Alberto Ernesto Feldman

Esta era su primera semana como desocupado, la primera en su larga historia laboral, y había cifrado todo en ocupar su tiempo en demostrarle a los suyos, y especialmente a su hijo, que no era un inútil, cosa que ni su hijo ni nadie exigiría, ya sabían quién era, pero implacable consigo mismo se concentró en un símbolo: quería por fin hacerle a su hijo el barrilete tantas veces prometido, el más grande y el más llamativo de Saavedra y, por supuesto, con los colores de su equipo favorito.
Desde que había hecho campaña en favor de Menem, entre sus compañeros de trabajo, sus amigos y su familia, admirado y convencido por la frase del riojano que decía: “Síganme que no los voy a defraudar…” , Daniel había perdido amigos, compañeros y ahora, finalizando la segunda presidencia del Gran Rematador, había perdido su puesto de trabajo en una de las tantas “joyas de la abuela” que perdía el país, dejando tiradas en la calle una vez más las esperanzas de la gente. Creyó e hizo creer a otros y no se lo perdonaba.
Recibió el telegrama el viernes. Todo el fin de semana estuvo taciturno e irritable, retó a su hijo en forma desproporcionada por una inocente ocurrencia infantil, no paró hasta hacerlo llorar y le gritó a su mujer: “¡No me vengas con pelotudeces!”, cuando ella le dijo: “No te hagas mala sangre, una puerta se cierra y otra se abre”.
El domingo hizo el asado sólo porque la carne estaba comprada desde antes del telegrama, caso contrario no se lo hubiera permitido. No le sintió el gusto a nada; comieron tristemente y tomó más vino que lo acostumbrado. Por la tarde, ella quiso consolarlo a su manera y él la rechazó como si no la conociera.
Esperó el amanecer del lunes insomne desde las dos de la mañana y recordó que Mati, con sus cinco años, había “pescado” la situación y le había dicho, desde su punto de vista: “¡Papi, que lindo, me vas a poder hacer el barrilete!” Eso lo había sacado de quicio.
Meditando, ahora en la oscuridad, se dio cuenta: su hijo tenía la “precisa”, ya habría tiempo de disculparse cuando estuviera más tranquilo, por el momento bastaba con cumplir, hacerle el barrilete y remontarlo. Para achicar las horas del lunes recién comenzado, puso manos a la obra rápidamente, después de que Rosa y Mati salieron rumbo al Jardín.
Tomó un último mate y caminó las pocas cuadras que lo separaban de la avenida General Paz, subió al terraplén y caminó por la banquina, hacia el río. Recordaba que hacía muchos años, cruzando Libertador y pasando al lado del paredón lateral de la Escuela Raggio, al llegar al puente de hierro del ferrocarril Belgrano, comenzaban los terrenos pantanosos donde, junto con su padre, buscaban y encontraban las cañas con las que el viejo le enseñó a hacer los barriletes.
Todo estaba muy distinto, había menos pasto y mucho cemento, y por arriba de su cabeza una autopista tapaba al sol, pero después del puente ferroviario, casi sobre el agua, estaba el cañaveral, como antaño. Eligió las unidades más largas y más sanas y calculó a ojo que con suerte, podría hacer una estrella de metro treinta, o metro y medio de diámetro.
No hubo forma de que Mati durmiese la siesta. Después de almorzar se pegó a su padre, mientras éste medía y cortaba las cañas a lo largo y a lo ancho, y las ataba con prolijidad. Cien veces preguntó ¿por qué esto? y ¿por qué lo otro? El entusiasmo del niño contagió al hombre y le hizo recordar una imagen igual de su propia niñez.
Merendaron en el suelo, al mismo tiempo que pegaban trabajosamente el papel blanco, con la banda roja, en el esqueleto de caña con forma de estrella de ocho puntas, y Rosa fue a la ferretería de la vuelta a comprar doscientos metros de hilo de pesca. El pegamento secaría bien durante la noche y, uniendo varias viejas corbatas para la cola, solo había que rezar para que se eleve, porque era muy grande, pesaba mucho y necesitaría un viento muy fuerte para remontar.
El martes, que era feriado, pintó lindo, quizás un poco fresco, pero prometía un día soleado. La mujer que, a pedido de padre e hijo, había comprado el papel con los colores de River, miraba con orgullo el resultado del trabajo de todos. Sería necesario un descampado extenso para correr y remontarlo, y eso siempre que encontraran un viento con la fuerza suficiente. El Parque Saavedra no alcanzaría, tendrían que ir hasta el antiguo Barrio bancario, al lado de la General Paz, y hasta allí fueron, caminando al tranquito por Larralde, en la tranquila mañana.
El nene acariciaba con respeto reverencial la gran estrella de River que su padre cambiaba de mano cada cuadra, hasta que por fin llegaron al enorme parque circular de prolijo césped, frente a la Iglesia. Daniel desenrolló parte del hilo, los metros que calculó necesarios para comenzar, Rosa sostuvo el barrilete en alto, sujetándolo con esfuerzo. Al grito de: “¡Largá!” Ella soltó y él comenzó a correr.
Repitieron una y otra vez la maniobra y no hubo caso. Subía un par de metros y luego se estrellaba con violencia, a punto de destrozarse. Los ganó el desaliento, apenas circulaba una leve brisa que no podía ayudar. Se sentaron a descansar; la mujer cebó unos mates y abrió un paquete de galletitas. Mati estaba mudo y expectante; nadie habló. Había vuelto la tristeza.
Un muchacho montado en un ciclomotor se aproximó, a marcha lenta, aplastando el césped y, antes de que se asustasen , exclamó dirigiéndose directamente a Daniel: “Los estuve mirando, si sostiene el barrilete a treinta o cuarenta metros mío, y lo suelta cuando le haga una seña con la mano, en un par de vueltas, se lo remonto, es fácil con la moto, ¿vió?…, aprovechemos ahora que no hay gente, tenga el barrilete y deme el ovillo.” Daniel, sorprendido, obedeció sin decir palabra.
El joven se alejó, liberando el hilo mientras caminaba y llevando con una mano su pequeño vehículo. Se sentó, lo puso en marcha y verificó que Daniel sostenía en alto el barrilete y, a la señal convenida, al tiempo que era soltado, el ciclomotor arrancó bruscamente.
La gran estrella se elevó velozmente contra el viento casi cincuenta metros y, al soltarle más hilo y dar la moto una vuelta completa al campo, pasó cerca de la familia, que gritaba alborozada. Al alcanzar casi los cien metros de altura, lo tomó una racha de viento que ya no lo dejó caer.
El muchacho detuvo la moto y, caminando, se acercó, le dio a Mati el resto del ovillo y le dijo, acariciándole la cabeza: “¡Qué pedazo de avión te hizo tu papá!… agarralo fuerte!” Con un inmenso orgullo, la criatura apretó, al mismo tiempo y con firmeza, la mano de Daniel y el ovillo, que le trasmitieron el calor de su papá y la fuerza del barrilete, que ahora se veía pequeño; Rosa le extendió un mate al muchacho de la moto junto con un sonoro y emocionado: “¡Muchas gracias!”, mientras Daniel, mirando hacia arriba, descubrió en el cielo inmensamente azul, al lado del barrilete, un casi invisible avioncito publicitario escribiendo con grandes letras de humo: “MENEM 1999”.
