Alberto Ernesto Feldman
Bajo un cielo enormemente celeste y un sol de fuego, en la playa todavía despoblada de octubre, está sentada una joven, leyendo una gruesa carpeta y haciendo anotaciones en el margen. A su lado, hay una silla con una pila de cuadernos y apuntes aplastados por un diccionario y una botella de agua mineral.
Desde muy temprano está concentrada en sus escritos, pero no puede salir del análisis de sus primeros cuentos. El lápiz tamborilea entre sus dientes mientras gotitas de sudor brillan en su rostro. Extiende su mano y, sin mirar, atrapa la botella que hace equilibrio sobre el diccionario y toma un gran sorbo.
Repentinamente escribe una corta frase, la mira, la lee en voz alta, comenzando desde el párrafo anterior, y con un mohín de disgusto la tacha.
-¡Qué calor! ¿Cuándo en octubre hizo treinta y dos grados?… ¡Quedan sólo tres días para presentar mi primer trabajo para la edición…ya no sé qué agregar ni qué quitar, me estoy volviendo loca!… ¡Reviso lo escrito y siempre encuentro algo para mejorar!…, hace días que estoy metida hasta el cuello y no me atrevo a dar por terminada la corrección… ¿Para esto vine aquí este fin de semana?…. ¡Bueno, basta ya… me duele la cabeza!…
Todo esto se dijo la joven escritora, desperezándose y recorriendo lentamente el horizonte con ojos deslumbrados. La visión de la inmensidad la serena. Cierra los ojos y espera. El fragor de las olas rompiendo en las rocas y el calor agobiante la adormecen y se rinde.
Sueña con otras tardes en la misma playa, hace una eternidad. Una eternidad y otro mundo. Ella recién entraba en la adolescencia. Tenía a sus padres, que los domingos tomaban mate, se reían y se abrazaban en el espigón del Club de Pescadores, entre las bicicletas y las cañas de pescar, y también había un muchacho rubio y tímido que la besaba por primera vez, mientras caminaban descalzos por la arena mojada.
Después sueña más lejos en el tiempo y aparece su papá, de brillantes ojos azules, enseñándole las primeras letras, contándole cuentos para hacerla dormir, cantando muy bajito canzonetas napolitanas y arias de Verdi y acariciándola con manos callosas, quemadas por la cal y el cemento, las manos de un hombre al mismo tiempo rudo y sensible, que eligió a Mar del Plata para vivir y para construir casas, porque sintió que, si había nacido en el Mediterráneo, no podía vivir lejos del mar. Y aquí se quedó su espíritu para siempre.
Hoy vino a encontrarse con su hija, que no por casualidad está aquí, ejerciendo el oficio que se inició cuando él, cantando, le enseñó a deletrear las cinco vocales. Con suma delicadeza, Francesco se acerca a su hija, le toma la mano, que pende inerte, se inclina, recoge del suelo el lápiz, se lo coloca entre los dedos y, con la misma voz pausada y tranquila de siempre, le susurra suavemente al oído: “Mía cara bambina, cosi é molto bene, mettere fine…”
La joven parpadea, volviendo a la conciencia. Se incorpora lentamente, abre la carpeta, traza una línea en la última página y la cierra con energía. Por fin ha terminado. Rotando su cabeza y sus hombros, moviliza los músculos entumecidos. Suspira largo y profundo, recoge sus cosas y las guarda en la mochila.
Antes de abandonar la playa, camina lentamente al lado de la espuma, con los pies desnudos sobre la arena mojada, y sonriendo con ternura, se dice, meneando la cabeza: -¡Qué maravilla el viejo… siempre que lo necesito, lo sueño y viene !…
Se detiene, se despide del mar y, con paso resuelto, enfila hacia las escaleras.
