John Huston

Capítulo 30
Para mí, los animales y las escenas del Arca fueron la parte más gratificante y absorbente del rodaje de La Biblia. Sin embargo, mientras las rodábamos, estábamos siempre preparando otras secuencias, especialmente la Creación. Durante esos días yo tenía una respuesta preparada para cualquiera que me preguntara cómo iban las cosas: «No sé cómo se las apañó Dios. Yo lo estoy pasando fatal.»
Ensayamos varias soluciones para el principio de la película, la Creación propiamente dicha: la división de las aguas, el firmamento, la luz. Yo quería mostrarlo no como hechos aislados en el principio de los tiempos, sino como un proceso continuo y eterno. Cada mañana es una nueva creación, algo que sucede ahora y siempre.
Recluté las habilidades de Ernst Haas, cuyo trabajo yo conocía y admiraba desde los días de Bob Capa. Sus trabajos fotográficos más asombrosos eran los fenómenos naturales: olas oceánicas, rayos, formaciones rocosas; estudios de los elementos.
Haas nunca había manejado una cámara de cine, así que se sometió a un curso intensivo para aprender cómo se hacía. Luego, con un equipo de cuatro personas, se fue a remotas regiones del Norte y el Sur de América, a las islas Galápagos, a Islandia y a otros lugares. Las peregrinaciones de Haas deben haber costado un cuarto de millón de dólares; un proyecto muy costoso si se tiene en cuenta que sólo fueron utilizados en la película tres o cuatro minutos del material rodado. Pero nunca hubo una queja de Dino. Haas nos trajo a su vuelta escenas de aguas dejando la tierra seca; volcanes emergiendo del mar; lava convirtiéndose en montañas de las que se elevaba humo; flores, plantas y árboles surgiendo entre la niebla buscando el sol y, finalmente, aparecían los animales.
Nuestro primer problema con el jardín del Edén fue decidir qué versión del Paraíso utilizar, y qué aspecto deberían tener Adán y Eva. Para los nómadas africanos, por ejemplo, el paraíso es un oasis con albaricoques y agua fresca. Algunos pensaban que Adán y Eva deberían ser criaturas oscuras y primitivas, todavía no enteramente humanas. Finalmente, sin embargo, me decidí por seguir a los maestros del Renacimiento.
Michael Parks, un actor americano, interpretó a Adán. Era rubio y tenía una cara delicada pero, sin embargo, de algún modo primitiva. Una chica sueca, Ulla Bergryd, interpretó a Eva. Tenía un aspecto encantador, con una larga melena resplandeciente y una ingenuidad atractiva. Yo estaba de acuerdo con los pintores del siglo XV en presentar rubios a Adán y Eva.
Durante algún tiempo buscamos dónde emplazar el jardín del Edén, hasta que, finalmente, elegimos un lugar que estaba a una hora y media de camino en las afueras de Roma: las 50 hectáreas de jardines que rodeaban el palacio de verano del conde Odescalchi. Este sitio tenía árboles preciosos que no habían sido podados, praderas onduladas y apacibles y —cuando lo visité por primera vez— flores silvestres. Era encantador y di instrucciones para que la salvaje belleza de los jardines no fuera alterada. Las flores silvestres que entonces estaban abiertas se habrían marchitado para cuando estuviéramos preparados para rodar, pero le di instrucciones al jardinero para que buscara las semillas de las flores típicas de la estación y las sembrara a voleo. No había que tocar el césped natural bajo ningún concepto; era perfecto para el efecto que yo quería. Sombreándolo todo había magníficos árboles, viejos pero todavía poderosos y vibrantes.
Llegados a este punto tuve que salir de viaje por un período de seis semanas para localizar otros exteriores, ya que una vez empezada la película no debería haber retrasos en el rodaje entre secuencias. Rodar La Biblia fue como hacer cuatro películas separadas y diferentes, cada una de ellas con su propio conjunto de necesidades. Habría sido más fácil tratar cada una de las partes como una producción independiente, pero hacerlo así hubiera costado un cincuenta por ciento más; de este modo nos empeñamos en continuar ininterrumpidamente.
No conozco ningún pueblo que pueda compararse a los italianos en cuanto a capacidad innovadora. Como cineastas pueden hacer milagros creativos. Por la misma razón, pueden extraviarse más rápido y más lejos que cualquier otra gente que yo conozca. Cuando volví, dos semanas antes de empezar el rodaje, me enfrenté con una escena de indescriptible desolación en los jardines de Odescalchi.
Habían puesto un lago artificial. Para hacerlo, habían traído excavadoras y bulldozers, allanándolo todo en un radio de cien metros. El barro nos llegaba a la cintura. Donde la tierra era firme, el césped silvestre había sido reemplazado por cuadrados de césped verde cuidadosamente recortados y las líneas de las uniones todavía eran visibles; habían traído un cargamento de árboles jóvenes y los habían plantado porque pensaban que el jardín debería dar la imagen de una primavera eterna. En otros árboles habían colgado flores de papel y habían colocado una cerca metálica rodeando todo el lugar «para que los animales salvajes no pudieran escapar». Lo peor de todo fue que habían quitado toda la corteza a los preciosos árboles viejos para hacerlos más «dramáticos». Ahora los árboles se morirían seguramente. Cuando el conde Odescalchi vio esto, se enfureció, de lo que no pude culparle. Fue un milagro que no se liara a tiros con todos. Yo tampoco estaba muy alegre. Aquí estábamos, preparados para empezar a rodar en el jardín del Edén, y el jardín había sido demolido. Sólo pudimos hacer allí dos o tres planos. Con tan poco plazo no tuvimos más remedio que irnos a un pequeño jardín zoológico de Roma en lugar de este otro hermoso lugar lleno de árboles, claros y flores silvestres que ahora no era nada más que un recuerdo.
Varios artistas plásticos intervinieron en esta película, entre ellos Mirko, Fontana, el americano de origen ruso Eugene Berman y Corrado Cagli.
Nuestro árbol del conocimiento del bien y del mal fue cubierto de flores que no eran de este mundo, sino con un diseño que podía haberse encontrado en el jardín antes de la caída: inspiración de Cagli.
Hicimos una serie de ensayos antes de decidir cómo presentar a la serpiente. Probamos con una pitón de verdad; una imagen serpenteante grotescamente pintada; una serpiente con cabeza humana, como aparece en algunos pintores del quattrocento italiano; y luego descartamos todo esto en favor de una solución simple y sin complicaciones. Utilizamos a un bailarín que hacía movimientos de reptil entre las ramas del árbol. Todo lo que podía verse con claridad eran sus ojos. El cuerpo y la cara estaban cubiertos con un disfraz ajustado al cuerpo. Cuando Dios maldecía a la serpiente diciéndole que desde ese momento se arrastraría sobre su vientre, el bailarín caía al suelo, y una serpiente de verdad —una pitón— entraba en escena.
Mirko diseñó los decorados para Sodoma, un lugar oscuro y laberíntico donde sucedían cosas innombrables. Había niños, callejuelas y patios sombríos. Las figuras en los nichos eran bajorrelieves o personas. Si eran personas, no podías ver claramente lo que estaban haciendo, pero tenías la sensación de que era decadente, erótico y pecaminoso.
Además de su trabajo en el árbol y en otras escenas del jardín, Corrado diseñó la torre de Babel. Realmente, se hicieron dos partes de la torre: la base y el pináculo. La sólida base, construida en el solar trasero, tenía aproximadamente unos treinta metros de altura y una superficie de unos sesenta metros cuadrados. Se elevaba hacia el cielo piso tras piso, como un zigurat babilónico. Para rodar esta base truncada dando la impresión de que era completa, hicimos una «toma con cristal». Pintaron con una perspectiva perfecta la parte superior de la torre sobre un cristal completamente transparente. El cristal se colocaba luego delante de la cámara y se rodaba la escena; de este modo se veía a centenares de personas trabajando en la base de la torre con el pináculo elevándose muy alto sobre ellos. Todo casaba, incluso las sombras. Estas tomas con cristal engañan al ojo a la perfección.
El pináculo de la torre fue construido a las afueras de El Cairo en la cima de un precipicio que se elevaba cortado a pico unos seiscientos metros por encima del nivel del desierto. El pináculo sólo tenía unos pocos pisos de altura, pero fue diseñado de tal modo que cuando rodábamos desde arriba daba la impresión de que el precipicio era parte de la torre. Cuando rodamos desde abajo, en el desierto, sólo se mostraba el pináculo.
La creación de Adán fue, por supuesto, una parte de enorme importancia en la película. Discutimos y rechazamos una serie de posibles soluciones y por último decidí hacerlo en etapas. La idea era usar tres esculturas que fuesen adoptando progresivamente la forma de un hombre y, finalmente, Adán animado. La siguiente cuestión era: ¿quién haría las esculturas? En seguida pensé en Giacomo Manzu.
Conocí a Manzu dos años antes. Yo estaba de paso en Bérgamo camino de Venecia cuando me enteré de que era la ciudad en la que vivía Manzu, en una villa en la cima de una colina. Yo sabía que era un anacoreta, pero le escribí una nota diciéndole que si por casualidad tenía unos minutos disponibles, me gustaría conocerle, y se la envié con un mensajero. La respuesta que recibí fue: «¡Por favor, venga inmediatamente¡» Descubrí que Manzu era un hombre encantador y un anfitrión maravilloso. Me enseñó sus esculturas en el jardín y bebimos buen vino. Llegué antes del mediodía y se hizo de noche antes de irme. Fue una de esas amistades a primera vista.
Dino dio inmediatamente su conformidad a mi sugerencia sobre Manzu, y se propuso pagarle generosamente por sus servicios. Pero tenía dudas de que Manzu accediera a hacerlo. Yo también. Manzu había estado trabajando durante algún tiempo en las puertas de bronce para San Pedro, el primer añadido a la estructura de la basílica en más de doscientos años. Esta tarea lo absorbía completamente. Llevaba dos años sin hacer ninguna exposición y no se encontraba a la venta ninguna obra suya. Así que había pocas esperanzas de que lo reclutara. Me sorprendió cuando me respondió:
—De acuerdo, John.
Pero Manzu puso dos condiciones. Las esculturas serían en honor de nuestra amistad; no aceptaría ningún dinero. Y sólo podrían ser usadas para las pocas secuencias de la Creación y luego se destruirían. No se haría ningún molde de ellas.
Yo estaba anonadado por su generosidad y protesté, pero se mantuvo firme. Más tarde Dino le pidió a Manzu que le permitiera pagarle por su trabajo.
—Muy bien, Dino. Dame cien liras.
Manzu, adivinando que Dino nunca llevaba dinero suelto en los bolsillos, estaba gastándole una broma a su rico amigo. Por descontado, Dino buscó en sus bolsillos, pero no pudo sacar nada más que billetes grandes, y luego dándole la vuelta a los bolsillos, hizo una mueca y se encogió de hombros. Manzu decidió hacer las esculturas en el lugar en el que íbamos a rodar. Fuimos juntos a inspeccionar el sitio y mandamos montar tiendas de campaña. El terreno estaba pelado. Manzu se agachó y excavó en la tierra con sus manos. Examinó la muestra con un deleite casi infantil y subrayó que la tierra era una arcilla excelente. Haría sus esculturas con esta tierra.
Mezcló él mismo la arcilla y empezó las esculturas. Las terminó en tres días. La primera era poco más que un montón de tierra, una figura abstracta; la segunda tenía las proporciones de un hombre y sugería la forma, y la tercera era un hombre casi acabado. Empezaba a trabajar cada día por la mañana temprano y continuaba hasta bien entrada la noche. Fue maravilloso ser testigo de este acto de inspiración. A medida que terminaba cada figura, la colocaba bajo sábanas mojadas para mantenerlas húmedas. La razón de trabajar con tanto ardor era el poder terminar la última pieza antes de que la primera empezara a secarse y se resquebrajara.
Empezaríamos a rodar desde una cierta altura y con la dolly iríamos descendiendo hacia la primera figura. Entonces las máquinas de producir viento empezarían a funcionar lentamente; una pequeña espiral de polvo iría rodeando a la figura, y cuando las máquinas de viento alcanzaran la máxima potencia, la cortina de polvo que se creaba de esta forma sería fotografiada a muy alta velocidad para que diera la impresión de estar suspendida en el aire, casi inmóvil. Entonces se cambiarían las figuras. Cuando estuviera preparada, el polvo iría disminuyendo y la cámara fotografiaría a la segunda figura; luego el viento soplaría otra vez y la pantalla volvería a cubrirse con el polvo. En el intervalo entre cada cambio, el polvo dorado llenaría la pantalla como si fuera el aliento de Dios. El último plano de la Creación del primer hombre iba a ser cuando él se levantara lentamente y extendiera su mano hacia la cámara, como si fuera hacia Dios.
Lo dispusimos todo y empezamos a rodar, y que me condene si la cámara no se estropeó antes de sesenta segundos. No había repuesto en la zona para la pieza que se había roto y tuvimos que pedirla a Londres. Perdimos un par de días para localizarla y para cuando nos enteramos de que venía camino de Roma, las figuras habían empezado a resquebrajarse ligeramente. Cundió el pánico. Inmediatamente después de recibir la pieza empezamos a rodar de nuevo. Yo veía que el sol se iba poniendo y rezaba. Para cuando terminamos el último plano las figuras estaban resquebrajadas pero todavía conservaban la forma. A la mañana siguiente se habían desmoronado completamente. ¡Pero lo habíamos conseguido! La secuencia resultó ser en todo tan buena como yo esperaba que lo fuera.
Traje a Manzu para que viera la Creación de Adán, y quedó encantado. La transición de una figura a la otra era muy buena. Cuando le conté lo cerca que habíamos estado del desastre, simplemente me respondió:
—¿Por qué estabas tan preocupado, John? Yo habría venido y las habría hecho otra vez. ¡Sólo habrías tenido que decírmelo!
Egipto fue una experiencia que me gustaría olvidar. El Gobierno nos había asegurado que recibiríamos ayuda y cooperación. Nada más lejos de la realidad. Por ejemplo, nos habían proporcionado una tropa de soldados bajo el mando de un coronel del ejército para representar a los trabajadores que construían la torre en los tiempos bíblicos. Íbamos a rodar, desde lo alto de la torre, el valle donde se suponía que estaban transportando piedras y otros materiales de construcción en grandes trineos. Era un día caluroso. Justamente cuando estábamos preparados para realizar la primera toma, los soldados se cansaron de lo que estaban haciendo y decidieron volverse a sus barracones. El coronel fue incapaz de detenerlos. Miré a mi alrededor buscándolo, y lo encontré a cuatro patas de cara a la Meca.
Espero que el rostro de la burocracia haya cambiado en El Cairo desde que estuvimos allí, pero en aquella época tenía una fisonomía muy peculiar. En su mayoría, los egipcios de elevada posición estaban hechos a la imagen y semejanza de Farouk: gordos, carnosos, cetrinos, con bigotes grandes y puntiagudos y con ojos bonitos pero demasiado juntos.
En El Cairo ibas tomando cada día más conciencia de la represión. Las mejores habitaciones de los hoteles estaban vigiladas; había agentes situados en los vestíbulos de los mejores hoteles para ver quiénes eran los egipcios que se entrevistaban con los huéspedes extranjeros; los taxistas informaban a la policía de las conversaciones de sus pasajeros. Las clases altas habían sido por lo general «nacionalizadas» o «secuestradas», lo cual quería decir que habían sido despojadas de la mayoría de sus bienes, obras de arte y cuentas bancarias: sus locales comerciales y en muchos casos sus propios hogares les habían sido confiscados y convertidos en oficinas gubernamentales. Sólo a unos pocos se les permitía salir del país. La corrupción se extendía desenfrenadamente, y el control ejercido por los burócratas del Gobierno era completo.
Los burócratas que, bajo el control del Gobierno, estaban a cargo de la Dirección General de Cinematografía de Egipto sacaron una buena tajada de nuestros bolsillos para ellos mismos. Por ejemplo, nos habían prometido 6.000 extras para «la batalla de Sheva». Fui a los exteriores antes de que amaneciera y vi la llegada de los extras en autobuses y camiones, hacinados como si fueran ganado. Cuando se apearon había bastantes menos que los 6.000 prometidos, pero afortunadamente todavía era una gran multitud. Pregunté cómo se las habían arreglado para reunir a tanta gente —de dónde habían salido—, y me dijeron que los habían reclutado a voleo en los barrios y en las calles de El Cairo. Como si fuera para trabajos forzados. Cuando salió el sol, el cielo se puso incandescente por el calor, y la gente empezó a pedir agua. Finalmente llegó el camión del agua: un solo camión —con un sólo grifo— para miles de personas. Fui a protestar a los egipcios y les dije:
—Por amor de Dios, ¿qué organización es ésta? ¡Traigan más agua inmediatamente!
Luego llegó el «camión de la comida», y descubrí que sólo traía un pequeño trozo de pan para cada extra. Cuando pregunté por esto, me dijeron que «esta gente» no esperaba nada más. «Esa gente», sin embargo, tenía otras ideas.
Estábamos preparando el rodaje de una escena en lo alto de una colina con miles de los extras reclutados temporalmente —armados con lanzas de punta de goma— atacando a los «soldados de Abraham» que estaban en los cerros. Estos soldados formaban un grupo de unos setenta hombres. Eran los que habían sido proporcionados por la Dirección de Cinematografía, favoritos de la «compañía» seleccionados de entre el plantel de extras profesionales. Sus lanzas no tenían las puntas de goma; las suyas tenían la punta de acero afilada, porque ellos tenían que pasar corriendo por delante de la cámara. Un grupo de «hombres de la compañía», montados a caballo, tenían el encargo de mantener a raya a la multitud que estaba abajo.
El primer indicio de que había problemas fue cuando vi, a lo lejos, que uno de los hombres a caballo hostigaba a la gente con su fusta. Fue desmontado a empujones de su caballo, golpeado y dejado inconsciente en el suelo. Empezaron a ocurrir cosas parecidas. El resto de los jinetes se apiñaron. La multitud fue a por ellos con un rugido y tuvieron que salir de allí corriendo. Luego la chusma se volvió hacia nosotros y empezó a subir la colina. El suelo estaba cubierto de piedras, empezaron a cogerlas y a lanzárnoslas. Me puse a andar hacia ellos. Las piedras volaban en todas direcciones. Al echar una ojeada a mi izquierda, vi a los «soldados de Abraham» que venían a la carga colina abajo para presentar batalla. ¡No podía creerlo! Podían haber matado a unos pocos con sus lanzas metálicas, pero ellos, a su vez, habrían terminado despedazados. Levanté los brazos y les grité que se detuvieran. Porque yo era el director y ellos acataban las órdenes del director —y no por ninguna otra razón— se pararon, y les mandé que volvieran a la cima de la colina. En esto, la multitud había perdido ímpetu y, aunque todavía se lanzaron algunas piedras más, algunas de las cuales pasaron rozando la cámara, las cosas se calmaron. El tumulto se había serenado. Cuando estábamos recogiendo, alguien que había estado abajo entre la gente y que sabía árabe nos dijo que los extras no estaban enfadados con nosotros. No eran los extranjeros quienes provocaban los problemas sino los jefes egipcios. El gentío iba a por ellos.
Habíamos cargado nuestros equipos en los coches y empezábamos a irnos, cuando la chusma inmovilizó los vehículos, buscando a los egipcios responsables de la debacle. Nunca los encontraron. Esos hijos de puta hacía tiempo que habían desaparecido para ponerse a buen resguardo. Les habíamos pagado dos libras egipcias (5,60 dólares) por extra y día y descubrimos que, además de estar desabastecidos de comida y aguas, ¡los extras sólo habían cobrado veinte centavos al día!
Mientras estuvimos en El Cairo, Gladys hizo amistad con una familia de la aristocracia de la época de Farouk, cuyos bienes habían sido confiscados, y su experiencia con ellos merece una mención.
Tenían todavía un piso grande y bien amueblado, y un día fui allí con Gladys. De los pocos tesoros artísticos que conservaban, el más importante era una talla en madera de un escriba de pie, perteneciente a la decimoctava dinastía. Vivían en constante temor de que esta pieza y algunos otros objetos valiosos fueran requisados por el Gobierno.
Gladys iba a volver a Roma antes que yo, y me quedé horrorizado cuando me dijo que iba a sacar la escultura de madera del país. Su valor estimado estaba en unos 75.000 dólares. La misión de Gladys era hacerla llegar a alguien en Suiza, donde sería vendida para pagar la educación de un nieto. Aunque yo tenía una gran confianza en la capacidad de Gladys como contrabandista, me opuse enérgicamente a esta aventura. El castigo en caso de que la pillaran era demasiado grande. Pero ella me aseguró que el camino había sido allanado. Un miembro de la embajada italiana la acompañaría al aeropuerto y la ayudaría a pasar la aduana. No abrirían su equipaje. Sería como si gozara de inmunidad diplomática.
Por desgracia, la noche antes de que se fuera de El Cairo, sucedió un incidente en el aeropuerto de Roma que enfrió las relaciones entre Italia y Egipto. Un baúl que transportaba bajo inmunidad diplomática la legación egipcia emitía ruidos sospechosos. En una inspección más detenida, empezó a gemir y a llorar, ante lo cual los egipcios que lo acompañaban huyeron. El baúl fue abierto, y se descubrió que había un hombre en su interior, atado a una silla. La investigación reveló que era un agente doble que devolvían a Egipto para «interrogarlo». Esto tuvo unos efectos tan graves en las relaciones entre Egipto e Italia, que el hombre de la embajada italiana designado para ayudar a Gladys a pasar la aduana no le sirvió de nada. A todos los efectos él mismo era persona non grata.
Gladys tenía varias maletas, pero el inspector de aduana, como por instinto, señaló la maleta que contenía la figura y dijo:
—Ábrala.
El hombre de la embajada italiana se puso verde. Gladys abrió la maleta, y el inspector cogió la figura y empezó a desenvolverla, dejando al descubierto una pierna de madera. El italiano desapareció.
—¿Qué es esto? —preguntó el inspector.
—Lo traje de Roma y ahora me lo vuelvo a llevar —dijo Gladys.
Con toda la razón del mundo, la señorita Hill en ese momento debería haber sido encadenada y encarcelada. Pero por algún motivo inexplicable, el inspector cerró de golpe la maleta y la dejó pasar.
La figura, como luego supe, no era auténtica. Pero esto, como también supe luego, no tenía mayor importancia. Lo que yo no sabía hasta que llegué a Roma era que, además de la estatua, Gladys había sacado de contrabando las joyas de la familia… ¡en su bolso! Este era el objetivo real, ¡valoradas en unos 500.000 dólares! Las depositó en un banco suizo para sus amigos. Si le hubieran pedido que abriera su bolso para inspeccionarlo, indudablemente se habría pasado el resto de su vida en una mazmorra egipcia. Todavía se me ponen los pelos de punta cuando me acuerdo. Por supuesto, Gladys hizo esto sin pensar en ninguna gratificación económica: tampoco se la ofrecieron. La familia sabía que Gladys se habría sentido ofendida.
Una de las mejores secuencias de La Biblia, para mí, nunca ha sido realmente valorada por los críticos. Es aquella en la que tres ángeles se le aparecen a Abraham y le revelan que Sarah —ya anciana— va a tener un hijo. La risa de Sarah cuando se entera de esta predicción fue hecha maravillosamente por Ava Gardner. Peter O’Toole interpretó a los tres ángeles, porque ¿qué aspecto pueden tener los ángeles sino el mismo? Haber tenido tres individuos diferentes habría sido desconcertante para mí, sería como antropomorfizar la especie angelical, por decirlo de algún modo. Y, finalmente, George C. Scott estuvo espléndido como Abraham regateando con Dios en un esfuerzo para salvar a la ciudad de Sodoma y a sus habitantes. No tengo buena opinión de Scott como persona, pero mi admiración por él como actor está fuera de toda duda. Christopher Fry había proporcionado a Ava, Peter y Scott unos diálogos estupendos y todas las interpretaciones fueron magníficas. Esta escena fue rodada en las montañas de Abruzzi en Italia, después de que volviéramos de Egipto.
Scott se enamoró de Ava. Tenía unos celos de locura, era extremadamente exigente con las atenciones y el tiempo de Ava, y se ponía violento cuando las cosas no iban bien. Su misma intensidad enfriaba a Ava, y muy pronto empezó a rehuirle. Scott era un extremista con la bebida, o todo o nada, y en esa época estaba en el todo. Aunque este hecho no interfería directamente en el rodaje, en ocasiones nos hacía la vida bastante difícil.
Mientras estábamos rodando en los montes Abruzzi todo el equipo se alojaba en un pequeño hotel de Avezzano. Una noche Scott estaba en el bar muy borracho y amenazó físicamente a Ava cuando ella entró. En el proceso de intentar calmarlo antes de que lastimara a alguien, yo me subí a su espalda. Es muy fuerte, y me llevó encima dando vueltas por toda la habitación, golpeándose contra las cosas. Él no podía ver dónde iba porque yo le rodeaba la cabeza con mis brazos. Convencieron a Ava para que se fuera y finalmente conseguimos calmarlo.
Tiempo después, cuando estaba montando la película en Roma, oí que Scott había entrado por la fuerza en la suite de Ava en el hotel Savoy, y había armado un escándalo. Cuando ella volvió a los Estados Unidos, creo que Frank Sinatra encargó a dos de sus muchachos que la protegieran. Ava y Frank se tienen mutuamente un gran afecto, y cuando ella tiene problemas, siempre recurre a él.
Yo no conozco bien a Frank, pero le admiro. Mantiene su postura y defiende a sus amigos, incluidas sus ex esposas. Respeto mucho esta clase de lealtad.
La Biblia fue la película más extensa que he acometido nunca. La Biblia es, por supuesto, un nombre inadecuado. En realidad sólo rodamos la mitad del libro del Génesis, la película terminaba con la historia de Abraham. Y aunque al título se le añadió el subtítulo En el principio, la película fue llamada popularmente La Biblia. Esto era lo que Dino quería. Él tenía en la cabeza hacer la Biblia completa, desde el Génesis hasta la Revelación. Si se hubiera salido con la suya, a estas alturas estaríamos con la historia de Ruth y Boaz.
Durante el rodaje todos los entrevistadores, casi sin excepción, me preguntaban si yo creía en la Biblia de forma literal. Normalmente yo respondía que el Génesis representaba una transición desde el mito, —cuando el hombre, enfrentado con la creación y otros misterios profundos, inventaba explicaciones para lo inexplicable—, a la leyenda, cuando atribuía a sus gobernantes cualidades heroicas de liderazgo, valor y sabiduría; y a la historia, cuando, habiendo emergido desde el mito y la leyenda, relatos de proezas reales y hechos del pasado iban pasando de padres a hijos antes de la palabra escrita.
La siguiente pregunta era invariablemente: ¿Cree en Dios? Mi respuesta era más o menos la siguiente: en el principio, Dios estaba enamorado de la humanidad y por consiguiente celoso. Siempre estaba pidiendo a los hombres que demostraran su amor por Él: por ejemplo, viendo si Abraham cortaría la garganta de su hijo. Pero luego, con el paso de los eones, su ardor se enfrió y asumió un nuevo papel, el de deidad benefactora. Todo lo que un pecador tenía que hacer era confesar sus pecados y decir que estaba arrepentido y Dios le perdonaba. El fondo del asunto era que Él había perdido el interés. Éste fue el segundo paso. Ahora da la impresión de que se ha olvidado de nosotros completamente. Él está ocupado, quizá, con la vida de cualquier otro sitio del universo, en otro planeta. Parece como si en lo que a Él concierne nosotros hubiéramos dejado de existir. Quizá sea así.
La verdad es que no profeso ninguna creencia en un sentido ortodoxo. Me parece que el misterio de la vida es demasiado grande, demasiado amplio, demasiado profundo, para hacer otra cosa que preguntarse sobre él. Cualquier cosa más allá sería, en lo que a mí respecta, una impertinencia.
(Continuará…)
