Cuatro de febrero

Hugo Dodero





El cielo está cargado de nubes en Buenos Aires.

—Hasta Avenida de Mayo al setecientos —le indico al taxista, mientras guardo el celular que había estado revisando cuando lo vi llegar. Pronuncia una frase que no alcanzo a entender salvo palabras aisladas como «calor», «humedad» y « lluvia ».
—Terrible está —digo, sin ninguna convicción, ni seguridad de que sea una respuesta adecuada.

Saco el celular del bolsillo y miro el correo, creo que por tercera o cuarta vez vez. Mentira: si cuento desde anoche, lo más probable es que hayan sido algunas veces más, pero desde que me levanté… mejor dicho, desde que llegué al trabajo, no fueron más de tres o cuatro. Estoy seguro. Abro otras aplicaciones buscando algún video que me informe de cómo va la guerra en Ucrania. Escucho con fastidio nombres de ciudades que no entiendo y que me son tan ajenas como el asteroide A924EF. Esperando que llegue la notificación salvadora, salto de un video a otro fingiendo interés. Veo, por milésima vez, el segundo gol a Francia, la receta del jugo que promete limpiar mis intestinos, la rutina de siete minutos diarios de ejercicios en una silla que van a marcar mis abdominales, el truco de la sal para sostener maratones sexuales, al campeón mundial de armado de cubos Rubik y las predicciones apocalípticas de George Orwell.

Ningún mensaje de ella.

Ayer cumplió años y aunque hace tiempo que no hablamos ni tengo noticias suyas, quise saludarla. Desde que cumplió seis, ella odia esta fecha. Ese día el padre descubrió que la esposa lo engañaba y se fue de la casa. « Vamos a celebrar el aniversario de la batalla de Caseros » le dije una vez, así que le mandé un mensaje conmemorando la victoria de Urquiza sobre Rosas.

Casi sin proponérmelo, me vi reiniciando el celular. No sea cosa que…

Porque ¿qué motivo tendría ella para no responder?

Podría haber olvidado las contraseñas de las dos casillas de correo adonde le escribí. Es una posibilidad… es tan colgada… pienso mientras sonrío por primera vez en el día.

Puede ser que no haya revisado el correo. Tampoco se mandan muchos emails ahora, así que es muy probable que no haya abierto su correo. Parece que estuviera obsesionado con ella, pero no, es amor. Del verdadero. Y yo era el amor de su vida. Ella me lo dijo.

Miedo. ¡Eso es! Puede ser que tenga miedo de escribirme. Que crea que estoy enojado y tema mi respuesta. Pero no… no creo. La he saludado para el día de la madre, navidad, año nuevo y ahora el cumpleaños. Y no le envié mensajes intimidantes.

Reviso otra vez el correo y nada…

Ningún mensaje de ella.
—Lo dejo en la esquina de Piedras y Avenida de Mayo, así no doy tantas vueltas —avisa el taxista.
—Bueno —alcanzo a musitar, con un tono que se parece demasiado a un « hacé lo que quieras». De todos modos, creo que no se enteró de lo que dije. Ni yo llegué a escucharme.

¿Sería posible que no quiera responderme?

Lo dudo. No veo el motivo. «Creo que es mejor que dejemos todo esto acá» me dijo un día, y yo, que tengo el «sí, mi amor» tan a flor de labios, le respondí mecánicamente. Nunca habíamos discutido hasta ese momento. De hecho, tampoco discutimos ese día. Alcancé a escribirle  TE AMO  -así, con mayúsculas- con un corazón rojo enorme, justo antes de que su foto desapareciera de la aplicación de mensajes. Pensé que iba a cambiarla… pero no. Por eso ahora sólo me queda el mail. Al otro día de nuestra no-discusión me escribe su terapeuta, al que yo le pagaba, para decirme que ya no era necesario que, a partir de ese momento, ella se iba a hacer cargo. Al leer el mensaje me asaltó la imagen de un barco que suelta amarras. En realidad no vi el barco, sólo un trozo de cuerda gruesa, de no más de dos metros de largo, atada a un muelle por un extremo y deshilachada en el otro, como si la hubiesen cortado. El barco ya no estaba, no se desde hacía cuánto tiempo. Quizás no me hable porque me está cuidando. Cuidando de ella y de sus infinitos problemas. Perdón, de nuestros problemas, siempre le dije que sus problemas eran nuestros. Yo no podía quedar indiferente si algo le pasaba. ¿Se habrá alejado por amor? ¿Por que se sentía una carga? Y eso que le pedí que no decidiera por mí…

—¡Mirá por donde andás, pelotudo de mierda! —gritó el taxista a un adolescente de cabello azul que zigzagueaba por la estrecha calle montado en un monopatín eléctrico. Las nubes, aún más grises que cuando me subí y los edificios altos del centro de la ciudad le daban a esa mañana de verano un aspecto más propio de los prematuros atardeceres invernales.

«¿Qué cagada te mandaste?» me preguntó Mariano, dejándome desconcertado. Quizás tenga razón y todo esto sea mi culpa. Puedo reproducir en mi cabeza conversaciones enteras con ella y por más que trato de recordar las últimas charlas y los últimos encuentros, no veo nada que haya hecho tan malo como para que no quiera saber nada de mí. Pero… ¿y si me equivoco? ¿Y si realmente hice algo que llevó a esta distancia? Ella no está loca. No es de hacer estas cosas, al menos, no sin un buen motivo. Que no me de cuenta, no quiere decir que no haya hecho algo malo. Algo imperdonable. Aún sin intención. Imperdonable es una palabra jodida. Porque yo quisiera pedirle perdón. Que me de esa chance. Si me equivoqué, y eso es algo de lo que cada vez estoy más seguro porque de otra manera no se explica este silencio, quiero poder remediarlo. Debería mandarle más mensajes. Decirle esto y que sepa que quisiera que me disculpe, si es tan amable. Que quiero, en realidad, necesito, que me de otra oportunidad, aunque no la merezca. Quiero jurarle que nunca más voy a volver a hacerlo.

Saco el celular del bolsillo. «Si esta vez no hay noticias, desisto para siempre». Es un buen truco. Muchas veces las cosas y las personas aparecen cuando dejamos de buscarlas.

Ningún mensaje nuevo de ella.

¿Y si se murió? La posibilidad me paralizó el corazón, pero para mi sorpresa, lejos de angustiarme, sentí alivio. Era como si alguien hubiera borrado el tatuaje que sus besos dibujaron en mi corazón y me relevara del trabajo de luchar cada día contra el absurdo de su ausencia.

—Son cuatro mil doscientos, jefe —me dice mientras detiene el taxi alejado de la vereda.

Saco la billetera del bolsillo trasero de mi pantalón. Cuento cuatro mil quinientos pesos y le pago. Sin esperar el vuelto, abro la puerta.

—Que tenga un buen día —pareciera que le hablo a él, pero me lo deseo a mí.

Soy un buen tipo. Merezco tener suerte. No escucho la respuesta del taxista. Justo antes de cerrar miro el asiento para verificar que no he dejado nada. Manoteo el otro bolsillo trasero, y compruebo que el celular sigue ahí.

Cierro delicadamente la puerta y el taxi se aleja por Avenida de Mayo.

Estoy parado en la calle, sin subir a la vereda saco el celular del bolsillo otra vez.

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