por Víctor Montoya
Aún recuerdo a la lagartija que se me metió por el botapié del pantalón y corrió a lo largo de mi pierna. Se me estremeció el cuerpo y, dándole una palmada que sonó como un sopapo, la aplasté contra mi muslo. Sacudí el pantalón, suponiéndola muerta o herida, mas lo único que cayó al suelo fue un pedazo de su cola. El cuerpo de la lagartija desapareció misteriosamente. No supe dónde se metió, hasta que empezó a salirme una mancha verdosa a la altura de la entrepierna, justo allí donde la piel se levantó en forma de una pequeña salamandra, el cuerpo alargado, la cabeza puntiaguda y las patas extendidas a los costados.
Aunque a primera vista parecía un tatuaje chino, me causó una angustia del tamaño de la muerte.
Con el transcurso del tiempo, aquella parte del muslo adquirió una tonalidad negruzca y la piel se me puso rechoncha. Lo peor era que la lagartija, cuando daba un paso o corría, parecía moverse debajo de mi piel como si estuviese viva. No sentía dolor ni escozor, pero sí una sensación sólo conocida por quienes tienen un reptil metido en el cuerpo.
Guardé este secreto hasta el día en que decidí consultar con un zoólogo, quien, sin salir de su asombro, me aconsejó visitar a un médico cirujano, para que me extrajera la lagartija y me injertara otra piel sobre la herida. Así lo hice. El cirujano, muy extrañado por el caso, me operó el muslo injertándome otra piel, que resultó ser la de otro reptil más escamoso y venenoso.
Desde entonces, en lugar de la lagartija, cargo una serpiente enroscada entre las piernas.
