Stig Dagerman

GENERACIÓN PERDIDA
Alemania no tiene sólo una generación perdida, tiene varias. Se puede discutir cuál es la más perdida pero, de ninguna manera, cuál es la más deplorable. Los alemanes que tienen una veintena de años pasan el tiempo en las estaciones de las pequeñas ciudades alemanas, hasta entrada la noche, sin esperar ningún tren y sin otra cosa que hacer. En los mismos sitios podemos observar pequeños asaltos, desesperados, llevados a cabo por jovenzuelos nerviosos que cuando son detenidos tiran hacia atrás sus flequillos con un gesto de desafío; o podemos ver también chiquillas borrachas que se agarran del cuello de soldados aliados o se echan en los sofás de las salas de espera con negros borrachos como ellas. Ninguna juventud ha vivido un destino semejante, dice un conocido editor alemán en otro libro sobre esa generación. Una juventud que había conquistado el mundo a los 18 años y a los 22 ya lo había perdido todo.
En Stuttgart, donde con dificultad se pueden identificar los restos de una belleza perdida detrás de las fachadas quemadas por los incendios, tiene lugar una reunión nocturna destinada a esta generación, la más lamentable de todas las generaciones perdidas. La reunión se efectúa en un local de reuniones de una asociación cristiana, con capacidad para unas ciento cincuenta personas aproximadamente, y por primera y última vez durante mi visita a Alemania soy testigo de una reunión, llena a tope, con participantes que no son indiferentes a lo que sucede, con un público comprendido sólo por jóvenes: jóvenes pobres, pálidos, con caras de hambre y ropas haraposas, jóvenes intelectuales con voces apasionadas, chicas jóvenes con una espantosa dureza en sus facciones, y un joven rico y arrogante con cuello de piel que empieza a oler americano cuando enciende un cigarrillo. El presidente de los «jóvenes demócratas» de la ciudad, que ha convocado la reunión, da la bienvenida aun viejo de aspecto pálido que es uno de los abogados de la ciudad en los procesos de desnazificación.
Hoy en día muchos jóvenes viven en la incertidumbre, dice el presidente; jóvenes que han sido miembros de las Juventudes Hitlerianas o que fueron obligados a pertenecer a las SS y que hoy están sin trabajo por culpa de su pasado, y quieren preguntar esta noche a un representante de los Spruchkammern (los tribunales de desnazificación) sobre qué criterios se basan las condenas que se aplican a estos jóvenes.
Al principio, el viejo abogado parece ser un típico representante de estos juristas alemanes que llevan a cabo su trabajo al servicio de la desnazificación con clara aversión por lo que hacen. Recalca su aversión haciendo resaltar que la ley que se aplica es norteamericana.
—No nos escupáis a nosotros —dice, nosotros somos abogados. Tenemos que obedecer, ya que la capitulación de Alemania es incondicional y los aliados pueden hacer lo que quieran con nosotros. De nada sirve hacer sabotaje contra los Spruchkammern. De nada sirve falsificar los Fragebogen (una forma de declaración de honor en materia ideológica). Sólo empeora las cosas para nosotros y para ustedes, ya que los norteamericanos saben quiénes han sido nazis y quiénes no. Se quejan de que trabajamos despacio pero sólo en Stuttgart tienen que comparecer ante los tribunales ciento veinte mil personas. Escriben cartas y se quejan de que se les va a condenar a pesar de que no se sienten culpables de ningún acto a favor del nazismo. Yo les respondo: prometieron fidelidad y obediencia incondicionales al Führer. ¿Acaso no fue eso un acto? Juraron obediencia ciega a un hombre que no conocían. Pagaron cuatrocientos marcos al año de cuotas al partido. ¿No fue eso un acto?
Entonces un joven exaltado interrumpe al abogado: Hitler fue un hombre reconocido por todo el mundo. Hombres de Estado vinieron a firmar tratados. El Papa fue el primero en reconocerlo. Yo mismo he visto una fotografía en la que el Papa le estrecha la mano.
El abogado: Yo no puedo citar al Papa ante mi Spruchkammern.
Un joven estudiante: Nadie nos ayudó, ni siquiera los profesores que ahora hablan tanto. Ni siquiera ustedes los abogados que ahora nos van a juzgar. Soy estudiante de Derecho, y en tanto tal, acuso a la anterior generación de haber apoyado al nazismo con su silencio.
Un joven soldado: Todos los soldados estaban obligados a jurar obediencia al Führer.
El abogado: Pero los miembros del partido lo hicieron voluntariamente.
El soldado: La responsabilidad no es de los jóvenes.
El abogado: Nunca, en el pasado, hubo en Alemania un partido que exigiera que sus miembros firmasen un acuerdo de obediencia incondicional.
Voces indignadas: ¿No? ¡Señor fiscal, vea a los partidos democráticos de hoy día! (Estos jóvenes están sinceramente convencidos de que la afiliación a un partido implica la obediencia hacia un jefe).
El abogado: Esto es una infamia, algo imperdonable, es un acto punible, señores, que hoy en día puede castigarse con seis meses de prisión, y en el caso de funcionarios hasta cinco años.
Voces exaltadas: ¡Nadie nos lo dijo! ¡Entonces teníamos catorce años, señor abogado!
El abogado: Yo he hablado con hombres de más experiencia que vosotros que han dicho «Estoy horrorizado de que esto pudiera suceder». Todos los que han firmado aquel compromiso de obediencia se han puesto en una situación peligrosa. Pueden dar gracias a que han venido los aliados. ¿Habría sido mejor que hubiera habido una revolución y hubieran perdido la cabeza?
El jovenzuelo rico: ¡En ese caso no se hubieran necesitado vitaminas, señor fiscal!
El abogado: La ley es a pesar de todo una suerte para ustedes, exnacionalsocialistas. La ley es clemente ya que toma en cuenta la juventud, que tampoco está libre de culpa. Que es responsable de la misma forma que uno es responsable por la maceta que cae de su ventana.
El estudiante: Señor abogado, permítame decir que ustedes los viejos que se callaron son responsables de nuestro destino del mismo modo que lo es una madre que deja morir de hambre a su hijo.
El abogado: Ya saben que aquellos de ustedes que nacieron después de mil novecientos diecinueve podéis conseguir la amnistía, si no pertenecen a los más implicados, a aquellos que se han hecho culpables de maltrato y de exceso de violencia. Por otra parte nosotros los más viejos debemos reconocer que el nazismo fue muy hábil con la juventud. Hay jóvenes que recuerdan el tiempo de las Juventudes Hitlerianas con alegría (murmullo de aprobación). Además hay que recordar que no sólo había dictadura en Alemania sino también en Turquía, en España y en Italia.
«No se olvide de Rusia, señor abogado», grita alguien y recita literalmente parte de un discurso de Churchill sobre la política rusa. Allí, hasta los nazis salieron bien parados.
El abogado: La ley concierne a todo el pueblo. No es cuestión de sólo pagar dos mil marcos de multa y dejar así todo resuelto. Hace falta una conversión espiritual incluso por parte de los jóvenes. No digan más: «no podemos hacer nada», aunque sea verdad que ninguna juventud fue peor tratada que vosotros.
Un hombre de las SS de mediana edad: ¡Las primeras palabras sensatas de esta noche!
El abogado: Los jóvenes y los viejos estamos en el mismo barco. ¿Tenemos alguna posibilidad de salir?
Los asistentes: Tenemos una posibilidad: la juventud.
El abogado: ¿Creen que los políticos en París nos pueden ayudar?, ¿esos que van de una conferencia a otra sin conseguir nada? Nosotros mismos debemos ayudarnos. Tenemos que tener paciencia. Señores, no sólo en Alemania había paro en mil novecientos treinta y tres, pero sólo fue Alemania la que no supo esperar. Ahora debemos aprender a tener paciencia, ya que la reconstrucción requiere paciencia.
El presidente: Señor abogado, ¿no cree usted que los jóvenes estábamos inspirados durante la época de Hitler por un deseo de construir?
El hombre de las SS: Éramos unos idealistas, señor fiscal. Exigimos amnistía para los hombres de las SS. Aquí todo el mundo sabe cómo nos convertíamos en SS. Alguien decía: Tú, Kart, que mides 1,80 te afiliarás a las SS, y Karl iba a las SS. Todos luchan por su país y lo consideran honorable, ¿por qué vamos a ser castigados por haber luchado por nuestra Alemania?
El abogado: Nosotros los abogados estamos sujetos a nuestro deber. La ley de desnazificación es nuestro patrón. Incluso yo empiezo poco a poco a ser considerado como nazificado. Los norteamericanos han tomado mi casa y mis muebles. Ataquen por lo tanto a la ley pero no a los Spruchkammern. Recordad que nosotros los viejos no la pasamos mucho mejor que ustedes. Durante doce años tuvimos un pie en los campos de concentración y durante los últimos seis años las bombas estaban suspendidas día y noche sobre nuestras cabezas. No es sólo la juventud, es todo el pueblo alemán el que está enfermo: cansado de la inflación, del tiempo de las reparaciones de guerra, del paro y del hitlerismo. Es demasiado para un pueblo en un espacio de veinticinco años. Nosotros los abogados no tenemos ninguna receta para la cura. Sólo podemos hacer una cosa: intentar aplicar la ley con el máximo cuidado, intentar incluir a los más implicados en el grupo de los menos implicados; y créanme, señores, hacemos todo lo que podemos. Hacemos todo por la juventud, pero somos en primer lugar juristas y según las condiciones de la capitulación no podemos negarnos a llevar a cabo la desnazificación.
Y con esta ridícula excusa acabó de hablar el viejo abogado. Había pensado hacer una introducción que hubiera llegado hasta aquí sin intervención del público, pero no supo qué hacer frente a la acalorada oposición que interrumpió tormentosamente su bien preparado discurso, desmenuzándolo. Fue cautivante ver cómo ese hombre distinguido y maestro en su oficio, sencillamente no se atrevió a ofrecer una resistencia, como se hace en cualquier Parlamento, a esta juventud acalorada. En realidad, a menudo se encuentra entre las personas de la generación adulta un temor puramente físico a la juventud, que es una de las explicaciones de por qué los viejos de la vida política y de la vida pública se mantienen a una prudente distancia de la juventud y la tratan de modo tan restrictivo.
Durante el consiguiente debate, los jóvenes escucharon, sin ningún interés, al hombre mayor de las SS, que habló del sangriento 1 de mayo de 1929 y de la sangrienta lucha fratricida entre los partidos de la izquierda. El estudiante de Derecho tenía un problema especial. Las acusaciones que pesaban sobre él se remontaban a diez años atrás. Se había convertido en Pg (Parteigenosse)[6] en 1936 cuando tenía 23 años, pero ya entrado en años «se había autodesnazificado», y a pesar de ello había sido citado por el tribunal. El abogado contestó que, evidentemente, sería deseable que todos los jóvenes recibiesen un tratamiento individual, pero que ahora esto era imposible.
El estudiante: Los jóvenes estudiantes de Derecho fuimos obligados a afiliarnos al partido. ¿Quién nos habría ayudado si nos hubiésemos negado? Muchos abogados jóvenes en Hessen han sido puestos en la calle con sus familias y ahora tienen que buscar trabajo Dios sabe dónde. Sin la juventud no hay democracia, pero si se nos trata así perderemos las ganas de hacer algo por esta democracia.
En este punto la cara del jovenzuelo rico resplandece, y grita: ¡bravo! El abogado consuela a su joven colega diciéndole que sólo los reos de 1.ª clase, es decir, los criminales de guerra, son castigados con la privación del derecho al trabajo, pero una muchacha joven protesta diciendo que algunos patronos, que probablemente también fueron Pg, fruncen la frente cuando oyen que el que busca empleo es un joven Pg. Esos patronos temen a los recientemente introducidos comités de empresa, los representantes de la democracia industrial, que según ella son mucho peores que los Spruchkammern.
Y seguramente tiene razón. Toda Alemania ríe o llora ante el espectáculo de la desnazificación, esa comedia en la que los Spruchkammern desempeñan un lamentable doble papel como el de un amigo de la familia instalado en la casa; estos tribunales, cuyos abogados ofrecen una disculpa al acusado antes de dictar condena, esos enormes molinos de papel que ofrecen frecuentemente, en esta Alemania que escasea de papel, el espectáculo de un acusado que ha presentado cien certificados que prueban una conducta irreprochable y que consagran un tiempo considerable a casos insignificantes, mientras que los casos verdaderamente importantes parecen desaparecer por una escotilla secreta.
Esta juventud que se dispersa en la noche de Stuttgart tiene un peor destino que cualquier otra precedente y, en el pequeño drama en que ha participado esta noche, quizá no haya dicho la verdad sobre sí misma ni sobre los acontecimientos en los que voluntaria o involuntariamente participó, pero algo es seguro: ha dicho la verdad sobre lo que piensa de sí misma y sobre lo que piensa de una generación que la teme y la desprecia en este otoño siniestro donde, sobre los muros en ruinas, grandes carteles rojos ofrecen una recompensa de 50.000 marcos al que ofrezca información que pueda llevar a la detención de los autores del atentado contra el Spruchkammern de Stuttgart.
(Continuará…)
