John Huston

Capítulo 29
Siempre he pensado que yo tengo mejor mano con los animales que la mayoría de la gente. Quizá esta gran seguridad me permite hacer cosas con los animales que otras personas con menos confianza no pueden hacer. Mi madre tenía esta misma capacidad y seguridad. Cuando Dorothy y yo vivíamos en la calle Lafayette de Nueva York durante los años veinte, mi madre me regaló un monito capuchino. Me dijeron que si el mono mordía o se comportaba mal tenía que darle un golpecito en la nariz con el dedo. Un día me mordió, y yo le di en la nariz. Le golpeé demasiado fuerte y empezó a sangrar. Se llevó la mano a la nariz, vio la sangre en ella y empezó a llorar. En ese momento decidí que nunca más volvería a castigarlo de esa forma. No volví a hacerlo, y él nunca volvió a morderme.
El mono se hizo más que manso. Era tan confiado que juro que me habría dejado hacerle una operación de cirugía sin protestar. Él sabía que cualquier cosa que yo le hiciera era por su propio bien. Cuando se vio a sí mismo reflejado en un espejo por primera vez, tocó su imagen y empezó a hablarle. Luego la besó. Cuando yo le compraba un juguete, siempre iba corriendo al espejo a enseñárselo al otro mono, y el otro tenía el mismo juguete. Se daba la vuelta frente al espejo, intentando coger desprevenido al otro mono. Una vez le compré un ratón de juguete que andaba por la habitación y se excitó tanto que tuvo una erección. Su pequeño pene erecto se interponía entre él y el juguete, y él le daba manotazos, sin dejar de observar el juguete.
El mono tenía manías, períodos durante los cuales se dedicaba por completo a una única actividad. Mi madre estaba un día cosiendo, y él mostró un gran interés. Ella dejó la labor a un lado y salió de la habitación un momento, y cuando volvió, el mono estaba metiendo y sacando la aguja por toda la tela. Después de esto nada que pudiera ser atravesado con una aguja escapaba a su atención: vestidos, cortinas, incluso periódicos. Esto le duró algunas semanas.
Su período artístico le llegó cuando un día me vio dibujando. Seguía las líneas con un dedo a medida que yo las dibujaba. Luego empezó a dibujar él. Con una mano agarraba el lápiz y dibujaba una línea mientras que con el índice de la otra mano iba siguiéndola. La mayor parte del tiempo se lo pasaba subido a mi espalda. Un día estaba ahí sentado mientras yo iba pasando las páginas de un libro que tenía fotos de animales, y cuando vio un primer plano de la cabeza de una cría de mono, se puso muy nervioso. Se bajó de un salto y se puso a buscar detrás del libro, para encontrar al otro mono. Luego besó la foto. Aprendió a hojear el libro hasta que encontraba la foto; la página está sucia a causa de sus besos. Para él dar besos quería decir amistad. Cuando venían extraños a casa, yo les decía que tiraran un beso, y el mono se acercaba a ellos. Si no lo hacían, él permanecía alejado.
Cuando mi madre se fue a Europa nos dejó a Dorothy y a mí su perro pekinés. El mono y el pekinés se hicieron buenos amigos. Yo solía llevarlos juntos de paseo, y el mono siempre iba subido a lomos del pekinés. Durante los meses de invierno, le ponía al mono un pequeño jersey y dábamos largos paseos por la nieve.
Un día un gran perro negro apareció en la esquina de la calle. El pekinés y el mono iban por delante de mí, y el pekinés le dijo al mono —en cualquiera que sea el lenguaje que usaban para comunicarse— «¡súbete al alféizar de esa ventana y espérame mientras me ocupo de ese gran hijo de puta!». Esa fue la única vez que vi al mono dejar el lomo del pekinés, pero hizo lo que le dijo: saltó a la ventana y esperó allí sentado retorciéndose las manos, mientras el pequeño pekinés iba a por el enorme perro. Llegué allí a tiempo de salvarle la vida al pekinés.
El mono acostumbraba a sentarse sobre mi pecho y pasaba su dedo sobre mis párpados. Este delicado dedito recorría el borde del párpado, sólo rozándolo, y luego se movía a lo largo de mis orejas y de mi nariz. Una vez metió la mano dentro de mi camisa y sintió que había pelo. Hizo un nuevo sonido, un profundo «¡Juu! ¡Juu!». Desde ese momento yo fui el gran mono. Había cruzado el puente y yo era ahora verdaderamente su padre.
Cuando Dorothy y yo nos trasladamos a California en 1930, dejamos al mono con mi abuela en Indiana hasta el momento en que estuviéramos instalados. No sé exactamente cómo sucedió, pero el mono se cayó de un árbol y se ahorcó accidentalmente. Sospecho que le había puesto un collar en el cuello atado a una cadena. Cuando lo supe, me dije que nunca volvería a tener otro mono, pero al poco tiempo no pude resistirlo y me hice con otro capuchino. No debería haberlo hecho, porque éste no llegaba ni por asomo a la altura de su predecesor. Lo intenté un par de veces más, con los mismos resultados. La diferencia entre los distintos individuos animales es por lo menos tan grande como la diferencia entre las personas.
Cuando digo que quiero y comprendo a los animales, eso incluye también a las serpientes y los pájaros, a todas las especies…, exceptuando a los loros. Los loros son sin lugar a duda las mismísimas criaturas del demonio. Un loro tiene, como Adán y Eva después de comer la manzana, el conocimiento del bien y del mal. La cobra y el tigre actúan obedeciendo las leyes de la naturaleza y, por lo tanto, están libres de toda culpa. No así el loro, que actúa movido por una pura y perpetua malicia. Ha habido dos loros en mi vida, el de mi madre y el de mi abuela.
Mi abuela tenía un loro desde hace tanto tiempo como yo puedo recordar. Supongo que sus padres ya lo tenían antes de que lo tuviera ella, porque los loros viven eternamente, por lo menos nadie ha oído nunca que un loro se muriera de viejo, creo. Hice todo lo que me fue posible para que ese endemoniado pájaro se encariñara conmigo, pero él no quería saber nada de mí. Me odiaba cuando era un crío; me odiaba cuando fui adolescente, y me odiaba cuando me hice un hombre hecho y derecho. Años más tarde, la abuela le dejó el loro a una de sus sobrinas y, por lo que sé, todavía anda por ahí. Pero el loro de la abuela era apacible en comparación con el de mi madre. El de la abuela sólo me hacía rasguños en la mano cuando yo me acercaba a rascarle la cabeza. El pájaro de mi madre me mordía el dedo hasta el hueso, y luego picoteaba buscando la médula.
He observado que los loros perciben claramente la diferencia de sexo: a ellos les gustan los hombres o las mujeres, pero nunca ambos. A este loro le gustaban las mujeres. Si un hombre se aproximaba a su jaula, encogía el cuello, apretaba las plumas y adoptaba una apariencia de reptil. Pero si era una mujer, siempre ahuecaba las plumas y se hinchaba. Le encantaba que una mujer lo acariciara. Un día decidí intentar engañar al loro haciéndole creer que yo era una mujer. Mi madre había estado en un baile de disfraces. Había una peluca en su tocador. Me puse la peluca, me empolvé la cara, enfundé las manos en unos guantes blancos de cabritilla de mi madre forzándolos hasta donde dieron de sí y acabé rociándome con el perfume de mi madre. Me acerqué a la jaula del loro, hablando en falsete. El loro ahuecó sus plumas. Metí la mano en la jaula y el loro se puso a arrullar. De repente irguió la cabeza, me miró directamente a los ojos y luego empezó a destrozar mi dedo.
Dije que los loros parecen amar u odiar a los varones o a las hembras, pero debo especificar esto. Una vez en París un anticuario me llevó a su apartamento para ver algunas piezas selectas. Cuando entramos, observé que había un loro en una jaula. El hombre se dirigió a la jaula para sacar al pájaro, e inmediatamente el loro empezó a emitir esos dulces y arrulladores sonidos que suelen hacer cuando se sienten cariñosos. Cuando me acercaba al pájaro, el hombre me dijo: «¡Cuidado, le picará!» Me sorprendió, porque esto contradecía mi teoría acerca de que los loros se sienten atraídos por un solo sexo. Le comenté esto al comerciante, y él sonrió. «Y también por los pederastas.»
Mi madre estaba viviendo en California cuando ocurrió un crimen particularmente horrible. Consistió en el rapto de la hijita de un banquero para pedir un rescate. Finalmente, la niña fue asesinada y abandonada en el jardín de un vecino; sus ojos, por alguna razón diabólica, estaban abiertos sujetos con alambres. Era aterrador desde todos los puntos de vista. La policía sabía que el asesino había sido un empleado del banco, y se lanzaron a la que probablemente fue la mayor cacería humana en toda la historia de California. El miserable fue capturado y confesó su crimen.
Poco después de la detención, la madre del asesino vino a California desde la ciudad de Kansas. Mi madre leyó en el periódico que estaba desamparada, así que decidió que la mujer se alojara en su apartamento de Beverly Hills durante el juicio de su hijo. La mujer estaba en un estado lastimoso, destrozada por la pena. Mi madre se vino a vivir conmigo a la playa, y dejó al loro en el apartamento. La mujer llevaba allí aproximadamente una semana cuando mi madre me pidió que me pasara para revisar la despensa y ver si había algo que pudiera hacer por ella.
No hubo respuesta a mi llamada, así que entré. Unos sonidos de llantos y sollozos que te llegaban al alma provenían del dormitorio. Dudé, creyendo que era la mujer, pero luego me pareció que había algo extraño en el llanto. Descubrí que era el loro sollozando. Y no era tanto una imitación del llanto de la mujer como una burla maliciosa de su angustia.
Un día, en Calabasas, en el valle de San Fernando, donde yo tenía un rancho de unas treinta hectáreas para la cría de caballos, estaba en el campo cuando vi un ligero movimiento en la hierba. Miré de cerca y descubrí una diminuta y desnuda cría de colibrí, más pequeña que la uña de mi dedo. Sin duda se había caído del nido. La recogí y le hice una casita en una caja de cerillas. Luego mezclé néctar, lo puse en un cuentagotas y toqué con la punta en el pico de esta cosita. Enseguida empezó a sorber. Puse el pájaro en el cuarto de baño, en un estante del armarito de las medicinas abierto. Creció y le salieron las plumas, y finalmente voló, manteniéndose en el aire, con las alas como un borrón, y bebiendo del cuentagotas.
Después de dos meses ya estaba desarrollado del todo, un colibrí con una iridiscencia preciosa. Parecía estar fuerte y bastante capacitado para cuidar de sí mismo, así que lo saqué fuera y dejé que se marchara. Voló en círculos y desapareció. Entré en el granero para revisar las provisiones y cuando volví a salir, vi un ligero movimiento en la hoja de un árbol sobre mí. Estiré un dedo, ¡y el colibrí descendió inmediatamente y se posó en él! Lo volví a llevar a la caja de cerillas que era su hogar —dentro de la cual todavía cabía— y allí vivió durante otra semana. Luego lo saqué fuera y una vez más lo dejé marchar. Salió disparado, y nunca más volví a verlo.
De animales de compañía pasé a bestias en gran escala durante la producción de La Biblia. Estábamos rodando en continuidad El Génesis: En el principio, y aunque para la secuencia del Arca faltaban todavía algunos meses, estábamos preparando el terreno, construyendo el decorado y comprando los animales. Los iban trayendo a Roma en avión desde Trípoli, Egipto, África y Alemania Occidental y los acomodaban en un solar trasero del estudio de Dino De Laurentiis. Todas las mañanas antes de empezar a trabajar, iba a visitar a los animales.
A una de las elefantas, Candy, le encantaba que le rascaran en la tripa detrás de las patas delanteras. Yo le rascaba y ella se iba inclinando más y más hacia mí hasta que resultaba casi peligroso porque podía caerse encima de mí. Una vez empecé a alejarme de ella, y ella me alcanzó, agarró mi muñeca con su trompa y me hizo que volviera a su lado. Fue una orden: «¡No pares!» Utilicé esta anécdota en la película. Noé rasca la tripa del elefante y se aleja, y el elefante lo agarra para que vuelva una y otra vez.
Había también un hipopótamo llamado Beppo. Yo lo alimentaba todos los días con un cubo de leche, y llegó un día en el que Beppo abría la boca en cuanto oía que me acercaba. Si no dejaba correr la leche por su garganta inmediatamente, permanecía allí parado con la boca completamente abierta, esperando pacientemente. Yo ponía el cubo en el suelo y daba vueltas a su alrededor acariciándolo, y Beppo no cerraba la boca. Un día metí mi mano en su boca y acaricié sus rosadas mandíbulas. Permaneció con la boca abierta, mostrando sus dientes enormes.
Dos jirafas africanas nos llegaron en estado salvaje. Directamente las pusimos aisladas en un corral con una empalizada alta, acolchada interiormente para que no se lastimaran ellas mismas. Después de algunos días empecé a visitarlas todas las mañanas, y gradualmente perdieron el miedo que me tenían. Luego puse azúcar en polvo en la parte superior del parapeto del corral y después puse terrones de azúcar. Les encantaban, y finalmente acabaron cogiéndolos de mi mano. Había una rampa en la parte exterior del corral, y yo andaba sobre ella y me ponía a la altura de sus cabezas; se hicieron tan atrevidas como para cortarme el paso con sus largos cuellos. Luego buscaban el azúcar dentro de mis bolsillos. Sólo cuando encontraban los terrones levantaban los cuellos y me permitían pasar.
Había un cuervo que me servía como perro guardián de mi remolque. Si cualquier hombre entraba en mi remolque, excepto yo, el cuervo se echaba a volar y lo atacaba al nivel de los ojos. Este pájaro también hacía distinción de sexos, y si era una mujer quien entraba, se posaba en el suelo y se lanzaba a sus tobillos. Gladys nunca entraba en el remolque a menos que yo estuviera allí. Yo lo llamaba, «¡Cuervo!», y el pájaro volaba hacia mí y se posaba en mi brazo. También utilizamos esto en la secuencia del Arca, además del truco de buscar en la boca de Beppo, y el juego de las jirafas de cortar el paso a Noé.
Un pájaro con el pico en forma de hacha que podía reducir a astillas un tablón, hacía una danza ritual cada mañana cuando yo me acercaba. Cogía mi mano con su pico siempre muy suavemente, trepaba a mi muñeca y empezaba a bailar. Un bendito en comparación con nuestro amigo el loro.
Le propuse a Charlie Chaplin que interpretara a Noé. Estuvo tentado y jugueteó con la idea durante algunas semanas. Yo pensaba que lo tendríamos, pero finalmente dijo que no; él no podía concebir el estar en una película de otra persona. Luego recurrí a Alec Guinness. Había un problema de fechas y lo perdimos. Como actores, estos dos hombres eran ideales para el papel de Noé: cualquiera de ellos habría hecho una interpretación magnífica.
Pero a medida que pasaban las semanas, empecé a darme cuenta de lo importante que era que Noé estuviera familiarizado con los animales; conocerlos era tan importante como la capacidad de un actor para interpretar el papel. Así que decidí hacerlo yo mismo.
Teníamos dos decorados principales para el Arca de Noé, uno en el solar trasero y otro en el plató: el «exterior» y el «interior». El «interior» del Arca, en el plató, tenía tres pisos de altura. Una rampa conducía desde el suelo hasta arriba; al empezar a subir, uno pasaba por las jaulas de las jirafas, y luego por galerías superpuestas y establos compartimentados de distintos tamaños. Los animales más pesados estaban en el piso inferior; los de tamaño medio en el primer piso, donde también vivían Noé y su familia, y los animales más pequeños y los pájaros en el piso más alto. El Arca era lo suficientemente espaciosa como para que los pájaros pudieran volar en su interior, así que siempre estaban revoloteando sobre nosotros. Las jaulas para los animales grandes fueron construidas con una abertura de unos sesenta centímetros en la parte de abajo para que pudieran limpiarse con rastrillos desde fuera, y para poder introducir la comida y el agua a través de ellas por la noche sin tener que abrir trampillas o puertas. Los animales carnívoros —leopardos, leones y tigres— estaban separados de los demás por pesadas planchas de cristal.
El interior del Arca se mantenía escrupulosamente limpio: nunca ha habido un granero que oliera mejor. Teníamos un numeroso equipo de cuidadores, y los animales tenían lo mejor en cuanto a comida y cama. Se limpiaban todos los animales que lo permitían, incluyendo dos osos rusos, y todos los días hacían ejercicio. Rodamos dentro del Arca durante un período de unas dos semanas y ni un solo animal se puso nunca enfermo. En más de una ocasión vinieron visitantes, miraban alrededor y exclamaban: «¡Nunca había estado antes en un Arca!» Esto dice algo sobre el ambiente totalmente natural del lugar, con todos esos animales viviendo juntos en completa armonía.
El exterior del Arca de Noé en el solar trasero era una estructura preciosa, de 300 codos de largo por 30 codos de alto, como fue especificado por el Señor y ejecutado por el director artístico de La Biblia, Mario Chiari: o lo que es lo mismo, 170 metros de largo por 17 de alto. Por supuesto, estaba terminada por un solo lado, el lado que tenía que ser fotografiado. El camino a través del cual los animales tenían que desfilar atravesaba el Arca. Este encuadre con los animales andando de dos en dos me parecía un requisito imprescindible para la secuencia. ¿Pero cómo hacerlo? Se barajaron varias ideas: «planos con ocultación», «planos con cristal», «planos congelados», «sobreimpresión»… Todos los trucos que la cinematografía ha heredado fueron considerados detenidamente y se encontraron insuficientes. Por último, me pareció que la única forma de conseguir la toma sería entrenar a los animales para que lo hicieran de verdad, entrar caminando en el Arca de dos en dos. Nadie, ni siquiera el domador italiano, creía que fuera posible. Pero mi idea sobre cómo lograrlo consiguió el apoyo del propietario alemán del circo, quien nos había proporcionado los felinos. Su opinión inclinó la balanza, y Dino dio su conformidad para que lo intentara.
En primer lugar, cavamos zanjas a ambos lados del camino que conducía al Arca y así se convirtió en una especie de arrecife. Las zanjas no eran lo suficientemente profundas para evitar que los animales que cayeran dentro se lastimaran, pero servían como vallas. Los cuidadores empezaron a conducir a los animales de uno en uno a lo largo del camino, a través de la puerta abierta del Arca y luego salían por el otro lado. El sendero describía un gran círculo: punto de partida, subir la rampa, entrar en el Arca, atravesar el Arca, salir, dar un rodeo y volver al punto de partida. Subir, entrar, atravesar, salir, rodear, volver. Cuando uno de los animales de una pareja se acostumbraba a esto, se añadía el otro y los dos juntos hacían otra vez el recorrido. El orden de aparición nunca variaba. Detrás de los elefantes venían los avestruces, detrás de los avestruces, las cebras, y así sucesivamente. Cuando los animales se acostumbraron a esto, el siguiente paso fue que los cuidadores fueran por dentro de las zanjas, llevando a los animales atados con largos hilos de nailon. De vez en cuando algún hombre era sacado a tirones de la zanja por un animal que se espantaba, pero esto ocurrió pocas veces. Pudimos hacerlo, como estaba planeado, con los hombres fuera del objetivo de las cámaras, que rodarían al nivel del suelo.
Sin embargo, los animales estaban tan acostumbrados al recorrido diario que, de repente, una mañana se me ocurrió que podíamos rodar sin cordeles. Emplazamos nuestras dos cámaras; me puse la ropa de Noé y me coloqué en mi sitio; se retiraron las cuerdas; y los animales empezaron a subir por el camino, al son del caramillo de Noé, y entraron en el Arca de dos en dos: un desfile de animales de más de cien metros de longitud. Sabíamos que teníamos la toma, pero volvimos a hacerla y otra vez marcharon de dos en dos sin dar un solo paso en falso. Cuando vimos las escenas rodadas en la sala de proyección, lanzamos vítores de alegría. Nunca oí que el público de un cine aplaudiera esta escena. Parecen darla por supuesto, aceptándola del mismo modo que los visitantes del estudio aceptaban el Arca. Después de todo, todo el mundo sabe que los animales siempre entran en el Arca de dos en dos.
(Continuará…)
