A libro abierto (XXVI)

John Huston






Capítulo 27

Antes de la guerra, cuando Wolfgang Reinhardt y yo estábamos escribiendo Dr. Ehrlich’s Magic Bullet para la Warner, hablamos de la posibilidad de hacer una película basada en la vida y la obra de Freud. Wolfgang volvió a plantear el tema durante una de sus visitas a St. Clerans; debió de ser en el verano de 1959. Discutimos varios enfoques y finalmente acordamos que tenía que ser algo que despidiese azufre; el descenso de Freud al inconsciente debía ser tan terrorífico como el descenso de Dante al infierno. Con esta idea en mente, Wolfgang y yo nos fuimos París a ver a Jean–Paul Sartre.

Aunque yo había dirigido en Nueva York la obra de Sartre Huis clos en 1946, no le conocí personalmente hasta 1952, mientras rodaba Moulin Rouge en París Después nos habíamos visto unas cuantas veces y en un momento dado hablamos brevemente de hacer una adaptación cinematográfica de su obra Lucifer. Sartre era comunista y antifreudiano. No obstante, yo pensaba que era el hombre ideal para escribir el guión de Freud. Había estudiado psicología, conocía profundamente la obra de Freud y tendría un enfoque objetivo y lógico.

Sartre estaba en desacuerdo con Freud en un sentido social más que científico. Consideraba que los estudios de Freud eran valiosos por lo que descubrían acerca de la mente humana, pero le parecían de escasa importancia social porque el papel del psicoanalista es en realidad muy limitado. Yo estoy bastante de acuerdo con él. La clientela de un psicoanalista de primera está constituida fundamentalmente por esposas aburridas e hijos conflictivos de la clase pudiente. Los honorarios son exorbitantes y el tratamiento suele durar años. La gente activa no tiene tiempo para ello, y quienes más necesitan atención psiquiátrica son precisamente los que no pueden costeársela.

Sartre aceptó escribir el guión por 25.000 dólares. Yo telefoneé a Elliot Hyman, que había participado en Moby Dick y Moulin Rouge, y él puso el dinero sin vacilar.

Sartre tardó en empezar porque antes tenía que terminar una obra de teatro y un libro, pero finalmente se puso a ello, y un día recibí su primer borrador. Tal y como lo recuerdo, tenía más de trescientas páginas. Calculando un minuto por página, saldría una película de cinco horas. La historia, según la veía Sartre, describía el desarrollo por parte de Freud de la teoría del complejo de Edipo.

A mí me parecía bien la línea argumental en principio, pero Sartre exploraba sucesivamente cada vía equivocada por la que Freud se había aventurado. Relataba (con prodigioso detalle) las relaciones de Freud con sus diversos padres vicarios, hasta que al fin llegaba al punto en el que Freud se autoanalizaba y descubría que su propia neurosis se basaba en la relación con su verdadero padre.

Sencillamente era demasiado para contarlo en una sola película. Mantuvimos correspondencia acerca de este problema, y Sartre vino a St. Clerans a principios de enero de 1960 para pasar dos semanas de largas sesiones diarias, durante las cuales intentamos reducir el material a la longitud de un guión normal.

Nunca he conocido a nadie que trabajara con la dedicación obsesiva con que lo hacía Sartre. Tomaba notas de sus propias palabras mientras hablaba. No era posible mantener una conversación con él; hablaba incesantemente y no había manera de interrumpirle. Uno esperaba a que tuviese que coger aliento, pero no lo hacía. Sus palabras salían en un verdadero torrente. A lo mejor lograba pillarle desprevenido y meter una frase, pero si te contestaba —cosa que rara vez hacía—, reanudaba su monólogo instantáneamente. Sartre no hablaba inglés, y debido a la rapidez con que se expresaba, yo apenas conseguía seguir las líneas básicas de su discurso. Estoy seguro de que mucho de lo que decía era brillante. Nunca era sucinto, sin embargo. Todos los que le escuchaban terminaban con la mirada vidriosa, a pesar de que sabían el francés perfectamente. Era una escena digna de ver: el propio Sartre tomando notas, mientras su secretaria y la de Wolfgang pasaban las hojas de sus cuadernos de taquigrafía como locas tratando de seguirle, y Wolfgang y yo nos revolvíamos inquietos. A veces yo salía de la habitación desesperado, al borde del agotamiento por el esfuerzo de seguir lo que decía; su voz monótona me seguía hasta que estaba fuera del alcance del oído, y cuando regresaba, él ni siquiera se había enterado de que yo había salido.

Sartre desaparecía todas las noches después de cenar y trabajaba en sus notas del día. Luego su secretaria —una chica árabe políglota— las pasaba a máquina en inglés. Él comenzaba a trabajar muy temprano por la mañana, y cuando yo bajaba a eso de las diez y media, me lo encontraba allí sentado con unas veinticinco páginas en la mano.

Sartre tenía una figura de tonelete, y era lo más feo que puede ser una persona. Tenía la cara hinchada y como deshuesada, sus dientes estaban amarillos, y los ojos se le desviaban hacia afuera. Llevaba un traje gris, zapatos negros, una camisa blanca, chaleco y corbata. Su apariencia no cambiaba nunca. Bajaba por la mañana con este traje y seguía llevándolo por la noche. El traje siempre parecía limpio y su camisa también, pero nunca supe si tenía un traje gris o varios trajes grises idénticos.

Se estrenaba una obra suya en París y recuerdo que me chocó su absoluta falta de interés por saber qué acogida había tenido la noche del estreno. Las críticas llegaron en un grueso sobre una mañana, y él ni siquiera interrumpió nuestra discusión (o más bien, su monólogo) para ver qué decían. Cuando llegó la hora de comer se retiró un momento a un cuartito para echarles una ojeada, y al volver no hizo ningún comentario. Tuve que pedirle que me dejara leerlas para descubrir que eran buenas. Contemplé a este monstruo de imperturbabilidad tomándose su jerez, y me acordé de que me había pasado la noche en vela para enterarme de cómo había sido recibido el Otelo de mi padre.

Una mañana apareció con una mejilla hinchada a consecuencia de una muela.

—Lo mejor será que te llevemos a Dublín para que te la vean —le dije.
—No, no. Basta con ir a Galway.

Yo no conocía a ningún dentista en Galway, pero eso le daba igual. Le concertamos una cita con un dentista de Galway y le llevamos allí. Salió a los pocos minutos, después de que le arrancaran la muela. Una muela más o menos no tenía la menor importancia en el cosmos de Sartre. El mundo físico se lo dejaba a los demás; el suyo era el de la mente. Tomaba muchas píldoras, entre paréntesis. Supongo que tenía que tomarlas para mantener semejante ritmo de trabajo.

Le pasé a Sartre Let There Be Light. Le fascinaron las escenas de hipnosis, así que le dije que yo había aprendido la técnica mientras realizaba la película, y acepté hacerle una demostración con la chica árabe. Era un sujeto fácil. Entonces Sartre quiso que le hipnotizara a él, pero eso resultó completamente imposible. De vez en cuando se encuentra a alguien así; otro sujeto hipnóticamente inexpugnable era Otto Preminger.

Sartre y yo hablamos de varios cortes en el guión y Sartre se volvió a París para hacerlos. Algún tiempo después me envió la versión revisada. No me sorprendió demasiado descubrir que era aún más larga que su primer borrador. Sartre escribió una vez un prólogo a un libro de Jean Genet que era más largo que el libro.

Unos días después de recibir este segundo guión, Frank Taylor me llamó para dirigir Vidas rebeldes. Yo estaba libre para hacerla, puesto que Freud no había sido vendida a ningún estudio y el único dinero gastado hasta entonces era la cantidad comparativamente pequeña pagada a Sartre.

Cuando acabé Vidas rebeldes, volví a dedicarme a Freud y tuve conversaciones con los directores de la Universal. Estaban dispuestos a financiarla si se podía resolver el problema de la censura. Les preocupaba que la película fuera censurada hasta hacerla desaparecer, e insistieron en que yo discutiera el guión con las jerarquías de la Iglesia católica en Nueva York, antes de producir la película. La Iglesia católica no podía impedirnos hacer la película, pero podían perjudicar sus perspectivas comerciales prohibiendo a sus fieles que la vieran.

Me entrevisté con dos sacerdotes y una mujer seglar y discutimos el guión largamente. Su oposición se fundaba en el terreno moral: la filosofía de Freud, afirmaban, no admite la existencia del bien y del mal. Solamente un sacerdote tiene derecho a rebuscar en el alma del hombre. La simple sugerencia de que exista una sexualidad infantil les repugnaba. Yo no podía, por supuesto, cambiar Freud para adaptarla a esos prejuicios católicos sin destruir completamente la película —por no hablar de la teoría freudiana— y lo máximo que podía esperar era llegar a un compromiso. Nuestras discusiones fueron en parte teológicas y científicas, pero principalmente seudoteológicas y seudocientíficas. No fue fácil, pero logré llegar con ellos a un acuerdo suficiente para que la Universal llevase adelante el proyecto. En cuanto la Universal me dio luz verde, volví a Irlanda, donde Wolfgang se reunió conmigo. A estas alturas era evidente que no tenía sentido continuar con Sartre, así que, por sugerencia mía, la Universal contrató a Charlie Kaufman para hacer una adaptación. Charlie y yo habíamos trabajado juntos en el guión de Let There Be Light y estaba familiarizado hasta cierto punto con el tema. Pensé que Charlie, Wolfgang y yo formaríamos un buen equipo.

Desgraciadamente, por las primeras páginas que Charlie entregó vi que se proponía seguir el modelo de las películas biográficas que hacía la Warner antes de la guerra (Zola, Pasteur, Dr. Ehrlich’s Magic Bullet). El protagonista era invariablemente un héroe y encantador hasta el punto de ser banal. Esto era justamente lo contrario de los relámpagos y el sulfuro que yo tenía en mente.

Charlie llevaba pocas semanas en St. Clerans cuando una emergencia personal —una grave enfermedad en su familia— le obligó a regresar a Hollywood. Nunca le pedí que volviese.

Entonces Wolfgang y yo nos pusimos a trabajar. El dominio del inglés de Wolfgang no era muy bueno, y no sabía demasiado respecto a cómo escribir una escena, pero sus conocimientos sobre Freud y sobre psicoanálisis en general eran excepcionales. Pasaba largas horas cada día trabajando en el guión de Sartre, cortando, podando, resumiendo. Le entregaba el material a Gladys Hill de vez en cuando, y ella lo pasaba a máquina corrigiendo el inglés, hacía sugerencias y me lo daba a mí para que lo puliera más. Con este sistema, tardamos casi seis meses en escribir nuestra versión de Freud. En ella conservamos buena parte de lo que Sartre había hecho; en realidad, ésta era la espina dorsal del guión. En algunas escenas dejamos su diálogo intacto.

El guión tenía ciento noventa páginas, lo que significaba una película de tres horas, una hora más que la mayoría de los largometrajes. Por razones evidentes, el estudio quería que lo acortara. Argumenté que la historia no podía contarse en menos tiempo. La cuestión quedó pospuesta. Quizá pondríamos un descanso. En cualquier caso, dejaríamos que fuese el público del preestreno el que decidiera. Entretanto, la rodaríamos como estaba escrita.

Yo quería saber qué pensaba Sartre de nuestro nuevo guión. El estaba de vacaciones en Roma, así que le envié una copia con Wolfgang, pensando que lo discutirían. Unos días después Wolfgang me telefoneó para decirme que Sartre no quería saber nada más del asunto. No quería hacer comentarios y, además, no deseaba que su nombre apareciese en los títulos de crédito. Esta noticia me sorprendió y desilusionó.

—¡Tenemos derecho a oír sus comentarios! ¿Es que no tiene nada que decir? Después de todo, le hemos pagado. Creo que es normal pedirle su opinión —dije.

Wolfgang contestó que le repetiría mi petición a Sartre. No tengo ni idea de lo que sucedió entre Wolfgang y Sartre durante sus encuentros en Roma, pero la respuesta de Sartre a mí fue una carta llena de recriminaciones. Ponía en duda la profundidad de mi entendimiento de Freud, y sugería que le prestara mayor atención a Wolfgang, el cual sabía aún más de Freud que él, Sartre, y mucho más que yo, Huston. La carta de Sartre nos dividía en dos bandos. Él y Wolfgang contra mí. Tenía que haberlo hecho con el conocimiento y consentimiento de Wolfgang. Me quedé sorprendido y desalentado por esta deslealtad. Pero, en realidad, él estaba fuera de lugar en Hollywood. Él y su hermano, Gottfried, se habían educado como príncipes. Su padre, Max, tenía la más fabulosa reputación, creo, que haya tenido nunca un director teatral. Cuando salió de Austria hacia los Estados Unidos, fue como si abdicara un emperador.

Gottfried era más capaz de manejarse en ese mundo de agentes, columnistas, directores de estudio y aduladores que Wolfgang, a quien le faltaba el sentido común y estaba en el fondo horrorizado por la vulgaridad de los que le rodeaban. Por lo tanto, sólo unos pocos le apreciaban. Recuerdo que cuando trabajábamos juntos en la Warner, allí le toleraban nada más. Jack Warner le tenía en escasa consideración.

Wolfgang era un hombre de una educación exquisita, con un gusto selecto, incapaz de jugar sus cartas de un modo oportunista. Cuando digo «incapaz», quiero decir exactamente eso. No podía. Vivió con su mujer, Lolly, y sus tres hijos en Santa Mónica durante años, medio retirado de Hollywood. Principalmente se trataba con gente como Christopher Isherwood, Aldous Huxley, Salka Viertel, Iris Tree y Friedrich Ledebur. Todos ellos pertenecían al viejo mundo. La compañía del grupo me resultaba refrescante, un oasis en Hollywood. Por otra parte, yo compartía la vida de Hollywood hasta cierto punto. Wolfgang no podía. Como consecuencia, la gente que tenía el poder le entendía mal, desconfiaba de él y abusaba de él. Wolfgang sufrió una gran afrenta en Hollywood, y creo que eso le amargó. Durante el rodaje de Freud vi las huellas que aquel ultraje había dejado en él. Recientemente he leído unos comentarios de Wolfgang relacionados con incidentes supuestamente ocurridos durante la producción de la película. Son invenciones completas o versiones penosamente retorcidas de lo que realmente sucedió. Es posible que cuando hicimos Freud, Wolfgang me considerase la personificación de Hollywood, de ese mundo que tan profundamente detestaba. Uno no puede hacer otra cosa que especular.

Todavía había cuestiones por resolver en el guión. Por ejemplo, ¿cómo demostrar el mecanismo psíquico de la represión? Una cosa es entenderlo, y otra bien distinta demostrárselo eficazmente al público. Al final, conseguí la colaboración del doctor David Stafford–Clark, uno de los más destacados psiquiatras ingleses, el cual vino a pasar sus vacaciones conmigo en Irlanda. David era el director de la Clínica Psiquiátrica del Hospital Guy’s de Londres, entre otras muchas cosas, y me ayudó enormemente.

Él estaba en casa en agosto de 1961 cuando llegó Montgomery Clift. Monty iba a interpretar a Freud. Se había deteriorado hasta un extremo terrible desde que había trabajado conmigo en Vidas rebeldes. Se suponía que había dejado de beber, por lo tanto nadie le veía nunca con una copa en la mano, pero pronto descubrí que cada vez que pasaba por el bar de casa agarraba la botella que estuviera más a mano, la empinaba y bebía directamente de ella; luego se alejaba antes de que alguien le viera. También tomaba drogas.

Monty quiso participar en nuestras discusiones. Había estado viendo psiquiatras desde 1950 y se creía un experto en Freud. Monty entraba en la habitación, se quitaba los zapatos y se tumbaba en el suelo. Decía que era de la única forma en que podía pensar. Interrumpía en los momentos más inadecuados, y sus comentarios eran en buena parte incomprensibles. Su presencia sólo servía para retrasar y confundir. Un día le dije que no podíamos incluirle, le expliqué el motivo y cerré la puerta con llave. Monty se quedó fuera, junto a la puerta, y lloró. Luego se fue al bar y se emborrachó hasta perder la conciencia.

Yo debería haber renunciado a Monty en ese mismo momento, pero no lo hice. Pensé que cuando llegásemos al plató y él tuviera su papel, lo haría bien. Me equivoqué. Preferiría volver a hacer Las raíces del cielo, con todas sus dificultades, que pasar de nuevo una sola semana por lo que pasé con Monty en Freud.

Monty no paraba de beber. En el avión de Londres a Munich se negó a abrocharse el cinturón de seguridad. Los auxiliares de Lufthansa tuvieron que sujetarle a la fuerza y abrocharle el cinturón.

En cuanto empezamos a rodar, me di cuenta de que iba a tener graves problemas. De alguna manera él había conseguido anteriores versiones del guión y, combinando partes de todos ellos, intentó escribir escenas. Producía páginas garabateadas de tal forma que eran casi indescifrables para mí y él mismo apenas podía leer. Se las acercaba a los ojos y bizqueaba. Pensé que sencillamente era miope. Escuchaba lo que él me decía, luego le daba la escena que teníamos que rodar. El la leía y decía:

—No… puedo… decirlo… de… ese… modo. Tengo… que… decirlo… de… este… modo…

Lo que proponía era invariablemente infantil y absurdo.

A fin me di cuenta de que principalmente era un intento de ganar tiempo. Monty tenía dificultad para memorizar su papel. Me sorprendió, porque lo había hecho muy bien en Vidas rebeldes, sólo dos años antes. Retrospectivamente la explicación es evidente, por supuesto. El diálogo de Monty en Vidas rebeldes era sencillo, y había tenido tiempo para estudiárselo. Su diálogo en Freud era bastante difícil. Había muchos parlamentos largos, el vocabulario era científico y poco usual, e incluía palabras acuñadas por el propio Freud. El texto de Monty habría puesto a prueba la técnica de un buen actor en su mejor momento; y Monty ciertamente no estaba en su mejor momento. El accidente que había tenido algunos años antes le había causado graves lesiones. Había sufrido heridas en la cabeza, y a mí no me cabe duda de que hubo lesión cerebral. Su antiguo talento aparecía ahora en esporádicos destellos. Su conducta petulante y obstinada era un intento de ocultarme a mí y a los demás —y probablemente a sí mismo— que ya no era capaz de actuar. Estoy seguro de que Monty apenas tenía idea del sentido de lo que decía en la película…, pero tenía la habilidad de hacerte creer que sí. Había una neblina entre él y el resto del mundo que era imposible penetrar. Debe de haber constituido un tormento para él durante los pocos momentos en que era plenamente consciente de su situación. A veces tenía una expresión torturada. Pero si la película representó un infierno para Monty, no lo fue menos para mí.

Finalmente llegamos a un punto en el que tuve que escribir su diálogo en unos tablones e incluso —después de haber ensayado la escena— ponerlo en las etiquetas de los frascos, en los marcos de las puertas y en otros objetos del decorado de manera que Monty pudiese leer el texto del guión mientras se desplazaba de un lugar a otro. A mí, entonces, la idea de hacer que un actor leyese su papel en un tablón me resultaba horrible. Los tiempos (y los actores) han cambiado; ahora no vacilaría en hacerlo.

Durante esta película Monty fue en algunos aspectos el equivalente masculino de Marilyn Monroe, y aproximadamente en el mismo grado de deterioro en que estaba ella durante Vidas rebeldes. Marilyn había sido nuestra primera elección para el papel de Cecily en Freud. Su propio psicoanalista, sin embargo, le aconsejó que no lo hiciera. No es que le preocupara la salud de Marilyn; creía que no se debía hacer una película sobre Freud porque la hija de éste, Anna, se oponía al proyecto. Más tarde, cuando vio la película, él me dijo que había cometido un error en esto. Si hubiese sabido qué tipo de película iba a ser, la habría recomendado a Marilyn que trabajara en ella.

La chica que hizo el papel de Cecily, Susannah York, era una joven actriz dotada pero caprichosa, y tuve problemas con ella. Cuando llegamos al momento en que ella tenía que intervenir —bastante avanzado el plan de rodaje—, vino desde Londres. Susannah era la personificación de la ignorante arrogancia de la juventud. Poco después, influida por Monty, se convenció de que tenía derecho a expresar opiniones científicas sobre un tema del que lo ignoraba todo. Ella y Monty se pasaban las noches reescribiendo las escenas de Freud y Cecily y cada mañana me presentaban sus cambios. Una vez Susannah se negó a hacer la escena como estaba escrita. El jefe de producción la llevó a un teléfono y llamó a su agente, el cual le aconsejó a Susannah que hiciera lo que pedíamos. A partir de entonces fue obediente, pero sólo eso.

Monty se rodeó de un pequeño grupo de protectores y seguidores que aseguraban estar horrorizados por la forma «brutal» en que yo le trataba. En realidad yo estaba haciendo todo lo que me era posible simplemente para conseguir que realizara una interpretación, pero Monty era especialista en hacer que incluso la petición más razonable pareciera un acoso. Entre sus protectores se encontraban Susannah York, la encargada del vestuario de época y algunos otros miembros de la compañía, en su mayoría mujeres. Yo lo entendía. Aunque a menudo sentía ganas de estrangular a Monty, al mismo tiempo había algo básicamente atrayente en él. Despertaba tu compasión y tu simpatía, y de repente te entraban ganas de abrazarle y consolarle.

Las mujeres mayores, en particular, ansiaban proteger a Monty. Nan Sunderland, la viuda de mi padre, le adoraba y muchas veces le acompañaba a los conciertos o al teatro. Ella y otras mujeres, tales como Rosalind Russell y Myrna Loy —todas las cuales le doblaban la edad—, eran candidatas entusiastas al papel de madre vicaria de Monty. Las conmovía con su actitud de niño, siempre al borde de las lágrimas. Él explotaba hábilmente esa imagen.

A pesar de todas esas cosas, era imposible no asombrarse de su talento y admirarlo. Los ojos de Monty se iluminaban, y uno podía «ver» realmente cómo nacía una idea en la mente de «Freud». Monty parecía inteligente. Parecía como si estuviera pensando. No era así, bien lo sabe Dios.

A medida que pasaba el tiempo, la situación iba de mal en peor, y los costos causados por el tiempo perdido aumentaban enormemente. Yo controlaba mi furia, me armaba de toda la paciencia que podía y continuaba poniendo en práctica todos los trucos que conocía para lograr una interpretación de Monty. Era inútil. Finalmente decidí ponerme duro con él. Me fui a su camerino, abrí la puerta y la cerré tras de mí dando un portazo tan fuerte que un espejo se cayó de la pared y se hizo añicos, esparciendo cristales por todo el cuarto. Monty me miró con expresión vacía. Yo le devolví una mirada hostil. Quería que notara mi enojo. Finalmente me dijo:

—¿Qué vas a hacer…, matarme?
—¡Lo estoy pensando seriamente! —contesté.

Él se encogió de hombros; le daba igual.

He leído recientes relatos de este incidente en los cuales se dice que entré en el camerino de Monty y rompí las sillas y los espejos y desgarré el sofá. Simplemente no fue así. Pero a partir de ese momento, para Monty y sus simpatizantes, las acusaciones de brutalidad estaban respaldadas por los «hechos». Monty añadió leña al fuego durante la secuencia de un «sueño» de alpinismo. Él tenía que «trepar» por una cuerda, bajo la cual había unos colchones. Los habíamos puesto para garantizar la integridad física de Monty en caso de que resbalara. Al final de cada toma podía soltar la cuerda y dejarse caer sobre los colchones, que estaban a dos o tres metros, o bajar poniendo una mano bajo la otra. En lugar de hacerlo así, después de cada plano, cuando yo gritaba «¡Corten!», Monty se deslizaba por la cuerda agarrándola con fuerza. De este modo se quemó las manos terriblemente. Nunca entenderé por qué lo hizo. Quizá estaba completamente desorientado. Quizá su sensibilidad estaba acorchada por las drogas. Sólo recuerdo que me quedé espantado al verle las manos. Sus defensores me han acusado de haberle hecho esto deliberadamente, exigiendo toma tras toma mientas la sangre de sus manos chorreaba por la cuerda. ¡Una estupidez inconcebible! Monty, por razones personales, se estaba castigando a sí mismo.

Parece ser que mi fama de cruel proviene de esta película. Me resulta imposible de entender. Simplemente yo no soy así; ésa no es mi manera de trabajar. Ni siquiera doy instrucciones cuando son necesarias, salvo en un aparte discreto con el actor. Cuando un actor tiene dudas, esto se percibe y va en detrimento de su actuación; por eso, procuro siempre darles confianza en sí mismos, no quitársela. Aparte de Montgomery Clift y —por influencia suya— de Susannah York, creo que nunca he tenido conflictos con los actores; desde luego, ningún conflicto importante o que perdurara.

En la penúltima escena de la película, Freud pronuncia su famosa conferencia sobre el complejo de Edipo ante un público hostil y luego sale a la calle. Se produce una pequeña refriega, en el curso de la cual le tiran al suelo su sombrero de copa. Él le ordena a un hombre que le ha insultado que lo recoja, y el hombre obedece. Al caer, el sombrero le dio en un ojo a Monty. No veíamos hematoma ni señal de ningún tipo, pero al día siguiente él se quejó de que le pasaba algo en el ojo. No veía bien, e insistía en que era responsabilidad del estudio. Así que hicimos que le examinara un oculista, y se descubrió que Monty tenía cataratas muy avanzadas en ambos ojos y estaba, de hecho, a punto de perder la visión. Antes de que supiéramos nada de esto, yo hice un comentario de muy mal gusto. Pensé que la insistencia de Monty en ver a un oculista no era más que otra muestra de hipocondría. Se acercaban las Navidades y yo dije:

—Supongo que ahora tendremos que regalarle a Monty un perro lazarillo por Navidad para que le guíe por el plató.

Dado lo que le ocurría, eso no tuvo ninguna gracia.

No había medio de razonar con Monty. Tenía pruebas incontrovertibles de que el problema de su vista venía de muy lejos, pero insistía en que la lesión se la había producido el sombrero de copa y quería demandar al estudio. Lo único a lo que tenía derecho legalmente —aun en el caso que su reclamación fuera justa— era a 75 dólares a la semana por incapacidad. Pero Monty se negaba a escuchar cuando se le explicaba esto. Él quería presentar una demanda. Le aconsejé que hablara con sus agentes y les preguntara cuál era su posición en este asunto. Tampoco estaba dispuesto a hacer eso, así que llamé a Lew Wasserman —el director de la agencia MCA, que representaba a Monty— y hablé con él delante de Monty, en la esperanza de que atendiera a razones si se lo decía alguien en quien él confiara. No asimiló ni una palabra. Monty era algo imposible. Hablé con Wasserman de nuevo y le dije:

—Lew, tienes que mandar a alguien de tu agencia aquí para hablar con Monty. ¡Necesita ayuda!

Lew envió a un hombre de la oficina de MCA en Londres, pero Monty apenas le hizo caso.

El pobre diablo no estaba en su sano juicio la mayor parte del tiempo. En momentos de frustración, a uno se le olvidaba que Monty era un hombre terriblemente enfermo.

La construcción de Freud escena por escena, o, más bien, idea por idea, seguía, como ya dije, los pasos que dio Freud para elaborar la teoría del complejo de Edipo. Para mantener el interés, cada paso tenía que quedar muy claramente demostrado y ser perfectamente comprendido por el público. Era una historia de suspense intelectual, y no podía suprimirse ningún paso sin afectar a la lógica del conjunto. Había que educar al público en el transcurso de la película, pero el proceso didáctico tenía que permanecer integrado en el fluir de la línea argumental. Al público no le gusta que le digan que le están dando una lección cuando ha pagado para que le entretengan. Dejar claro un concepto tan difícil como el del inconsciente costó mucho trabajo. No obstante, sin la comprensión de la naturaleza del inconsciente, el relato no tenía sentido; yo había esperado que la película lograra que los espectadores salieran del cine en un estado de duda respecto a su propia capacidad de hacer una elección consciente o de libre albedrío, comprendiendo que su mente consciente desempeña solamente un papel menor en muchas de sus decisiones.

Cuando la película estuvo terminada, duraba dos horas y veinte minutos. Hicimos varios pases en el estudio con público invitado y, en general, admiraron la película, pero el principal comentario que ponían en las tarjetas era que resultaba demasiado larga. Había poca acción y ninguna oportunidad de alivio por la vía del humor. La tensión crecía implacablemente a medida que la película seguía el razonamiento de Freud. Debo reconocer que los espectadores parecían más fatigados que iluminados.

Muchos la consideraron una película muy atrevida para su tiempo. Pero la predicción de que el público se sentiría moralmente ofendido por la sugerencia de una sexualidad infantil, por ejemplo, fue muy exagerada. Al público le importaba un comino que los niños pensaran en el sexo, que les influyera o que lo practicaran. Más bien estaban defraudados de que no hubiese más sexo en la película, especialmente entre adultos. Pero lo que querían era sexo «sano», el tipo de sexualidad que representaba Marilyn Monroe. Estoy seguro de que les molestaba la simple insinuación de que hubiese nada sexual en sus madres.

Yo quería que la película se estrenase como estaba, pero la reacción de los espectadores en los pases privados estaba en contra mía: los ejecutivos del estudio me convencieron de cortar una escena que ofendía sus propios conceptos morales. La escena mostraba a una muchacha que contaba bajo hipnosis, en presencia de su padre, cómo éste la había asaltado. No debería haber aceptado este corte; la escena era muy importante para el relato porque mostraba una de las falsas pistas que condujeron a Freud a explorar en una dirección equivocada. El hecho de que este incidente fuera cierto le llevó a pensar que otros testimonios similares referidos a agresiones sexuales también lo eran, mientras que la mayoría de las otras pacientes solamente habían imaginado «relaciones» con sus padres; sus confesiones eran simplemente fantasías que expresaban un deseo.

Pero el corte se hizo, y la película seguía siendo demasiado larga. Hubo otros cortes menores para dejarla en algo menos de dos horas, y los espectadores continuaban quejándose de su longitud. No se agilizan las películas lentas cortándoles escenas. En todo caso, parecía más larga a causa de los cortes, porque la imprescindible cadena de lógica se había roto.

El estudio decidió hacer una larga exhibición en los cines de arte y ensayo de Nueva York antes de estrenarla normalmente por todo el país. Freud tuvo mucho éxito en esos cines y el público abarrotaba las salas. Pero en el estreno general no fue bien acogida. Tuvo unas pocas críticas buenas y los psiquiatras la alabaron, pero en conjunto el público la rechazó. Los jefes del estudio habían puesto muchas esperanzas en ella, pensando que sería su producción más importante del año. Resultó una desilusión tanto para ellos como para mí, lamentablemente. Intentaron cambiarleel título por el de Freud: Pasión secreta. No sirvió de nada.

Vi Freud de nuevo recientemente. Hay cosas buenas en la película. A pesar de las dificultades que tuve con Monty, su genio se percibe, y al final creo que ofrece una interpretación extraordinaria.

Hay excepciones. La primera escena entre Freud y su madre es floja, reminiscente de las viejas películas biográficas. En realidad era una escena de sustitución, rodada en el último momento para sustituir a otra en la que Monty no estuvo a la altura. Así que la película empieza mal. No creo, sin embargo, que ésa sea la razón del rechazo del público en general. No tengo la respuesta a eso.

(Continuará...)

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