DIÁLOGOS EN LA TAZA: «El chino y el cojo»

Fernando Morote







Juan Velasco Alvarado
(1910-1977)

Mi modelo fue Fidel. Lo admiraba porque era grandote, barbudo y fumaba un puro inmenso. Todo lo contrario a mí, que era enano y enclenque. A Lenin y Mao los sentía demasiado lejanos, ajenos a mi realidad. Nací en un pueblo pobre de Piura. Durante mi infancia caminé pata en el suelo, así que alimenté un resentimiento jodido contra el abuso, la desigualdad y la injusticia. Nunca leí a Dostoievski, para ser sincero no lo ubico bien, pero me gustaba sentir que luchaba por los humillados y oprimidos (perdón, ofendidos); elevaba mi autoestima.

Cuando llegué a la Escuela Militar de Chorrillos tenía una meta definida: desquitarme de esos oligarcas hijos de puta que nos hicieron la vida imposible con su arrogancia y prepotencia. Hice una carrera brillante dentro del ejército y me gradué con honores. Era astuto, entrador y recursero. No por gusto crecí en el distrito de Castilla, la tierra de la chicha de jora y los chifles. El calor del norte me hizo un hombre ardiente, de pocas pulgas.

En la época que las cosas se pusieron picantes en el panorama político, estaba listo para izar mi propia bandera. Mucha palabrería y pocos hechos, como dijera uno de mis antecesores. El objetivo era desahuevar a esa sarta de niños ricos que jugaban a ser parlamentarios y funcionarios públicos. Belaúnde era bueno, pero demasiado sano, extremadamente blando. El Perú siempre ha necesitado mano dura, al estilo de la Cortina de Hierro. Al peruano no le puedes hablar bonito porque te come vivo. Al peruano tienes que manipularlo, ser más pendejo que él, y si se resiste, someterlo. Desafortunadamente, cuando tomé el poder, ésa fue la tarea que me tocó desempeñar. Mejor dicho, ése fue el trabajo que me comprometí a realizar.

Primero que nada, implanté la reforma agraria; la finalidad era acabar con el latifundio y erradicar a los gamonales. Después expropié los activos de los ricachones. Y terminé nacionalizando las empresas extranjeras. Ya no vivíamos en tiempos de la Colonia, cuando los españoles saqueaban impunemente el oro de los Incas. Despaché a su casa a esos gringos de mierda y recuperé la soberanía de la minería, la pesquería, la siderurgia, el petróleo, la electricidad, los correos, los ferrocarriles. Me pasé a esos miserables literalmente por los huevos. ¿Y a quién elegí como ícono de ese movimiento revolucionario? No podía ser otro que el indio rebelde, orgulloso, por excelencia: Túpac Amaru. Para corroborar mis intenciones anti-imperialistas declaré el Quechua como lengua oficial. Los cholos estaban conmigo, me adoraban. El populismo siempre ha dado fabulosos frutos. Ya si ellos no aprendieron cómo manejar los negocios que yo puse en sus manos fue su problema. Quizás debí entrenarlos, lo acepto, pero tampoco me pidan milagros.

No sería raro que ésa fuera una de las razones por las que me pegaron el balazo en la pierna, aunque a la masa se le informó que la perdí a causa de una embolia. Y de ser conocido como el chino, con cariño, pasé a ser señalado como el cojo, con desprecio. El demoledor terremoto de 1974, ocurrido precisamente el 3 de Octubre, fecha en que instauré el Día de la Revolución, fue un indicio muy claro de que mi régimen se estaba cayendo a pedazos. Al año siguiente el General Morales Bermúdez me sacó en pijama de Palacio de Gobierno, igual que hice yo con Belaúnde Terry al empezar mi Septenato.

Pese a los reproches, lo único que me arrepiento es de no haberle metido a los chilenos mis tanques y aviones rusos por el culo. Me había prometido a mí mismo el regalo de tomar desayuno en Santiago como Presidente del Perú, celebrando la revancha de la Guerra del Pacífico.

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