John Huston

Capítulo 28
Ray Stark, director de Rastar y uno de los principales accionistas de la Columbia Pictures, es un hombre bajo y bien formado, con el pelo claro y los ojos azules bordeados de espesas pestañas rubias. Se ríe mucho de sí mismo y del mundo que le rodea, pero es incansable en la persecución de un objetivo. Tiene un excelente criterio, una atrayente clase de amoralidad y un notable sentido común. Es jugador, pero no del tipo que juega a las cartas o tira los dados. Su juego es el cine. Hoy es una de las figuras más poderosas de la industria cinematográfica.
En el jardín de Ray en Beverly Hills se encuentra una de las mejores colecciones de escultura moderna de Occidente: Giacometti, Manzu, Marini, Lachaise, Moore. Hacia el interior de Santa Bárbara tiene un rancho con unos cuarenta caballos. Al revés que los mogoles de antaño que criaban puras razas pero apenas distinguían a uno de otro, Ray conoce a cada uno de sus caballos por su nombre, y siempre que está en el rancho le da a cada animal una zanahoria gigante todos los días a la hora de la puesta del sol.
Si algo le atemoriza, Ray no retrocede; lo acomete. Ray no sabe nada de equitación ni de saltos de trampolín, pero le he visto montar un caballo y hacerle superar un obstáculo y le he visto lanzarse desde el trampolín más alto de una piscina. Se niega a dejarse intimidar, ni siquiera por sí mismo.
Ray tiene una serie de tácticas. Ya me las conozco todas. Si te llama por teléfono y comienza lúgubremente —«¿Te has enterado de lo que ha ocurrido?»—, ya sabes que te va a dar una buena noticia. Por el contrario, si empieza con una alegre broma, sabes que te va a decir algo malo, o por lo menos, desagradable. A Ray le gusta desconcertar a la gente. Tiene la costumbre de provocar peleas entre las personas que trabajan para él, pensando que de los fuegos de la disensión fluye la excelencia fundida. Aunque parece oscilar entre la simpatía y un feroz goce ante una pelea violenta, detrás hay una inteligencia firme y calculadora que siempre controla y vigila. Siento un profundo afecto por Ray, y cuando me sugirió que llevásemos al cine La noche de la iguana de Tennessee Williams, acepté encantado.
En la obra de teatro, el reverendo Lawrence Shannon es un clérigo episcopaliano que ha sido expulsado de su Iglesia a consecuencia de un escándalo con una jovencita. Se ve reducido a servir de guía a un grupo de maestros en un viaje barato por México; es un hombre deshecho, que bebe demasiado y está al límite de su resistencia. Los dos estábamos de acuerdo en que Richard Burton sería ideal para ese papel, con Deborah Kerr como Hannah Jelkes, la artista itinerante, y Ava Gardner como Maxine, la encargada del hotel donde el grupo de Shannon se queda colgado. Fuimos a verles uno tras otro. Richard, en Suiza, aceptó rápidamente, y lo mismo hizo Deborah en Londres. Eso nos llevó a Madrid para hablar con Ava Gardner.
Yo había conocido a Ava cuando Tony Veiller y yo trabajábamos en el guión de Forajidos de Hemingway. Al observarla en aquel plató, me sentí intrigado. Percibí en ella algo básico, elemental, una aspereza rayana en la violencia, aunque ella se esforzaba por ocultarlo. Algún tiempo después volví a encontrármela y traté de conquistarla. No tuve el menor éxito. Nada de baños en el mar a medianoche, nada de fines de semana juntos…, nada de Huston.
Durante nuestra visita a Madrid —unos dieciocho años después—, la impresión que yo había tenido respecto al carácter primario de Ava se reforzó. Antes había sido tímida y vacilante en su expresión, puesto que tenía que vencer su acento sureño, lo cual la obligaba a hablar despacio y con cuidado; ahora hablaba libremente, casi diría, con abandono. Esto, combinado con su belleza y su madurez, la hacía perfecta para Maxine. Pero Ava dijo que tenía dudas respecto a su capacidad para hacer el papel. Yo sabía muy bien que iba a hacerlo; ella también lo sabía, pero quería que la cortejaran. Así que Ray y yo nos quedamos en Madrid una semana más y le seguimos el juego. Diría que nos quedamos para el baile. Todo era tan convencional como un minué, pero había que dar todos los pasos. Con Ava, esto llevaba su tiempo. Debido a mi anterior fracaso, dejé que Ray fuera el protagonista.
La primera noche que salimos, yo me retiré a eso de las cuatro de la madrugada.Ray se quedó con Ava. Continuamos así durante tres o cuatro días —recorriendo la mayoría de los lugares nocturnos y tablaos flamencos de Madrid— y yo comencé a marcharme a eso de las doce. Ray estaba cada día más pálido y ojeroso. Ava resplandecía. Esta era la vida que ella hacía habitualmente. Cuando salimos de Madrid, el pobre Ray estaba hecho una lástima, pero Ava había aceptado hacer la película.
Tony Veiller aceptó trabajar conmigo en el guión; entonces él y yo volamos a Key West para ver a Tennessee Williams, que tenía una casita allí. Nos alojamos en un hotel cercano. Era principalmente una visita social, aunque tuvimos algunas conversaciones generales sobre la adaptación. La «familia» de Tennessee la constituían un hombre mayor que él, con quien vivía desde hacía muchos años y que ahora estaba enfermo; un joven llamado Freddy, del que Tennessee andaba enamorado entonces, y cuatro o cinco poodles negros, de los que su favorito era Gigi.
Tennessee se volcó para ser un buen anfitrión. Aunque no era una actividad que él practicara con frecuencia, nos llevó a pescar. Su joven amigo intentó nadar alrededor de la motora, le entró el pánico y empezó a pedir socorro. Alguien le tiró un salvavidas y le izaron a bordo, donde Tennessee le hizo la respiración artificial mientras el capitán les miraba sin podérselo creer. Supongo que éste debía de ser el primer encuentro del capitán con el lado alegre de la vida.
De vuelta en Los Ángeles seleccionamos a los actores para los otros papeles, entre ellos a Cyril Delevanti, un actor que había hecho papelitos toda su vida, que interpretó al abuelo de Deborah: el poeta vivo y practicante más viejo del mundo. Creo que Cyril debía de tener más de ochenta años y éste era el primer papel realmente importante de su vida.
—Espero que esto me dé la oportunidad de hacer cosas mejores —me dijo.
Así fue, efectivamente. Desde entonces, Cyril estuvo muy solicitado. Ya nunca le faltaron ofertas, y los últimos años de su vida fueron felices.
En Los Ángeles conocí a un arquitecto y hombre de empresa de Puerto Vallarta, un tipo atractivo de cuarenta y tantos años cuyo nombre era Guillermo Wulff. Yo estaba buscando los exteriores para La noche de la iguana, y Guillermo me insistió en que fuese a Mismaloya. Se encontraba a sólo unos pocos kilómetros en barco desde el único muelle de Puerto Vallarta —en Playa Los Muertos— y aunque Mismaloya era territorio indio, Wulff dijo que él tenía un arriendo y podía construir allí lo que quisiera. Yo sabía, aproximadamente, dónde estaba Mismaloya, ya que había hecho con anterioridad dos viajes a lo largo de esa parte de la costa sur de Vallarta. Uno, como ya mencioné, en una canoa, y el otro con el fin de localizar exteriores para Typee.
El consejo de Guillermo dio en el clavo. Me fui a Puerto Vallarta a echar una ojeada.
Mismaloya era ideal. Había una playa de arena, larga y ancha, y una lengua de tierra que entraba en el mar cubierta de abundante vegetación. La vista desde lo alto de esta punta —despejada por tres lados— era sensacional. Me pareció un lugar perfecto para rodar y para mantener unida a la compañía. Allí podíamos rodar la mayor parte de la película y también vivir.
Ray vino a verlo, llegamos a un acuerdo y, con su aprobación, Guillermo empezó a edificar: viviendas y una sala de montaje; una cocina grande, restaurante y bar; depósitos y bombas para un adecuado suministro de agua: una planta generadora de energía eléctrica; y los caminos y senderos que fueran necesarios. Steve Grimes iba a diseñar y supervisar la construcción del único decorado: un viejo hotel.
Después de concertar lo de Mismaloya y localizar otros lugares en Puerto Vallarta y sus cercanías, volví a St. Clerans con Tony Veiller para empezar a escribir el guión en serio. Hablaba por teléfono con Ray a menudo, y me dijo que Guillermo tenía problemas. Lo que habíamos pensado primitivamente era poner suelos de cemento o arcilla, paredes de zarzo y simples tejados de paja en las viviendas, aunque con las comodidades del agua caliente y la electricidad. La idea de Guillermo era convertir aquello en un club cuando se terminase la película, y con este propósito ya había conseguido dinero de algunos inversores. Por lo tanto, las construcciones se habían convertido en casas de cemento y piedra con tejados de tejas rojas, suelos de baldosa y detalles caros por todas partes. Etaba dividido entre el club y sus inversores, el presupuesto de construcción para Seven Arts, y la fecha de entrega; al parecer quiso abarcar demasiado. Creo que sencillamente le prometió a todo el mundo más de lo que podía darle. En ello reside la semilla de la calamidad.
Antes de empezar a rodar, Ray y yo discutimos si La noche de la iguana debía ser en blanco y negro o en color. Ray quería color; yo quería blanco y negro. Yo pensaba que el color —en especial del mar, el cielo, la jungla, las flores, los pájaros, las iguanas y las playas— distraería la atención. El blanco y negro pondría el énfasis donde tenía que estar: en el argumento. Ray cedió y la hicimos en blanco y negro. Ahora creo que probablemente me equivoqué.
Mi plan de que tanto los actores como los técnicos vivieran en Mismaloya dio resultado. Todos estábamos allí excepto los protagonistas, que prefirieron el lujo de las grandes casas particulares de Puerto Vallarta. Richard y Liz alquilaron la Casa Kimberley (que posteriormente compraron); Deborah Kerr y Peter Viertel tomaron otra casa; Ava, una tercera; Sue Lyons, una cuarta. Luego alquilaron o compraron motoras para que les llevaran y trajeran al lugar del rodaje.
Veíamos las tomas una o dos veces por semana en el cine principal de Puerto Vallarta. La gente del pueblo se enteró rápidamente. Cuando veían a Ralph Kemplen, nuestro montador, y a Eunice Mountjoy, su ayudante, entrar en el cine con latas de películas, corrían la voz. Cuando llegábamos los demás, las primeras filas estaban ocupadas por personas de todas las edades. En general, no entendían una palabra de lo que oían, pero les encantaba reconocer los lugares y se lo pasaban estupendamente. Aún ahora tienen una actitud de propietarios hacia la película.
La enmarañada red de relaciones entre las personas que intervenían en La noche de la iguana establecía un récord. Richard Burton venía acompañado de Elizabeth Taylor, que todavía estaba casada con Eddie Fisher. Michael Wilding, ex marido de Elizabeth, vino para encargarse de la publicidad de Richard Burton. Peter Viertel, el segundo marido de Deborah, había tenido que ver con Ava Gardner anteriormente. Los «acompañantes» de Ava en la película eran dos chicos mexicanos, y la seguían a todas partes donde iba. Por supuesto, todos los machos conquistadores del pueblo iban detrás de Sue Lyons, la cual —desgraciadamente para ellos— estaba celosamente guardada por su madre y su prometido.
Se hicieron muchas conjeturas sobre lo que iba a suceder, a quién y cuándo. Así que antes de empezar la película, compré cinco pistolas doradas, que entregué solemnemente a Elizabeth, Richard, Ava, Deborah y Sue. Cada pistola venía con cuatro balas de oro grabadas con el nombre de cada uno de los otros.
Acudió gran número de periodistas; creo que ninguna película que yo he hecho ha despertado tanto interés en la prensa. Había más reporteros que iguanas en el lugar del rodaje. Vinieron periodistas y fotógrafos de todas partes del mundo, y aunque llegaban y se iban en manadas, siempre había por lo menos una docena por allí, esperando el gran día en que se desenfundaran las pistolas y empezara el tiroteo.
Esperaron en vano. No hubo fuegos artificiales. Todos los miembros del reparto —especialmente nuestras estrellas— se llevaron estupendamente. Al final de cada día de trabajo, Elizabeth venía a buscar a Richard; Peter recogía a Deborah; Ava, flanqueada por sus muchachos, regresaba al pueblo haciendo esquí acuático; y Sue volvía a casa escoltada por su madre o su novio.
Cuando empezamos a rodar, Tennessee Williams aparecía con bastante frecuencia para ver las tomas. Siempre llegaba con su amigo Freddy y su perro Gigi. Gigi se cogió una insolación tras otra. Había una escena que nos había dado especiales problemas a Tony y a mí. Era entre Shannon y la jovencita en la habitación del hotel. Ella ha estado tratando de seducirle, y él ha hecho lo posible por resistirse; ya ha tenido suficientes problemas por culpa de las jovencitas. Cuando empieza la escena, Shannon está afeitándose delante del espejo colocado sobre un chiffonier. Junto al espejo hay una botella de whisky. La puerta se abre de repente y se ve acosado de nuevo por la adolescente. Él le explica todas las razones por las que no deben convertirse en amantes. El diálogo era bueno, pero a la escena le faltaba fuerza. Se la enseñé a Tennessee y le pregunté si podía ayudarnos. Lo que hizo es un ejemplo de su genio.
Tal y como la reescribió Tennessee, la chica entra en el cuarto de pronto y Shannon se sobresalta. Tira la botella al hacer un movimiento brusco, y los cristales rotos se esparcen por el suelo. Explicándole su postura a la chica, empieza a pasear arriba y abajo, y está tan agitado que no se da cuenta de que va andando descalzo sobre los cristales rotos y se está haciendo cortes en los pies. La chica le observa, luego, con una súbita inspiración, se quita los zapatos y se pone a andar con él sobre los cristales. Lo que había sido una escena aburrida se convirtió en una de las mejores de la película, estremecedora y divertida al mismo tiempo.
Tennessee y yo tuvimos varias conversaciones en Vallarta sobre el final. Él había escrito el personaje de Maxine con considerable afecto, luego, al final, la convertía en una mujer araña que devora a su compañero. Su propósito era demostrar que el animalismo y la brutalidad prevalecerían inevitablemente sobre la sensibilidad y la educación. Para que este punto tuviera sentido, que el reverendo Shannon se quedara con Maxine tenía que ser una tragedia. Pero Maxine estaba demasiado bien dibujada —era demasiado real— y, de hecho, que Maxine le aceptara a su lado era lo mejor que le podía suceder a Shannon. A mí me parecía que Tennessee había cambiado el personaje de Maxine superficialmente para cumplir sus oscuros propósitos, como un medio de expresar sus propios prejuicios contra las mujeres, y le llamé la atención sobre ello. Le di argumentos en favor de un final feliz. No sólo porque sería más del agrado del público, sino porque me parecía que la historia lo pedía. Tennessee no estaba de acuerdo. Le dije a Tennessee que su consciente y su inconsciente estaban en guerra.
—Ves a las mujeres como rivales —le dije—. No quieres que una mujer tenga un lugar en la vida amorosa de un hombre. Esa es la razón de que hagas esto con el personaje de Maxine. Has sido injusto con tu propia creación.
Curiosamente, Tennessee no se defendió. Me sorprendió, porque pensé que me mandaría a la mierda, pero no lo hizo. Era como si no tuviera convicciones firmes al respecto. Finalmente, él tuvo la última palabra. No hace mucho vi a Tennessee. Fue un encuentro alegre. Supuso un verdadero placer para mí volver a verle y hablar con él después de tantos años. Pero cuando nos estábamos despidiendo, él comentó:
—¡Sigue sin gustarme el final, John!
El núcleo de la película es una larga escena entre Richard y Deborah. La rodé y me pareció que estaba bien. Tony y Ray vieron las tomas antes que yo y les defraudó. Cuando la vi, tuve que reconocer que tenían razón. Deborah había elaborado su interpretación como para un público teatral, y su diálogo salía de la Real Academia de Arte Dramático en vez de salir del interior de su alma. Se lo señalé. Volvimos a rodarla, y la escena se convirtió en lo que tenía que ser: la más significativa de la película.
Una vez, cuando habíamos rodado como tres cuartas partes de la película, estábamos trabajando de noche. Terminamos a eso de las cuatro de la madrugada, la compañía se dispersó y cuando yo iba bajando por la colina desde el «hotel» a mi bungalow, oí un estrépito seguido de un grito. Corrí hacia allí y vi a Tommy Shaw, mi ayudante de dirección, y a Terry Moore, el segundo ayudante, tirados sobre un montón de escombros a unos doce metros del bungalow que compartían. Se habían sentado en su balcón —que se suponía era de hormigón armado— y éste se había derrumbado. Terry pudo levantarse enseguida, pero Tommy seguía allí inmóvil, y comprendí que estaba gravemente herido.
Improvisamos una camilla, le metimos en un barco de pesca y le llevamos a Vallarta. Al llegar a Playa Los Muertos, nos encontramos con que no podíamos alcanzar la orilla a causa del pronunciado declive del fondo, pero en este punto no se hacía pie. No obstante, alguien saltó al agua y de repente había una docena de hombres en la rompiente, con las cabezas debajo del agua y las manos por encima, transportando a Tommy en su camilla. Nunca olvidaré la visión de todas aquellas manos sosteniendo la camilla sobre la superficie del agua mientras los hombres caminaban por el fondo para llevar a Tommy a la orilla.
Las radiografías mostraron que Tommy se había roto la espalda, así que fletamos un avión para trasladarlo esa misma mañana. Durante algún tiempo estuvo entre la vida y la muerte. Únicamente gracias a que era un gran atleta y estaba en excelente forma física cuando ocurrió el accidente, pudo sobrevivir.
Excepto por este accidente —y especialmente en comparación con Moby Dick y Las raíces del cielo—, el rodaje de esta película fue una experiencia serena.
Ahora, dieciséis años después, el lugar donde se hizo La noche de la iguana se ha convertido en un pueblo fantasma. Aparte del viejo hotel —que sirve de vivienda al guarda mexicano y su familia—, lo único que queda son las fachadas de las casas y montones de escombros. Algún que otro turista llega allí desde la playa de Mismaloya, pero en general es un lugar silencioso y desierto con sus ásperos límites piadosamente suavizados por la selva invasora. A nadie —salvo a un viejo que a veces pasa por allí yendo de Las Caletas a Vallarta— parece importarle un comino lo que le suceda al lugar. A él le gustaría que lo demolieran y se lo devolvieran a las iguanas. El viejo soy yo, por supuesto.
(Continuará…)
