Salvar a la soldado Lynch

Juan Alberto Campoy
 
Hacía escasos días que había empezado la guerra de Irak. La reunión de los gerifaltes del Pentágono estaba siendo más tensa de lo acostumbrado. Finalmente el Gran Jefe tomó la palabra: “Vamos a ver, hatajo de inútiles, ¿vosotros qué sois? ¿Los mandos del ejército más poderoso del planeta o un grupo de boy-scouts? ¿Qué es eso de que no podemos engañar a la opinión pública? Ya veréis como podemos. No conozco ninguna virtud más sobrevalorada que la sinceridad. Vuestro apego a la verdad resulta enternecedor. Niños, eso es lo que sois, niños incapaces de percibir que no siempre es bueno decirles la verdad a los padres. Niños incapaces de anticipar los efectos de sus palabras y de sus acciones. Aquí lo único que hay que tener claro es quiénes somos los buenos y quiénes son los malos. Y que a los malos hay que machacarlos. Eso es, machacarlos. ¿Acaso importa algo que nuestra marine no pegara un solo tiro porque se le encasquilló el fusil? Si no se comportó con valentía y arrojo fue tan sólo porque las circunstancias no fueron las propicias. ¿Acaso importa algo que los médicos y las enfermeras iraquíes le salvaran la vida y la trataran con suma atención? Si no la torturaron fue tan solo por miedo a nuestras represalias, no por otra cosa. ¿Acaso importa algo que nuestras fuerzas entraran al recinto hospitalario para rescatarla, pegando tiros a diestro y siniestro, a pesar de que no hubiera ningún soldado iraquí en los alrededores? Si no tuvimos que emplearnos a fondo fue tan solo porque no hubo resistencia, que, de haberla habido, ya se hubieran enterado ya de cómo nos las gastamos. Así que no se hable más. Muevan ustedes sus culos, y, junto con sus culos, muevan los hilos que haya que mover para que, en una operación audaz, nuestro ejército haya rescatado a una heroica marine que estaba siendo torturada por el enemigo. Y si hay que realizar un video ilustrativo, se realiza un vídeo ilustrativo. Me contratan al Oliver Stone o a quien haga falta”. 

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