Edgar Allan Poe

Pestis eram vivus, moriens tua mors ero.[1]
MARTÍN LUTERO
El horror y la fatalidad han aparecido libremente en público en todas las edades. ¿Para qué señalar una fecha a la historia que voy a contar? Basta con decir que en la época de que hablo existía en el interior de Hungría una arraigada, aunque oculta, creencia en las doctrinas de la metempsicosis. De esas doctrinas mismas —esto es, de su falsedad o de su probabilidad— no diré nada. Afirmo, sin embargo, que gran parte de nuestra incredulidad (como dice La Bruyère de toda nuestra infelicidad) vient de ne pouvoir être seuls.[2]
Pero había algunos puntos en la superstición húngara que tendían por completo a lo absurdo. Ellos —los húngaros— diferían muy esencialmente de sus autoridades de Oriente. Por ejemplo, el alma —dicen aquellos y cito las palabras de un agudo e inteligente parisino—: ne demeure qu’une seule fois dans un corps sensible: au reste, un cheval, un chien, un homme même, n’est que la ressemblance peu tangible de ces animaux.[3]
Las familias Berlifitzing y Metzengerstein habían estado desavenidas durante siglos. No hubo nunca antes dos casas tan ilustres agriadas mutuamente por una hostilidad tan mortal. El origen de esta enemistad parece hallarse en las palabras de una antigua profecía: «Un elevado nombre caerá con espantosa caída cuando, como el jinete sobre su caballo, la mortalidad de Metzengerstein triunfe de la inmortalidad de Berlifitzing».
Es probable que estas palabras en sí tuvieran escaso o nulo significado. Pero causas más triviales han dado origen —y esto sin remontarse mucho— a consecuencias igual de memorables. Además, los estados contiguos habían ejercido largo tiempo una influencia rival en los asuntos de un gobierno bullicioso. Por otra parte, vecinos tan cercanos son rara vez amigos; y los moradores del castillo de Berlifitzing podían ver desde sus elevados contrafuertes hasta por dentro de las ventanas del palacio de Metzengerstein. Y no era en absoluto la magnificencia más que feudal así ostentada la que intentaba apaciguar los irritables sentimientos de los Berlifitzing, menos antiguos y menos ricos. ¿Cómo extrañarse, entonces, de que las palabras, aunque necias, de aquella predicción pudieran haber creado y mantenido la discordia entre dos familias ya predispuestas a las contiendas por todas las instigaciones de una envidia hereditaria? La profecía parecía entrañar —si es que entrañaba algo en realidad— un triunfo final del lado de la casa más poderosa en esos momentos, y que, naturalmente, vivía en la memoria de la más débil y menos influyente, con la más amarga animosidad.
Wilhelm, conde de Berlifitzing, aunque de altísima estirpe, era en el tiempo de esta narración un viejo chocho y achacoso, notable tan solo por una loca e inveterada antipatía personal hacia la familia de su rival, y con una pasión tan loca por los caballos y la caza que ni aquella debilidad corporal ni su incapacidad mental le impedían tomar parte a diario en los peligros de la montería.
Por otro lado, Frederick, barón de Metzengerstein, no era aún mayor de edad. Su padre, el ministro G., había muerto joven. Su madre, lady Mary, le siguió muy pronto. Frederick tenía a la sazón dieciocho años. En una ciudad, dieciocho años no son mucho tiempo; pero en una soledad, y en una soledad tan magnífica como la de aquella vieja soberanía, el péndulo vibra con más hondo significado.
A consecuencia de algunas circunstancias especiales derivadas de la administración de su padre, el joven barón entró de inmediato en posesión de sus vastos dominios. Rara vez se había visto antes gozar de un patrimonio tal a un noble húngaro. Sus castillos eran innumerables. El primero en cuanto a magnificencia y extensión era el palacio de Metzengerstein. La línea fronteriza de sus dominios estaba claramente definida, pero su parque principal abarcaba un circuito de cincuenta millas.
Sobre la herencia de un propietario tan joven y de un carácter muy bien conocido, de una fortuna tan incomparable, circulaban pocos rumores en relación con su probable línea de conducta. Y realmente, en el espacio de tres días, la conducta del heredero excedió la de Herodes y superó con justicia la expectación de sus más entusiastas admiradores. Vergonzosos libertinajes, flagrantes felonías, atrocidades inauditas, hicieron comprender enseguida a sus temblorosos vasallos que ni la servil sumisión por parte de estos ni los escrúpulos de conciencia por la de él, les garantizarían de allí en adelante la menor seguridad contra las garras sin remordimientos de aquel pequeño Calígula. La noche del cuarto día se descubrió que había estallado un incendio en las cuadras del castillo de Berlifitzing, y la opinión unánime del vecindario añadió el crimen del incendiario a la ya horrenda lista de delitos y enormidades del barón.
Pero durante el tumulto ocasionado por aquel accidente, el joven noble ocupaba —sumido, al parecer, en meditación— una amplia y solitaria estancia enclavada en la parte alta del palacio familiar de Metzengerstein. Los tapices ricos, aunque ajados, que colgaban de los muros con languidez, representaban las vagas y majestuosas figuras de mil ilustres antecesores. Allí, sacerdotes revestidos de rico armiño, dignatarios pontificales, se sentaban familiarmente con el autócrata y el soberano, ponían el veto a los deseos de un rey temporal o contenían con el fiat de la supremacía papal el cetro rebelde del Enemigo Malo. Allí las oscuras y altas figuras de los príncipes de Metzengerstein —sus musculosos caballos de guerra pisoteando los cadáveres de los enemigos caídos— sobrecogían los nervios más firmes con su vigorosa expresión, y allí también, las figuras voluptuosas y blancas como cisnes de las damas de los pasados días flotaban lejos, en los laberintos de una danza irreal, a los sones de una melodía imaginaria.
Pero mientras el barón escuchaba o fingía escuchar el alboroto que aumentaba gradualmente en las cuadras de Berlifitzing —o meditaba quizá algún acto de audacia más nuevo o más decidido—, sus ojos se volvieron, sin querer, hacia la figura de un enorme caballo de color innatural, representado en el tapiz como perteneciente a un sarraceno, antepasado de la familia de su rival. El caballo aparecía en el primer plano del cuadro, inmóvil como una estatua, mientras detrás, más allá, su jinete derrotado perecía bajo el puñal de un Metzengerstein.
Sobre los labios de Frederick surgió una expresión diabólica, como si se diera cuenta de la dirección que había tomado su mirada inconscientemente. Con todo, no la apartó. Por el contrario, no podía dominar la ansiedad abrumadora que parecía caer sobre sus sentidos como un paño mortuorio. Conciliaba a duras penas sus sueños y sus sentimientos incoherentes con la certeza de hallarse despierto. Cuanto más lo contemplaba, más absorbente era el hechizo, más imposible le parecía el poder arrancar su mirada de la fascinación del tapiz. Pero el tumulto del exterior se hizo de repente más violento, y con un esfuerzo forzado dirigió su atención hacia una explosión de luz rojiza proyectada de lleno desde las cuadras llameantes sobre las ventanas de la estancia.
El acto, empero, solo fue momentáneo; su mirada se volvió maquinalmente hacia el muro. Ante su extremado horror y su gran asombro, la cabeza del gigantesco corcel había cambiado de posición durante aquel intervalo. El cuello del animal, al principio curvado como compasivamente sobre el abatido cuerpo de su señor, estaba ahora estirado con toda su largura en dirección al barón. Los ojos, antes invisibles, mostraban ahora una expresión enérgica y humana, y brillaban con un rojo ardiente y desusado, y los belfos separados del caballo, furioso en apariencia, dejaban ver por completo sus dientes sepulcrales y repulsivos.
Estupefacto de terror, el joven noble se dirigió, tambaleante, hacia la puerta. Cuando iba a abrirla, un relámpago de luz roja flameó dentro de la habitación, proyectando su sombra con un claro contorno sobre el agitado tapiz, y mientras vacilaba él un instante en el umbral, se estremeció al ver que la sombra tomaba la postura exacta y llenaba exactamente el contorno del implacable y triunfador matador del Berlifitzing sarraceno.
Para aliviar la depresión de su ánimo, el barón salió, presuroso, al aire libre. En la puerta principal del palacio se encontró a tres caballerizos. Con gran dificultad y un inminente peligro de sus vidas, contenían ellos los saltos convulsivos de un caballo gigantesco color de fuego.
—¿De quién es este caballo? ¿Dónde lo habéis encontrado? —preguntó el joven en tono pendenciero y ronco, reconociendo de inmediato que el misterioso corcel del tapiz era la copia exacta del furioso animal que tenía ante los ojos.
—Es de vuestra pertenencia, señor —replicó uno de los caballerizos—; al menos, no ha sido reclamado por ningún otro dueño. Lo hemos cogido cuando huía, todo humeante, espumeando de rabia, de las cuadras incendiadas del castillo de Berlifitzing. Suponiendo que pertenecía a las cuadras de caballos extranjeros del viejo conde, lo hemos traído aquí como descarriado. Pero los mozos niegan toda propiedad sobre este ejemplar, lo cual es extraño, puesto que muestra señales evidentes del fuego, que prueban que se ha librado de él de milagro.
—Las iniciales W. V. B. están también marcadas muy claras sobre su frente —interrumpió el segundo caballerizo—. He supuesto, por eso, que eran las iniciales de Wilhelm von Berlifitzing; pero todos en el castillo niegan terminantemente conocer este caballo.
—¡Es muy raro! —dijo el joven barón, con aire meditabundo, y al parecer inconsciente del sentido de sus palabras—. Como decís, se trata de un caballo notable, ¡de un caballo prodigioso!, aunque, según has hecho notar con certeza, tiene un carácter receloso e indomable. Bien, accedo a que sea mío —y añadió después—: quizá un jinete como Frederick von Metzengerstein podrá domar al mismísimo diablo de las cuadras de Berlifitzing.
—Estáis en un error, señor; el caballo, como creo haber indicado, no pertenece a las cuadras del conde. Ya que en tal caso, sabemos muy bien cuál sería nuestro deber, para traerlo a presencia de una noble persona de vuestra familia.
—¡Es cierto! —observó el barón secamente.
En aquel momento un ayuda de cámara llegó del palacio, todo sofocado y presuroso. Musitó al oído de su señor la noticia de la repentina desaparición de un pequeño trozo del tapiz, en una pieza que señaló con el dedo, entrando al mismo tiempo en detalles de un orden minucioso y circunstancial; pero como le comunicó todo aquello en un tono de voz muy bajo, no se escapó nada que pudiera satisfacer la excitada curiosidad de los caballerizos.
El joven Frederick, durante la conversación, parecía agitado por muy diversas emociones. No obstante, pronto recobró la calma, y una expresión de resuelta perversidad se fijaba ya en su rostro cuando dio órdenes perentorias para que la estancia en cuestión fuese al punto cerrada, quedando la llave en su poder.
—¿Habéis sabido la muerte desgraciada del viejo cazador Berlifitzing? —dijo uno de sus vasallos al barón cuando, después de marcharse el ayuda de cámara, el enorme corcel que el noble había adoptado como suyo saltaba, haciendo corvetas con redoblado furor, mientras bajaba la larga avenida que se extendía del palacio a las cuadras de Metzengerstein.
—¡No! —dijo el barón, volviéndose bruscamente hacia el que hablaba—. ¿Que ha muerto, dices?
—Es la pura verdad, señor, y deseo, imagino que para un noble de vuestro nombre no sea esta una mala noticia.
Una rápida sonrisa surgió sobre el rostro del oyente.
—¿Cómo ha muerto?
—En sus esfuerzos imprudentes por salvar la parte favorita de sus caballos de caza, ha perecido de un modo miserable entre las llamas.
—¿In… du… da… ble… mente? —exclamó el barón como impresionado de una manera lenta y premeditada por la verdad de alguna idea estremecedora.
—Indudablemente —repitió el vasallo.
—¡Espantoso! —dijo el joven, con calma, y volvió tan tranquilo al palacio.
Desde aquella fecha una marcada alteración tuvo lugar en la conducta exterior del disoluto joven barón Frederick von Metzengerstein. Realmente, aquella conducta defraudaba todas las esperanzas, y estaba poco en consonancia con los manejos de más de una madre, conforme sus hábitos y maneras mostraban menos todavía que antes una analogía con los de la aristocracia de la vecindad. No se le veía nunca allende los límites de su dominio, y en su vasto mundo social carecía en absoluto de compañero, a menos que aquel innatural e impetuoso caballo color de fuego, que montaba continuamente desde el suceso, tuviese algún derecho al título de amigo del joven.
A pesar de lo cual, le llegaban periódicamente numerosas invitaciones por parte de la vecindad. «¿Querría el barón honrar nuestra fiesta con su presencia?» «¿Querría el barón unirse a nosotros para una cacería de jabalíes?» «Metzengerstein no caza» «Metzengerstein no asistirá», eran las altivas y lacónicas respuestas.
Estos insultos repetidos no podían ser tolerados por una nobleza arrogante. Las invitaciones se hicieron menos cordiales, menos frecuentes, y, con el tiempo, cesaron por completo. Se oyó a la viuda del infortunado conde de Berlifitzing expresar su esperanza de «que el barón estuviese en su casa cuando no quisiera estar en ella, puesto que desdeñaba la compañía de sus iguales, y que estuviese montado a caballo cuando no quisiera estarlo, puesto que prefería la compañía de un caballo a la de aquellos». Esto era, con seguridad, la necia explosión de una rencilla hereditaria, y probaba simplemente cuán faltas de sentido llegan a ser nuestras palabras cuando deseamos darles una energía inusitada.
Aun así, las gentes caritativas atribuían la alteración en la conducta del joven noble al natural dolor de un hijo que ha perdido prematuramente a sus padres; pero olvidaban su atroz y despreocupada conducta durante el breve período que siguió de cerca a aquella sensible pérdida. Algunos insinuaron que tenía realmente una idea exagerada de su importancia y de su dignidad. Otros a su vez (entre los cuales habría que mencionar al médico de la familia) hablaron sin vacilación de una melancolía morbosa y de un mal hereditario, mientras corrían entre la multitud unas insinuaciones más tenebrosas.
En verdad, el cariño perverso del barón por su caballo de reciente adquisición — un cariño que parecía cobrar nueva fuerza a cada nueva muestra que daba el animal de sus feroces y demoníacas inclinaciones— llegó a ser a la larga, a los ojos de los hombres sensatos, un fervor horrible y contra natura. En el deslumbramiento del mediodía, en las horas muertas de la noche, enfermo o saludable, en la calma o en la borrasca, el joven Metzengerstein parecía estar clavado a la silla de aquel caballo colosal, cuyas indomables audacias armonizaban tan bien con su propio espíritu.
Había, por añadidura, circunstancias que, unidas a los últimos acontecimientos, daban un carácter sobrenatural y portentoso a la manía del jinete y a las capacidades del corcel. El espacio que franqueaba este de un solo salto había sido cuidadosamente medido, resultando que superaba con una diferencia asombrosa los cálculos más amplios y fantásticos. El barón, además, no usaba ningún nombre especial para llamar al animal, aunque el resto de su caballeriza se distinguiera por denominaciones características. Su cuadra estaba situada también a cierta distancia de las otras, y respecto a la limpieza y a todos los servicios necesarios, nadie, excepto el propietario en persona, se hubiera arriesgado a cuidarlo o a entrar siquiera en el recinto donde se encontraba su cuadra especial. Se observó asimismo que, aunque los tres mozos que lo habían cogido cuando huía del incendio de Berlifitzing hubiesen logrado detener su carrera por medio de una cadena y de un lazo, ninguno de los tres podía afirmar con certeza que durante aquella peligrosa lucha o en otro momento cualquiera desde entonces, hubiesen puesto luego sus manos sobre el cuerpo del animal. Esas pruebas de una inteligencia especial en la conducta de un noble caballo lleno de ardor no habrían bastado, con seguridad, para excitar una atención tan irrazonable; pero había ciertas circunstancias que hubiesen forzado los espíritus más escépticos y flemáticos, y se decía que a veces, cuando el animal hacía retroceder de horror a la multitud curiosa ante la profunda e impresionante significación de su terrible pateo, a veces el joven Metzengerstein palidecía y escapaba ante la expresión repentina y penetrante de aquella mirada casi humana de su corcel.
Entre todo el séquito del barón, nadie dudó, sin embargo, del ardiente y extraordinario afecto que sentía el joven noble por las fogosas cualidades de su caballo; nadie, excepto tan solo un insignificante y desdichado pajecillo, cuyas deformidades eran absolutas y cuyas opiniones poseían muy poca importancia. Tenía él (si es que sus ideas merecen la pena de ser mencionadas) el descaro de afirmar que su señor no había saltado nunca a la silla sin un inexplicable y casi imperceptible estremecimiento, y que, al volver de cada una de sus interminables y habituales correrías a caballo, una expresión de maldad triunfante deformaba todos los músculos de su rostro.
Una noche tempestuosa, Metzengerstein, despertándose de un pesado sueño, bajó de su estancia como un loco, y montando a caballo a toda prisa, se lanzó a brincos en el laberinto de la selva. Un hecho tan corriente no llamó en particular la atención; pero su regreso fue esperado con una intensa ansiedad por parte de sus criados, cuando, después de algunas horas de ausencia, los estupendos y magníficos muros del palacio de Metzengerstein empezaron a crujir y a oscilar hasta sus cimientos bajo la acción de una masa densa y lívida de indomable fuego.
Como las llamas, cuando fueron vistas por primera vez, habían hecho ya tan terribles progresos, que todos los esfuerzos por salvar una parte cualquiera del edificio eran evidentemente inútiles, la atónita vecindad permanecía ociosa alrededor, con una estupefacción silenciosa, si no patética. Pero un nuevo y pavoroso objeto atrajo la atención de la multitud y demostró hasta qué punto es más intensa la excitación producida en los sentimientos de una multitud por la contemplación de una agonía humana que la causada por los más aterradores espectáculos de la materia inanimada.
En la larga avenida de añosos robles que formaba el comienzo de la selva, y que conducía a la entrada del palacio de Metzengerstein, apareció un corcel, llevando sobre la silla a un jinete destocado y todo trastornado, con un ímpetu que superaba al del propio Demonio de la Tempestad.
No dominaba el jinete, indiscutiblemente, aquella carrera desenfrenada. La angustia de su cara, los esfuerzos convulsivos de todo su ser, patentizaban una lucha sobrehumana; pero ningún sonido, excepto un solo grito, se escapaba de sus labios desgarrados, que se mordía de cuando en cuando entre la magnitud de su terror. Por un momento resonó el golpeteo de los cascos, agudo y penetrante, sobresaliendo del mugido de las llamas y del aullido del viento; un instante después, franqueado de un solo salto el portón y el foso, el corcel se precipitó escaleras arriba del palacio y desapareció con su jinete entre el torbellino del caótico fuego.
Cesó la furia de la tempestad acto seguido, y la sucedió una calma mortal de sombrío aspecto. Una llamarada blanca envolvía aún el edificio, como un sudario, y relampagueando a lo lejos en la atmósfera tranquila, brotó cierta luz de un brillo sobrenatural, mientras caía pesadamente sobre los muros una nube de humo bajo la forma colosal de un caballo.
—–
1.«En vida era tu azote; muerto, seré tu muerte».
2.«Proviene de no poder estar solos».
3.«Solo permanece una vez en un cuerpo sensible: por lo demás, un caballo, un perro, un hombre mismo, no es sino la semejanza poco tangible de esos animales».
