Telegrama, viento y humo en el ‘98

Alberto Ernesto Feldman

Barrilete

Esta era su primera semana como desocupado, la primera en su larga historia laboral, y había cifrado todo  en  ocupar su tiempo en demostrarle a los suyos, y especialmente a su hijo,  que no era un inútil, cosa que ni su hijo ni nadie exigiría, ya sabían quién era, pero implacable  consigo mismo  se concentró en un símbolo: quería por fin hacerle a su hijo el barrilete  tantas veces  prometido, el más grande y el más  llamativo de Saavedra y, por supuesto, con los colores de su equipo favorito.

Desde que había hecho campaña en  favor de Menem,  entre sus compañeros de trabajo, sus amigos y  su familia,  admirado y convencido por la  frase del riojano que decía: “Síganme que no los voy a defraudar…” , Daniel  había perdido amigos, compañeros y  ahora, finalizando la segunda presidencia del Gran Rematador, había perdido su puesto de trabajo en una de las tantas “joyas de la abuela” que perdía el país, dejando  tiradas en la calle una vez más  las esperanzas de la gente.  Creyó e hizo creer a otros y  no se  lo perdonaba.

Recibió el telegrama el viernes. Todo el fin de semana estuvo taciturno e  irritable, retó a su hijo en forma desproporcionada por una inocente ocurrencia infantil, no paró hasta  hacerlo llorar y le gritó a su mujer: “¡No me vengas con pelotudeces!”, cuando ella le dijo: “No te hagas mala sangre, una puerta se cierra y otra se abre”.

El domingo hizo el asado sólo porque la carne estaba  comprada  desde  antes  del telegrama, caso contrario no se lo hubiera permitido. No le sintió el gusto a nada; comieron tristemente y tomó más  vino que lo  acostumbrado.  Por la tarde,  ella quiso consolarlo  a su manera y  él la rechazó como si no la conociera.

Esperó el amanecer del lunes insomne desde las dos de la mañana y  recordó que   Mati,  con sus cinco años,  había  “pescado” la situación y le había dicho, desde su punto de vista: “¡Papi, que lindo, me vas a poder hacer el barrilete!” Eso lo había sacado de quicio.

Meditando, ahora en la oscuridad, se dio cuenta: su  hijo tenía la “precisa”, ya habría tiempo de disculparse cuando estuviera más tranquilo, por el momento bastaba con  cumplir, hacerle el barrilete y remontarlo. Para achicar las horas del lunes recién comenzado, puso manos a la obra rápidamente, después de que Rosa y Mati salieron rumbo al Jardín.

Tomó un último mate y caminó las pocas cuadras que lo separaban de la  avenida General Paz, subió al terraplén y caminó por la banquina, hacia el río. Recordaba que hacía muchos años, cruzando Libertador y pasando al lado del paredón lateral de la Escuela Raggio, al  llegar al puente de hierro del ferrocarril Belgrano, comenzaban los terrenos pantanosos donde,  junto con su padre, buscaban y  encontraban las cañas con las  que el viejo le  enseñó a hacer  los barriletes.

 Todo estaba muy distinto, había  menos pasto y mucho cemento,  y por arriba de su cabeza  una  autopista  tapaba al sol,  pero después del puente ferroviario, casi sobre el agua, estaba  el cañaveral, como antaño. Eligió las unidades más largas y   más sanas y calculó a ojo que  con suerte, podría hacer una  estrella de metro  treinta,  o metro y medio de diámetro.

No hubo forma de que Mati durmiese la siesta. Después de almorzar se pegó a su padre, mientras éste  medía y cortaba las cañas  a lo largo  y a lo ancho, y  las ataba con prolijidad. Cien veces preguntó  ¿por qué esto? y ¿por qué lo otro?  El entusiasmo del niño contagió al hombre  y le hizo  recordar  una imagen  igual de su propia niñez.

Merendaron en el suelo, al mismo tiempo que pegaban trabajosamente el papel blanco, con la banda roja, en el esqueleto de caña con forma de estrella de ocho puntas, y Rosa  fue a la ferretería de la vuelta a comprar doscientos metros de  hilo de pesca.  El pegamento secaría  bien durante la noche y,  uniendo varias viejas corbatas para la cola,  solo había que rezar para que se eleve, porque era muy grande, pesaba mucho y necesitaría un viento muy fuerte  para  remontar.

El martes,  que era  feriado, pintó lindo, quizás un poco fresco, pero prometía un día soleado. La mujer  que, a pedido de padre e hijo, había  comprado el  papel con los colores de River, miraba con orgullo el resultado del trabajo de todos. Sería necesario un descampado extenso para correr y remontarlo, y eso siempre que encontraran un viento con la fuerza suficiente. El Parque Saavedra no alcanzaría, tendrían que ir hasta el antiguo Barrio bancario, al lado de la General Paz, y hasta allí fueron, caminando al tranquito por Larralde,  en la tranquila mañana.

El nene acariciaba con respeto reverencial la gran estrella de River que su padre cambiaba de mano cada cuadra, hasta que por fin llegaron al enorme parque circular de prolijo césped, frente a la Iglesia. Daniel desenrolló parte del hilo, los metros que calculó necesarios para comenzar, Rosa sostuvo el barrilete en alto, sujetándolo  con esfuerzo.  Al grito de: “¡Largá!” Ella  soltó y él comenzó a correr.

Repitieron una y otra vez la maniobra  y no hubo caso. Subía un par de metros y luego se estrellaba con violencia,  a punto de destrozarse. Los ganó el desaliento, apenas circulaba una leve brisa que no  podía ayudar. Se sentaron a descansar;   la mujer cebó unos mates y abrió un paquete de galletitas. Mati  estaba mudo y expectante; nadie habló. Había vuelto la tristeza.

Un muchacho montado en un ciclomotor se aproximó, a marcha  lenta, aplastando  el césped y,  antes de  que se asustasen ,  exclamó dirigiéndose directamente a Daniel:   “Los estuve mirando, si sostiene el barrilete a  treinta o cuarenta  metros mío,  y lo suelta cuando le  haga una seña con la mano, en un par de vueltas,  se lo remonto,  es fácil con la moto, ¿vió?…,  aprovechemos ahora que no hay gente,   tenga el barrilete y deme el ovillo.” Daniel, sorprendido, obedeció sin decir palabra.

El joven se alejó, liberando el  hilo mientras caminaba y llevando con  una mano  su pequeño vehículo. Se sentó, lo puso en marcha y verificó que Daniel sostenía en alto el barrilete y, a la señal convenida,  al tiempo que  era soltado, el ciclomotor arrancó bruscamente.

La gran estrella se elevó velozmente contra el viento casi cincuenta metros y, al  soltarle más hilo y  dar la moto una vuelta completa al campo, pasó cerca de la familia,  que gritaba  alborozada. Al alcanzar casi los cien metros de altura, lo tomó una racha de viento que  ya no lo dejó caer.

El muchacho detuvo la moto y, caminando, se acercó, le dio a Mati el resto del ovillo y le dijo,  acariciándole la cabeza: “¡Qué pedazo  de avión te hizo tu papá!… agarralo  fuerte!” Con un inmenso orgullo, la criatura  apretó,  al mismo tiempo y con firmeza,  la mano de Daniel y el  ovillo,  que le trasmitieron  el calor de su papá y la fuerza del barrilete, que ahora se veía pequeño;  Rosa  le extendió un mate al muchacho  de la moto junto con un sonoro y emocionado: “¡Muchas gracias!”, mientras Daniel,   mirando hacia  arriba, descubrió en el cielo  inmensamente azul,  al lado del barrilete, un casi invisible avioncito publicitario escribiendo con grandes  letras de humo:  “MENEM 1999”.

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