Invasión (X)

Maxence Van Der Meersch





TERCERA PARTE

CAPÍTULO I

I

La cárcel de Rheinbach estaba construida en forma de estrella, siguiendo el plano habitual. Cuatro pisos de celdas superpuestas eran como los radios de un eje central de donde partían las galerías. Desde allí, un solo guardián vigilaba toda la cárcel.

Daniel Decraemer ocupaba la celda 38, sector D, cuarto piso, en el fondo de la galería. Era la suya una posición privilegiada, muy cerca de la luz y muy lejos del guardián. La celda era pequeña, de techo alto, enlosada con baldosas azules, alumbrada por un ventanillo elevado y, en general, de aspecto bastante alegre. Una mesa, que durante toda la noche se desplegaba para formar una cama, un taburete encadenado al muro y un pequeño armario constituían todo el mobiliario, complementado por un retrete de porcelana situado en un rincón.

Decraemer estaba allí desde finales de 1916. Después del incendio de la fábrica, había sido juzgado y condenado a cinco años de arresto, y se le condujo en ferrocarril basta Aquisgrán, ciudad que había atravesado a pie bajo los abucheos de los alemanes, que le llamaban spion[4]. Estuvo luego algunos días en la cárcel y fue trasladado después a Rheinbach. Allí había sufrido la humillación de la ficha antropométrica, las fotografías, las tallas y las impresiones digitales. Posteriormente, se había visto despojado de sus ropas y de su nombre.

Hacía ya catorce meses que estaba en Rheinbach. Este era un pueblo situado en un valle, entre laderas cubiertas de bosques. Pasaba por él una vía férrea. Cerca de la estación estaba situada la cárcel.

La estancia en ella había dejado profunda huella en Decraemer. La cárcel le obsesionaba, ocupaba todos sus pensamientos, su vista, su oído y hasta su olfato. Todo le recordaba que estaba constantemente en cautividad. Incluso era imposible hallar en otra parte aquel olor fétido de hospital y hacinamiento que se respiraba en todas las galerías. Hacía cuatrocientos días que vivía con la pesadilla, con la obsesión de la soledad y del hambre. Pasaba las horas intentando apaciguar un horrible deseo de libertad, un frenesí de evasión y un anhelo de espacio, sufriendo la tortura de un organismo minado por el hambre. Con un pedazo de pan correoso, delgado casi como una libreta de bolsillo, un cucharón de rutabayas, especie de nabos grandes hervidos, tenía que pasar todo el día. Decraemer se comía el pan como postre y lo hacía durar mucho. A veces les daban, para variar, sardinas crudas, saladas, o bien hojas de rutabayas en vez de raíces.

Con frecuencia, alrededor del mediodía, se esparcía por las galerías un horrible olor de acetileno, que levantaba clamores de protestas en todas las celdas. Aquel olor era el anuncio de la «sopa de carburo», una sopa pestilente, hedionda, de un color castaño que tenía un extraño sabor de acetileno. Decraemer, por mediación de Engaña-muerte, su guardián, se enteró de la receta. Los habitantes de las ciudades alemanas dividían sus basuras en dos partes: basuras minerales y basuras animales y vegetales, que se recogían por separado. Estas últimas eran desecadas y reducidas a polvo en hornos especiales. Después, diluidas en agua caliente, componían la sopa de los prisioneros. Pero la desecación provocaba complicadas reacciones químicas, que eran la causa de aquel extraordinario olor a acetileno. Semejante bodrio estropeaba irremisiblemente los intestinos. Una vez conocida la receta, Decraemer no volvió a probarla jamás y se contentó únicamente con su pan.

A veces les daban también un caldo de hierbas, un líquido verdoso literalmente cubierto de una capa de insectos cocidos y ennegrecidos. Era necesario limpiarla antes de comerla, y el estómago se negaba a aceptarla. Aquellos días Decraemer no comía. Su mayor felicidad era recibir un paquete de Lille, lleno de galletas, chocolate y conservas, que le permitía confeccionarse una aceptable minuta. Pero, con frecuencia, los paquetes llegaban con un agujero grande como el puño por donde había desaparecido la mayor parte del contenido. Incluso a veces llegaban a estar totalmente vacíos y rellenos de virutas. El hambre atenazaba a Decraemer.

Con semejante régimen, el estómago empequeñecía, el organismo se contraía y adoptaba una vida vegetativa propia, una existencia de avara economía de fuerzas. Instintivamente Decraemer permanecía acurrucado en un rincón de su celda, envuelto en su manta, encogido, en cuclillas, aprovechando su propio aliento, almacenando su calor en la manta, como un precioso fluido y con el espíritu extraviado en un horroroso vacío. Pero, en caso de que le sorprendieran de aquella manera, corría el riesgo de ser castigado. En cualquier momento podía un guardián echar una ojeada por la mirilla y conducir, luego, a Decraemer al calabozo de castigo. Pues estaba prohibido utilizar la manta, durante el día.

La mirilla, aquel espía vigilante, aquel ojo siempre fijo en los presos, constituía para Decraemer uno de sus mayores sufrimientos. Semejante vigilancia perpetua es un suplicio. El preso deja de sentirse hombre, no tiene gestos naturales, sabiéndose y sintiéndose vigilado continuamente. Inconscientemente, se vuelve prudente e hipócrita. Adopta la mentira, aun en contra de su voluntad, y se experimenta una clara impresión, de que disminuye la propia dignidad de hombre.

La única tregua física de aquel constante sufrimiento era la hora del paseo, que se hacía en común, en un extenso patio de tierra, rodeado de un camino que lo dominaba. Los presos se precipitaban en él tumultuosamente, como una jauría de perros recién sueltos, locos, insensatos, entre gritos, gesticulaciones y exclamaciones que los guardianes no podían reprimir. Aquello era un extraño desfile de forzados, vestidos de gris, afeitados y pelados; personas civiles con boina, con chaquetas, con sombreros de paja, hombres con blusas grises, caquis o negras; sacerdotes sin sotana y obreros con blusas cortas. Avanzaban, aproximándose los unos a los otros insensiblemente, para cambiar dos palabras y darse ánimos. Un grito de los guardianes les hacía retroceder.

Abstanden!

En medio del patio se cultivaban rutabayas. Los presos las contemplaban e intentaban acercarse a ellas. Con una furtiva patada movían una en su masa de tierra. A la vuelta siguiente, la arrancaban. Y a la inmediata, con un gesto increíblemente rápido, se agachaban para apoderarse de ella. La escondían en su pecho, apretándola contra su carne, como si fuera un pedazo de ellos mismos. Allí, mezclados con los detenidos políticos, había condenados de derecho común, de caras embrutecidas, que reflejaban el crimen, y cuyas risas, voz y sola mirada horrorizaban… Había un sacristrán que había degollado a su padre, un alguacil que había colgado a su bienhechor para heredarle, así como otros bandidos y ladrones. Vivían todos mezclados, codeándose continuamente los mejores con los peores y rebajados a un mismo nivel por los guardianes. Aquello hacía perder, poco a poco, a todos su dignidad de hombres. Engaña-muerte, un vigilante feroz, al que llamaban así porque lo habían recogido por muerto en el campo de batalla y que guardaba de su aventura una faz lívida y espantosa, acudía cien veces al día a espiar a Daniel por la mirilla.

Por la tarde, a las cuatro, abría la celda y pedía las ropas al preso, dejándole en camisa, transido y tembloroso de frío hasta el día siguiente. Se dio el caso de una pelea entre un preso y un guardián, y entonces se suprimieron los tenedores y las cucharas para no dejar un arma a los detenidos. Decraemer se vio obligado a comerse los nabos con los dedos y a lamer el líquido como un perro. Con una vida semejante el hombre se degrada y termina por convertirse en un animal. Pero lo más penoso era la soledad. Lentamente, Decraemer sentía que su cerebro se licuaba. Al principio de estar en la cárcel, el preso dispone de toda una masa de recuerdos, de emociones que clasificar, de ideas que ordenar y una vida nueva a la que adaptarse. Todo eso lo hace con rapidez. Pronto hace aparición el aburrimiento. Intenta, entonces, vivir del pasado. Se recuerda a los seres queridos, las amistades, las lecturas y a todas las personas a las que se ha amado, odiado o conocido, Pero, después, se da cuenta de que todo aquello va desapareciendo lentamente en lontananza hasta perder interés y parece extraño. Ve enturbiarse, velarse completamente aquella masa de recuerdos hasta salirse de la propia existencia. Ya no se logra evocarla con claridad. No se tienen fotografías, cartas, papeles; nada material que guarde alguna relación con los recuerdos. Un día, el preso se da cuenta de que ya no recuerda el rostro de los suyos, de que su imagen se le aparece con dificultad, como velada. Y no dispone de nada con que remplazar aquellos recuerdos, que lentamente va nublando una espesa niebla. Se atemoriza, se desespera, se aferra a uno mismo, a aquel algo que creía tan firme y que de repente se percibe fugaz, oscilante, como un fantasma: el yo. En aquel vacío, hace un esfuerzo enorme, intenta penetrar n la conciencia, se hostiga a sí mismo para despertar su espíritu aletargado y moribundo. Y no encuentra más que el vacío. No encuentra nada y se pregunta con terror si el cerebro, el alma y la personalidad existen, pues en aquellos momentos no parecen más que producto de la imaginación de los sentidos. Cada día se experimentan las mismas emociones, iguales sensaciones. El espíritu se convierte en agua estancada, en un estanque medio seco, en el que la caída regular y sempiterna de una gota de agua, a largos intervalos, despierta un melancólico y breve chapoteo.

Decraemer pensaba horrorizado que solo hacía un año que estaba allí y le parecía haber vivido una vida entera. El primer invierno, con sus noches de quince y dieciséis horas, apenas interrumpidas por un breve intervalo de luz, aquella eterna vida en la oscuridad, en la soledad, descalzo y en camisa, sin ropa y sin comida, le había parecido una eternidad. Pero, llegó el verano y con él la luz, los días largos y un rayo de sol confortador se filtraba durante un cuarto de hora a través de los barrotes, como un beso de vida para el preso. Pero el invierno se aproximaba de nuevo. Decraemer, encaramado en la mesa, contemplaba diariamente cómo el otoño maduraba en las laderas del valle, dorando el bosque sombrío. ¡Otro invierno más! Otra noche larga, de cerca de doscientos días de duración. Jamás la efímera belleza de las cosas le había parecido tan deseable y atractiva. En la lejanía veía un árbol, al otro lado de las tapias un árbol bello, solitario y robusto, de un verde cobrizo y espléndido. Decraemer hubiera dado diez años de vida para poderse acostar debajo de aquel árbol, con las manos cruzadas bajo la nuca, respirando su fresco vigor y fijando en él su mirada. Un puntito blanco, minúsculo… y revoloteante, una mariposa mecida por el viento le llenaba el corazón de anhelo, de ansias de vida y de libertad. Y cuando, raramente, un pájaro acudía a posarse en el alféizar del ventano, se quedaba inmóvil y lo contemplaba con fervor, dirigiéndole interiormente una especie de invocación dramática, pensando en san Francisco de Asís, que amaba a los pájaros, y conteniendo sus deseos de llorar. No se reconocía a sí mismo. Hubiera podido decirse que su corazón se había ablandado hasta convertirse en el de un niño.

El pensamiento más doloroso que acudía de vez en cuando a su mente, era el de los suyos: el de su hijo, de su mujer. ¿Volvería a verlos? ¿Qué sería de Jacques sin él? ¿Y de Adrienne? En su imaginación aparecía deseable, tentadora, como un bello fruto carnal. Se despertaban en él recuerdos ardientes que le quemaban. Evocaba su pasión, soportando, en aquel desierto del alma que era la cárcel, dolorosas alucinaciones de la carne. La echaba de menos, como se echa de menos un alimento, un sustento físico. El recuerdo de su espíritu le llamaba con todas sus fuerzas y el recuerdo de su carne también. Sufría un doble dolor, un doble desarraigo en su cuerpo y en su alma. En tales horas se abismaba sobre un trabajo, sobre cualquier tarea, sin importarle cuál fuera. Cepillaba el embaldosado, limpiaba maquinalmente debajo de su cama, lavaba su ropa blanca, un pañuelo o una camisa y volvía a repetirlo dos veces, tres veces, diez veces, abstraído en un estúpido quehacer inútil, para extenuarse, para ocuparse, para dar a aquel extraño animal que habitaba en su mente y que se llamaba pensamiento, un alimento, algo que devorar.

De cualquier cosa hacía un pasatiempo. Contaba, uno a uno, estúpidamente, maquinalmente, los ladrillos del enlosado. Examinaba cuidadosamente las moscas, sorprendido de poder ver con los ojos cosas que hasta entonces no se le había ocurrido contemplar: el juego maravilloso de la trompa, y las nervaduras de las alas, los pelos del abdomen y de los tarsos, el trabajo inteligente y lógico de las patas, desencrespando las alas y cepillando la cabeza, cuando soltaba sobre la mesa al insecto aturdido. Inventaba juegos, intentando jugar de memoria partidas de damas, cálculos, multiplicaciones complicadas, imaginaba novelas, argumentos para piezas de teatro. Pero todo lo abandonaba en seguida, sin lograr siquiera unos minutos de distracción. Falto de una pluma, de un poco de papel o de un libro, volvía a caer en un abatimiento absurdo que le hacía perder todo el ánimo. Sabía que su mente no era más que una máquina para engullir la realidad, triturarla y almacenarla, devolviéndola, luego, convertida en recuerdos. Sin alimentos, sin impresiones exteriores, el cerebro se convertía en algo tan inútil como un molino sin grano. Y Decraemer tenía la impresión de ver, de sentir que su cerebro se enmohecía y se descomponía sin remedio. Tener ante los ojos siempre la misma celda, el mismo marco, acababa por producirle un dolor físico. El ojo necesita un cierto número de imágenes. Estas le faltaban, y él lo sabía bien. Su vista se debilitaba, y su espíritu, que sufría análoga carencia, se hacía cada vez más pusilánime.

El único momento en que sentía la vida a su alrededor era al anochecer, después que el guardián hacía su última visita. Se sabía de memoria el horario. Los mil ruidos regulares del mundo, que seguía su marcha en torno suyo, hacían posible que conociera la huida del tiempo tan bien como un reloj. A aquella hora sacaba la cabeza penosamente por el ventano y hablaba con los otros. Tristes habladurías, chismes de cárcel, noticias absurdas sobre la guerra y comentarios sobre la próxima libertad, tales eran los temas de sus conversaciones. A su derecha, Decraemer tenía por vecino a Arthur, un corpulento gendarme belga que le tuteaba, le llamaba Daniel y se mostraba tan estúpidamente optimista como preocupado por su estómago y sus digestiones. A su izquierda, tenía a Valems, un abogado, un intelectual, que se mostraba tan desanimado como todos los intelectuales y los ricos que tenían que sufrir aquella prueba. Siempre estaba lleno de aprensiones, gimiendo por los suyos y por sí mismo. Sus conversaciones daban al traste con el poco valor que le quedaba a Decraemer. Más lejos, las palabras que se cruzaban de ventano a ventano no eran más que chismes de la cárcel y habladurías estúpidas.

Todo aquello no hacía más que aumentar el disgusto y el pesimismo de Decraemer. Aquellas breves relaciones que podía mantener con sus semejantes hacían que considerase a la Humanidad como algo demasiado sucio, de lo que había que huir. Se resistía a aceptar a aquellos hombres tal como eran en realidad y trataba de idealizarlos en sus largas horas de meditación. No quería admitir que había consumado su sacrificio, resistido al enemigo y quemado su fábrica por una Humanidad semejante. Era necesario que hubiera otra cosa, pues sería demasiado horrible haber ido a parar allí por nada. Quizás en otro tiempo, acaso, hubiera aceptado semejante negación del mundo, aquella filosofía tan negra, tan desprovista de esperanza. Pero en aquellos instantes no podía hacerlo. Su primer sacrificio le había elevado sobre sí mismo. Rechazaba el pensamiento de haberlo hecho para nada. Y buscaba el remedio, sin descubrir un rayo de luz en las tinieblas en que se debatía, se resolvía con todas sus fuerzas contra aquel encierro. Más que su cuerpo, era su espíritu el que estaba falto de oxígeno.


II

Por aquel tiempo, llegaron a Rheinbach el abate Sennevilliers y Hennedyck.

Decraemer los reconoció por casualidad desde lejos durante el paseo. No pudo decirles nada. Volvió a su celda lleno de una gran agitación y esperó al día siguiente preso de un loco nerviosismo.

Al día siguiente, durante el paseo, mientras los presos iban saliendo, se las arregló para dejarles pasar, aparentando que se detenía para limpiar una mota de polvo de los ojos. Así vio pasar al abate y, luego, a Hennedyck. Los llamó, ellos se volvieron y vacilaron unos segundos antes de reconocerle, no pudiendo ocultar completamente su horror delante de aquel rostro. Los tres tuvieron tiempo de estrecharse la mano furtivamente.

Muy pronto, por uno de los prisioneros que repartían la pitanza por la mañana y por la noche, Decraemer supo que el abate había conquistado los favores de la administración. Había obtenido en seguida cierta libertad y menudos privilegios. Estaba ocupado en una oficina, en el reparto de los paquetes que enviaban a los presos sus familias.

Lo primero que el abate hizo llegar a manos de Decraemer fue un libro. El preso de servicio (se les llamaba calafates) se lo trajo furtivamente, diciendo que volvería a llevárselo, a los tres días. Decraemer lo escondió debajo de su jergón y pasó una mañana febril aguardando con loca impaciencia a que pasara la ronda y transcurriera la hora del almuerzo. Por fin, con una última ojeada por la mirilla, los guardianes se alejaron por algunas horas. Decraemer pudo, entonces, correr a su libro y devorarlo como se devora el pan. Era la descripción del viaje de un misionero al Tibet, relato bastante ingenuo, pero que Decraemer halló patético y lleno de fuerza. Causó sobre él una violenta impresión. Su espíritu hambriento tenía necesidad de cualquier pasto. Leyó ávida y avaramente, línea por línea, saboreándolo y gustando el texto, sin perder una letra, recogiendo de cualquier manera las migajas de aquel alimento espiritual y notando cómo la vida entraba en él, cómo su cerebro asimilaba nuevos elementos constructivos, nuevas sustancias.

Devolvió el libro y recibió otro, y luego otro. A través de la cárcel circulaba una biblioteca. Y con los libros, iba de celda en celda un verdadero hálito de vida. Había un poco de todo. Algunas novelas, algunos libros de ciencia, una colección del Correspondant, historias infantiles… Pero él lo leía todo con el mismo ardor. Aquellas obras le dejaban una huella honda, de una extraordinaria intensidad. Nada impregna, nada perdura tanto como las lecturas hechas en el fondo de una celda.

Se acercaba el invierno. Volvía el frío y la noche interminable. A las tres de la tarde, el día moría en la celda de Decraemer y la oscuridad le oprimía, le asediaba hasta las siete. Un día, a la hora de la comida, el preso de servicio entregó a Decraemer una caja. La abrió y halló un tubo de cristal, una mezcla de algodón, unas cuantas cerillas y una botella de tinta llena de petróleo. Había también una breve nota del abate. «Tenga usted cuidado de tapar el ventano. Valor. Sennevilliers».

¡Una lámpara! Decraemer, que habitualmente veía caer la noche como una agonía, la aguardó aquel día con impaciencia. Por fin, el guardián hizo una última ronda. Decraemer tapó el ventano, cegándolo con una manta, colocó sobre la mesa la caja, con el fondo hacia la puerta, y colocó el tubo y la mecha, procurando que se empapara bien de petróleo. Luego, la encendió. La caja formaba pantalla y los guardianes no podían ver nada por la mirilla. La llama vacilaba mortecina y amarillenta, pero a los ojos de Decraemer brillaba como una estrella. Era algo tan extraordinario que ni siquiera pensaba en leer. La llama le bastaba, la llama, el fuego, un poco de vida robada al enemigo, milagrosamente hallada. La contemplaba fijamente, dirigiéndole una especie de muda plegaria, como a un ser animado. Sentía igual sensación que un salvaje delante del fuego. No acertaba a adivinar de qué medios se había valido el abate para procurarse aquel tubo, aquel petróleo y aquellas cerillas. Todo tenía algo de prodigio. Y Decraemer se sentía menos solo, extremadamente reconfortado por tener a su lado aquel amigo que no podía ver y que hallaba el medio de mejorar la suerte de los que le rodeaban, a pesar de estar tan solo y tan aislado como ellos.

Pero no sabía que también el abate había sufrido una crisis de desesperación, de nostalgia y de abatimiento semejante a la suya. La inacción le mataba y en seguida había tratado, como los demás, de escapar a aquella muerte lenta. Hombre muy instruido, habituado a los trabajos del espíritu, gozaba de recursos de una ingeniosidad excepcional. Pronto halló un sucedáneo extraordinario para su inacción. Se puso a estudiar el alemán. Los estantes del pequeño armario estaban forrados con pedazos de periódicos para evitar que se ensuciaran. Los guardianes cuidaban de no utilizar para ello más que las páginas de anuncios de los periódicos alemanes, para que los presos no pudieran saber ninguna noticia de la guerra. Pero aquello era precisamente lo que más convenía al abate, que hallaba en ellos croquis y reproducciones de objetos, así como un vocabulario variado y extenso. Su conocimiento del inglés y el hábito que tenía de escuchar el acento alemán por haberlo oído hablar con tanta frecuencia en el Norte y la extraordinaria facilidad para los idiomas, le ayudaron. Aprendió algunas palabras y se arriesgó a hablar con el guardián, mostrándole el objeto que nombraba. El otro se sorprendió, sonrió… El abate le enseñó sus anuncios recortados, aquella especie de diccionario primitivo que se iba formando con paciencia. Sin duda, el hombre se conmovió, porque algunos días después llevó al abate un pequeño diccionario y, luego, una gramática.

Estaba salvado. Se puso a estudiar afanosamente. Su guardián le rectificaba el acento, todavía incierto, y aquello le evitaba seguir sufriendo la desesperante soledad.

Algunas veces recibía carta de Lille. Los sobres llevaban la indicación «Para Herr Doktor Sennevilliers». Aquel tratamiento excitaba la curiosidad de los alemanes. El Obermeister de la cárcel, halagado de tener entre sus hombres uno de tal importancia y advertido por el guardián de los esfuerzos del abate, acudía de vez en cuando a visitarle. Como el abate progresaba en el estudio del alemán, el Obermeister le propuso emplearle en la oficina y servir de intermediario entre la administración y los presos franceses. Sería el hombre de confianza, el Vertauesnmann del director.

Se encontró así ante una inmensa tarea. Tanta miseria le impidió pensar en la suya. Existía un primer elemento, una menuda existencia de libros que circulaban entre algunos presos más felices que los otros. El abate reunió todo el dinero de que pudo disponer, hizo comprar otros libros y organizó una especie de biblioteca circulante. El dinero procedía de los guardianes y los presos se lo sacaban vendiéndoles el chocolate o las conservas que recibían en los paquetes. El abate desarrolló aquel sistema de intercambio. Pidió a los más ricos un diezmo sobre sus paquetes, hizo colectas para los pobres y procuró repartir un poco de bienestar. Obtuvo alcohol de quemar de los carpinteros que trabajaban en la cárcel, fabricó algunos infernillos con botes de conservas y los hizo llegar a manos de Hennedyck, Decraemer y otros. Halló en la farmacia tubos de ensayo para fabricar pequeñas lámparas, confeccionó mechas con hilos de sus ropas y sacó petróleo de las lámparas de los corredores, sirviéndose de una larga mecha como sifón. Fue así cómo Decraemer tuvo regularmente petróleo y luz.

Al lado de aquellos beneficios materiales, el abate se desvivía también para proporcionar a los presos los alivios espirituales de los que estaban tan necesitados. Procuraba reconfortar a Hennedyck, que no recibía de Roubaix más que paquetes sin cartas, y que se desesperaba creyendo que su mujer habría podido alcanzar la Francia libre, y hacía planes para evadirse y alcanzarla por Holanda; servía de alivio a los enfermos, los débiles, a los cobardes, a los que se aferraban a su egoísmo aun en aquella soledad, a los jóvenes que vivían hacinados en una misma celda por falta de sitio y que se hundían en odiosas prácticas fisiológicas… Proporcionaba a estos el único remedio, el trabajo, proponiéndoles el estudio del latín o de las ciencias, obteniendo que les suministraran papel y tinta y proporcionándoles libros. Solo el trabajo lograba arrancarles de la tentación y salvarse. Y el abate, al ver aquel resultado, se preguntaba lo que sería del hombre cuando la máquina le hubiera condenado a la ociosidad y entreveía, más allá del problema del bienestar, un segundo problema mucho más grave y presumido por muy pocos.

Daniel conoció toda aquella obra por los «calafates» y se benefició de ella. Pronto supo que el abate trabajaba para lograr unas entrevistas con él. Había pedido poder visitarle en su celda, uno o dos horas por semana, concediéndole permiso para verlo dos veces por semana, durante una hora.

Aquello fue para Decraemer una resurrección. La vida volvió a ser posible para él. Un poco de comida, un libro, una luz y, de vez en cuando, una visita eran para él satisfacciones en las qué antes no hubiera podido siquiera soñar. Y todo aquello se lo debía al abate. Decraemer contemplaba con maravilla la grandeza, la dignidad natural que tenía aquel hombre, aumentada aún por un ideal y una fe, que se templaba diariamente, se exaltaba de nuevo, volviendo a hallar posibilidades de ennoblecimiento en la plegaria, en el examen severo de sí mismo. De ahí aquella voluntad, aquel orgullo de permanecer hombre, de no abdicar nada de su dignidad humana, ni en las cosas grandes, ni en las pequeñas. Delante incluso de los guardianes, de los jefes, del Ober y del Hausbater, el abate seguía siendo siempre el mismo y superior a ellos, sin esfuerzo, simplemente. Ni la mayor injusticia, ni el ultraje ni la afrenta lograban hundirle en el furor o en las lágrimas, como los demás. Cuando el resto de los presos se quejaba, tirando por el ventano su pitanza infecta y rebelándose contra aquella comida más propia de animales que de personas, él la aceptaba y se la comía, cumpliendo con ello algo semejante a un deber, y no podía alegarse que su estado físico fuera mejor que el de los otros. Trataba a su cuerpo como a un espíritu, con juicio y cordura, como un buen medio, y no como un fin en sí. Y, puesto que el cuerpo no era para él más que un medio, los sufrimientos le afectaban menos, le causaban menos tormento moral.

La palabra se rechaza, pero el ejemplo seduce. Decraemer se sentía subyugado por la magnitud de aquella alma. Hubiera dado cualquier cosa por poder ser igual a Sennevilliers. Y su estupor era grande al darse cuenta de que aquel hombre —ejemplo inaccesible para él— le admiraba a su vez.

—Usted hace mucho más que yo, Decraemer —decía Sennevilliers—. Usted ha hecho mucho más que yo. No tengo nada en el mundo, ni situación, ni familia. No he arriesgado nada, ni siquiera lo arriesgo ahora. Usted, en cambio, tenía fortuna, mujer, hijo. Y lo ha sacrificado todo. Yo soy quien le admira. Debe haber sido muy grande la causa que le ha impuesto este enorme sacrificio.

Decraemer se sintió conmovido.

—Es cierto —confesó—, es cierto…

Reconocía que su gesto había sido inexplicable, que todo le aconsejaba la capitulación ante los alemanes, la venta de las existencias, el mismo trabajo para el enemigo. ¿Por qué había hecho aquello? ¿Qué fuerza le había impulsado? Todo había cambiado a sus ojos. Entreveía una meta a su aventura, una utilidad posible, el mejoramiento de sí mismo. Sondeó en su propio interior y se dio cuenta con asombro de que el abate tenía razón, de que, desde su encarcelamiento había crecido, se había engrandecido. No le quedaba ya ninguno de sus bienes. ¿Qué podía hacer al día siguiente en la pobreza? La libertad en la miseria sería el cielo en comparación con la cárcel de Rheinbach. Conocía perfectamente sus fuerzas, sus debilidades; se conocía a sí mismo. Había aprendido a saborear las alegrías y las bellezas del mundo en su carácter más humilde, a exaltarse delante de la pobre llama de su lámpara o ante una margarita silvestre cogida al pasar en el curso del paseo, que conservaba después en una vieja botella de tinta llena de agua, el designio inevitable de una inmensa bondad.

El hombre se abandona involuntariamente al pensamiento de que una Providencia vela especialmente para él y le tenía predestinado a alguna gran misión. La idea seducía a Decraemer. Confusamente se iba dando cuenta de que se orientaba hacia una doctrina de esperanza.

Incluso en la cárcel, Hennedyck seguía siendo hombre de acción. Preparaba nada menos que la evasión general.

Estaba en la misma ala del edificio que el abate y Decraemer, en el cuarto piso. Cuando anochecía se comunicaba con sus vecinos por el ventano, pues se había establecido todo un sistema de correspondencia de celda a celda. Por medio de cuerdas que corrían a lo largo de la fachada, llegaban a cambiarse víveres y pedazos de papel, en los que garabateaban mensajes con pequeños pedazos de plomo que distribuía el preso ocupado como plomero. Aquellos pedacitos marcaban sobre el papel un trazo negro y hacían, las veces de lápices. Verscleven, un gran industrial de Amberes, un comerciante en lino que Hennedyck había conocido antes de la guerra y a quien los alemanes empleaban en el lavado, robaba las cuerdas de secar la ropa y se las daba a los otros.

Hennedyck, Verscleven, Deraedt, el plomero y otro hombre joven, su vecino de celda, tramaron la fuga. Se llevarían al abate y a Decraemer y tratarían de alcanzar Holanda. Verscleven hablaba con fluidez el alemán y sería infinitamente preciso para el grupo.

La cárcel estaba rodeada de un alto muro. Entre aquella muralla y un segundo muro, aún más elevado, estaba el camino de la ronda. En el muro interior se abría una puerta que daba a los lavaderos. Hacía falta procurarse la llave de aquella puerta. El muro exterior era muy alto. Se necesitaría un garfio y una escalera de cuerdas para salvarlo.

Hennedyck obtuvo el garfio serrando un barrote del sommier de su cama-mesa. La sierra de metales se le proporcionó Deraedt. Verscleven pudo hacerse con un rollo de cuerda muy fuerte. Algunos días distribuían bizcochos proporcionados por las sociedades de ayuda que funcionaban en Norteamérica y, entonces, cogían cada vez un travesaño de las cajas. Ataron estos travesaños por dos extremos, uno tras otro, y obtuvieron así una escalera, al final de la cual ataron el garfio. Deraedt, el plomero, estaba empleado por los alemanes en la tarea de revisar las tuberías de agua y gas de la cárcel. Un día Verscleven aprovechó una distracción del Werkmeister que dirigía el trabajo de los lavaderos, cogió las llaves que estaban sobre la mesa y hundió la que abría la puerta del camino de ronda en un pedazo de miga de pan, que luego cortó en dos, siguiendo el eje de la llave. Obtuvo así un molde que le dio a Deraedt. Este la fundió en una aleación de plomo y estaño y así obtuvieron una llave. Todo aquello fue largo y difícil. Pero los presos poseían una fuerza universal que es capaz de remplazar todo: el tiempo.

Hennedyck recibía frecuentemente paquetes. Vendió las conservas al guardián e hizo que alguien le comprara ropas de paisano. Todo estaba preparado. Decidieron partir el domingo, a la hora de la comida, cuando las cocinas estuvieran abiertas y pudieran aprovecharse las idas y venidas por los corredores. El domingo, los guardianes eran mucho menos numerosos y aquella circunstancia facilitaría la fuga.

En aquel momento fue cuando Decraemer enfermó. Desde hacía mucho tiempo se iba debilitando a ojos vistas. Le acometieron unos síncopes y tuvo accesos de fiebre y de delirio en su celda. El abate creyó que iba a morir y rehusó unirse a los fugitivos.

El domingo al mediodía, mientras los presos salían a los corredores, Hennedyck y los otros tres se deslizaron hacia la entrada de la cocina y se precipitaron hacia el lavadero. Escondidos en la bodega vieron por el tragaluz cómo pasaba el centinela alemán por el camino de ronda. Lanzaron la cuerda. Al tercer intento el garfio quedó asegurado en lo alto del muro. Izaron la escalera de cuerda y subieron uno tras otro. Cuando estuvieron en lo alto del muro no aguardaron a subir la escalera y lanzarla al otro lado, sino que se dejaron caer al suelo y huyeron apresuradamente hacia el bosque que coronaba las colinas lejanas. Hennedyck, que se había torcido el tobillo al caer, era el último. A cada paso que daba, perdía terreno. Trataron de llevarle en brazos, pero él rehusó, no queriendo que los otros se perdieran por su culpa. Ya la alarma había sido dada, sonaba la campana de la cárcel celular y llegaba hasta ellos el rumor de las órdenes que vociferaban los centinelas. Cinco minutos después habría una jauría de hombres, y de perros en su persecución. Hennedyck supo luego que un preso alemán, que por casualidad permanecía en el lavadero, los había visto escalar el muro y había dado la voz de alarma.

Corrieron algunos kilómetros. Los bosques estaban ya cerca. Por las laderas se acercaban una treintena de guardianes armados con fusiles. Hennedyck se dio cuenta de que no podría alcanzar el bosque. Cesó de correr y se sentó en el suelo esperando a que llegaran los guardianes, mientras sus compañeros se hundían en las primeras espesuras del bosque.

Lo llevaron de nuevo a la cárcel y lo encerraron en un calabozo. Allí permaneció unos quince días. Luego, medio muerto de extenuación y de fatiga, lo embarcaron en un tren y lo enviaron al interior de Alemania.


III

Tras una semana ele delirio, Decraemer volvió en sí muy débil. El abate había conseguido el privilegio de visitarlo diariamente y lo alimentaba a cucharadas de leche condensada, como un niño. Hasta mucho después Decraemer no tuvo conciencia del peligro que había corrido.

Cuando pudo comprender que el abate le había sacrificado su libertad, salvándole también la existencia, sintió una ola de agradecimiento hacia él. Sin sus cuidados, hubiera muerto en aquella celda. Los alemanes dejaban morir a los presos, sin el menor humanitarismo. Decraemer recordaba aún haber oído la agonía de un muchacho de veinte años, en una celda próxima a la suya, que había muerto sin que nadie le asistiera en sus últimos momentos.

Debía la vida al abate. Aquello fue lo que provocó en él un impulso definitivo. Sintió un estremecimiento de gratitud y deseó ser con todas sus fuerzas un hombre igual al abate, seguir su ejemplo, formar parte de aquella Humanidad que mejor representaba para él el sacerdote y cuya caridad le había ganado. Sin querer, sin haber pensado jamás un instante en ello, el abate Sennevilliers había llegado a realizar aquella extraña conversión.

A partir de entonces comenzó la sorprendente elevación de Daniel Decraemer. Terminó por aislarse completamente del mundo. Se rompieron los últimos lazos, y la carne, mortificada con exceso, dejó de reaccionar. El espíritu, a pesar suyo, se había acostumbrado. No sabía adónde iba, ni en qué terminaría todo aquello. La guerra, la victoria, la muerte y la libertad eran otros enigmas. Desligado por fuerza de las fuerzas terrenas, el espíritu se volvía hacia Dios. Y la vida de los hombres, con su egoísmo, sus bajezas, sus pasiones y sus pecados, que aumentaban en aquel infierno, favorecían aquella elevación tanto como el régimen alimenticio y la disciplina. Si las filosofías imponen los modos de vida, estos, por su parte, imponen la filosofía. Fue Maurice Maeterlinck quien expresó en alguna parte este emocionante pensamiento: «Toda tentativa del hombre para elevarse, comienza casi siempre por la adopción de una disciplina alimenticia rica en productos vegetales». Del budismo al pitagorismo, del Cristianismo al antonianismo de hoy, las religiones reconocen esta reacción de lo físico sobre lo mental y el aligeramiento del espíritu que origina el alivio de los humores. Por otra parte, parece que el hombre experimenta un cierto orgullo en torturar su cuerpo. Un Pascal bien alimentado, probablemente nunca hubiera escrito sus «pensamientos». La atmósfera de una cárcel es, además, en el fondo, idéntica a la del claustro. Y es cosa singular que una disciplina, voluntaria o impuesta, produzca, sin embargo, resultados casi similares en el alma humana. En la vida corriente, Decraemer no hubiera tenido nunca la energía de imponerse tan rudo apartamiento del mundo. Pero obligado a ello por una voluntad exterior, el efecto era el mismo. Él lo comprendía. Y veía allí, en aquella prueba, en aquel enclaustramiento, el deseo y la voluntad de Dios. Parecía que Alguien, como decía el abate, tuviera sobre él intenciones extraordinarias, proyectos poco comunes y que Él los hubiera puesto a prueba en su soledad. Decraemer había hallado en la Imitación la frase que a sus ojos simbolizaba aquel pensamiento místico. Y la había escrito en la primera página de una libreta de notas que le había dado el abate: «Aquí los corazones se purifican como el oro en el crisol…».

Sí; Dios lo quería, Dios había escogido especialmente para él aquella prueba, para que se templara en ella. La guerra era el crisol. El vil metal no resistiría. El oro, los corazones nobles, puestos a prueba en el sufrimiento, tendrían todo su valor y saldrían purificados. Acaso una gran misión esperaba a Decraemer. Era el elegido. A pesar de su mísero estado, experimentaba una gran dulzura, un gran orgullo. Aquella misión le abrumaba y le exaltaba al mismo tiempo. Llegaría el momento de ser víctima. Estaba llamado a ser en la tierra un ejemplo vivo, como antes Cristo, como en aquel momento el abate Sennevilliers. El espectáculo del inmenso sufrimiento que tan valerosamente aceptaba ayudaría a los que le rodeaban, les recordaría esa parte divina del alma humana que cada cual lleva en sí, para que, más tarde, pudiera decir delante de las bajezas del mundo: «No solo existe esto, sino también un Decraemer». Igual que el abate había dicho: «¡Hay un Sennevilliers…!». Y que su recuerdo le reconciliara con los hombres. Aquella vieja idea le obsesionaba sin cesar. Quería actuar, ser la levadura del mundo, aquella ínfima partícula de fermento vivo que hace aumentar la masa. Junto a él veía al abate Sennevilliers y experimentaba su enorme influencia. Aquello le confirmaba en su pensamiento de que era posible conducir los hombres por el sendero del bien. No se daba cuenta de que la atmósfera de la cárcel actuaba sobre todos como sobre él mismo, favoreciendo aquel misticismo y aquellas conversiones que no hubieran sido tan prontas y tan fáciles en un mundo normal. Pero, de haberlo entrevisto, habría rechazado la idea como absurda. Desechaba la duda con toda su voluntad. Se sentía un hombre nuevo en medio de un universo transfigurado. A sus ojos, las cosas habían adquirido un sentido nuevo. Lecturas como la Imitación, que no hubiera comprendido otras veces, le transportaban. Antes, una doctrina semejante de ascetismo y humildad le hubiera hecho encogerse de hombros. Pero es que entonces estaba ciego para sí mismo, para su mujer y los suyos. Había hecho del dinero su ideal y había amado en Adrienne lo que menos importaba: el cuerpo, la belleza, la apariencia, la alegría de los sentidos. Había educado a su hijo en un materialismo puro, afanándose estúpidamente en proporcionarle una vida fácil, el lujo, la riqueza, en prepararle una existencia de conquistas inútiles, de alegrías sin nobleza, de tristezas, de remordimientos. Y todo aquello, en el fondo, por puro egoísmo. Había amado a los suyos a través de sí mismo. Había complacido en ellos su propio orgullo, su deseo de dominio, esa naturaleza llena de artificios, ávida, curiosa, que no conduce más que a sí mismo…

Pero todo aquello había cambiado ya. Sabría amar a los otros por sí mismos y no a través de él. El amor que sentía hacia su mujer magníficamente purificado, por la ausencia, la muerte de todo elemento carnal —de todo aquello que aporta en las relaciones humanas un elemento de corrupción— se elevaba en aquellos instantes por encima de las preocupaciones de belleza, de gracia y de lujo. A partir de entonces la amaría por lo que había sufrido, por el calvario que habían pasado juntos cuando murió la pequeña Louise, y la amaría hasta en sus dolores, sus debilidades y sus pecados. Pondría en su hijo un amor sin egoísmo, lleno de fe y de emoción, le buscaría una carrera y le señalaría una vida donde el dinero fuera tan solo una preocupación secundaria al lado de la inmensa labor útil que Jacques desarrollaría… Veía incluso a sus enemigos bajo otro aspecto. No les odiaba ya. A ellos, a las pruebas que le habían hecho pasar, debía su elevación. Les debía gratitud por aquello que le habían permitido conocer. Tampoco odiaba a los alemanes, sino que se sentía elevado a una especie de ideal internacional. Todos tenían que entenderse, todos tenían que amarse, que terminar aquella guerra cuanto antes sin pérdida alguna de territorio, de dinero ni de prestigio, para comenzar cuanto antes la era nueva, la paz definitiva. Llegaba a los extremos más inconcebibles, negando el derecho a la resistencia, afirmando que no hubieran debido defenderse, que hubiera valido más dejar al enemigo invadir el país abandonado, conquistando al enemigo por la resignación. El abate, casi horrorizado por aquel misticismo, temeroso de las alturas a que su amigo parecía haberse remontado, le respondía tímidamente:

—No podemos dejamos devorar como corderos.

Pero Decraemer tenía una respuesta definitiva y lo rebatía con sus propias armas.

—¿Acaso duda usted? Si hemos de ser devorados, nuestro ejemplo servirá más a la causa de la paz que nuestra resistencia. Hay ideas-fuerza…

Diariamente ponía en práctica sus propias doctrinas y así llegó a conmover, con su pasividad a la fiera cruel de Engaña-muerte, su guardián. Ello le hizo adoptar una especie de aire de triunfo que cerró la boca del abate. Engaña-muerte tenía un hijo en el frente. Resultó muerto en uno de los últimos combates, y Decraemer se enteró. Durante el paseo, al pasar por delante de Engaña-muerte, se detuvo a su lado y le dijo penosamente, en un mal alemán:

—Te acompaño en el sentimiento, pobre hombre…

Engaña-muerte, tardó en comprender el gesto, pero luego no pudo evitar una lágrima de desesperación. Aquel día pareció que Decraemer había vencido su ferocidad. Engaña-muerte se hizo mejor para él, manifestó una especie de piedad y acaso de arrepentimiento.

Todo aquello proporcionaba a Decraemer una inmensa serenidad. Había alcanzado una elevación y una exaltación que daban al abate gran vértigo y lograban inquietarle. Llamaba al dolor, lo invocaba como alimento vital. Su libreta de pensamientos diarios reflejaba su misticismo, tomando prestadas de la Imitación, estas invocaciones que traspasaban por completo la naturaleza humana:

«Os doy las gracias, Señor, de que no me hayáis ahorrado los males y de que, por el contrario, me hayáis abrumado severamente con ellos, cargándome de dolor y llenándome de angustia y de miseria por dentro y por fuera. Abrumadme, abrumadme más aún…». Para él, el dilema de Pascal no existía ya. Escribía:

«Al actuar para la eternidad, gano de todas las maneras, ya que me aseguro en el renunciamiento la sola felicidad terrestre posible…». Había leído y remitido al abate Sennevilliers su testamento. Sentía que las fuerzas le abandonaban y pensaba que no volvería a ver más a Adrienne, aunque hubiera querido, antes de morir, proporcionarle luz, convertirla a su nueva bondad. Decía: «Esta aventura ha sido la felicidad de mi vida. Aguardaré en paz los sufrimientos, dispuesto a acogerlos como un favor, como la señal de la solicitud de Dios hacia mí, indigna criatura. Mis gritos de dolor son el himno más bello, el canto más hermoso a la gloria de la Divinidad. Si mi bienamada mujer puede extraer, como yo, la preciosa esencia de la verdad del fruto amargo del sufrimiento, mi calvario y mi muerte serán para ella, como para mí, una inmensa bendición. Tengo confianza en esta solidaridad de las almas que durante tanto tiempo rechacé como una injusticia, y mi sufrimiento volverá a caer sobre los hombres como una lluvia saludable… Aquí moriré infinitamente dichoso…».

Era ya feliz. Y con una felicidad total, absoluta. La miseria física ya no le conmovía. Había hecho suya la frase de Santo Tomás: Cella continuata dulcesit

En aquella celda encontraba una paz monacal. En el silencio de aquella soledad todo adquiría una fuerza, una sonoridad emocionante. Y el agotamiento físico de Decraemer acrecentaba más aún la intensidad de las raras impresiones que podía recibir del exterior. El libro más insignificante, la historia más infantil le hacían llorar. Pronto llegó la época en que, encaramado a la ventana, pudo contemplar la nieve invernal extendida sobre la llanura, las colinas y los bosques, como una inmensidad virginal. Toda aquella pureza inmaculada hacía asomar lágrimas a sus ojos, sin que él mismo supiera por qué. Saboreaba la menor alegría. Una palabra de afecto del abate, la más insignificante dulzura, repercutían largamente en él, bastando para alimentarle espiritualmente diez días. Temía las emociones demasiado intensas, como el ojo acostumbrado a las tinieblas se siente herido a la menor claridad. Por encima de todo, se sentía feliz de haber hallado, por fin, la certidumbre, la paz, la fe, de cuya pérdida los escépticos no se consuelan jamás. ¡Basta de dudas, de vacilaciones, de odios…! Pues el odio es una enfermedad que envenena el alma. A aquellas reacciones malsanas había sucedido la certidumbre de sobrevivir, una infinita perspectiva luminosa que le aguardaba al final de su vida, como una aurora, la posibilidad de volver a encontrar el espíritu de los muertos, de sus padres, de su pequeña Louise. Y, finalmente, había hallado también una solución, una solución infinitamente sencilla: la del amor y la caridad. Decraemer había sido durante mucho tiempo uno de aquellos ricos que dudan de la legitimidad de sus riquezas y para quienes el pan tiene un sabor de cenizas. Había buscado una posibilidad de organización del mundo sobre una base más equitativa hasta en el socialismo. Pero nada le había dejado satisfecho. Desde el interior de su celda veía aquella posibilidad en el Cristianismo. ¿Qué importaban los temas políticos? Todos serían igualmente buenos el día en que los hombres se amasen o cada uno adoptara aquella línea de conducta tan sencilla: «Para mí solo lo necesario; para mi prójimo, el resto». Decraemer había proyectado para el futuro —un futuro que esperaba sin pasión, con gran despego— la construcción de una especie de ciudad de Dios en miniatura, en las proximidades de Lille. Una fábrica ventilada, limpia, casas con jardines, con luz y aire abundantes, y sin exigir a cambio que el obrero abdicara de su libertad. Lograría la liberación de la mujer por medio de una indemnización a las mujeres casadas, que les pertenecería a ellas en exclusiva y las libraría de la fábrica. Una cotización bilateral del patrono y del obrero por la que este último pagaría su casa en veinte años y sería inmediatamente propietario de la misma, solucionaría el problema de las viviendas. Con la garantía de los industriales funcionaría una caja, en la que, de acuerdo con este principio, encontraría el obrero capitales a largo plazo. Deseaba acabar con la leyenda del obrero esclavizado en sus fábricas, en sus talleres. Quería asegurar la instrucción, no solamente gratuita, sino obligatoria, sin que la prisa de los padres de ver al niño aportar su salario, pudiera constituir un obstáculo. Los estudios, más prolongados, comenzarían más tarde. Es inútil pasar dos años enseñando a un niño lo que un muchacho de doce años aprende en tres semanas. Era inútil hacer filosofar a un adolescente de dieciséis años, haciéndoles comentar a Pascal y a Racine. Sería mejor educar primero los cuerpos de seis a diez años para comenzar después las humanidades, que se podrían prolongar hasta que los espíritus estuvieran suficiente maduros para asimilar la esencia.

Organizaría una especie de gremio, al modelo antiguo, en el que el jefe de industria no tendría más ventaja material, en contrapartida de su responsabilidad, que la obligación de proporcionar a todos trabajo, una vida sana y el ejemplo de la caridad y el afecto mutuo.

Cuando se contemplaba a sí mismo, cuando comparaba el hombre de antes con el de ahora, Decraemer tenía la impresión de que había enriquecido notablemente. Se sentía más hombre. Era capaz de comprender cosas que de otra manera nunca hubiera comprendido, de vivir la propia miseria de los demás. Y alcanzaba a comprender plenamente aquel pensamiento del filósofo: «El hombre que ha sufrido mucho puede compararse al que conociera muchos idiomas y fuera por ello capaz de comprender a todos los hombres…».

(Continuará…)

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