Stig Dagerman

EL PASTEL DEL POBRE
Muy adentro de un abandonado parque de las afueras de Hamburgo viven un viejo abogado liberal y un escritor de novelas picarescas. El parque está ubicado en una parte de Hamburgo en la que las calles no tienen otra iluminación que los focos de los coches ingleses que pasan por allí a toda velocidad. En la oscuridad se rozan brazos invisibles o se oyen pasar palabras invisibles, y uno se acuerda con estremecimiento de los consejos de los corresponsales aliados con experiencia: no salir de noche por las calles de Hamburgo sin la compañía de un revólver. El parque es más salvaje de lo que puede figurarse a la luz del día, pero al fin se encuentra una escalera segura, se llama a la puerta y lo dejan a uno entrar, acompañado por una sirvienta de Silesia, a un gran vestíbulo estilo alta burguesía, con paragüero. El péndulo del salón y los metros de libros encuadernados de cuero con bandas doradas de las estanterías, la alfombra frondosa, la araña de cristal y las butacas de piel no dan muestra de haber tenido conocimiento de los bombardeos ni de la escasez de vivienda. ¿Y cómo les va al abogado y al escritor?
Una de las consignas preferidas de la propaganda electoral burguesa es la afirmación de que la derrota ha abolido las clases sociales en Alemania. Se reprocha a los partidos obreros que, al invocar la lucha de clases, usan una ficción como arma política contra sus adversarios burgueses. En realidad no fue ninguna casualidad que las consignas de la lucha de clases se oyeran con inusitado rencor durante las elecciones del otoño de 1946. La tesis sobre la inexistencia de clases sociales en Alemania expresa una cínica exageración. Después de la derrota, las diferencias de clase en vez de atenuarse se han agudizado. Los ideólogos burgueses confunden la pobreza con la ausencia de clases cuando afirman que en general todos los alemanes se encuentran en los mismos apuros económicos. De algún modo puede ser cierto que la mayoría de los alemanes son pobres, que muchos de los que estaban bien acomodados han perdido sus fortunas, pero en Alemania hay una diferencia entre los menos pobres y los más pobres que es mayor que la diferencia entre los bien acomodados y los proletarios en cualquier sociedad más o menos normal.
Mientras que los más pobres viven en los sótanos de las ruinas, en bunkers o en celdas de cárceles abandonadas y los medianamente pobres se amontonan en las casas baratas no destruidas con una familia por habitación, los menos pobres viven en sus antiguas bellas residencias, como el abogado liberal y el escritor, o en los pisos más espaciosos de las ciudades que no están ni siquiera al alcance de los medianamente pobres. El abogado tiene razón cuando dice que las bombas inglesas no hicieron distinción de clases, aunque naturalmente los barrios residenciales con una construcción menos densa no fueron tan destruidos como los barrios de pisos de alquiler, pero en defensa de la tesis de la lucha de clases se puede aducir que las cuentas bancarias no fueron bombardeadas. Es verdad que los créditos están bloqueados de tal forma que los reembolsos tienen un límite de doscientos marcos mensuales, una cifra modesta si se tiene en cuenta que eso es lo que cuesta medio kilo de mantequilla en el mercado negro, pero aún así se puede decir con justicia que un sueldo normal es de unos 120 marcos al mes, y que el dinero que, por si acaso, se guardó en casa, escapa al control de las autoridades.
Esto lleva además a las consecuencias más absurdas, más increíbles y más injustas. Una de las condenas más comunes en los juicios de desnazificación consiste en que el reo, si ha sido activista, pierda su vivienda, la cual se otorga a alguien que ha sido perseguido políticamente. El gesto es hermoso, pero por desgracia casi siempre sin sentido, ya que los perseguidos políticos se hallan económicamente entre los medianamente pobres y los más pobres y no pueden pagar el alquiler del gran apartamento del activista nazi, el cual acaba en manos de gente acaudalada, es decir en manos de aquellos que ganaron dinero durante el nazismo y gracias a él.
El abogado liberal y su amigo el escritor de novelas picarescas nunca fueron nazis. Antes de 1933 el abogado liberal pertenecía al partido liberal y el escritor es uno de los pocos escritores con éxito, que durante la época de Hitler en vez de escribir prefirió vivir de su dinero. Mientras tomamos un té sin azúcar y comemos un pastel que, bajo su fina capa de falsa nata resulta ser un pan malo de los de la crisis alemana, el abogado descubre bajo su apariencia resignada y sus cabellos plateados un apasionado desengaño, cosa bastante rara en esta amargamente indiferente Alemania y que en los países normales se acostumbra atribuir a la histeria juvenil. En algunos círculos burgueses de la Alemania de la posguerra parece de buen tono que caballeros de edad madura expliquen que durante doce años vivieron con un pie en el campo de concentración, una costumbre que también se da en los peores círculos, aquéllos aún no desnazificados. Lo que es más raro es oír esas palabras expresadas con un patetismo genuinamente verdadero, pero este frágil maestro de la resignación, que se dobla hacia adelante sobre la porcelana de Meissen, tan frágil como él, conoce bien ese arte.
—Recibimos a los ingleses como liberadores, pero ellos no se percataron de ello. Estábamos dispuestos a hacer cualquier cosa, no para recuperar la vieja Alemania, sino para poner en pie una democracia nueva. Pero no nos permitieron hacerlo. Hoy estamos defraudados con los ingleses porque tenemos una clara impresión de que sabotean la reconstrucción y que son indiferentes a lo que sucede, ya que son más fuertes que nosotros.
Este «nosotros» puede designar al Partido Liberal, que en el norte de Alemania es pequeño aunque tiene buena reputación por su posición antinazi, pero que en el sur de Alemania es grande aunque sospechoso de simpatías nazis y donde dice representar «el pensamiento liberal, la acción social y el sentimiento alemán». Pero este «nosotros» puede designar muchas más cosas: «nosotros» puede ser la parte de la clase media intelectual alemana que fue antinazi en cuerpo y alma pero que nunca sufrió por ello y que quizá nunca deseó sufrir por ello, que nunca buscó una resistencia para vencer y que ahora alberga una forma de jalousie de mattier[2] antinazi contra los verdaderos antinazis, las víctimas de las persecuciones políticas. Tener dos conciencias, una buena y otra mala, no lleva ni a la claridad ideológica ni a la psíquica. El desengaño y la desilusión conscientes son sin duda la manera más simple de salir de tal dilema espiritual.
El escritor es de un pensamiento más flexible y cuenta, riéndose, que los programas de los diferentes partidos todavía no se expresan con la suficiente claridad, por lo cual la gente se equivoca de mitin electoral y sólo a la salida, y a veces ni siquiera entonces, se dan cuenta de que han estado entre los socialdemócratas en vez de con los democristianos, o con los demócratas liberales en vez de con los conservadores. Él mismo ilustra esta confusión ideológica de una forma excelente y humorística. Declara haber sido antinazi desde primera hora, pero ha votado al CDU, el partido que se proclama cristiano y del que se dice que ha reunido a todos los ex nazis bajo su cruz, para escapar a un régimen de economía planificada, lo cual lo arruinaría. Pero para salvar su conciencia ha persuadido a su hermana, que es conservadora pero no tiene dinero, para que vote, en su lugar, a los socialdemócratas.
Mantiene el estado de espíritu que da «escribir» novelas optimistas, aunque hace 15 años que no escribe. Jura que menos del uno por ciento de los alemanes de una cierta calidad moral fueron nazis, después de lo cual el abogado se lamenta secamente de la falta de calidad, moral o no, en Alemania. Culpa a los ingleses, en lo que les concierne, de haber desmoralizado a la población a través de una política consciente y organizada de hambre al igual que hicieron los nazis: «volver peor a la gente mala y vacilante a la buena», para al final ponerla en manos de cualquier movimiento dudoso, con tal de que asuma resolver sus dificultades materiales.
Es ciertamente una amarga verdad tener que decir que el hambre es inadecuada para cualquier forma de idealismo. El trabajo de reconstrucción ideológica en la Alemania de hoy tiene a sus adversarios más fuertes no en los reaccionarios conscientes sino en las masas indiferentes que esperan tener la barriga llena para forjarse una opinión política. Habiendo comprendido eso, la propaganda electoral más sutil no promete, en caso de victoria, paz y libertad, sino una práctica despensa a salvo de ratas y de ladrones, y la barra de pan más conocida de Alemania es la que, con un cuchillo bien afilado, apareció en los carteles electorales comunistas en ese otoño de 1946. Cuando el general Koenig, libertador de París, salió bajo el baldaquín agujereado por las balas en la estación central de Hamburgo un día lluvioso de octubre, rodeado de una escolta de oficiales ingleses con uniformes de gala, con los puños blancos hasta los codos y las mejillas coloradas, se encontró ante hileras apretadas de ciudadanos de Hamburgo desocupados. Cuando la larga caravana de vehículos partió dando enojados bocinazos, los jóvenes agentes de policía alemanes fueron rodeados por gente que gritaba burlonamente: ¿qué traía?, ¿chocolate?, ¿o barras de pan? Y los representantes de la fuerza pública se ruborizaron bajo sus cascos de cuero.
Ruborizarse es lo único que de momento los partidos pueden hacer cuando la gente exige que se arreglen sus dificultades materiales. Pero hay formas más o menos elegantes de ruborizarse: una de las menos adecuadas es la de los burgueses cuando sostienen de forma obstinada la disolución de la sociedad de clases. Interiormente se es consciente de que no es verdad. Este pastel de pan alemán malo que el abogado y el escritor me ofrecían es en realidad un pastel simbólico, un pastel liberal en el que la falsa nata tiene como misión enmascarar hechos demasiado amargos. Es sin duda alguna un pastel destinado a los más pobres. Los más pobres no comen pan de ese modo.
Este pastel simbólico indica una de las causas por las cuales los partidos obreros han organizado su trabajo en función de la lucha de clases, y por qué en los círculos sindicales más clarividentes se prevén conflictos sociales de una magnitud nunca vista cuando las fuerzas de ocupación den rienda suelta a Alemania. Si se desean testimonios más concretos se puede dar una vuelta por el metro de Hamburgo, donde se puede viajar en segunda clase con gente relativamente bien vestida y bien conservada, y en tercera clase con gente haraposa, cuyos rostros son pálidos como tiza o como papel de periódico, rostros que parece que nunca podrían ruborizarse, ni siquiera sangrar, aunque sufriesen una herida. Estas caras, las caras más pálidas de Alemania, definitivamente no pertenecen a la clase menos pobre.
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2. Envidia de oficio. (N del T)
(Continuará...)
