David Cano
Marcos se toma este lunes con un ánimo distinto. Normalmente los lunes no se le puede dirigir la palabra. Llega a la oficina, se coloca cuidadosamente los auriculares para no pillarse los lóbulos de las orejas y solo atiende e-mails. Cualquier sonido que salga de la garganta de un ser humano es inaudible para él. Pero hoy decide que debe estar todo el día con la cabeza alta porque va a escribir la mejor novela de este siglo. Sonríe porque va a volver a ver a Sonia y puede ser que de las miradas perdidas entre ellos, de las risitas flojas y del aire chulesco que va a llevar, alguien, de entre toda esa maraña de información, deduzca que se acostaron después de la fiesta de la empresa.
Marcos piensa que a su hermano se le ha ido un poco la olla, pero se alegra de que haya venido y, siendo un poco egoísta, le quita un peso de encima no tener que hacer la cena todos los días cuando llega hastiado del trabajo. Marcos pone su tarjeta de trabajador en el lector de la puerta de entrada a su oficina y casi no le da tiempo a aspirar el aire ya viciado cuando escucha a Luis desde lo lejos: “Marcos, a la sala de reuniones. Ya. Tienes una call”.
Marcos se extraña. Si están llamando solo pueden ser los de arriba. Y si son los de arriba solo pueden ser dos cosas: una bronca o un ascenso. Sonia le dijo un día que su primer apellido debería ser Pesimismo, que no se podía ir por la vida pensando en lo malas que son las personas y en lo jodidamente horrible que va a salir siempre todo. “Luis, dame un segundo que deje el abrigo y voy para allá. ¿Es malo?”, pregunta Marcos. “Te vas a enterar en unos segundos, no seas impaciente, Marquitos”, le responde sonriente Luis. “Por cierto, ¿cómo está tu hermano?”. “Bien, bien, parece que se lo han cogido a tiempo. Esperemos que sí”, dice Marcos mientras deja el abrigo en el respaldo de su silla. Sonia le mira desde dos mesas más atrás. Se sonroja mínimamente, como si quisiera dejar un mensaje indescifrable en la nebulosa de la oficina.
Marcos enfila hacia la sala de reuniones pensando si sería buena idea invitar a cenar esta noche a Sonia. En casa tiene foie y puede hacer risotto. Suena bien. Le presentaría a Ernesto. Ernesto impacta en las primeras rondas. Luego cansa. Marcos se sienta con Luis en la sala de reuniones ante una pantalla de ordenador donde descansa, ya encendida, una sesión de Skype. Luis mira a Marcos y le dice: “es de arriba, como te imaginarás. Quieren hablar contigo para que te vayas a Reino Unido a instalar nuestro programa. Yo no te he dicho nada. Que te pille de sorpresa”. Justo cuando termina la frase, aparece una ventana en la que se informa que hay una llamada entrante. Contestar o rechazar. Contestamos. “Buenos días”, se escucha.
Marcos responde con un “Hola”. “Bueno, soy Esteban Ruiz, director de operaciones para UK. Voy al grano que hoy tenemos mucho lío por aquí. Marcos, queremos que vengas a dirigir al equipo que tenemos aquí en la implementación del nuevo software en Londres. Hemos ido siguiendo en estos años tu trabajo y creemos que eres la persona que más se lo merece y la que mejor puede rendir. Aunque deberíamos tratar un par de asuntos antes, que conciernen a tu trato con otros trabajadores de la empresa, con cargos altos, que no están del todo de acuerdo en que seas tú el elegido. Mera burocracia, no te preocupes que todo va a salir bien”, dice el jefe en UK sin casi tomar aire. Marcos recuerda que no le cae bien a ninguno de sus jefes, con los que ha tenido problemas desde el primer día que llegó a la empresa.
Marcos no se lo creía. Odiaba su trabajo y todo lo que conllevaba. Sólo seguía porque no quería volver a casa y porque no era el mejor momento, con tantos millones de parados, de dejarse un trabajo y pensar que a los dos días estarías cobrando 3.000 euros en otro mejor. Marcos echaría de menos el escote de Ana si se fuera. No piensa en Sonia. Marcos no escribiría su ansiada novela si se fuera. Sigue sin pensar en Sonia. “¿Qué me dices?”, le pregunta el jefe de operaciones para UK.
Marcos no quiere contestar. “Ehhhhhh…uff…tendría que pensármelo. No puedo darte una respuesta ahora mismo. Mi hermano se encuentra enfermo y no es el mejor momento, la verdad. Agradezco que hayas pensado en mí y por un lado me apetece mucho ir para allá y demostrar que valgo para ese trabajo, pero no sé qué decirte. Ahora mismo no puedo decidirme. ¿Tengo tiempo para dar una respuesta?”, pregunta sin saber muy bien qué es lo que ha dicho. “Sí, sí. A ver, estamos a lunes. El viernes quiero la respuesta. Piensa, Marcos, que no sólo es un aumento de responsabilidad, también conlleva un aumento de sueldo considerable”, responde Esteban. “Ok, me lo pienso y el viernes te digo”, finaliza.
Marcos apenas puede respirar cuando aparece en la pantalla el símbolo de un teléfono rojo que representa el final de la llamada. Luis cruza las piernas y se pone cómodo en su silla. “No dejes pasar esta oportunidad, Marcos, es el tren que debes coger, te lo aseguro”, le dice con calma. “Necesito ir al baño”, le dice Marcos mientras se levanta súbitamente. Sale corriendo sin pensar que tiene que cruzar toda la oficina para llegar al lavabo. Ve cómo todos dejan de murmurar y se quedan mirando los 100 metros lisos de Marcos, puro estilo Bolt. Marcos cierra de un portazo la primera puerta del baño. También la segunda. Marcos vomita el desayuno de hace dos horas. Puede ver trozos reales de un croissant entre los restos.
Marcos se abraza como puede a la base del váter y se pone a llorar como un niño pequeño. Coge a tientas el móvil y llama a Ernesto. No lo coge. Marcos cree que le va a estallar el corazón de un momento a otro. Él no quiere ser jefe, él quiere levantarse a las 8 de la mañana, desayunar y sentarse a escribir su novela hasta que llegue la hora de comer. Marcos también quiere pagar las facturas. Marcos piensa que Ernesto puede ir dejándole dinero si deja el trabajo. Marcos respira y vuelve a llamar a Ernesto.
