Pedro A. Curto

Si algo “interesante” ha tenido el caso de los titiriteros es que por una vez la cultura ha ocupado la centralidad social y mediática, aunque fuese como producto de intestinas luchas políticas y de una legislación antiterrorista, que bajo una coartada legitimadora, puede ser utilizada como una especie de macartismo. Por otra parte, los esquemas sociales mostrados frente al hecho artístico, son cuando menos preocupantes. Se basan en representaciones preconcebidas, en dogmas, en falta de análisis más allá de lo inmediato, en un totum revolutum que a través de las redes y otros medios, repiten los métodos de las habladurías, que todo lo deforman. Resulta irónico que hasta quienes se oponían a la prisión contra los titiriteros, se curasen en salud calificando la función de violenta, inadecuada… Y eso que la ya famosa “La Bruja y don Cristóbal”, solo fue vista por una treintena de personas, alguna de ellas niños que es posible no se enterasen de nada de lo que estaban viendo. Si yo fuese uno de los titiriteros, estaría preocupado y cabreado por lo que se me viene encima judicialmente, pero con un cierto orgullo por la obra, que aunque por las circunstancias, tuviese esa repercusión y molestase al poder. Y no hablo de su contenido, porque como la mayoría, la desconozco en su integridad.
Creo que es el arte quien ha logrado que se pueda aceptar el poder como algo inevitable, pero no deja de ser un tormento. El poder es capaz de envolverse en diversas legitimidades, pero difícilmente superará las evocaciones de las ficciones teatrales o novelísticas. Las teorías construirán modelos, abstraerán las características modulares de un régimen político, definirán el papel de las instituciones de control. Pero en los alfileres de su corcho, difícilmente admitirán la creatividad del verso libre y, menos aún, su irreverencia. Pues la ficción puede expresar un juego, una libertad, una distancia irónica del mundo. La separación entre idea y acto, el abismo entre proyecto y hecho, el contraste de sueño y realidad, de apariencia y verdad, quedan al descubierto. La fabricación de un mundo imaginario logra una estampa del mundo más certera que cualquier boceto constreñido por la obsesión de la congruencia. Al dialogo entre personajes, a la creación de mundos imposibles en la realidad, de acciones irrealizables, se agregan otras fecundaciones: tonos y tiempos que se entrecruzan, líneas narrativas que se enredan, géneros que se intercambian. Sólo el arte, solamente ese abrazo de la mentira, es capaz de expresar el modo en que los regímenes, los ideales, las reglas y los poderes, marcan la vida de las personas. El arte contrapone lo que queda en los márgenes del devenir histórico, dando voz y memoria a lo que ha sido rechazado, reprimido, destruido y borrado por la marca de un supuesto progreso. El arte defiende la excepción y el desecho contra la normas; recuerdo de que la totalidad del mundo se ha resquebrajado y que ninguna restauración, ninguna legitimidad, por más democrática que sea, puede fingir la reconstrucción de una imagen armoniosa y unitaria de la realidad, que será falsa. Así autores como George Orwel y Franz Kafka, entre otros, lograron reflejar en sus ficciones, algunas de las realidades que estamos viviendo.
La ficción tiene otra virtud apreciable: arruina la pretensión de pureza política, esa tendencia a esconder tras murallas, a elevarse por encima de las trivialidades del mundo privado, a separarse de las naderías de los mortales. La fábula desborda cercos disciplinarios. La política atrincherada es invadida, desde el drama a la comedia, por todo lo que es humano y mucho de lo que no lo es. El poder se enreda con el deseo; la pasión se incrusta en la soberanía; los fantasmas tienen tantas vidas como los intereses; el destino y la elección se retan. La Gran Historia necesita de las “pequeñas historias”, incluso de las controversias de éstas, para construir una realidad en toda su complejidad.
Si los sistemas totalitarios han perseguido, a veces con saña, a quienes crean al margen o frente a sus esferas de poder, los sistemas legitimados democráticamente han optado por formas menos expeditivas: la mercadotecnia controla en todos los terrenos y su capacidad de influencia. Aunque por más que esto tenga éxito, siempre existirá un libro, una función de títeres, un verso libre… que se escape del control. Y como dice Claudio Magris en un ensayo: “La literatura nos enseña a reírnos de lo que se respeta y a respetar aquello de lo que nos reímos.”
