Tahar Ben Jelloun

La puerta emparedada
Dos viejas mujeres, secas y grises, de mirada funesta y ademán preciso y breve, acompañaron a Fátima. Sin ruido, sin festejos, debían entregarme a la que iba a desempeñar el papel de esposa y de mujer en el hogar. Envuelta en una chilaba blanca, tenía la mirada baja. Incluso si hubiese osado levantar su mirada, las dos mujeres se lo habrían impedido. ¡El pudor es eso! No mirar al hombre de frente; no sostener su mirada por sumisión, por deber, raramente por respeto o a causa de la emoción. Las dos mujeres la sujetaban cada una por un brazo, la apretaban y le hacían daño. Apresuraban el paso y la arrastraban a una marcha rápida, decidida. Pero ella no estaba decidida en absoluto. Ni siquiera podía soñar con el amor. No quería sumergirse en esas ilusiones. Su cuerpo la traicionaba, la dejaba en plena juventud. Los demonios del más allá la visitaban con frecuencia, se introducían en su sangre, la turbaban, le hacían dar vueltas demasiado deprisa o de manera irregular. Su sangre alteraba su respiración, se caía y perdía el conocimiento. Su cuerpo la dejaba, lejos de su conciencia. Se entregaba a gesticulaciones incontroladas, se debatía sola, con el viento, con los demonios. Se la dejaba desenredar sola los hilos de todos esos nudos. Su cuerpo, lentamente, volvía a ella, recuperando su lugar, fatigado, golpeado, dolorido. Ella se quedaba tendida en el mismo suelo y descansaba. Daba gracias a Dios por haberle devuelto el poder respirar normalmente, levantarse e ir a correr por la calle. Todo el mundo, en su familia, se había habituado a verla golpearse la cabeza contra muros invisibles. Nadie se conmovía ni se inquietaba. Como mucho, se decía: «¡Vaya! Esta crisis es más violenta que la de la semana pasada… ¡Debe ser el calor!…». Ella pasaba sus crisis en su pequeña soledad y todo estaba en su sitio. Sus hermanas y hermanos estaban en su lugar, llenos de porvenir, felices de hacer proyectos, un poco irritados por no tener mucho dinero para aparentar más en sociedad, un poco contrariados por tener una hermana que da una nota falsa en un paisaje armonioso. Fátima también había terminado por tener su sitio: una habitación incómoda, cerca de la terraza. A menudo, la olvidaban. Yo la había sorprendido dos o tres veces a punto de llorar, por nada, para olvidar o para pasar el tiempo. Se aburría mucho y, ya que nadie en su familia le manifestaba ternura, caía en una especie de melancolía lamentable donde asediaba a su ser. Sacrificada y agotada, era una pequeña cosa depositada por el error o la maldición sobre una monotonía cotidiana de una vida limitada. Depositada o adherida sobre una mesa abandonada en un rincón del patio donde a los gatos y a las moscas les gustaba dar vueltas.
¿Era bella? Me lo pregunto aún hoy. Hay que confesar que su rostro se había cubierto de arrugas precoces, trazadas por las crisis frecuentes y cada vez más violentas. Los rasgos de ese rostro a menudo crispado habían conservado poco de su finura. Sus ojos claros, cuando no estaban bañados por las lágrimas, daban a su mirada una luz dulce. Tenía una nariz pequeña. Las mejillas estaban cubiertas de eternos granitos de acné. Lo que no me podía gustar era su boca, que se retorcía en el momento de la crisis y que mantenía en ella un rictus como una enorme coma en una página en blanco. Su cuerpo era firme, pese a su pierna derecha menuda. Firme y duro. Los senos eran pequeños, con algunos pelos alrededor del pezón. Cuando la estrechaba en mis brazos, para consolarla de su desamparo, no para expresar un deseo sexual cualquiera, sentía ese cuerpo reducido a un esqueleto activo que se debatía contra fantasmas o los brazos de un pulpo invisible. Le sentía cálido, ardiente, nervioso, decidido a vencer para vivir, para respirar normalmente, para poder correr y danzar, nadar y montar como una pequeña estrella sobre la espuma de las olas altas y bellas. Le sentía luchar contra la muerte con los medios disponibles: los nervios y la sangre. A menudo, ella tenía hemorragias. Decía que su cuerpo se enfadaba y que no era digna de conservarle para hacer de él algo bueno. No quería tener hijos, incluso si sus noches estaban pobladas de sueños de chiquillería. Dormía a mi lado aferrándose a mi brazo, chupando su pulgar, el cuerpo sosegado y tranquilo.
Fue ella quien me murmuró al oído el día de su llegada a mi casa, como una confidencia: «Gracias por haberme sacado de la otra casa. ¡Seremos hermano y hermana! ¡Tienes mi alma y mi corazón, pero mi cuerpo pertenece a la tierra y al diablo que lo ha devastado!…». Se durmió justo después y me quedé solo meditando sobre esas palabras balbuceadas al comienzo de la noche. Comenzaba yo a dudar de mí mismo y de mi apariencia. ¿Estaba ella al corriente? ¿Quería adelantarse al discurso que yo había preparado mentalmente para advertirla sin revelarle mis secretos? ¡Extraño! Acabé por pensar simplemente que, desde hacía mucho tiempo, había anulado en ella toda sexualidad y que había aceptado este matrimonio pensando que, si yo la había pedido, no era por amor, sino para un arreglo social, para ocultar una enfermedad o una perversidad. Ella debía pensar que yo era un homosexual que tenía necesidad de una cobertura para hacer callar las murmuraciones; o bien ¡un impotente que quería guardar las apariencias! Así habría pasado mi vida, jugando con las apariencias; todas las apariencias, incluso las que quizá eran verdad, fabricaban para mí un rostro verdadero, desnudo, sin máscara, sin capa de arcilla, sin velo, un rostro abierto y simplemente banal, que nada excepcional distinguía de los demás.
Yo no estaba descontento y consideraba que la audacia solucionaba muchas cosas. Le hice instalar un lecho frente al mío y me ocupaba de ella tanto como podía. Jamás se desnudaba delante de mí. Tampoco yo. Pudor y castidad reinaban en nuestra gran habitación. Un día intenté ver, mientras ella dormía, si no se había sometido a escisión o cosido los labios de la vagina. Levanté suavemente las sábanas y descubrí que llevaba una especie de faja fuerte alrededor de la pelvis, como un calzón de castidad, blindado, desanimando el deseo o provocándolo entonces para mejor quebrarlo. La presencia de Fátima me turbaba mucho. Al comienzo, me gustaba la dificultad y la complejidad de la situación. Después, comencé a perder la paciencia. No era ya dueño de mi universo y de mi soledad. Este ser herido a mi lado, esta intrusión que yo mismo había colocado en mis secretos y en mi intimidad, esta mujer valerosa y desesperada, que no era ya mujer, que había atravesado un camino penoso, habiendo aceptado caer en un precipicio, desfigurando su ser interior, enmascarándolo, amputándolo, esta mujer que ni siquiera aspiraba a ser un hombre, sino a no ser, en absoluto, una jarra hueca, una ausencia, un dolor instalado sobre la extensión de su cuerpo y de su memoria, esta mujer que casi nunca hablaba; murmuraba de vez en cuando una frase o dos, se encerraba en un largo silencio, leía libros de místicos y dormía sin hacer el menor ruido, esta mujer me impedía dormir. A veces la observaba largo tiempo en su sueño, mirándola fijamente hasta perder los rasgos y el contorno de su rostro y penetrar en sus pensamientos profundos, sumergidos en un pozo de tinieblas. Yo deliraba en silencio, logrando reunir sus pensamientos e incluso reconociéndolos como si hubiesen sido expresados por mí. Era mi espejo, mi obsesión y mi debilidad. Escuchaba sus pasos, en lo profundo de la noche, avanzar lentamente sobre un viejo suelo que crujía. De hecho, no era suelo, pero yo imaginaba el ruido y este dibujaba un suelo, y este se extendía ante mí, de madera antigua, la madera procedía de una casa en ruinas, abandonada por viajeros apremiados, la casa era una vieja cabaña en el bosque, rodeada de castaños destrozados por el tiempo. Yo subía sobre una de las escasas ramas sólidas y dominaba la cabaña, con el techo lleno de agujeros, por esas aberturas entraban la luz y mi mirada que seguía las huellas de pasos dejadas en el polvo, las cuales me conducían al sótano donde vivían contentas las ratas y otros animales cuyo nombre yo no conocía, en ese sótano, verdadera gruta prehistórica, yacían los pensamientos de esta mujer que dormía en la misma habitación que yo, y que yo contemplaba con un sentimiento en el que la piedad, la ternura y la ira estaban mezcladas en un torbellino donde yo perdía el sentido y la paciencia de las cosas, donde me volvía cada vez más ajeno a mi destino y a mis proyectos. Esta presencia, incluso muda, ese peso unas veces ligero, otras pesado, esta respiración difícil, esta cosa que casi no se movía, esa mirada cerrada, ese vientre revestido, ese sexo ausente, negado, rechazado, ese ser no vivía más que para agitarse durante las crisis de epilepsia y tocar con los dedos el rostro endeble e impreciso de la muerte, y reencontrar, después, la gruta y sus pensamientos, que no eran ni tristes ni alegres, simplemente colocados en jirones en un saco de yute; las ratas habían intentado comerlos pero habían tenido que renunciar, pues estaban impregnados de un producto tóxico que los protegía y los mantenía intactos.
Ella dormía mucho, y, cuando se levantaba, se encerraba largo tiempo en el cuarto de aseo, daba algunas órdenes a la criada, y se aislaba de nuevo. Jamás se mezclaba con mis hermanas, no aceptaba ninguna invitación y por la noche, cuando yo volvía, me murmuraba palabras y agradecimientos como si me debiese algo.
Mis hermanas jamás entendieron el sentido de ese matrimonio. Mi madre no se atrevía a hablarme de ello. Y yo me ocupaba todo lo posible de los asuntos dejados más bien en mala situación por mi padre.
Poco a poco, me vi ganado por los escrúpulos y el insomnio. Quería liberarme de Fátima sin hacerle daño. La instalé en una habitación alejada de la mía y me puse, lentamente, a odiarla. Yo acababa de fracasar en el proceso que había preparado y desencadenado. Esta mujer, como minusválida, se había revelado más fuerte, más dura y más rigurosa que todo lo que yo había previsto. Queriendo utilizarla para completar mi apariencia social, fue ella quien mejor supo utilizarme, y estuvo a punto de arrastrarme a su profunda desesperación.
Escribo esto y no estoy seguro de las palabras, pues, la verdad, no la conozco totalmente. Esta mujer era de una inteligencia particular. Todas las palabras que ella callaba, todos los ahorros de palabras que hacía, se vertían en su convicción inquebrantable y reforzaban sus planes y proyectos. Ella había ya renunciado a vivir y se encaminaba seguramente hacia la desaparición, hacia la lenta extinción. Nada de muerte brutal, sino una marcha hacia atrás camino de la fosa abierta detrás del horizonte. No tomaba ya sus medicamentos, comía poco, tampoco hablaba apenas. Quería morir y arrastrarme consigo en su caída. Por la noche, invadía mi habitación y se aferraba al lecho, justo antes de la crisis. Tiraba de mi brazo hasta hacerme caer a su lado, o estrangularme con todas sus fuerzas para extirpar los demonios que se agitaban en ella. Esto duraba cada vez un poco más. Yo no sabía ya cómo reaccionar ni cómo evitar esas escenas penosas. Me decía que yo era su único apoyo, el único ser que ella amaba; quería que le acompañase en cada una de sus caídas. No entendí hasta el día en que se deslizó en mi lecho mientras dormía y suavemente se puso a acariciar mi bajo vientre. Me desperté sobresaltado y la rechacé violentamente. Estaba furioso. Ella sonrió por vez primera, pero esa sonrisa no me tranquilizó en absoluto. No la soportaba. Deseaba su muerte. La odiaba por ser enferma, por ser mujer, y por estar ahí, por mi voluntad, mi maldad, mi cálculo y el odio a mí mismo.
Una noche me dijo, con los ojos ya clavados en la trampilla de las tinieblas, el rostro sereno pero muy pálido, el cuerpo menudo recogido sobre sí mismo en una esquina del lecho, las manos frías y más suaves que de costumbre, me dijo con una pequeña sonrisa: «Siempre he sabido quién eres, por esto, mi hermana, mi prima, he venido a morir aquí, cerca de ti. Las dos hemos nacido inclinadas sobre la piedra en el fondo del pozo seco, sobre una tierra estéril, rodeadas de miradas sin amor. Somos mujeres antes que enfermas, o quizá somos enfermas por ser mujeres…, conozco nuestra herida… Es común. Me voy… Soy tu mujer y tú eres mi esposo… Serás viudo y yo…, digamos que fui un error… no muy grave, un pequeño vagabundeo inmovilizado… Oh, hablo demasiado…, ¡pierdo la cabeza! Buenas noches… ¡Hasta uno de estos días!…».
Mucho más tarde, una voz venida de otra parte dirá: «Cómeme otra vez, acoge mi deformidad en tu abismo compasivo».
Rebelde a toda costa
¡Así, se convirtió en viudo! ¡Amigos! Este episodio de su vida fue penoso, confuso e incomprensible.
—¡No! ¡Es totalmente lógico!, —replicó un hombre de la concurrencia—. Él se ha servido de esta pobre enferma para tranquilizarse y reforzar su personaje. Esto me recuerda otra historia que sucedió a finales del siglo pasado en el sur del país. Permitidme que os la narre rápidamente: es la historia de ese jefe guerrero, un ser terrible, que se hacía llamar Antar. Era un jefe implacable, una bestia, un terror cuya fama desbordaba al clan y las fronteras. Mandaba a sus hombres sin gritar, sin agitarse. Con su pequeña voz, que contrastaba con lo que decía, daba órdenes y jamás fue desobedecido. Tenía su propio ejército y resistía al ocupante sin poner jamás en tela de juicio la autoridad central. Era temido y respetado, no toleraba ninguna debilidad o flaqueza por parte de sus hombres, perseguía a los corruptores y castigaba a los corrompidos, ejercía un poder y una justicia personales, jamás arbitrarias, iba hasta el fondo de sus ideas y de su rigor; en resumen, era un hombre ejemplar, de valor legendario; el día en que este hombre, este Antar secreto que dormía con su fusil, murió, se descubrió que este terror y esta fuerza se alojaban en un cuerpo de mujer. Se le erigió un mausoleo en el lugar de su muerte. Hoy es un santo o una santa. Es el morabito del vagabundeo. A él veneran los seres que huyen, los que se van de sus casas porque están roídos por la duda, buscando el rostro interior de la verdad…
En ese momento, intervino el narrador que, con una sonrisa, dijo: «Sí, amigo, también conozco esta historia. Sucedió, quizá hace cien años. Se trata del “jefe aislado”, el que fascinó a todos los que se acercaron a él. A veces, se presentaba velado. Sus tropas pensaban que deseaba sorprenderles. De hecho, ofrecía sus noches a un joven de belleza ruda, una especie de bandido errante que guardaba sobre sí un puñal para defenderse o para darse la muerte. Vivía en una gruta y pasaba su tiempo fumando kif y esperando a la bella nocturna. Por supuesto, jamás supo que esta mujer no era mujer más que bajo su cuerpo, más que en sus brazos. Ella le ofrecía dinero. Él lo rehusaba. Ella le indicaba los lugares para robar y le aseguraba el máximo de seguridad, y después desaparecía para reaparecer de improviso una noche sin estrellas. Se hablaban poco. Mezclaban sus cuerpos y preservaban sus almas. Se cuenta que lucharon una noche porque, al hacer el amor, ella se puso encima después de haberle puesto boca abajo, y simulaba la sodomización. Indignado, él gritó de rabia, pero ella le dominaba con todas sus fuerzas, inmovilizándole, aplastando su cuerpo contra el suelo. Cuando él logró liberarse, se apoderó de su puñal pero ella fue más rápida, saltó sobre él, y le derribó. Al caer, el arma tocó su brazo. Él se puso a llorar, ella le arañó el rostro, le dio una patada en los cojones y se marchó. Se había acabado. Jamás volvió ella a verle, y el bandido herido se volvió loco, abandonó su gruta y se fue a merodear a la entrada de las mezquitas, enfermo de amor y de odio. Debió perderse entre la muchedumbre o ser tragado por un terremoto. En cuanto a nuestro jefe, murió joven sin estar enfermo, mientras dormía. Cuando le desnudaron para lavarle y cubrirle con la mortaja, se descubrió, con el asombro que imagináis, que era una mujer cuya belleza se mostró bruscamente como la esencia de esta verdad oculta, como el enigma que oscila entre las tinieblas y el exceso de luz».
Esta historia dio la vuelta al país y perduró. Nos llega hoy un poco transformada. ¿No es el destino de las historias que circulan y fluyen con el agua de las fuentes más altas? Viven más tiempo que los hombres y embellecen los días.
—Pero ¿qué ocurrió con nuestro protagonista después de la muerte de Fátima?, —exclamó una voz.
Él se puso triste, más triste que antes, pues toda su vida fue como una piel agrietada, a fuerza de sufrir mudas y hacerse máscara tras máscara. Se retiró a su habitación, delegó la dirección de los negocios a un hombre que era fiel a la familia, y se puso a escribir cosas confusas o ilegibles. Fue en ese momento cuando recibió de nuevo cartas del comunicante anónimo. Estas cartas están ahí, con la misma escritura, fina, adornada, secreta. Esta voz lejana, jamás nombrada, le ayudaba a vivir y a reflexionar sobre su condición. Mantenía con ese comunicante una relación íntima. Por fin podía hablar, ser en su verdad, vivir sin máscara, en libertad siquiera limitada y bajo vigilancia, con alegría, incluso interior y silenciosa. He aquí la carta que recibió después de la muerte de Fátima: «Jueves 8 de abril. Amigo, sé, siento, la herida que tenéis y conozco el duelo de vuestros días mucho antes de la muerte de esta pobre chica. Os habéis creído capaz de todas las crueldades, empezando por las que acuchillan vuestro cuerpo y ensombrecen vuestros días. Por orgullo o ambición, habéis convocado la desgracia hasta vuestra intimidad y habéis hecho de ello no un placer, sino un juego peligroso donde habéis perdido la piel de una de vuestras máscaras. Habéis querido esta unión no por piedad sino por venganza. Ahí habéis cometido un error y vuestra inteligencia se ha hundido en artimañas indignas de vuestra ambición. Permitidme exponeros con franqueza y amistad mi opinión: esta situación era demasiado dura para cualquiera, pero yo pensaba que no lo sería para Ud. La chica era una ahogada y había iniciado su caída desde hacía tiempo. Habéis llegado demasiado tarde. Ahora, ¿de qué os sirve aislaros en esa habitación donde estáis rodeado de libros y velas? ¿Por qué no bajáis a la calle, abandonando las máscaras y el miedo? Os digo esto y sé que sufrís. Yo que os conozco y os observo desde hace mucho tiempo, he aprendido a leer en vuestro corazón, y vuestra melancolía me afecta, pese a nuestra lejanía y a la imposibilidad de encontrarnos. ¿Qué vais a emprender ahora? Sabéis cuán injusta es nuestra sociedad con las mujeres, cuánto favorece nuestra religión al hombre, sabéis que, para vivir según su elección y sus deseos, hay que tener poder. Habéis tomado gusto a los privilegios y, quizá sin quererlo, habéis ignorado, despreciado a vuestras hermanas. Ellas os odian y esperan vuestra partida. Os ha faltado sentir amor y respeto por vuestra madre, una magnífica mujer que no ha hecho más que obedecer toda su vida. Ella no cesa de esperaros y espera vuestro retomo, retomo a su seno, retomo a su amor. Desde la muerte de su marido, la locura y el silencio la han devastado, y Ud. la ha olvidado. Ella muere por vuestro abandono, pierde el oído y la vista. Os espera.
»Yo también os espero, pero tengo más paciencia. Tengo en mí suficiente reserva de amor por Ud. y vuestro destino… ¡Hasta muy pronto, amigo!».
Esta carta le contrarió. Se sentía juzgado y severamente criticado. Estuvo tentado de interrumpir esta correspondencia, pero el deseo de comprender y explicar lo que ocurría en él dominó sobre el silencio y el orgullo.
«Sábado por la noche. Vuestra última carta me ha incomodado. He dudado largo tiempo antes de contestaros. Ahora bien, es preciso que de mi soledad seáis, más que el confidente, el testigo. Es mi elección y mi territorio. Habito en ella como una herida que se aloja en el cuerpo y rechaza toda cicatrización. Digo que habito pero, pensándolo bien, es la soledad, con sus espantos, sus silencios densos y sus vacíos invasores, quien me ha elegido como territorio, como morada grata donde la felicidad tiene el sabor de la muerte. Sé que debo vivir ahí sin esperar nada. El tiempo transforma y afirma esta obligación. Querría deciros que es una cuestión que va más allá de las nociones de deber o de los humores del alma. Comprenderéis esto un día, quizá, si nuestros rostros se encuentran.
»Desde que me he retirado a esta habitación, no ceso de avanzar por las arenas de un desierto donde no veo final, donde el horizonte es, como máximo, una línea azul, siempre móvil, y sueño con atravesar esta línea azul para marchar por una estepa sin propósito, sin pensar en lo que podría ocurrir… Camino para despojarme, para lavarme, para liberarme de una cuestión que me atormenta y de la que jamás hablo: el deseo. Estoy cansado de llevar en mi cuerpo insinuaciones sin poder ni rechazarlas ni hacerlas mías. Quedaré profundamente desconsolado, con un rostro que no es el mío, y un deseo que no puedo nombrar.
»Por último, querría deciros por qué me ha desanimado vuestra carta: vertís todo de golpe en la moral. Como sabéis, odio la psicología y todo lo que alimenta la culpabilidad. Yo pensaba que la fatalidad musulmana (¿existe?) nos ahorraría ese sentimiento mezquino, pequeño y maloliente. Si os escribo, si he aceptado mantener con Ud. un diálogo epistolar, no es para que se reproduzca la moral social. La grande, la inmensa prueba que vivo no tiene sentido más que fuera de esos pequeños esquemas psicológicos que pretenden saber y explicar por qué una mujer es una mujer y un hombre es un hombre. Sabed, amigo, que la familia, tal como existe en nuestro país, con el padre todopoderoso y las mujeres relegadas a lo doméstico, con una parcela de autoridad que les deja el varón, la familia, la repudio, la envuelvo en bruma y ya no la reconozco.
»Me detengo aquí, pues siento subir en mí la ira, y no puedo permitirme el lujo de hacer cohabitar en la misma herida la angustia que me hace vivir y la ira que desnaturaliza el fondo de mis pensamientos, el sentido de mi propósito, incluso si este propósito está extraviado en el desierto o en medio de la estepa. Os dejo ahora y vuelvo a mis lecturas. Quizá mañana abriré la ventana. Hasta muy pronto. ¡Amigo de la soledad!».
Amigos, cierro aquí el libro, abro mi corazón y llamo a la razón: en esta época de reclusión, no se le veía ya. Se había encerrado en la habitación de arriba y se comunicaba con el exterior mediante pequeñas notas, que a menudo eran ilegibles o extrañas. Su madre no sabía leer. Ella se negaba a entrar en ese juego y arrojaba las notas que le eran dirigidas. Él escribía raramente a sus hermanas, de las que tres no vivían ya en la gran casa. Se habían casado y raramente venían a ver a su madre sufriente. Ahmed reinaba incluso ausente e invisible. Se sentía su presencia en la casa y se la temía. Se hablaba en voz baja, por miedo a molestarle. Estaba allá arriba, no salía ya, y solo la vieja Malika, la criada que le había visto nacer, y por quien sentía un poco de ternura, tenía la posibilidad de empujar su puerta y ocuparse de él. Ella le traía de comer —llegaba a procurarle vino y kif a escondidas—, limpiaba su habitación y el pequeño cuarto de aseo adyacente. Cuando ella entraba, él se cubría totalmente con una sábana y se ponía sobre una silla en el minúsculo balcón que dominaba la ciudad vieja. Al salir, ella ocultaba en un saco las botellas de vino vacías y balbuceaba algunas plegarias como: «¡Que Alá nos proteja de la desgracia y de la locura!», o bien: «¡Qué Alá le lleve a la vida y a la luz!». Él cultivaba así el poder del ser invisible. Nadie entendía el sentido de este retiro. La madre, que podía sospechar su significado, estaba preocupada por su cuerpo enfermo y su razón vacilante. Él pasaba su tiempo afeitándose la barba y depilándose las piernas. Estaba a punto de esperar un cambio radical en el destino que se había dado más o menos. Para esto, necesitaba tiempo, mucho tiempo, como necesitaba que una mirada ajena se posase sobre su rostro y su cuerpo en mutación o en el retorno hacia el origen, hacia los derechos de la naturaleza. Pese a alguna irritación, seguía escribiéndose con ese amigo anónimo. Permitid, mis queridos compañeros, que abra yo de nuevo el libro y os lea: «Martes 13 de abril Nunca jamás, amigo, abordaré con Ud. los problemas referentes a vuestra familia. Si he faltado a la discreción, es por exceso de sentimientos que me atormentan y me turban. ¿Por qué haberme embarcado en esta correspondencia donde cada frase intercambiada no hace más que complicar nuestro laberinto, allí donde caminamos a tientas, con los ojos vendados, con peligro de no encontrarnos jamás?
»Soy y he sido siempre un ser intuitivo. Cuando me he encontrado sobre vuestras huellas, es ese sentimiento fuerte e indefinible el que me ha guiado. Os he observado de lejos y he sido alcanzado —físicamente— por las ondas que vuestro ser emite. Quizá no creáis en ese tipo de comunicación, pero he sabido inmediatamente que me trataba con una persona excepcional y que estaba desplazada fuera de su propio ser, fuera de su cuerpo. He experimentado, en el sentido físico, que no erais un hombre como los demás. Mi curiosidad se ha convertido en pasión. Mi intuición me oprimía, me empujaba siempre más lejos en mi búsqueda y mi acercamiento. He escrito muchas cartas que no os he enviado. Cada vez dudaba y me preguntaba con qué derecho os perseguía con mis preguntas y por qué ese encarnizamiento en dar a vuestro rostro la imagen y los rasgos del origen.
»Cómo habría podido yo abordaros de otro modo, pues lo que tenía que deciros no se dice en nuestra sociedad y, sobre todo, no públicamente. Estoy impaciente por conocer vuestra opinión sobre lo que acabo de confesaros. Nuestra correspondencia ha alcanzado ya un umbral de complicidad que nos compromete y pone en juego nuestro futuro.
»Para terminar, querría murmuraros al alba estos versos del poeta místico del siglo XIII, Ibn Al-Fárid:
Y si la noche te envuelve y te sumerge en su soledad
[esas moradas enciende de deseo en su negrura un Juego…
Vuestro».
(Continuará…)
