recuerdo el libro, publicado en la BPT , en la colección antigua, con una portada roja. Dos títulos: Vino de larga vida y no sé qué más. Lo tenía mi padre en su biblioteca y lo leí más o menos a los catorce años…». Ciertamente, mi padre tenía cinco o seis libros ajados de la BPT: los rumanos con las portadas rojas (Stănoiu, Cocea, Slavici) y los extranjeros (Julius Fucik, Bolesław Prus, Dreiser) con las portadas azules. «¿Stănoiu? ¿Stănoiu, estás seguro de lo que dices?», repetía aturdido Agop. «Pero si ese escribía solo sobre frailes, es imposible.» «Que sí, lo recuerdo bien. Eran dos títulos: La elección de la abadesa y Vino de larga vida », porfiaba yo.
En un relato de Hrabal, un alumno defiende con tanta firmeza que dos por dos son cinco, que el profesor sale corriendo a su despacho para verificarlo en el manual. Así era Agop en aquel momento. Su convicción de toda una vida de que Vino de larga vida era de N. D. Cocea empezaba a desmoronarse. Se aferraba inquieto a las miradas de todos, buscaba la ratificación en su esposa, medio dormida… «Bueno, qué cojones, tal vez tengas razón… Mira, sabes qué, vamos a apostar algo… Una botella de whisky … A mí no me importa perderla, qué más da… En cualquier caso yo mantengo que es N. D. Cocea.» «Abuelo, vas a perder», le digo, convencido al cien por cien de que es mi Damian Stănoiu, y cerramos la apuesta. Resumiendo: al cabo de unos días, Florin, que había llevado su ordenador portátil Apple, blanco como la leche, pudo consultarlo en Internet. Era como si me despertara de un sueño: Vino de larga vida era un relato de N. D. Cocea, no cabía ninguna duda. ¿Qué demonios me había hecho sentirme tan seguro de mí mismo? Por supuesto, un recuerdo falso: ambos libros eran iguales, rojos como la sangre derramada por los trabajadores de nuestra patria, y ambos me parecían igualmente insulsos y yacían igualmente inútiles en la biblioteca que mi padre, por aquel entonces cerrajero en la I.T.B., había empezado a crear. Sobre esta situación de igualdad se había superpuesto sin embargo la imagen de socialista fervoroso de Cocea, incompatible en mi opinión con una historia licenciosa como la de la cuba y las uvas. Por otra parte, me parecía plausible que el insustancial de Stănoiu fuera capaz de esa porquería de beber el vino en el que habían follado el boyardo y la gitana —si es que la memoria no me juega otra mala pasada—. Agop tuvo la gentileza de no mostrarse triunfante, al menos no de manera ostensible, y de no pedirme la botella de whisky al momento. Más tarde, al final del periplo francés, cuando entré en posesión de la lata de cassoulet y de las escudillas, pensé que, más que una banal botella de Teacher’s, al gourmand de Agopian le gustarían mucho más aquellas judías con pato, pues eso es el cassoulet . Y eso es lo que hice.
Me fui a acostar haciendo eses después de tanto vino (por hacer honor a la verdad; de lo contrario podría invocar simplemente el cansancio de aquel día interminable) y, tras descender titubeante un piso, volví a encontrarme en mi habitación con el papel, las cortinas y el tapiz colorados. Encendí el televisor que, como en todas las habitaciones de hotel, colgaba aproximadamente en el techo y, desde la cama, empecé a zapear en la oscuridad, deslumbrado por los bruscos destellos de luces interrumpidos por pantallas negras. Zapeé unas tres horas, como hago siempre que, arrancado de mis hábitos, de las personas que son parte de mí, arrojado a un lugar extraño y sofocante —una más de las cientos de habitaciones por las que he pasado y que han sido siempre la misma, deprimente y repulsiva—, no reencuentro siquiera la bruma de realidad que normalmente me arrogo. Creo que en el infierno no hacen falta torturas, gritos, barreños de alquitrán ni otros horrores: el baño de Svidrigailov —en la variante moderna de una habitación de hotel en la que tienes que vivir eternamente, sin identidad, sin pasado y sin futuro, sin esposa, sin carrera profesional, sin vida, en definitiva— resulta igualmente útil y es considerablemente más limpio en comparación. Podrías meter incluso un televisor con varias docenas de canales en los que detenerte más o menos un minuto, hasta recorrerlos todos: noticias, deportes, moda, política, animales, fiestas, dibujos animados, y luego otra vez desde el principio, otra vez un minuto en cada uno, hasta que llegas a mirar a través de los dedos, con los globos oculares doloridos como si te los hubieran acuchillado y con un vacío interior mayor que el mundo, la única tortura infernal verdaderamente aterradora. Me dormí rayando el alba, con el televisor encendido y, cuando me desperté, me abrumó una congoja terrible: el viaje apenas había comenzado. Tendría que vagar de hotel en hotel, como Ulises de isla en isla, dos semanas más, lejos de Ítaca y de mi amada Penélope.
(Continuará…)