Stig Dagerman

CEMENTERIO BOMBARDEADO
En un puente de Hamburgo, un hombre vende un pequeño y práctico dispositivo destinado a adaptarse al cuchillo para pelar patatas. Hace tantos gestos para mostrar que con el nuevo invento las mondas de las patatas quedan reducidas a una película casi invisible, que todos los que, como yo, estábamos apoyados en la baranda mirando cómo negras y pesadas barcazas llenas de cascotes remontaban el canal impulsadas por varas, nos acercamos a él y lo rodeamos. Bien es cierto que ni siquiera en Hamburgo hay quien llene el estómago haciendo chistes sobre el hambre, pero poder reírse del hambre produce una sensación agradable de olvido que, en la Alemania de la miseria, quien puede aprovecha sin dudar.
El vendedor del puente exhibe su única y pequeña patata de demostración y dice que, evidentemente, es un trabajo de perros pelar patatas cuando la comida es tan abundante como ahora… Es la misma clase de humor del que hace gala un pescador que, cerca de allí, pone en su escaparate un gran letrero que dice, indignado: «¡Mira que aumentar las raciones de pescado ahora que escasea el papel de embalaje!». Ese hombre se gana a los que ríen pero no a los que compran; a éstos todavía no.
En un extremo del puente hay una parada de tranvía. Una viejecita con un gran saco de patatas acaba de subirse a la plataforma cuando el tranvía arranca. El saco se cae y el nudo de la cuerda se deshace; la vieja grita cuando el tranvía pasa por nuestro lado y las patatas empiezan a caer golpeando sobre la calzada del puente. Se genera un movimiento violento entre los que se amontonan alrededor del vendedor, y cuando el tranvía ha pasado, se queda casi solo al lado de la barandilla mientras que su público se pelea a empujones por recoger las patatas entre vehículos militares ingleses y Volkswagen camuflados que tocan el claxon. Los escolares llenan sus carteras, los obreros llenan sus bolsillos, amas de casa abren sus bolsos al tubérculo más deseado de Alemania; y dos minutos más tarde están todos, riendo y con ganas de comprar, alrededor del vendedor de un invento destinado a conseguir las mondas de patata más finas de Alemania, de acuerdo con uno de esos cambios repentinos de humor, de la ira a la afabilidad, que hace que sea tan emocionante y tan peligroso el trato con los ciudadanos de Hamburgo.
Pero ¿por qué no se ríe la señorita S.? Cuando, en su compañía, salgo del puente le pregunto directamente por qué no se rió, pero en lugar de responder me dice con amargura:
—Ésta es la Alemania de hoy: jugarse la vida por una patata.
Pero en realidad es todo lo que uno puede esperar de la señorita S., que no se ría de la miseria en las calles de Hamburgo. Desde la derrota de Alemania, la señorita S. trabaja aquí como funcionaría en el Ministerio de Trabajo, pero antes fue dueña de una pescadería incendiada durante los terribles bombardeos de 1943. Ahora se dedica dos horas al día a inspeccionar un distrito ruinoso, a controlar que todas las personas hábiles trabajen y a que aquellos que no se pueden valer por sí mismos reciban atención. La persona que me presentó a la señorita S. me confesó que ella es uno de los muchos alemanes que son nazis sin saberlo y que se sentiría insultada si se le sugiriese que sus opiniones coinciden con las de los nazis. La señorita S. parece estar muy amargada, pero al mismo tiempo agradecida por tener un trabajo que le permite mantener su amargura bien fogosa. La señorita S. es sin duda enérgica y ambiciosa, pero al mismo tiempo aporta agua al molino de esos antinazis —no todos, es verdad— que piensan que en la Alemania de hoy las opiniones sospechosas son el precio que hay que pagar por el vigor.
Es tentador hablar de política con una persona que no sabe que sabemos algo de ella, especialmente si esa persona es alemana y es sospechosa de tener simpatías nazis sin saberlo. Por ejemplo, ¿por qué partido se vota en un caso así? (Recientemente ha habido elecciones municipales en Hamburgo).
La señorita S. no duda ni un segundo en la respuesta. Para ella sólo hay un partido, «los socialdemócratas, naturalmente». Pero si se quiere saber por qué los socialdemócratas, ella, al igual que un gran porcentaje de los votantes de la socialdemocracia, no puede dar ningún motivo racional. En realidad, la señorita S. al igual que muchos otros alemanes con opiniones similares ha elegido partido por el método de eliminación: la CDU, el partido cristianodemócrata no entra en cuestión si no se es creyente, por los comunistas no se puede votar ya que se teme a los rusos, el Partido Liberal es demasiado pequeño para desempeñar algún papel importante, el Partido Conservador es demasiado desconocido. Si se quiere, pues, votar, no queda más que el partido socialdemócrata y se vota a pesar de decir que da lo mismo quién gane las elecciones; de cualquier manera, el país está ocupado.
Salimos a una gran plaza en ruinas donde sólo un alto y solitario ascensor escapó a las bombas. Allí trabajan algunos obreros empujando lentamente, a través de este campo de ruinas, un pequeño vagón con chatarra y piedras, y cuando se acercan a la calle se levanta una mujer que lleva un banderín rojo y en un gesto sin sentido se pone a detener un tráfico inexistente.
—Ya ve, señor D. —me dice cogiéndome del brazo, helada de frío, la mujer que me acompaña—, nosotros los alemanes pensamos que ya va siendo hora de que los aliados dejen de castigarnos. Porque dígase lo que se diga de nosotros los alemanes, y de lo que hayan hecho nuestros soldados en otros países, no nos merecemos el castigo que ahora sufrimos.
—¿Castigo? —pregunto yo—, ¿por qué dice usted que su situación actual es un castigo?
—Y bien, porque las cosas en vez de mejorar empeoran —responde la señorita S.—. Tenemos la sensación de hundirnos y que todavía queda mucho para llegar al fondo.
Y luego se pone a contar la popular y por desgracia demasiado verídica historia de aquel capitán inglés que al preguntársele por qué los ingleses no hacían reconstruir las estaciones de tren de Hamburgo, contestó con estas palabras: ¿por qué debiéramos ayudarlos a ustedes los alemanes a ponerse en pie en tres años cuando esto podrá muy bien hacerse en treinta?
Entretanto hemos llegado frente a un gran edificio lúgubre y ruinoso parecido a una escuela de gran ciudad, pero que es la antigua cárcel de la Gestapo de Hamburgo. La escalera y los lavabos de los rellanos callan discretamente lo que aquí pasó hasta el año pasado. Avanzamos a tientas por un largo y oscuro corredor lleno de desagradables olores. Súbitamente, la señorita S. llama a una gran puerta de hierro y entramos a una de las celdas comunes, una gran pieza vacía, con el suelo de cemento y una ventana casi completamente tapiada con ladrillos. Una sola bombilla cuelga del techo e ilumina sin piedad tres camas de campaña, una estufa donde humea un tronco de madera verde, una mujer pequeña con un rostro de un pálido intenso que está al lado de la estufa removiendo el contenido de una olla y un niño pequeño que está echado en la cama y mira fijamente la bombilla.
La señorita S. improvisa una mentira y dice que buscamos a una familia que se llama Müller. La mujer apenas se ha dado cuenta de que hemos entrado, sin dejar de mirar la olla dice que Hans no puede salir hoy porque no tiene zapatos.
—¿Cuántos viven aquí? —pregunta la señorita S. acercándose a mirar en la olla.
—Nueve —responde cansada la mujer—; ocho niños y yo. Desterrados de Baviera. Hemos vivido aquí desde julio. Esta semana tuvimos suerte y conseguimos leña. La semana pasada tuvimos también suerte y conseguimos patatas.
—¿Cómo se las arreglan entonces?
—Así —dice la mujer y saca el cucharón de la olla y muestra con un gesto desesperado su contenido. Después sigue removiendo. El humo nos irrita los ojos. El niño yace totalmente silencioso y quieto en la cama y mira fijamente al techo. La mujer ni se percata de que nos vamos.
La cárcel está llena de familias que fueron evacuadas de Hamburgo a Baviera en 1943 y que fueron expulsadas después por el gobierno bávaro durante el verano de 1946. Adivino una melancólica satisfacción en la voz de la señorita S. cuando, de nuevo, salimos al aire libre.
—Los ingleses hubiesen podido ayudarnos. Tuvieron una oportunidad de mostrarnos lo que es la democracia, pero no la aprovecharon. ¿Ve usted, señor D.?, otra cosa habría sido si los alemanes hubiésemos vivido en el lujo y en la abundancia durante la época de Hitler, pero éramos pobres, señor D. ¿Y no lo hemos perdido todo: casas, familias, posesiones? ¡Y si usted supiese cómo sufrimos durante los bombardeos! ¿Es preciso que nos castiguen más?, ¿no hemos sido bastante castigados?
Visitamos un sótano situado debajo de un taller de zapatero donde viven tres adultos y un bebé, en una habitación hedionda y sin ventanas. Me acuerdo de lo que dijo un cuerdo alemán sobre la deplorable falta del sentido de culpabilidad de la población civil alemana: en lo que a los soldados respecta, la situación es algo distinta. Puede ser que sepan que todo empezó en Coventry, pero no es allí donde estaban los alemanes. Estaban en Hamburgo, en Berlín, en Hannover y en Essen, y fue allí donde se vivieron tres años de angustia y de miedo a la muerte diaria, se debe deplorar esa falta de remordimientos, no hace falta entenderla, pero conviene no olvidar que los sufrimientos vividos en carne propia entorpecen la comprensión de los sufrimientos de los demás.
La señorita S. y yo acabamos el día en el ex lavabo de una escuela en Altona. La escuela está destruida, pero en el lavabo de la escuela que está en el patio vive una familia alemana de los Sudores con tres hijos. El hombre busca alambre en las ruinas y se gana la vida vendiendo adornos que él mismo hace con el alambre. En este urinario todo es de una espantosa limpieza, y el hombre está emocionado y contento de haber conseguido por fin un hogar propio, y cuenta, sin huella de compasión, la alegría que sintió cuando por fin consiguió convencer al anterior inquilino que se fuera de allí. Entonces el urinario todavía era un urinario, y el predecesor lo abandonó sólo después de perder en poco tiempo a su padre, a su madre, a su esposa y a su hija, muertos todos ellos de tuberculosis en el lavabo de esta escuela de Altona.
Antes de regresar a Hamburgo, la señorita S. me lleva a una calle que bordea un cementerio judío. Ese cementerio fue bombardeado y las lápidas están sucias de hollín y rotas. Al fondo, los muros negros de una iglesia destruida. Algunas personas de luto se arrodillan ante los montículos de tierra cenicienta de recientes sepulturas.
Entonces la señorita S. me dice: «Esto es Alemania, señor D,, un cementerio bombardeado. Siempre que paso por aquí me detengo un rato a contemplar esto».
Lo que presencio en esta pequeña calle de Altona es un acto de devoción, el corto momento de felicidad de una persona que da gracias a Dios por poder vivir en el infierno.
Pero cuando me doy la vuelta discretamente para dejarla sola con su amarga felicidad, veo un gran letrero sobre una pared en ruinas que anuncia con enormes letras: «La viuda alegre». Viuda sí… pero ¿alegre?
(Continuará…)
