Tristezas, las menos

José Manuel Fernández Argüelles
 
Veo a la mayoría de mis congéneres muy pesimistas en lo referido a las relaciones laborales e incluso a las personales. A veces no sé si son unos realistas bien informados, unos pesimistas con falta de horas de sueño o unos depresivos con necesidad de Prozac.
 
Vayamos por partes, como dice la canción de Estopa.
De acuerdo que, en la mayoría de los casos, nuestro trabajo no tiene nada de creativo ni de beneficioso para el desarrollo personal. Esto no es Jauja, por si alguien no se había dado cuenta. Toca aguantar y cobrar a fin de mes. Eso teniendo la suerte de contar con nómina mensual, claro. Se trata de aguantar unas cuantas horas que hemos de entender como el peaje necesario para vivir a nuestro aire el resto del tiempo, según la versión “acomodaticia y liberal”.
Las relaciones personales en el ámbito del trabajo tienen dos vertientes. Una, tipo máquina: yo hago lo mío, tú lo tuyo y no nos conocemos ni en la calle. Otra, somos personas y recibimos lo que damos; cada día podemos entregar una palabra amable y una sonrisa: la culpa de que existan cabrones no siempre es de los demás.
Resumiendo, cumplimos en el tajo y huimos a casita o… si queremos, podemos encontrar compañeros humanos entre tanta máquina, pero somos nosotros quienes hemos de mostrar la palma de la mano, aunque alguna vez la escupan, que no suele suceder (quien esto piensa pocas veces la habrá tendido). Esta es la versión humanista del trabajo. ¡Qué bonito!
Sintetizo mucho, ya lo sé, pero los escritos largos suelen procurar cansancio visual, y bastante es soportar estas palabras como para que además lloren los ojos por fatiga.
Y pasamos a las relaciones personales fuera de las horas dedicadas a ese peaje laboral que nuestra sociedad nos impone (salvo lotería o locura).
¡Cuántas historias tristes padece la gente en sus mochilas íntimas! Yo debo ser un anormal, porque soy feliz. Lo digo sin recato ni vergüenza: soy un hombre feliz. ¡Qué le vamos a hacer! Por supuesto, también me toca algún número aciago en la lotería diaria, pero se capea el temporal, se anuda la tristeza para que no se derrame, se expanda y contagie, y mañana o pasado amanece de nuevo. El péndulo funciona de esa manera: aguantas y esperas (y entre medias desahogas tus tristezas con quien te soporte).
Es que los años corren que te matan, y cada minuto perdido en la angustia es un tiempo de daño que tiramos al pozo de lo inútil. El dolor es inevitable, ya lo sé. Te llega y te jode. Pero no hay por qué prolongarlo ni un segundo más de lo que nuestro cuerpo tarda en adaptarse. Los recuerdos que sujetan el péndulo en el lado siniestro se cortan y se olvidan. Y la mala saña, o sea, la «mala hostia», se mete en esa mochila que tanto pesa a la espalda y se tira al contenedor de la basura; pues casi todos los días pasan a vaciarlo.
Ya está. Ya me he desahogado. Perdón por ser feliz.

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