Un duelo emocional

 

Manuel Villa-Mabela 
 
Me presenté junto a mi abogado y un notario en la sede central de una compañía de gas. Conozco perfectamente su denominación, pero esa es otra historia. Resultó tarea ardua hacerle entender a la recepcionista de guardia que tan solo deseaba cruzar unas palabras con un responsable real de la compañía. No quería entrevistarme con ningún elemento perteneciente al elenco asalariado de la empresa. Mi salud emocional precisaba encontrarse frente a frente con un exponente con auténtico poder en la multinacional. Mi visita ya no tenía nada que ver con su servicio técnico, tampoco con ninguna avería en el servicio ni deseaba presentar demanda alguna contra la compañía, su servicio de atención al cliente ni contra los lectores de contadores. Necesitaba la medicina de mirar a los ojos a un responsable de la compañía en carne y hueso. No a un ejecutivo medio, auténticos antidisturbios entre la población consumidora y la jerarquía sagrada de la compañía. Tampoco deseaba que me atendiera el psicólogo de la empresa para averiguar los pormenores y curiosidades psicóticas de mi visita. 
Lo solicité reiteradamente,  en toda suerte de tonos vocales, registros e intensidad plural, lo manifesté en una pancarta que llevaba conmigo y, con rotulador indeleble, lo escribí sobre todas las pantallas de los monitores que contemplé sembrados en todos los rincones de la recepción. Mi casual interlocutora gritaba desesperada que ella no tenía nada que ver con la filosofía de la empresa. Acompañaba sus lamentos mientras me enseñaba su tribu de niños, todos ellos retratados,  en una fotografía de su cartera. Mi abogado tomó asiento, no era todavía momento de entrar en su papel. El notario parecía estar escribiendo un diario, una bitácora de acontecimientos. 

Apareció en escena un caballero recién afeitado, cabello engominado y vestido elegantemente con una corbata italiana de seda y un traje que, no me duele admitirlo, le sentaba tan bien como a George Clooney. Este individuo se presentó tras el cristal antibala de la oficina de “Atención al cliente”. Hizo acto de presencia acompañado de dos armarios uniformados. Sin preámbulos me preguntó: ¿Para qué quiere ver a un responsable real de la compañía? Parece ser que el diálogo asomaba a mi vida y contesté de la forma más cortés posible:”Verá usted, quiero mirarle a los ojos para luego soltarle un par de buenas bofetadas”. No tardó en aparecer una pareja de la policía nacional que me solicitó mi DNI, certificado de residencia en el país, certificado de vacunación, testimonio bancario de mis cuentas corrientes, declaración jurada de no tener impagados,  escrito de buena conducta firmado y sellado por mi comunidad de vecinos y no sé qué más documentación anómala para mis principios, que mi abogado fue presentando religiosamente sin aspaviento alguno.
El policía de mayor graduación me miró y me espetó: “Usted ha amenazado con pegar a un responsable de esta compañía”. “Yo no he amenazado a nadie” —contesté rotundo. 
Y era cierto, no amenacé a nadie pese a las provocaciones en las facturas y el desprecio a mis reclamaciones, pero padezco un rebosamiento de stress debido a la relación que mantengo con esta compañía y necesito aclarar nuestra relación. Quiero materializar mi opinión. El individuo bien vestido me asesoró desde la retaguardia: “Puede firmar si lo desea un formulario de quejas, demandar judicialmente a la compañía, podría….” Interrumpí triste: “No, administrativa y judicialmente son ustedes invulnerables. Ya he pasado por insultar a la tele-operadora de turno, romper los recibos, no pagar facturas, arrepentirme de mis instintos en el mejor confesionario de la ciudad, grafitear sus instalaciones y desfogarme de sus atropellos en las páginas de internet y las emisoras de radio. Solo queda una solución: un  duelo. Aquí están mi abogado y notario que actuarán como mis padrinos. Ahora alguien responsable real de su compañía debe aceptar mi reto, por eso necesito tenerlo frente a mí,  para cruzarle la cara y solicitarle, como es debido, lugar de reunión para nuestro duelo y la elección de las armas que estime oportuno”.
Tras unos segundos de densa calma, el caballero bien vestido volvió a insistir: “¿Valen las armas administrativas?”  “No, respondió mi abogado. Debe ser un duelo limpio y abierto”, matizó. Mi abogado se puso en pie y aclaró mi propuesta: “Si su responsable gana el duelo mi defendido tragará como hasta ahora y no volverá a molestar los feudos de la atención al cliente. Si mi representado gana el duelo, el responsable de la compañía se compromete a testificar ante notario todas la suerte de irregularidades que comete la compañía con todos y cada uno de sus afectados. Mi cliente clama venganza no de sangre sino de buen ejercicio de conciencia empresarial”.
“Tal vez podría trasladar este punto a la próxima junta de accionistas”, sugirió el inmaculado caballero, algo confuso por la propuesta recibida. “No, los accionistas son intocables, nos conformamos con una marioneta que tenga un mínimo de representación”, remató mi abogado, que se estaba ganando el sueldo.
Considero, es mi opinión, que si todos los afectados de las grandes e intocables compañías solicitan un duelo, pronto se quedarían los accionistas de lujo sin intermediarios de confianza para amansar a la mesnada de clientes y tendrían que dar la cara en directo y sin artificios legales. Podríamos saber qué aspecto tienen, dónde pasean al perro, qué compran en las rebajas. Además,  si tienen que saldar ellos los desaguisados, las ofertas dañinas y los desmanes de despacho a buen seguro que tendrán mayor cuidado en sus actuaciones. Un duelo es un duelo, es la bandera última de los que claman justicia y no conocen su paradero.
De momento nadie quiere aceptar mi reto a duelo. No tengo prisa. Un servicio de catering me ha traído la cena y ya está avisado el catering del desayuno. La compañía no tiembla, no tiene miedo, pero los responsables están  cotejando las consecuencias sociales si mi reto llega a la luz pública y se añaden a mi propuesta todos los afectados por esta y cualquier otra compañía que impide que un ciudadano limpie y guarde su honra tras someterse endémicamente a una burla contumaz  de su trabajo y esfuerzo, dignidad, paciencia e inteligencia.
 
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