Stig Dagerman

EL ARTE DE HUNDIRSE
¡Húndase un poco! ¡Intente hundirse un poco! Si el arte consiste en hundirse, siempre habrá quien lo haga mejor o peor. En Alemania están quienes lo dominan mal; piensan que tienen tan pocos motivos para vivir que es sólo la sensación de tener aún menos para morir lo que los mantiene con vida. Pero también hay un sorprendente número de personas que están dispuestas a aceptar cualquier cosa con tal de sobrevivir.
Delante de la estación del Zoológico de Berlín se sienta, los domingos, un ciego viejo y andrajoso que toca salmos en un pequeño órgano portátil de sonido estridente. Lleva la cabeza descubierta a pesar del frío y escucha melancólicamente en dirección de su gorra haraposa que está en la acera, pero las monedas alemanas dan un sonido apagado y casi nunca caen en las gorras de los ciegos. Naturalmente le iría mejor a este hombre si no tocase el órgano y sobre todo si no tocase salmos. En las tardes de los días laborables, en las que los berlineses pasan con sus pequeños y chillones carretones, después de otro día ocupado en buscar patatas o leña en los suburbios menos destruidos, el ciego ha cambiado el órgano por un organillo y las monedas caen con más frecuencia; pero los domingos el hombre se empeña, con un idealismo nada rentable, en tocar su chillón órgano de viaje. Los domingos no puede aceptar su organillo. Todavía puede hundirse un poco más.
Pero en las estaciones se puede ver gente que ha pasado por todo. Las grandes estaciones de ferrocarril alemanas, otrora viejos escenarios de los desfiles de maniquíes de la aventura, encierran, entre sus paredes marcadas y sus techos agrietados, una buena parte de todo el desespero del mundo. Cuando llueve, el forastero se asombra siempre de ver y de oír la lluvia que cae crepitando a través de los techos de las salas de espera haciendo charcos en el suelo entre los bancos. Parece una revolución dentro de ese caos disciplinado. Por las noches queda sorprendido al encontrar refugiados en los túneles de hormigón, llegados del este o del sur, que yacen esparcidos por el suelo desnudo a lo largo de los muros desnudos y duermen profundamente, o bien están sentados y encogidos entre sus pobres hatillos, y esperan demasiado despiertos un tren que los llevará a otra estación tan poco llena de esperanza como ésta.
Las estaciones subterráneas de las mayores ciudades sufrieron menos. Son pobres pero están intactas. Las estaciones de metro de Berlín huelen a humedad y pobreza, pero los trenes circulan con la rapidez y la seguridad de los tiempos de paz. Uno no se da la vuelta cuando pasan los soldados extranjeros que pasean por los andenes con chicas alemanas bien vestidas pero mal maquilladas, que ya hablan un perfecto norteamericano con muecas o un inglés con frases cortas y conciliadoras. Muchas de esas muchachas se apoyan al lado de las puertas de los trenes e intentan llamar la atención con sus seductoras miradas al mismo tiempo que dicen a su soldado inglés que la gente de aquí no tiene sentido común. Otras sostienen a su amigo norteamericano completamente borracho y ponen unos ojos que parecen decir: ¿qué puedo hacer?, ¡no soy más que una pobre chica! El humo de sus cigarrillos se mezcla dentro de los vagones del metro con el humo del de los alemanes, de sabor amargo y sofocante, y dan a los trenes subterráneos su persistente hedor de suciedad y de miseria. Pero cuando el metro sale a la luz del día, la violencia de esta claridad hace aparecer en el rostro de estas chicas las sombras del hambre. Aunque casi nunca, también sucede que alguien diga: ¡He aquí el futuro de Alemania! ¡Un soldado norteamericano borracho y lleno de granos y una chica alemana prostituida!
Esto no sucede casi nunca porque la miseria hace que uno pierda la costumbre de moralizar a expensas de los otros. No es correcto decir —como dijo un bien alimentado cura castrense llegado de California mientras comía su bistec en el Expreso del Norte—, que Alemania es un país totalmente desprovisto de moral. Lo que pasa es que en esta Alemania de miseria, la moral ha tomado una dimensión completamente nueva, lo que hace que los ojos no acostumbrados no se den cuenta de que existe. Esta nueva moral afirma que hay circunstancias en las que robar no es inmoral ya que el robo en esas condiciones significa primordialmente una distribución más justa de lo que hay y no privar a alguien de aquello que le pertenece, de la misma manera que el mercado negro y la prostitución no son inmorales cuando se han convertido en los únicos medios de supervivencia. Esto no significa naturalmente que toda la gente robe, que rodos negocien en el mercado negro o se prostituyan, pero significa que, incluso en algunos círculos de jóvenes eclesiásticos, se considere que es de peor moral pasar hambre, o dejar que su familia pase hambre, que hacer algo normalmente prohibido para poder aguantar. El crimen por necesidad se ve con más tolerancia en Alemania que en cualquier otra parte; es uno de los aspectos de lo que los curas castrenses aliados llaman ausencia de moral. Hundirse es más admitido que sucumbir.
Una tarde, cuando empieza a oscurecer y hay un corte de luz en Berlín, me encuentro con una pequeña maestra polaca en la oscuridad de una estación por donde pasan con gran estruendo los negros trenes que van hacia Potsdam. Lleva consigo un niño de siete años y muestra un interés pueril por los restos de un accidente de tren que ocurrió hace dos años a la salida de la estación. Unos vagones de pasajeros, con los techos aplastados, yacen tirados al lado de las vías, un calcinado coche con carrerillas giratorias se ha precipitado sobre el esqueleto oxidado de un coche-cama también destruido, dos vagones de carga están insolentemente recostados, y restos de chasis, aquí y allá, emergen de entre estos cadáveres de chatarra.
A lo largo de la vía férrea que conduce al centro de Berlín veremos los restos ya oxidados de anteriores accidentes ferroviarios. En cada estación hay gente apiñada en los andenes: personas con mochilas, con haces de leña, con carritos y con coles envueltas en papel raído se precipitan a través de las puertas y siempre hay alguien que grita constantemente de dolor durante el trayecto entre dos estaciones. Dos mujeres se pelean sin cesar por alguna tontería, Hay perros que gimen al ser pisados pero dos oficiales rusos, silenciosos, están sentados en un banco, rodeados por un pequeño muro de temeroso respeto.
A través de frases cortas que se interrumpen constantemente por la aglomeración de gente en las nuevas estaciones o por las nuevas maldiciones lanzadas por la gente que lleva mochilas demasiado grandes, me voy dando cuenta, poco a poco, de lo que puede ser la soledad en Berlín. Esta maestra polaca ha perdido a su marido en Auschwitz a y dos hijos en el camino de la frontera polaca a Berlín durante el gran pánico de 1945, y este niño es ahora lo único que le queda. Así y todo, cuando se encienden las luces, tiene una cara serena, y cuando le pregunto a qué se dedica me susurra sonriente al oído: «¡Geschäft!» Alguna vez leyó a Hamsum y a Strindberg en su pequeña aldea de Polonia, pero «jetzt ist alles vorbei»[3].
Pero ¿qué significa «Geschäft»? Hablamos un rato sobre anhelos de evasión, ya que todos los que están obligados a quedarse en Alemania, anhelan estar donde no están, si es que no son demasiado viejos para poder anhelar o tienen la suficiente valentía para creer que tienen una tarea que cumplir. La maestra polaca sueña con emigrar a Suecia o a Noruega. Tiene un cuadro en su casa que a menudo la hace soñar. Representa un fiordo noruego… a no ser que se trate del Danubio en Siebenbürgen. ¿Podría acompañarla a casa y darle la respuesta exacta para que no tenga que seguir soñando equivocadamente?
Una vez fuera del metro tenemos que andar por muchas calles oscuras. Ha habido elecciones recientemente, y sobre las paredes en ruinas todavía están pegados los grandes carteles electorales. Los de los socialdemócratas: «Donde hay miedo no hay libertad. Sin libertad no hay democracia». Los de los comunistas: «La juventud nos pertenece». Los de la CDU: «Cristianismo. Socialismo. Democracia». La CDU es un camaleón que en Hamburgo venció gracias a su ruda propaganda antimarxista y que en Berlín intentó ganar con un uso asiduo de la palabra socialismo.
—Pero ¿qué significa Geschäft propiamente?
Cuando se dice susurrando significa comerciar en el mercado negro y cuando se dice en voz alta significa hacer negocios en general. Mi compañera tiene un piso de dos habitaciones, el único, en el último piso de una casa cuyo tejado fue abatido por el viento. En la escalera ya hay gente esperando. Alguien que quiere deshacerse de un reloj. Otro que de repente ha caído en la cuenta de que necesita una alfombra oriental.
Una vieja dama, fina como porcelana, que prefiere tener algo que comer que su vieja cubertería de plata maciza. Toda la tarde llaman a la puerta, y el salón está lleno de personas que hablan acaloradamente, en voz baja, de porcelanas, de relojes, de pieles, de alfombras y de fantásticas cifras en marcos. Yo estoy sentado en una pequeña habitación, justo al lado, e intento hablar con el chico de siete años pero cuyos ojos tienen por lo menos diez más, y que permanece sin decir palabra. El cuadro representa un panorama totalmente anónimo. Bebo té endulzado con azúcar blanco; una rareza. Aprovechando una pausa, viene la maestra y dice que todo esto no le gusta.
—Antes era tan tímida que apenas me atrevía a abrir la boca. Ahora doy vueltas todo el día e intento encontrar oro y plata en casa de unos y de otros. No crea que me gusta. Pero también aquí hay que vivir. Si una persona quiere vivir ha de acostumbrarse a todo.
Sí, claro que hay que vivir, claro que hay que acostumbrarse a todo. Su socio, un soldado recién desmovilizado, entra y me hace compañía un rato. Estuvo en Italia y tiene la frente deformada, recuerdo del primer desembarco aliado en Sicilia, y tiene un pedazo de metralla en el pecho como recuerdo del sitio de Montecassino. Si se le reprocha por comerciar en el mercado negro responde:
—Tengo de subsidio cuarenta y cinco marcos al mes. Alcanza para siete cigarrillos.
Si se le pregunta si fue nazi contesta que estuvo siete años en la guerra y que eso vale como respuesta. Si se le pregunta si ha votado, dice que sí, pero que no sirve para nada. ¿Y a qué partido? ¿CDU? No, él no es religioso. ¿KPD? No, tiene amigos que han sido prisioneros de guerra en Rusia. Por lo tanto votó a los socialdemócratas porque éstos le son más indiferentes.
Pero no sólo tiene recuerdos de Nettuno y de Montecassino, también los tiene del Berlín de antes, un Berlín que fue acogedor. Todavía tiene fuerzas para bromear. Cuenta un chiste, el chiste de los cuatro ocupantes de Berlín que disponen cada uno de un pez rojo en un estanque. El ruso atrapa el pez y se lo come. El francés atrapa el suyo y lo tira después de haberle arrancado las bellas aletas. El norteamericano lo conserva disecado y lo envía a su casa, a Estados Unidos, como recuerdo. El inglés es el que tiene el comportamiento más extraño: atrapa el pez, lo tiene en la mano y lo acaricia hasta que muere.
Este Berlín frío, hambriento, sucio, inmoral, de comercio clandestino, todavía tiene fuerzas para bromear, todavía tiene fuerzas para ser tan amable de invitar a su casa a tomar té a unos extranjeros solitarios, todavía contiene personas como esta maestra polaca y este soldado que, bien es cierto, viven de manera ilícita, pero que, paradójicamente, no dejan de ser puntos de luz en una gran noche, ya que tienen el coraje suficiente para hundirse con los ojos abiertos.
Cuando regreso a casa, en este metro con extraños olores, un joven soldado inglés, bajito y borracho, está sentado entre dos rubias de rostro desecho y de sonrisas un rígidas que parecen pertenecer a otra cara. Él las acaricia a las dos y después, cuando se va, solo, desaparecen enseguida las sonrisas de sus caras, y empiezan entre ellas una brutal discusión sin humor que durará a lo largo de más de tres estaciones, mientras la histeria canta en el aire. Nadie puede ser menos pez rojo que ellas dos.
—
3. Ahora todo esto acabó. (N. del T.)
(Continuará...)
