John Huston

Capítulo 23
Moby Dick fue la película más difícil que he hecho en mi vida. Perdí tantas batallas mientras la hacía que llegué a pensar que mi ayudante de dirección estaba conspirando contra mí. Luego comprendí que era solamente Dios. Dios tenía una buena razón. Ahab veía a la ballena blanca como una máscara de la Deidad, y a la Deidad como una fuerza maligna. Para Dios era un placer atormentar y torturar al hombre. Ahab no negaba la existencia de Dios, simplemente le consideraba un asesino…, una idea absolutamente blasfema: «¿Ahab es Ahab? ¿Soy yo, es Dios, o quién, el que levanta este brazo?… ¿Dónde van los asesinos?… ¿Quién condena, cuando el propio juez es llevado ante el tribunal?»
La película, como la novela, es una blasfemia, así que supongo que podemos pensar que cuando Dios nos envió aquellos terribles vientos y aquellas espantosas olas estaba defendiéndose.
He oído decir a la gente que había leído Moby Dick cuando eran niños. Esto les define instantáneamente como mentirosos. Nadie que no tenga por lo menos quince años —y sea muy maduro para su edad— podría enfrentarse a esas páginas. Trasladar una obra de esta magnitud a un guión era una empresa abrumadora. Considerándolo retrospectivamente, me pregunto si es posible hacerle justicia a Moby Dick en el cine.
Yo había leído varios relatos de Ray Bradbury y veía en su obra algo de esa cualidad elusiva de Melville. Ray había indicado que le gustaría colaborar conmigo, así que cuando llegó el momento de escribir el guión, le pedí que se reuniera conmigo en Irlanda.
Ray es el mejor argumento que conozco en favor de quienes creen que Hal Croves era B. Traven. Sumamente original en su obra, desde la idea misma al giro de una frase, en la conversación normal Ray hablaba siempre a base de tópicos y lugares comunes. Este hombre, que enviaba a la gente en vuelos exploratorios a lejanas estrellas, tenía pánico a los aviones. Costaba trabajo convencerle hasta de entrar en un coche. Recuerdo haber ido una mañana a Dublín con Ray. Llevábamos un chófer prudente que conducía a una velocidad moderada. Yo iba en el asiento delantero. Murmuré justo lo bastante alto para que Ray me oyera:
—Va usted un poco demasiado rápido, chófer. Reduzca.
—Sí, ¡reduzca la velocidad, por Dios santo! —dijo Ray inmediatamente.
El chófer me miró con expresión de desconcierto. Le guiñé un ojo. Comprendió, y disminuyó la velocidad. Ahora íbamos como a treinta kilómetros por una carretera de primera.
—¡Por amor de Dios, hombre! ¿Quiere usted matarnos? —exclamé.
Ray estaba ya prácticamente llorando. Cuando el chófer redujo a quince kilómetros por hora, Ray seguía rogándole que fuera más despacio.
Antes de empezar a rodar, para que nos ayudara a construir las maquetas, pedí que se hicieran una serie de dibujos de todas las escenas en que aparecieran las ballenas, desde la caza normal y el arponeo, a la primera vez que se ve a la Gran Ballena Blanca, la persecución final y la muerte de Ahab. Estos dibujos nos ayudarían a decidir qué escenas debíamos rodar en estudio, en ciclorama, en tanques de agua, o en mar abierto, y servirían para ilustrar cómo debíamos pasar de la maqueta a la «acción en vivo» con actores en buques de tamaño natural.
Así vi por primera vez el trabajo de un joven dibujante de cómics, cuyo nombre era Stephen Grimes, que hacía animación para el estudio Disney en Londres. Inmediatamente reconocí a un dibujante excepcional y le contraté.
Steve era un muchacho de poco más de veinte años, penosamente tímido. Era pelirrojo, con esa pálida tez típicamente inglesa. Si le hablabas directamente, un gran rubor se extendía por su rostro. Era una suerte que supiera dibujar, porque apenas hablaba. Ahora ha mejorado, pero todavía es preciso afinar el oído para enterarte de lo que dice. A él le parece que está gritando. Una vez estuve de visita en casa de los Grimes y descubrí que toda la familia se comunicaba en un tono de voz casi inaudible. Les veías mover los labios, pero parecía que nada salía de ellos. Entre sí se oían perfectamente, pero nadie fuera del círculo familiar se daba cuenta de que mantenían una conversación. Cuando hablaba con Steve tenía la sensación de que me estaba quedando sordo.
Desde entonces Steve y yo hemos trabajado juntos en muchas películas. Es tan bueno artísticamente que yo esperaba que se dedicara en serio a la pintura al terminar su contrato como director artístico. Al parecer no podía permitírselo. No sólo tenía una esposa y varios niños, sino que, a pesar de su timidez, establecía relaciones amorosas por dondequiera que iba. Allá donde estuviésemos, se enamoraba apasionadamente de alguien. En general, las mujeres de las que se enamoraba estaban separadas de sus maridos y tenían hijos, y como Steve es sumamente responsable, se sentía obligado a ayudarlas económicamente. Cuando pasaban a un segundo plano en su vida, continuaba ayudándolas, así que tenía una lista de responsabilidades de la longitud de un pergamino chino. Sus mujeres eran de todos los tamaños, formas y nacionalidades y, por lo general, todas atractivas.
Rockwell Kent hizo una vez unas interesantes ilustraciones para una edición limitada de Moby Dick. Su dibujo de Queequeg se parecía mucho a mi viejo amigo el conde Friedrich Ledebur. Probamos a varias personas para ese papel, pero ninguna de ellas tenía esa presencia poderosa, esa combinación de fiero primitivismo y de bondad, que yo quería que tuviese el personaje. Así que convencí a Friedrich de que hiciese una prueba. Medía un metro noventa, era esbelto pero musculoso y tenía la edad adecuada. Su caracterización fue complicada. Le afeitamos la cabeza y pusimos un moño de pelo sujeto a su cráneo pelado. Tenía los ojos azules, por lo que hubo que hacerle lentillas oscuras. Le pintamos un tatuaje como el que describe Melville. Los rasgos aguileños de este aristócrata austríaco se trasformaron perfectamente en los del salvaje.
El trabajo de pre–producción lo hicimos en Madeira, donde los balleneros portugueses siguen cazando desde lanchas abiertas exactamente igual que lo han hecho desde generaciones. Después rodamos varias escenas de interiores en los estudios Shepperton, cerca de Londres, entre ellas la primera noche de Ismael en la posada y el sermón del padre Mapple; una interpretación magistral de Orson Welles. La interpretación de Orson estaba tan próxima a la perfección que me hizo sentirme optimista respecto al resto del rodaje. Me equivoqué.
Habíamos construido varias ballenas, desde maquetas gigantescas a otras de un metro. La compañía de construcción de aviones de Havilland trabajó en un modelo electrónico. Ninguna de las ballenas mecánicas resultó satisfactoria. En el taller se movían bien sobre sus soportes, pero cuando las poníamos en el agua, su comportamiento cambiaba radicalmente. La mayoría de ellas se iban directamente al fondo.
Para el trabajo con maquetas hicimos un tanque de agua con un ciclorama en los estudios ABC, en las afueras de Londres. Estaba bastante bien ejecutado, pero la elección del lugar fue desafortunada. Muy temprano por la tarde el sol se situaba detrás de los árboles de una propiedad colindante con los terrenos del estudio y proyectaba sombras sobre el ciclorama. Los dueños de la finca, muy justificadamente, se negaron a talar los árboles; por lo tanto esas sombras reducían nuestro tiempo de rodaje a unas pocas horas por la mañana, aparte de algunos planos que pudimos hacer cuando el cielo estaba nublado. El trabajo con maquetas continuó durante toda la producción, pero rodamos muy pocos metros útiles con el ciclorama. Tuvimos que realizar la mayor parte del rodaje en el mar, en unas condiciones espantosas.
Nuestro siguiente paso fue trasladarnos a Fishguard, en Gales, para hacer las escenas de la Ballena Blanca, y allí empezaron los verdaderos problemas. Ese invierno el tiempo fue el peor de la historia de las islas Británicas. Dos lanchas motoras especiales naufragaron frente al puerto de Fishguard. El catálogo de desgracias era increíble.
Las dificultades que la naturaleza nos tenía reservadas se incrementaron por el hecho de que los estudios ABC de Londres intentaban ahorrar dinero tomando atajos. Trabajaban en colaboración con los capitalistas de Estados Unidos —Elliot Hyman, los hermanos Mirisch y otros promotores—, pero eran persistentemente tacaños, y el resultado fue que acabaron gastando muchas veces las cantidades que estaban tratando de ahorrarse.
Un ejemplo de ello fue el equipamiento del navío de Ahab, el Pequod, de 340 metros, casco de madera y tres mástiles, anteriormente llamado el Rylands. El navío había sido botado unos cien años antes y cuando nosotros lo compramos se utilizaba como acuario y atracción turística en Scarborough, en la costa de Yorkshire. En un astillero inglés lo modificaron, construyeron una superestructura, añadieron una cubierta de popa elevada y lo aparejaron. Luego le pusieron unos motores que —para ahorrar dinero— eran demasiado pequeños para el tamaño y el peso del casco. Además, en lugar de colocar los motores y el generador en la mitad del barco, donde deberían haber estado, el estudio insistió en ponerlos en el sitio donde costaba menos: bajo la cubierta de popa. El ruido era constante y era imposible escapar de él.
Queríamos que el barco tuviera auténticos aparejos de cruzamen, pero este arte había desaparecido. Aunque el aspecto del velamen era el adecuado, había debilidades fundamentales que fueron la causa de que el navío quedara desarbolado por dos veces. Todas estas deficiencias, junto con el mal tiempo, produjeron una serie de problemas que constituían una pesadilla. La cubierta de popa elevada nos convertía en juguete de los vientos, los cuales nos llevaban de acá para allá hasta el punto de que a veces estábamos casi girando en redondo. Era preciso tener los motores en marcha constantemente para poder avanzar, y esto significaba que era imposible grabar el diálogo debido al ruido. Era una cosa detrás de otra.
Tuvimos dos capitanes de barco durante el rodaje. El primero era un hombre bajito. Yo le observaba y cada vez que iba al timón, se daba en la cabeza con la botavara, tras lo cual miraba furioso a la botavara y a todos los que estaban cerca de él. Al parecer, todos estos golpes en la cabeza le afectaron, porque el hombre iba de mal en peor. Tenía rabietas y explosiones de cólera. Llegó a creerse el amo en todos los sentidos, no solamente en lo concerniente a gobernar el barco, sino también en dirigir la película. Llegados a ese punto, hubo que prescindir de él. Tuvimos la suerte de conseguir al mejor marino que existía: Allan Villiers, un magnífico capitán de buques de vela y autor de una docena de grandes libros sobre náutica y sobre historia de la navegación. Jamás lo habríamos conseguido sin él, porque fue después de que él tomara el mando cuando realmente comenzó el mal tiempo.
Un día hubo una galerna que nos hizo volver a toda prisa al puerto. Pero en esa ocasión el viento venía en una dirección desacostumbrada y soplaba directamente dentro del puerto, convirtiéndolo en un lugar tan desprotegido como el mar abierto. Nuestros motores eran insuficientes para mantener el rumbo, por lo que íbamos remolcados. Cuando entramos por el canal del puerto, me quedé horrorizado al ver que varios barcos y botes estaban montados sobre las rocas, cuando en condiciones normales deberían haber estado, simplemente amarrados, en el agua tranquila.
No bien habíamos pasado la boca del puerto, el cable que nos unía al remolcador se soltó. El viento azotaba al Pequod de costado, empujándonos también hacia las rocas. El capitán Villiers mandó bajar una pequeña motora y la envió al remolcador para coger un nuevo cable. Entonces la motora llevó el cable hasta una boya, lo amarró allí y regresó al Pequod, donde el resto del cable fue amarrado al palo mayor. Cuando concluimos esta maniobra, sólo quedaban unos pocos metros de cable. Una vez que el primer cable estuvo sujeto, trajeron otro desde el remolcador al barco y volvimos a estar a salvo. Recuerdo las palabras de Villiers mientras se hacía todo esto:
—¡Actúen con rapidez, caballeros! ¡La seguridad del barco está en juego!
La Gran Ballena Blanca que utilizamos en el mar medía doscientos setenta metros de largo y estaba construida de tal modo que pudiera ser arrastrada por un remolcador. Se sumergía o salía a la superficie dependiendo de la velocidad a la que fuese remolcada. Teníamos varias de estas maquetas. Hechas de acero y madera y recubiertas de látex. Eran bastante caras, entre 25.000 y 30.000 dólares cada una. Perdimos dos. Iban tiradas por cables de nailon de cinco centímetros, pero la fuerza de las olas era tan grande que cuando un cable flojo se tensaba de repente, saltaba como la cuerda de una guitarra. La última ballena que perdimos fue avistada por un buque de línea, el cual informó de que era un peligro para la navegación. Creo que finalmente se estrelló contra un dique frente a las costas holandesas.
Generalmente teníamos hombres en lanchas mientras tomábamos las escenas de la ballena. Esto era arriesgado con mal tiempo, y cuando las olas eran peligrosamente altas, traíamos las lanchas al barco. Pero era precisamente en esas condiciones cuando los cables se rompían y la ballena se alejaba llevada por las corrientes. Así que teníamos que elegir entre salvar a los hombres o a las ballenas. Además de las sumas gastadas en ballenas desaparecidas, estaba el coste de no tener disponibles a las ballenas para rodar durante los infrecuentes momentos en que el tiempo mejoraba. El oleaje era tan fuerte que muchas veces ni siquiera podíamos salir al mar, así que la acumulación de tiempo perdido era pavorosa.
A pesar de las condiciones meteorológicas, hubo pocos accidentes durante el rodaje de Moby Dick. Leo Genn se hizo daño en la espalda al caerse desde una altura de unos seis metros a una lancha, que descendió cuando debería subir. Le llevaron a un hospital y allí le escayolaron, pero volvió al trabajo al cabo de un par de semanas. Fue una suerte que no se matara nadie.
Un día yo estaba en un remolcador frente a la costa de Fishguard rodando planos generales del Pequod. Hacía viento. Las velas estaban hinchadas, pero no era una galerna. Sin embargo, el frío era terrible. Había un hombre en lo alto de cada uno de los tres mástiles, y finalmente Angela Allen dijo:
—John, llevan casi dos horas allí. Es muchísimo tiempo con este frío.
Inmediatamente cogí un megáfono y les ordené que bajaran. Exactamente cuando el último hombre saltó a cubierta, los tres mástiles se vinieron abajo. Los mástiles estaban unidos por cabos y cuando se caía uno, arrastraba a los otros. Si hubieran cedido un momento antes, o si yo hubiese llamado a los hombres un momento después, éstos habrían caído sobre cubierta desde una altura de veintisiete metros o habrían sido arrojados por la borda. En ambos casos, los habríamos perdido.
Una vez nuestros productores norteamericanos nos hicieron una visita para averiguar por qué íbamos tan retrasados. Nosotros estábamos en el mar cuando ellos llegaron a Fishguard, y zarparon en una motora para reunirse con nosotros en el Pequod. Cuando se acercaron al costado del velero había grandes olas. La motora subía y bajaba de un modo mareante. Nos miraron desde abajo, con las caras verdes y crispadas. Miré a mis compañeros, que estaban apoyados en la barandilla, y vi que todos sonreían perversamente.
Era imposible pasar de un barco a otro con aquel mar, y los productores regresaron a tierra lo más rápido que pudieron. Cuando llegamos a puerto y nos reunimos con ellos en el hotel, todas sus preguntas respecto al retraso habían quedado contestadas. Ofrecieron —con considerable desembolso para ellos— que nos trasladáramos a las islas Canarias para rodar las secuencias de mar que nos faltaban. Debo quitarme el sombrero ante ellos: fueron muy comprensivos.
Hubo algunos momentos alegres durante el rodaje cerca de Fishguard. Una vez vimos que se aproximaba un buque de línea.
Di la orden de que todo el mundo se tumbara en cubierta y se hiciera el muerto. El buque se acercó hasta unos cien metros más o menos. Veíamos a la gente correr de un lado a otro sobre sus cubiertas, señalando al Pequod. Debíamos parecer un navío fantasma de otro siglo. Cuando se detuvieron y comenzaron a bajar un bote salvavidas, todos nos levantamos de un salto y les saludamos agitando los brazos.
Las escenas del puerto las rodamos en Youghal, cerca de la ciudad de Cork. Aquí, una vez más, todos los intentos de economizar se volvieron en contra nuestra. Por ejemplo, dragaron el pequeño puerto de Youghal a un coste considerable, y por un poco más hubiesen podido profundizar unos metros más. Tal y como lo dejaron, únicamente podíamos entrar o salir con el Pequod cuando la marea estaba alta; es decir, sólo durante una hora al día aproximadamente.
Hicimos que el puerto de Youghal pareciera New Bedford. Pintamos las fachadas de las casas de una calle para que tuviesen el aspecto de la chilla de Nueva Inglaterra. Solamente hubo un hombre que no aceptó que le cambiásemos la fachada de su establecimiento: un bar. No lo necesitábamos imprescindiblemente (era fácil tomar los planos evitando su local), pero él no lo sabía y pretendía sacarnos más dinero. La gente de Youghal pensó que se había portado mal y le castigó boicoteando su establecimiento. Cuando llevábamos una semana o así rodando en el pueblo, me enteré de que nadie entraba en su bar, así que me pasé por allí con un par de amigos. Estaba vacío. El dueño me reconoció, y le dije:
—Siento lo que le ha ocurrido.
Se encogió de hombros.
—Me lo he buscado yo. Intenté recibir algo a cambio de nada.
¿Dónde, que no fuera Irlanda, alguien admitiría eso?
Después de Youghal hicimos algo más de trabajo en Londres y luego nos fuimos a las islas Canarias para terminar las secuencias marítimas. Como habíamos perdido dos ballenas grandes frente a la costa de Fishguard, tuvimos que construir otra al llegar a Canarias, y sabíamos que no podíamos permitirnos el lujo de perderla. En Canarias éramos un equipo de más de cien personas, lo cual suponía un gasto considerable; la película había costado ya la mitad del doble de lo presupuestado. Perder esta ballena podría muy bien significar el fin de la película. Esta vez no estoy seguro de que hubiese salvado antes a los hombres de las lanchas.
Empezamos a rodar y, efectivamente, un día el cable se soltó y la ballena empezó a ir a la deriva. Resolví el problema de que quedara abandonada metiéndome dentro de ella. Si perdían a la ballena me perdían a mí. Recuerdo que era el día de Nochevieja de 1955. Abrí la escotilla, me metí dentro de la ballena con una botella en la mano, saludé militarmente a la tripulación, di un largo trago y dije:
—Hasta el año que viene.
Luego desaparecí en el interior, cerrando la escotilla tras de mí.
El problema era pasar el cable por un gran agujero que había en el vientre de la ballena. Dos hombres emprendieron la tarea: un ayudante de dirección español que era campeón de natación y Kevin McClory, que nadaba muy bien y era sumamente valiente. Los dos hombres se sumergieron repetidas veces, tratando de sujetar el cable. Grandes olas levantaban la ballena fuera del agua y luego la dejaban caer de golpe. Estos hombres arriesgaron su vida, pero finalmente consiguieron sujetar el cable y la ballena iba de nuevo a remolque. Entonces salí de la ballena y volví a bordo del Pequod.
El último plano de la película era Ahab atado al lomo de Moby Dick con las maromas de los arpones. La escena tenía que hacerla el propio Greg Peck. No podía sustituirle un especialista debido a los primeros planos. La maqueta —una parte de la cabeza y el cuerpo de la Ballena Blanca— era en realidad un gran barril, con un engranaje que lo hacía girar a un ritmo constante. Había un agujero para que Greg metiera la pierna por él. Era preciso atarle firmemente, ya que la maqueta tenía que dar vueltas lentamente en el mar al extremo de un largo muelle. Durante todo el tiempo las máquinas de viento rugían y caían torrentes de agua mientras Greg se sumergía una y otra vez para que pareciese que las maromas de los arpones envolvían su cuerpo, atándole para siempre a su enemigo mortal. La maqueta tenía seis metros de diámetro, por lo tanto Greg estaba bastante tiempo bajo el agua en cada revolución. El peligro, por supuesto, estaba en que el mecanismo se estropeara mientras él estuviera bajo el agua. Todos contuvimos el aliento (como me imagino que hizo Greg) cuando empezamos esta secuencia, pero todo salió como estaba planeado y Ahab reaparecía cada vez, agitando el brazo por efecto del movimiento de la ballena, de modo que parecía que llamaba a sus compañeros.
La primera toma era perfecta y dije:
—¡Vale!
Greg sacudió la cabeza.
—Vamos a repetirlo, John, para asegurarnos.
Yo estaba seguro de que había salido bien, pero él insistió.
—Nunca podremos volver para repetirla. Vamos a hacerlo otra vez.
La hicimos de nuevo y por segunda vez todo fue perfectamente.
Cuando se estrenó Moby Dick yo pensaba que era una buena película, pero varios críticos no estuvieron de acuerdo conmigo. La Asociación Nacional de la Crítica Cinematográfica me mencionó para la mejor dirección del año y luego gané el premio de los Críticos Cinematográficos de Nueva York, pero algunas de las críticas —en especial por lo que se refiere a la interpretación de Greg— no fueron positivas, y ello debió de influir en la aceptación del público.
Yo, personalmente, creo que Peck le confirió al personaje una magnífica dignidad. La obsesión de Ahab se nos revelaba por medio de palabras pronunciadas en voz baja, de una intensidad trastornada y controlada en el pensamiento y en la acción, como si su alma hubiera sido traspasada por el rayo que le había secado de la coronilla al talón. No puedo imaginar que ningún otro actor hubiera dicho mejor el texto de «Es un día suave, suave…». Creo que la próxima generación apreciará más esa interpretación que la generación anterior. Lo que mucha gente había visto en la primera versión de Moby Dick con Barrymore les indujo a esperar un Ahab de gestos enloquecidos y mirada fija: eso no estaba en Melville. Ahora la película está siendo justamente valorada, y Gregory Peck recibe el aplauso que siempre mereció.
Greg es uno de los hombres más buenos y rectos que he conocido, y tiene verdadera talla moral. Llegué a sentir un gran afecto por él durante el rodaje de esta película; tuve la oportunidad de observarle muy de cerca y no tenía defecto en ningún aspecto. Después de Moby Dick quise hacer Typee con él, pero resultaba demasiado cara para los hermanos Mirisch de la Allied Artists. Luego tuvimos la idea de hacer El puente en la jungla, pero el papel que Greg podía haber interpretado en esa película era comparativamente corto, no era un papel protagonista. Él estaba totalmente dispuesto a aceptar cualquier papel que yo le propusiera, fuera o no de protagonista.
—Haré esta película para ti —me dijo— y luego tú haces una para mí, los dos trabajando por el mismo precio, así que el dinero no importa. Puede ser cero o medio millón.
Al final tampoco pudimos hacer El puente en la jungla, porque Allied Artists se decidió en contra del proyecto. Pero la historia ilustra la consideración en que nos teníamos Greg y yo.
Casi la primera cosa que yo hacía al llegar a California era llamar a Greg para verle. Teníamos varios intereses en común aparte del cine: los caballos, el arte primitivo, etc., pero, sobre todo, es que me agradaba estar con él, simplemente.
Una vez le visité en el estudio donde él estaba haciendo una película. Veronique, su esposa, estaba con él en el camerino. Fui a darle un beso en la mejilla, y ella retrocedió un par de pasos, y le lanzó a Greg una mirada suplicante. Era un comportamiento extraño y absurdo y me pregunté qué demonios le ocurría. Pensé que a lo mejor Greg se había vuelto celoso y había dicho que no besara a nadie, ¿aquella mirada interrogante sería para preguntarle si la orden era aplicable a mí también? Descarté la idea porque no concordaba con el carácter de Greg.
Pero desde entonces Greg me evitaba. Al principio no podía creérmelo. Le llamaba y le dejaba recados en su casa y en su despacho, pero él nunca me llamaba. Si hubiera sido casi cualquier otra persona, yo hubiera dicho «Que se vaya a la mierda», pero tratándose de Greg, no. Valoraba demasiado su amistad. Rebusqué en mi memoria tratando de encontrar una explicación a su conducta. Habíamos tenido a medias un caballo de carreras. Llamé a mi administrador para asegurarme de que Greg no hubiese llevado la peor parte en ningún sentido. Luego le pregunté a un buen amigo de Greg si tenía alguna idea de qué pasaba. Me dijo que no, pero que intentaría averiguarlo. Vio a Greg pero éste se negó a hablar de ello.
No mucho después yo estaba en una sala de grabación en los estudios de la Universal, donde Greg tenía un despacho. Entró inesperadamente, me vio, me saludó con un gesto de la cabeza, dio medio vuelta y se fue. Le di tiempo para volver a su despacho y luego le telefoneé. Después de una larga pausa su secretaria me dijo que él no estaba. Yo sabía que no era cierto, pero le dije que deseaba ver a Greg lo antes posible. Él no me llamó. Volví a telefonear media hora más tarde y la secretaria me dijo que ya se había marchado del estudio. Le pregunté si le había dado mi mensaje y me contestó que sí.
¿Por qué se apartó de mi Veronique aquella vez en el camerino? ¿Le había contado a Greg que yo me había propasado en alguna ocasión? Yo era una influencia del pasado además de ser un amigo íntimo, y a las recién casadas les molestan esos estorbos.
Años más tarde volví a encontrarme a Greg en unos estudios. Pareció alegrarse sinceramente al verme. Era evidente que le hubiera gustado hablar conmigo, pero esta vez fui yo quien le dio la espalda. Ya era demasiado tarde para volver a empezar.
Posiblemente Moby Dick haya sido la película más difícil —en el aspecto práctico — que he hecho, pero nunca he estado tan cerca del desastre absoluto como con mis dos siguientes películas, Sólo el cielo lo sabe y El bárbaro y la geisha, que hice para Buddy Adler de la 20th Century Fox. Yo había conocido a Adler cuando él era teniente coronel del Cuerpo de Transmisiones en el Pentágono, y después de la guerra llegó a ser director ejecutivo de producción de la Fox. En varias ocasiones me había pedido que realizara alguna película para él, pero siempre había coincidido con épocas en las que yo estaba haciendo otra cosa. Después de Moby Dick, sin embargo, Paul Kohner aceptó un contrato para que yo hiciese tres películas con la Fox. Entonces Adler me envió un guión escrito por John Lee Mahin, que había sido un guionista estrella en los viejos tiempos de la Metro. El guión era bastante prometedor, a pesar de estar basado en una novela muy mala que explotaba las más obvias implicaciones sexuales de la historia de un soldado de infantería de marina y una monja solos en una isla del Sur del Pacífico. Por esa razón yo la había rechazado anteriormente como posible adaptación cinematográfica. Pero la versión de Mahin reavivó mi interés. Había limpiado la historia con buen gusto y comprendí que —con algunos cambios adicionales— podría convertirse en una buena película. Mahin y yo nos fuimos a Ensenada, en Baja California, y escribimos un nuevo guión en cinco o seis semanas, trabajando en firme e intercambiando escenas. Las únicas interrupciones eran las visitas de Billy Pearson.
Billy y John Lee se cayeron de maravilla. Una mañana entraron en mi habitación con mi secretaria, Lorrie Sherwood. Recuerdo que la fecha era el 6 de agosto de 1956, porque la noche anterior yo había celebrado mi cincuenta cumpleaños en la fiesta dada por un amigo mejicano en su casa de campo cerca de Ensenada. La fiesta fue un éxito sonado. Yo ni siquiera recordaba cómo volví al hotel.
Cuando llegaron, a última hora de la mañana, yo aún estaba poniéndome toallas frías en la cabeza, y les hablé alegremente de la fiesta y de cómo me había sentido la noche anterior comparado con cómo me sentía ahora. John Lee, Billy y Lorrie permanecieron serios. No respondieron a mis bromas. Casi parecían una delegación oficial.
—¿Qué sucede? —les pregunté finalmente.
—John —contestó Lorrie—, los muchachos tienen algo que decirte. Hemos hablado de ello abajo, y creo que debes saberlo, si no lo sabes ya.
—¿Qué quieres decir? ¿De qué estás hablando?
—¿Recuerdas lo que hiciste cuando volvimos al hotel después de la fiesta? —preguntó Lorrie.
—¡No recuerdo nada en absoluto!
—Bueno, no me extraña, porque lo que sucedió es realmente insólito en ti.
—¿Qué sucedió? ¿De qué diablos me estás hablando?
Entonces tomaron la palabra Billy y John Lee. Después de regresar a mi cuarto, al parecer había bajado las escaleras, cruzado el vestíbulo y entrado en el restaurante —que estaba abierto toda la noche— en cueros vivos.
—¡Dios! ¡Es imposible!
—Es completamente posible —dijo Billy—. Los camareros te reconocieron. Te pusieron un mantel a la cintura y te llevaron otra vez a tu cuarto.
—John, ¿eres sonámbulo? —preguntó John Lee.
—De pequeño lo era. Pero desde entonces no ha vuelto a ocurrirme.
El problema se complicaba porque en aquel momento estaba en el restaurante una columnista de cotilleo de Los Ángeles.
—John, ya puedes prepararte para lo que esa fulana va a decir de ti en letra impresa.
Yo estaba sencillamente atónito. Horrorizado. Ellos intentaban animarme. Billy se rió forzadamente.
—Venga, John… ¡qué más da! Ya está hecho. Y tiene gracia… bueno… por lo menos a tus ojos…
Todo lo que decían abría todavía más la herida.
Llamé a recepción, hablé con el encargado y le pregunté qué había sucedido la noche anterior. Sí, había habido algún tipo de conmoción en el restaurante, pero no sabía los detalles. Tendría que esperar hasta la tarde que era cuando entraban de servicio el encargado y el personal de noche. Sudé sangre todo el día. Cuando llegaron los del turno de noche, llamé al encargado. Me dijo que sí, que era verdad, pero… ¡el protagonista de la historia era un dentista de Los Ángeles! No yo. Billy y John Lee me habían gastado una broma pesada. Lorrie no sabía nada; la habían utilizado para dar más credibilidad al asunto. Los hijos de la grandísima se rieron como hienas.
El guión nos quedó muy bien, en mi opinión. El reparto también era a mi entera satisfacción: Deborah Kerr y Bob Mitchum. Yo sólo conocía a Bob superficialmente, pero sentía gran respeto por su talento. Este era un argumento de dos personajes, más aún que La reina de África. Bob y yo hablamos en Londres, luego nos fuimos a Tobago, donde íbamos a rodar la película. Tobago era una posesión británica, y la película la financiaban conjuntamente la Fox y una compañía inglesa, con un equipo inglés. Todo iba como la seda.
Me habían dicho que Bob Mitchum era una persona difícil. Nada más lejos de la verdad. Era una delicia trabajar con él, y realizó una interpretación excelente. Es uno de los mejores actores con los que me he relacionado. Su aire despreocupado o, más bien, su falta de pomposidad se atribuyen a una falta de seriedad, pero cuando digo que es buen actor, quiero decir que es un actor de la talla de Olivier, Burton y Brando. En otras palabras, del máximo nivel en su profesión. En la mayoría de sus películas se limita a atravesar la pantalla con los ojos semicerrados porque eso es todo lo que hace falta, pero en realidad es capaz de interpretar a El rey Lear. En cuanto a que sea difícil…, bueno, valga este ejemplo.
En una escena Bob tenía que arrastrarse por la maleza con los codos, serpenteando como se hace en el ejército. Rodé la escena, pero no salió del todo bien, así que le pedí que lo hiciera de nuevo. La repetimos tres o cuatro veces. Finalmente dije: «¡Vale!» Bob se levantó y se dio la vuelta; estaba ensangrentado desde el cuello hasta los pies. Había estado arrastrándose sobre ortigas punzantes.
—¡Dios mío, Bob! —exclamé, y le pregunté por qué lo había hecho.
—Era lo que tú querías —contestó.
Eso era lo que contaba. Tampoco lo hizo para impresionarme. Bob nunca actuaba para la galería.
Si no recuerdo mal, Deborah fue nominada para el Óscar por su interpretación en Sólo el cielo. Había una escena en la cual se metía en un manglar, se caía y pasaba la noche allí, inconsciente, hasta que «Allison» la encontraba. Tobago tenía exactamente lo que esa escena requería: un pantano de lodo, lleno de serpientes y extraños animalillos. Deborah tenía que tumbarse en aquella porquería, y lo hizo sin una palabra de queja. Sólo años más tarde descubrí que había sido una prueba tan tremenda para ella que estuvo a punto de destrozarle los nervios. Cuando rodamos la escena no dijo nada, pero tuvo pesadillas con ese pantano durante muchas semanas. Todavía las tiene a veces.
La proximidad al desastre a la que me refería se produjo durante el «bombardeo» de la isla, que se suponía estaba ocupada por los japoneses. En la escena debían aparecer soldados japoneses corriendo, mientras las bombas estallaban a su alrededor.
Trajimos a un especialista en explosivos desde los Estados Unidos para que pusiera las cargas. Esto llevó varios días. El especialista empleaba cargas de dinamita muy grandes, para que hubiera grandes explosiones que levantaran toneladas de tierra. Había unas veinte «bombas» de éstas, cada una de las cuales estaba conectada a una tecla determinada en un teclado que manejaba el especialista en explosivos. Cada tecla era un interruptor que desencadenaba una explosión en un sector concreto. Un buen especialista toca ese teclado como si fuera Paderewski. Son extraordinarios: nunca pierden la cabeza y se equivocan de tecla. Recuerdo una escena de The Red Badge of Courage en la cual un hombre se cayó accidentalmente en medio de una zona minada para las explosiones. En la escena participaban cientos de hombres subiendo una colina a la carga, pero el especialista vio caerse a este hombre y no tocó la tecla que correspondía a esa mina. No se pueden marcar claramente los lugares donde se colocan las cargas porque la cámara podría tomar esas marcas, por lo tanto, el especialista ha de recordar dónde está puesta cada carga y seguir cuidadosamente la acción. Es evidente que debe poseer una memoria notable, además de la habilidad de ver a través del humo y del polvo.
Todo el mundo había ensayado varias veces para que nadie pudiera cometer un error. El especialista en explosivos, el operador y yo, junto con la cámara principal, estábamos encima de una plataforma de doce metros de altura. Había otras cámaras en diversos lugares. El especialista le dio a la tecla maestra, que conectaba todo el sistema, y en cuestión de segundos vimos que salía humo del suelo. El especialista se volvió hacia mí, lívido; sólo pudo decir: «¡Dios mío!» Era evidente que la lluvia de la noche anterior había provocado cortocircuitos en los cables enterrados. No era culpa del especialista, sino uno de esos accidentes imprevisibles. Adiviné lo que ocurría y grité: «¡Acción!» Las tropas echaron a correr.
—¡Adelante! ¡Adelante! ¡Más rápido, más rápido! —gritaba yo por el megáfono.
Y entonces el circuito completo estalló simultáneamente. No fue ¡bang! ¡bang! ¡bang! como una cadena de bombas, sino una enorme explosión que nos cegó y nos ensordeció a todos. La onda expansiva hizo que nuestra plataforma se tambaleara tan violentamente que casi nos caímos. La cámara estaba encadenada, pero se soltó. Hubo una lluvia de piedras y escombros en torno nuestro. Milagrosamente, ninguno de nosotros estaba herido y las «tropas» ya habían salido de la zona de la explosión.
Esperamos a que el terreno se secara y volvimos a hacerlo todo de nuevo. Esta vez no hubo el menor contratiempo.
Sólo el cielo lo sabe es una película que raras veces se menciona, pero yo creo que es una de las mejores que he hecho. No era ostentosa, tenía un diálogo sencillo y limpio, y estaba construida sobre unos cimientos de primera calidad. Huimos del tópico de la monja y el soldado, y el tema fue tratado con gran delicadeza. Un censor estuvo con nosotros durante el rodaje —una precaución de la Fox—, pero no hacía ninguna falta: no había un solo beso, ni siquiera un abrazo. El público les tomaba cariño a los dos personajes.
Las personas que trabajan en las películas desde el principio hasta el final, especialmente en los exteriores, llegan a considerar cada película como un mundo y una vida por sí misma. Los actores, los técnicos, todos están envueltos en este pequeño sistema planetario, que un día sencillamente toca a su fin. De repente se acaba y ya no puedes volver a él. Así, la vida del cineasta se subdivide en muchas vidas. Cuando una de ellas ha constituido una experiencia tan grata como lo fue Sólo el cielo, yo detesto que se termine. Tampoco me gusta decir adiós; siempre procuro desaparecer antes de la hora de los adioses. Me desesperan las fiestas de despedida. En el caso de esta película, rodé el último plano y me marché antes de ver la toma.
Estaba en París cuando recibí una llamada de Charlie Grayson y Eugene Frenke. Querían que hiciese la historia de Townsend Harris como segunda película de mi contrato con la Fox. Harris fue el primer diplomático norteamericano enviado a Japón después de que el Comodoro Perry y su flota forzaran la apertura de ese país en 1853. Él llegó allí en 1856 y, según la leyenda, se enamoró de una geisha llamada Okichi. Supuestamente ella se suicidó después de que él se marchara.
Charlie había escrito un guión y podíamos empezar inmediatamente. Se aprovecharon de una de mis debilidades: esto me ofrecía la oportunidad de ir al Japón, un país en el que no había estado nunca. Acepté, y así fue cómo empezamos El bárbaro y la geisha. Puede que hubiera sido mejor no empezarla.
Eugene Frenke es un hombrecito escuálido que habla el inglés con un marcado acento ruso y es dado a hacer gestos obscenos. Está casado con Anna Sten, a quien le ha sido infiel desde, bueno, desde siempre. Afortunadamente, ella lo entiende y le adora, como él a ella. Frenke no ha cambiado de aspecto ni un ápice desde el primer día en que le vi hasta hoy. Él atribuye este hecho a una pócima que toma dos veces al año en Japón. Es muy activo, tanto en el dormitorio como en la cancha de tenis y, por lo que yo sé, debe de tener noventa y nueve años. Por su físico y su conducta parece que tiene, por el camino más corto, veinte años menos que yo, y está lleno de buena voluntad, de buenas obras y de grandes ideas.
Regresé a Los Ángeles, y después de algunas conversaciones preliminares, Charlie Grayson y yo nos fuimos a México para trabajar en el guión. Estaba bastante bien construido, pero no muy bien escrito. Unos tres meses antes de comenzar el rodaje, sin tener el guión terminado, Charlie y yo nos fuimos a Tokio. Me encantó lo que vi. Jack Smith, el director artístico de la Fox, se reunió con nosotros allí y localizamos los principales exteriores y entrevistamos a algunos buenos actores japoneses. Nuestra primera preocupación en lo que se refiere al reparto era el papel de Okichi, la muchacha japonesa.
Desde 1957 se ha producido una revolución en los gustos y en la cultura en Japón. Hoy en día los actores y actrices japoneses se someten a operaciones en la nariz y en los ojos y siguen las últimas corrientes de la moda del mundo occidental en lo que se refiere al peinado y al vestido. Pero cuando nosotros estuvimos allí, nuestra influencia corruptora solamente había comenzado a hacerse sentir. El concepto japonés de belleza femenina era una mujer baja con la nariz larga. El rasgo más admirado en una mujer era la nuca desnuda. Buscamos en vano entre las actrices japonesas una Okichi que fuera físicamente atractiva para el público occidental. En esa búsqueda acudimos a numerosas casas de geishas que, contrariamente a lo que se cree en Occidente, no son fundamentalmente burdeles, sino más bien lugares de esparcimiento en donde las artes de la conversación, de la danza y de la música desempeñan un papel principal. Por supuesto también interviene la sexualidad, pero de una forma bastante especial. Los clientes ricos pujan para tener derecho a desflorar a una joven maiko cuya formación haya concluido. «El dinero de almohada», por la primera, la segunda y la tercera noche sirve para reembolsar a la casa la suma que pagó a los padres de la chica y los gastos de su elaborada educación. Una vez saldada esa deuda, la chica se convierte en una geisha completa.
En una de nuestras primeras noches en Tokio visitamos una casa de geishas y vimos a una muchacha más bella que ninguna de las que encontramos en nuestra búsqueda de las semanas siguientes. Charlie Grayson me la recordó, y le pedí a los representantes de la Fox que averiguaran si podíamos hacerle una prueba. Resultó que la casa de geishas pedía «dinero de almohada» por hacerle la prueba. La casa preguntaba también si yo quería «participar plenamente». Les respondí:
—No, pagad el dinero de almohada, pero dejemos que siga siendo virgen.
La casa no contestó durante algún tiempo y luego informó que la chica había sufrido un ataque de apendicitis y la habían mandado a su pueblo. Al parecer, únicamente había una forma correcta de proceder en ese asunto, y la casa no estaba dispuesta a hacer una excepción en mi caso.
Sólo unos días antes de partir hacia Estados Unidos seleccionamos a la actriz Eiko Ando para el papel. Era alta y de piernas largas, al revés que la mayoría de las japonesas, y provenía del norte de la isla septentrional de Hokkaido. A los japoneses, en general, no les gustaba. Les parecía que le faltaba distinción; su tipo de belleza no les resultaba atractivo.
Después de ese primer viaje, Charlie y yo regresamos a Estados Unidos y nos pusimos a terminar el guión… o más bien, a intentarlo. Nunca lo terminamos de un modo que me pareciera satisfactorio. Hice que otros escritores le echaran una mano a Charlie, pero no salió nada que fuera bueno. Finalmente, cuando volvimos a Japón para empezar a rodar la película, me encontré rodando de día y escribiendo escenas futuras por la noche.
Elegimos a John Wayne para el papel de Townsend Harris, pensando que su figura maciza, su falsa inocencia y sus aristas ofrecerían un contraste interesante con los menudos y civilizadísimos japoneses; que las diferencias físicas servirían para poner de manifiesto las diferencias entre sus puntos de vista y sus culturas.
La segunda vez que estuve al borde del desastre fue durante el rodaje de esta película. Townsend Harris tuvo un comportamiento heroico durante una epidemia de cólera. Para impedir que la enfermedad se extendiese, prendió fuego a un pueblo infectado, luego apiló los cadáveres de las víctimas del cólera en unas barcas y los llevó al mar para quemarlos allí. Para esta escena construimos una gabarra de doce metros de largo que se suponía que estaba llena de cadáveres. Luego le prendimos fuego y la echamos al mar sobre unos troncos desde una playa cercana al pueblo de Yto. Antes de la botadura atamos un cabo a la gabarra para poder controlarla y lo amarramos a un muelle que había al final de la playa, en la dirección opuesta al pueblo. No sé cómo, el cabo quedó enganchado bajo la gabarra cuando la echamos al mar y se cortó. La gabarra en llamas se fue a la deriva, arrastrando el largo cabo que debería haberla sujetado. De momento esto no era un problema, ya que nos permitió tomar lo que queríamos: un plano general de la pira ardiendo mientras se alejaba lentamente en la oscuridad. Pero luego se levantó un viento que soplaba hacia la costa y llevó la gabarra hacia un grupo de barcos de pesca japoneses anclados en una pequeña cala cerca del pueblo. Nos quedamos allí, impotentes, viendo cómo aquella inmensa antorcha flotante —que ahora ardía furiosamente— se metía entre los barcos. Todos tenían motores y llevaban depósitos de combustible a bordo. Algunos barcos se incendiaron enseguida. Yto era poco más que una colección de casas de papel levantadas en torno a la cala. Una chispa hubiera hecho que ardiera la aldea entera. Hubiese sido un holocausto; cientos de personas habrían perecido.
Quien salvó la situación fue un japonés que se acercó remando en un pequeño bote con una espadilla en la popa, para buscar el cabo cortado que arrastraba tras la gabarra. Lo encontró, se sumergió y lo llevó hasta el punto más cercano en la orilla, donde le estábamos esperando. Tiramos del cabo y fuimos conduciendo la gabarra a lo largo de la orilla hasta el muelle, lejos del pueblo. Mientras tanto los aldeanos corrieron para ayudar a los pescadores a apagar los incendios de sus barcos y consiguieron extinguirlos antes de que llegaran a los depósitos de gasolina. Así de cerca estuvimos de la tragedia.
Entonces comenzaron los disturbios. Algunas personas piensan que los japoneses son gente estoica y cortés que nunca manifiesta sus emociones. Me consta que no es así. Enloquecieron. Los pescadores y los aldeanos atacaron a los japoneses relacionados con la película. A muchos les apalearon hasta dejarlos inconscientes, y no me explico que nadie resultara muerto. De vez en cuando se calmaban los ánimos y luego volvían a estallar las revueltas. La gente que trabajaba para nosotros era tan violenta como los del pueblo. Había un período de tranquilidad, entonces uno de los nuestros volvía a iniciar todo el proceso atacando a alguien de la aldea… o al revés. Continuó a intervalos durante muchas horas.
El título original de la película era La historia de Townsend Harris. Yo estaba rodando una escena en las afueras de Tokio cuando alguien me enseñó un recorte de una revista profesional de Hollywood informando de que la Fox había cambiado el título por El bárbaro y la geisha. Sigue sin gustarme.
El bárbaro y la geisha resultó ser una mala película, pero era una buena película antes de que la convirtieran en mala. Yo he hecho películas que no eran buenas, de las cuales soy responsable, pero ésta no es una de ellas. Cuando la traje a Hollywood, la película, incluyendo la música, estaba terminada. Era una obra bien equilibrada y tratada con sensibilidad. Se la entregué al estudio y me marché apresuradamente a África para preparar Las raíces del cielo, que ya estaba prevista desde antes de que yo me fuese a Japón. Al parecer John Wayne se apoderó de la película. Tenía mucha fuerza en la Fox, así que aceptaron sus exigencias de que se hicieran cambios. La película se estrenó antes de que yo volviera a Francia después de realizar Las raíces, y cuando al fin la vi, me quedé horrorizado. Se habían rodado de nuevo varias escenas por insistencia de Wayne, simplemente porque no se encontraba favorecido en la versión original. Cuando el estudio acabó de destrozar la película siguiendo las instrucciones de Wayne, ésta era un horror. Mi amigo Buddy Adler admitió todo esto. Yo hubiera tomado medidas legales para que retirasen mi nombre de la película, pero me enteré de que Adler estaba mortalmente enfermo a causa de un tumor cerebral. En tales circunstancias, poner un pleito era impensable.
(Continuará...)
