Johari Gautier
Nunca antes unas palabras del rey habían tenido semejante impacto en la opinión pública. Ni siquiera los bienintencionados discursos de fin de año, o incluso su intervención después del intento de golpe de estado del 23 de febrero de 1981, consiguieron los mismos resultados. Y es que, después de pronunciarlas, la nación entera difundió y repitió el mensaje hasta la saciedad, hasta que acabara marcado en las memorias de los que habían escuchado al monarca pero también los que no se interesaban por las cuestiones estatales.
Empezaron los medios de comunicación, los canales de televisión, las radios y periódicos, y luego siguieron los estudiantes en las universidades, los trabajadores en sus horarios de oficina, niños y niñas en los parques infantiles, parejas en fase de seducción, ancianos aglomerados en sus pensiones.
Durante más de dos semanas, el pueblo se entregó a repetir y analizar sin nunca cansarse el tono y el contenido de las palabras, el impacto y el sonido, el ritmo y la estructura. Esa afición acabó imprimiéndose en camisetas, calcetines, sujetadores, bañadores y calzoncillos que se vendían en las tiendas para turistas o grandes almacenes de las capitales. Las palabras no eran difíciles de recordar, tampoco brillaban por su excelencia, pero demostraban una nueva faceta del Rey: la de irreverente e impaciente conferencista.
“¿Por qué no te callas?”, fueron las palabras que pronunció el monarca. Nada más ni nada menos. Palabras sencillas para un hombre sencillo, cercano del pueblo y de su lenguaje. Y las dirigió al dirigente de un país caribeño, en una cumbre de países iberoamericanos celebrada en el continente sudamericano, con un aire rabioso, como si a punto estuviera de alzarse de la silla, remangarse la camisa y arrear al hombre una paliza bestial. En el rostro del rey se contemplaba todo el nerviosismo generado por la situación: a su lado derecho, el jefe de gobierno de su país trataba de hablar sobre un tema irrelevante y, a la otra punta de la mesa, el jefe del estado caribeño no le dejaba terminar. Un contexto de máxima tensión. Y por ese motivo el monarca sintió que debía intervenir y mostrar la autoridad que en su nación gozaba y en la mayoría de los países del mismo idioma.
Algunos periodistas especuladores barajan la idea de que el rey estuvo a punto de usar palabras mayores, como “Cállate, sinvergüenza” o “Escúchame, gilipollas, ¿puedes cerrar el pico?”, pero, finalmente, el representante de todos los españoles se decantó por una vía más diplomática: “¿Por qué no te callas?”. Con estas palabras y, sobre todo, su inmediata retirada, el rey demostró ser un hábil negociador pero también un buen amigo de su subordinado y compañero jefe de gobierno quien seguía, en medio de las declaraciones tempestivas, sosteniendo sus ideas.
Al dirigente latinoamericano no parecieron sorprenderle las palabras del rey. Siguió repitiendo el mismo comentario durante largos segundos, como un disco rayado, y demostrando así las buenas relaciones que mantenía con el que le había puesto en evidencia. Ambos se asemejaban a dos clientes habituales de un bar que coinciden a menudo para discutir y reflexionar de lo que no parece tener solución y que sólo puede concluirse con una frase bien dicha: “Bueno, se acabó”, “anda, no te pases” o, en este caso mejor todavía: “¿Por qué no te callas?”
De todo esto, quedó una huella indeleble en las miles de camisetas vendidas en todo el reino y una cantidad infinita de bromas disponibles en la red. El rey se convirtió para unos en el héroe de una oposición incapaz de enfrentarse a la labia del dirigente caribeño y, para otros, en el escudo de un nación popular y campechana como la suya, defensora de la libre-expresión, representante del progreso europeo, pero también, y sobre todo, amante de escándalos o tropiezos a nivel internacional.
En distintos programas de los principales medios de comunicación, un gran número de tertulianos defendió el papel del monarca porque, según ellos, restablecía un equilibrio en el mapa mundial. Algunos aseguraron que las palabras habían sido elegidas a la perfección ya que demostraban el compromiso del reino con sus ideales de libertad y democracia. Y otro comentarista más intrépido, adicto a las discusiones y a los conflictos en directo, un reconocido polemista y socarrón, aprovechó la ocasión para criticar la figura del monarca, estudiar la posibilidad de volver a otro modelo, sin la necesidad de tener como máximo representante a un rey que transformaba las conferencias en partidas de póker. Era efectivamente un discurso atrevido y polémico, incómodo para ciertos públicos ––el hombre lo sabía––, y, como resultado, tuvo que enfrentarse a un oyente que, con mucha inspiración, le dedicó lo que de la boca del rey había manado unas horas antes: ¿Por qué no te callas?
Aquí tenemos, pues, el efecto multiplicador de las palabras.
