Helena Garrote Carmena

Cortesana y su sirviente (c. 1710)-Kaigetsudô Ando
Al subir las escaleras respirabas a madera añosa y a puchero. Nos encantaba el olor del portal de la abuela.
Cuando éramos niños, mis hermanos y yo pasábamos parte del verano en aquel piso de apenas 40 metros cuadrados. La ventana del comedor daba a un muro pero, lejos de parecer triste, esa casa era la más bonita del mundo.
El comedor estaba llena cosas: fotografías enmarcadas, juegos de vasos, copas, recuerdos de distintos pueblos marineros, ceniceros de cristal y una gran torre Eiffel encima de la televisión. De la pared colgaba un reloj de cuco. Cada hora en punto salía un pájaro que se balanceaba adelante y atrás tantas veces como la hora que tocase. Encima del mueble bar había una lámpara mágica que tenía en el pie una muñequita china. Si dabas vueltas a la chinita, ésta empezaba a girar mientras sonaba Sukiyaki y unos hermosos peces de color naranja aparecían nadando por la pantalla de papel verde esmeralda. Cuando mi abuela se bajaba a los ultramarinos nos subíamos al sofá, encendíamos la lámpara y nos quedábamos ahí, como hipnotizados.
En el pasillo había un perchero y un cuadro de James Dean vestido con pantalón vaquero y camisa azul. De la boca le colgaba un cigarrillo y nos miraba de forma inquietante, como si se estuviese preguntando qué demonios hacía él en ese pasillo.
Una tarde que nos quedamos solos entramos al dormitorio y sigilosamente abrimos el armario. Olía a Heno de Pravia y a naftalina. De las perchas colgaban algunos vestidos negros, un abrigo de paño y un sombrero de ala. El abrigo y el sombrero eran de mi tío Julián que vivía con ella porque nunca se casó. Mi tío se sabía de memoria todas las capitales del mundo, le gustaban mucho los frutos secos y coleccionaba tebeos de Mortadelo y Filemón.
La cama de mi abuela era de colchón alto y colcha guateada en raso. Murió en esa cama. Unos días antes fuimos a verla. Esperábamos encontrarla pálida, moribunda o delirante por la enfermedad, pero la mujer cuyos cabellos blancos descansaban sobre la almohada seguía siendo nuestra abuela; su tez morena, su voz grave y sus ojos serios y recelosos. Recuerdo que nos cogió la mano, nos regañó por algo y al rato se durmió.
Una noche descubrimos que escondía algo debajo de la cama. Era redondo y estaba envuelto en un trapo. Nos llevamos un buen susto pensando que era la cabeza de una persona. ¡Es un melón! dijo mi hermano mientras echábamos a correr hacia el comedor.
A veces, sin darme cuenta tarareo Sukiyaki.
