Juan Alberto Campoy
Ya no podía más. Representar una y otra noche aquel papel era un reto agotador. Algo superior a sus fuerzas. Y lo peor no era el agotamiento físico, sino el psicológico. ¿Cómo era posible que él, Yasuhiro Kakutani VIII, un maestro entre maestros, el más prestigioso actor de Kabuki, alguien que había sido investido como Tesoro Nacional Viviente, todo un ídolo en Japón, como era posible que él, precisamente él, tuviera que interpretar a ese pusilánime, a ese contemporizador, a ese cagón de Kakogawa? No, él no merecía eso. Su papel, el papel para el que había nacido era, sin dudas, el de Yuranosuke.
Aquella noche había quedado a cenar con Hanako y seguro que con tan grata compañía no tardaría en olvidarse, aunque fuera transitoriamente, de la frustración que le suponía interpretar aquel personaje en “Los 47 samurais”. Kakogawa… Kakogawa… la mera pronunciación de aquel nombre, le producía un rechazo incontenible.
En la obra “Los 47 samurais” se recogen hechos acaecidos en los lejanos tiempos en los que valores tradicionales aún no habían sido pervertidos en el Imperio del Sol Naciente. Entre sus personajes más destacados se encuentran los vasallos principales Kakogawa y Yuranosuke, y sus señores feudales, Wakasanosuke y Enya Hangan. Cuando estos últimos son agraviados por el general Moronao, el atemorizado Kakogawa recurre al soborno para que su señor, Wakasanosuke, no sea ofendido. A partir de entonces Moronao centra todos sus ataques en Enya Hangan, el señor de Yuranosuke. Pero llega un día en que la paciencia de Enya Hangan no puede contener durante más tiempo toda la rabia acumulada y, sin pensar ni por un momento en lo que su propia acción pueda depararle, desenvaina la espada y se dirige a matar a Moronao. En el último instante, Kakogawa le sujeta y frustra su intento, con lo que le impide lavar sus afrentas de la única forma digna posible: con la sangre de su enemigo. Tras ser juzgado, Enya Hangan es sentenciado a morir mediante seppuku. Aunque Kakogawa logra finalmente limpiar su honor, su pasado ignominioso le persiguió durante el resto de su vida. Por el contrario, Yuranosuke siguió siempre los sagrados principios del bushido y se convirtió en un guerrero legendario gracias a la valentía con la que comandó a un grupo de 47 samurais que vengaron a Enya Hangan y dieron muerte a Moronao.
La nieve caía abundantemente sobre la ciudad de Kyoto. Nada más terminar la función, Yasuhiro Kakutani VIII se dirigió a su anhelada cita con Hanako, su geisha favorita. Antes de cenar, los dos amantes tomaron unas cervezas y unos yakitoris en un bar cercano al teatro, muy concurrido a esa hora de la noche. A continuación, se encaminaron hacia su restaurante habitual, “El fugu de oro”. Poco antes de llegar, al doblar una esquina, se dieron de bruces con cuatro amigos de juventud de Yasuhiro Kakutani VIII. Enseguida se multiplicaron los recuerdos nostálgicos de los viejos tiempos y las narraciones, más o menos veraces, más o menos adornadas, de las anécdotas del pasado. A pesar de todo el tiempo transcurrido, Yasuhiro Kakutani VIII se encontraba tan a gusto con sus amigos, tan a sus anchas, que, tras consultarlo con Hanako, los invitó a cenar.
De primer plato coincidieron en tomar sopa de fugu, que degustaron con verdadero deleite. Y sin el menor tipo de cautela, pues, a pesar del peligro de envenenamiento que siempre comporta la ingesta de este pescado, el restaurante era de máxima confianza. Sus cocineros no sólo disponían de la correspondiente acreditación oficial, como era preceptivo, sino que además eran tan veteranos y tenían tanta destreza en su oficio que hubieran sido capaces de desechar con los ojos cerrados las partes venenosas de aquel traicionero manjar. En sus muchos años de existencia jamás se había producido una intoxicación letal en “El fugu de oro”.
Conforme transcurría la cena, la conversación se fue animando. Llegado un momento, los amigos pasaron a relatar cuales habían sido sus respectivas trayectorias profesionales. Los cuatro habían terminado trabajando para la televisión nipona, realizando pequeños papeles en series de ciencia ficción de muchos efectos especiales. Uno de ellos, llamado Akira, que se había especializado en papeles de alienígena, al cabo de un rato se dirigió a Yasuhiro Kakutani VIII:
-Lo que yo no entiendo es como has podido consentir que te dieran ese papel. Como resultado del mismo, tu prestigio no ha hecho más que deteriorarse. Ya sé que tú no tienes nada que ver con tus personajes, que Kakogawa no eres tú, que tú sólo estás actuando, pero eso explícaselo a la gente de la calle: no lo entienden. Para ellos, tú eres los personajes que representas, y si ahora representas a un cagón pues eres un cagón.
Yasuhiro Kakutani VIII no tardó en responderle:
-Supongo que tus palabras son producto de los numerosos vasos de sake que has trasegado y de lo mal que encajas la bebida. Ya en los tiempos de la Escuela de Arte Dramático eras igual. No deberías beber más que cocacola. Voy a simular que no he oído tus mezquinas palabras.
A partir de entonces, Akira permaneció callado durante un tiempo. Tras un tenso silencio inicial, poco a poco la conversación volvió a fluir, a ser amena y distendida. Llegada la hora del segundo plato, pidieron de nuevo fugu; en esta ocasión, sashimi de fugu. Las numerosas láminas finamente cortadas sobre los redondos platos de loza semejaban pétalos de un crisantemo. Cada crisantemo estaba formado con tanta armonía y con tanta gracia que daba pena romperlo. Finalmente Hanako dio el pistoletazo de salida al llevarse una loncha a la boca. El sashimi estaba suculento. Entre bocado y bocado y entre recuerdo y recuerdo de los lejanos tiempos en que todos ellos habían sido más jóvenes – incluso la bella Hanako, aunque nadie hubiera sido testigo de ello – no se olvidaron de darse sus buenos lingotazos de sake. Y Akira, que a esas alturas de la noche llevaba ya una tajada de las que hacen época, volvió a arremeter contra Yasuhiro Kakutani VIII:
-Mira, yo no quiero faltarte al respeto ni nada parecido, pero te diré que me ha sorprendido que tú también te atrevieras con el sashimi de fugu. ¿No has visto el crisantemo tan precioso dibujado en el plato? Ya sabes…el crisantemo, la flor que simboliza la muerte. ¿No te ha entrado un poco de miedito siquiera? ¿No temes morir envenenado? Quizá no seas tan cagón como me imaginaba. Quizá no seas tan cagón como Kakogawa. Voy a tener que cambiar la idea que tenía de ti. Vaya nombre, Kakogawa, es de risa, no me jodas, parece un nombre de gallina…, la gallina Kakogawa.
Aquello había traspasado definitivamente la raya de lo tolerable. La ira se apoderó de Yasuhiro Kakutani VIII:
-Eres un hombre miserable, Akira. O peor que eso, eres una vulgar y rastrera serpiente. Y como a una serpiente te voy a matar. De un solo tajo voy a librar al mundo de tu asquerosa presencia, y, de paso, te voy a hacer un favor a ti también, librándote de tu vida vacía y estúpida. Encomiéndate a los dioses, si es que crees en ellos, y prepárate a morir.
De un salto, Yasuhiro Kakutani VIII se puso en pie y desenvainó su katana. Akira, a pesar de su acusado estado de embriaguez, se dio perfecta cuenta de la situación y le imploró perdón de todas las maneras posibles. Sin embargo, sus peticiones de clemencia, en lugar de calmar a Yasuhiro Kakutani VIII, le encolerizaron aún más. Estaba tan rabioso, que pensó que quizá llevaba razón en lo que acababa de decir y que la simple acción de matarle sería hacerle un favor. Tenía que hacer que se arrepintiera de haber nacido.
-Te voy a perdonar la vida, Akira, rata inmunda, pero, a cambio de ello, esta noche vamos a ver quién de los dos es un hombre. Vamos a pedir una fuente con trocitos de hígado de fugu. Yo voy a empezar a comerlo y tú me seguirás. El primero que se retire quedará señalado de por vida como un rastrero y un cobarde.
El dueño del restaurante se mostró absolutamente reacio a servirles el hígado de fugu solicitado.
-Ustedes están locos. Ustedes no saben lo que piden. El hígado es la parte más venenosa de este pescado, mucho más venenosa que el cianuro o que el curare. Si no quieren continuar viviendo, suicídense al pie del Monte Fuji, como hace todo el mundo, pero a mi no me busquen la ruina. Si a ustedes les pasara algo, y es más que posible que así suceda, a mi me retirarían la licencia y ya no dispondría de medios para ganarme la vida.
Finalmente, cuando parecía que no habría forma humana de convencerle, Yasuhiro Kakutani VIII decidió utilizar su recurso secreto: darse a conocer. Hasta ese momento, y a pesar de la frecuencia con la que acudía a aquel restaurante, nadie en el mismo había logrado identificarle. Ello era debido a que el gran público no tenía una imagen nítida de él, sino sólo imágenes de sus numerosas caracterizaciones en las obras de teatro en las que había participado, todas ellas con abundante maquillaje. No bien se enteró el dueño de la personalidad de su cliente, se sintió tan abrumado, tan cohibido, que no pudo rechazar su extravagante petición, a pesar del gran riesgo que la misma conllevaba.
Los trocitos de hígado, cortados de forma cúbica, pesarían cerca de cuatro gramos cada uno. Los dos comensales echaron cuentas y llegaron a idéntica conclusión: la dosis letal serían cinco trocitos. Tal como había prometido, la degustación la inició Yasuhiro Kakutani VIII. El hígado le supo exquisito, hasta creyó notar el veneno que contenía, un veneno que le provocaba un regustillo especialmente sabroso. Aquello estaba todavía mejor que la sopa y que el sashimi. Luego llegó el turno de Akira y cuando estaba a punto de comer su primer trocito de hígado, aunque era consciente de que todavía el riesgo que corría era mínimo, su cuerpo empezó a emitir señales inequívocas: su frente comenzó a sudar; a sus manos les dio por ponerse a temblar y, para colmo de males, en su pantalón apareció una gran mancha en expansión a la altura exacta de la entrepierna. La vergüenza que debió de pasar en ese momento Akira tuvo que ser de proporciones astronómicas, pero a sus amigos apenas les dio tiempo de apreciarla, ya que inmediatamente se puso a correr como alma que lleva el diablo y nadie más volvió a saber nunca más de él.
Aunque su victoria no podía haber sido más aplastante, Yasuhiro Kakutani VIII no se conformó. Aquella era su oportunidad de demostrar a todo el mundo qué clase de hombre era él, su ocasión de dejar bien claro cuál era la pasta con la que estaba hecho: la misma pasta con la que están hechos los héroes. Y además, por si faltaba algún motivo para seguir adelante, aquel condenado hígado de fugu estaba cojonudo. No era fácil parar de comerlo. Por un momento se le pasó por la cabeza la idea de que aquel fugu “estaba de muerte”, pero rápidamente la rechazó por considerarla de mal agüero. Según sus cálculos, le quedaban todavía tres trocitos más antes de entrar en la zona de peligro. Y tres trocitos más que comió. Cada uno, más apetitoso que el anterior. De nada sirvieron las advertencias de sus amigos, ni las suplicas de Hanako. Ya lanzado, Yasuhiro Kakutani VIII coqueteó con la idea de un quinto trocito. Total, por uno más no le iba a pasar nada, y, a cambio, la impresión que iba a causar entre sus amigos sería imperecedera. Sin embargo, en el último momento, el sentido común pudo más que su afán de protagonismo y decidió parar en su carrera hacia el abismo. Mejor un héroe vivo que un superhéroe muerto, pensó.
El resto de la noche transcurrió entre risas y alcohol. Nada más llegar a su casa y echarse en la cama, empezó a sentirse mal. Primero creyó que eran los síntomas típicos de la borrachera, pero enseguida cayó en la cuenta de que no se trataba de eso. El dolor de cabeza, la sensación de mareo, la insensibilización de las manos y el agarrotamiento de todos los músculos del cuerpo eran algo peor, mucho peor, que los efectos indeseados de una excesiva ingesta de alcohol. Un fallo respiratorio fue la causa última de su muerte. Sus cálculos sobre la cantidad de hígado que podía ingerir se rebelaron erróneos. A partir de ese día comenzó la leyenda de Yasuhiro Kakutani VIII. Una leyenda de valor para unos. Una leyenda de estupidez para otros.
