Fiebre

Lucas Berruezo

 

 

 

 

 

Ahí, acostado en su cama, Alejo aguantó la respiración. Aguzó el oído. No escuchó nada. Pero había escuchado algo, antes, desde la otra habitación, la de sus hijos. Una tos… Sí, una tos…

Esperó, sin resultados. Afuera, por lo que podía ver a través de los intersticios de la persiana, ya era de día. Otra noche en la que no había podido dormir más que a ratos. Otra noche en la que había sentido que su corazón se le aceleraba, su cuerpo le picaba, sus nervios se tensaban. Otra noche como las noches que venían pasando.

Y cada vez que escuchaba una tos todo se volvía peor. A veces el sonido llegaba desde la pieza de Selene y Ramiro; a veces era Iara, su esposa, la que tosía. ¿Si estaban contagiados? Si llegaban a estar enfermos con el nuevo virus, ¿él qué haría?

Llamar al teléfono del Gobierno, como todo el mundo… –dijo una voz en su cabeza, tan suya y, a la vez, tan ajena.

Sí, claro, tendría que llamar al teléfono del Gobierno, como estaban haciendo todos. ¿Pero era realmente necesario? Él tenía cuarenta años, su mujer treinta y siete y sus hijos ocho y cinco años. Ninguno de ellos estaba en el rango de personas que corrían verdadero peligro. A lo mejor, lo correcto era, ante los primeros síntomas (una tos, por ejemplo), esperar un poco. No valía la pena movilizar al sistema de salud por una nimiedad, más teniendo en cuenta que en la mayoría de los casos todo terminaba saliendo bien.

Le prestó atención a Iara. Dormía sin inconvenientes. Afuera, los pájaros ya empezaban a cubrir la ciudad con su canto, una ciudad que se había convertido en un cementerio, y no sólo por el silencio…

Alejo se revolvió en su lado de la cama. Trató de escuchar por encima del ruido de los pájaros. No escuchó nada. No había nada para escuchar, gracias a Dios. Todos en su casa dormían. Nadie tosía.

Pero tosieron –dijo esa voz molesta–. Tosieron, varias veces. Tosió Iara y tosieron los chicos.

–Ya no –susurró Alejo.

Lo importante era que nadie tenía fiebre. Esa era la clave. Se había dicho mucho sobre los síntomas del virus: en un principio, tos seca y dolor de garganta; después se agregó congestión nasal, fatiga, dolor ocular y pérdida del gusto y del olfato. Prácticamente nada quedaba afuera. A esa altura, cualquier molestia física podía tomarse como un síntoma. Pero la clave era la fiebre. Siempre estaba presente la fiebre. Y nadie en su casa tenía fiebre.

–¿Vos qué sabés? A lo mejor en este mismo momento uno de los chicos está volando con 39 grados, incluso con 40, y vos bien cómodo tirado en la cama…

No, no podía ser. Se había acercado a la habitación de los chicos, una vez que ellos ya se habían dormido, y les había tocado la frente. Los dos estaban fresquitos. Ninguno tenía fiebre. Ninguno.

Por ahora…

–Basta –dijo, y bajó los pies de la cama.

.

.

Se asomó a la habitación de sus hijos. Prendió la luz. No había problema, tenían un sueño profundo. Podía no sólo prender la luz, sino poner música y ni siquiera se moverían. Ellos habían salido a su mamá, no a él. Iara también tenía un dormir a prueba de todo. Él no. Él se despertaba por cualquier cosa. Por un ruido en la calle, por el sonido de un celular, por una tos… Cualquier cosa lo despertaba. Cualquier cosa.

Entró a la habitación y se acercó a Ramiro. Con sólo su carita saliendo de las frazadas, parecía un muñequito de porcelana. Le tocó la frente. Estaba bien, estaba fría. No había fiebre. Se dio media vuelta y se acercó a la cama de Selene. Ella dormía con el torso al descubierto. Así era ella. Se movía todo el tiempo. No tenía sentido que la volviera a tapar, en cinco minutos ya estaría, de nuevo, con medio cuerpo afuera. Le tocó, también, la frente. Estaba bien. Al igual que su hermano, estaba fría.

Apagó la luz y se fue, camino a la cocina. Se haría un café y, como pudiera, trataría de relajarse. A lo mejor nadie había tosido. Él podía haberlo soñado. No sería la primera vez. Llevaba mucho tiempo encerrado, la realidad bien podía teñirse con la tinta de sus pesadillas.

Puso el agua en el fuego. Se sentó en una de las sillas que rodeaban la mesa cuadrada de la cocina. Pronto tendría que volver a salir. Ya empezaban a faltar cosas. Café, por ejemplo. Apenas quedaba para unas diez o doce tazas, no más. También podría comprar chocolate, para los chicos. Les encantaba el chocolate. Y helado para Iara, su debilidad. Y algunas cervezas para él. La verdad era que no le vendrían nada mal.

El agua hirvió y se hizo su café. La cocina se llenó de ese olor tan propio de las mañanas, de los desayunos. Tan distinto, además, de los olores que la cuarentena había traído a su casa. Esos olores contra los cuales la lavandina, el Lysoform y el alcohol diluido apenas podían hacer algo. Estar todo el día encerrado tenía sus consecuencias.

Miró el reloj digital del microondas. Eran las siete y cinco de la mañana de un día de la semana del que no estaba seguro. Ya había perdido la cuenta. No sabía qué día era ni cuántos días de cuarentena habían pasado, de la misma manera que no sabía cuánta plata le quedaba en su cuenta de banco. Esperaba que mucha, al menos todavía. Cuando todo eso había empezado, su cuenta gozaba de una gran cantidad de haberes, consecuencia de la venta de un departamento que había sido de sus padres.

Las siete y cinco… En un rato volvería a controlar a sus hijos. También a su esposa. Seguirían durmiendo, obvio. Desde que la cuarentena había empezado, dormían más que antes. Y cada vez dormían más. Estaba bien. ¿Para qué despertarlos? Los días se hacían largos, las horas se estiraban de una manera desesperante. Mientras más durmieran, mejor. A él le gustaría dormir tanto como ellos.

Se acercó la taza a la boca. Aspiró el aroma del café. A esa distancia, el olor lo abarcaba todo y tapaba todo lo demás. Podría estar oliendo café todo el día…

De pronto, el timbre interrumpió el hilo de sus pensamientos. Era raro. Desde que la cuarentena había empezado, el timbre sólo había sonado una vez. En esa oportunidad, habían sido sus vecinos, los insoportables viejos de la casa de al lado. Seguramente eran ellos de nuevo, no les había alcanzado con que les gritara sin abrirles. No, no entendían nada. Había que evitar el contacto social. El sólo hecho de abrirles lo pondría en peligro a él y a su familia…

–Señor Gómez –dijo una voz desde el otro lado de la puerta, justo cuando Alejo se estaba acercando–. Por favor, señor Gómez, somos oficiales de policía, le vamos a pedir que nos abra.

Alejo se apoyó en la puerta y miró por el visor. Vio a dos policías, un hombre y una mujer, parados. El hombre, que estaba adelante, era el que hablaba.

Llegaron. Sabías que iban a llegar, en cualquier momento.

–Señor Gómez –dijo nuevamente el oficial–. Sabemos que está ahí. Sus vecinos nos alertaron. Por favor, ábranos.

Alejo siguió mirando, en silencio.

–Por favor, señor Gómez. El olor se siente desde acá. Tiene que dejarnos entrar. No queremos tirar la puerta abajo, que es lo que vamos a hacer si usted no nos abre.

Alejo empezó a alejarse, caminando hacia atrás.

Van a entrar.

–No… –suspiró–. No pueden…

Sí, pueden. Y lo van a hacer.

Empezaron los golpes sobre la madera. Primero rápidos y continuos, como dados con un puño; después con una fuerza mayor, más discontinuados, como producto de patadas.

La puerta cedió con rapidez.

Los policías entraron. Lo primero que hicieron fue llevarse una mano a la nariz y a la boca. «Justo lo que no hay que hacer», pensó Alejo, que se dejó caer de rodillas sobre el suelo. Los oficiales se le acercaron. La mujer tuvo algunas arcadas, pero pudo dominarlas.

–¿Dónde están? –preguntó el hombre.

–Ellos están bien –respondió Alejo–. Bien. Los tres. Ninguno tiene fiebre.

–¿Dónde están?

Alejo bajó los ojos al mismo tiempo que los hombros. Estaba cansado, rendido.

–Duermen.

Los oficiales pasaron a su lado y siguieron hasta las habitaciones. Desde donde estaba, Alejo pudo escuchar que la mujer policía, finalmente, vomitaba sobre el piso.

Además, oyó los gritos. Principalmente los de la mujer, aunque el hombre también gritó.

Su familia no. Ellos no gritaron.

Ellos estaban bien.

Dormían.

Y sin fiebre.

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