Paraíso (XII)

Toni Morrison

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En 1922, los peones blancos se habían reído: una gran casa de piedra en mitad de ninguna parte. Los indios, no. Cuando hacía mal tiempo, en una región con pocos árboles, donde encender un fuego con troncos suponía un sacrilegio, el carbón era caro y las boñigas de vaca fétidas, aquella mansión les parecía una locura. El estafador había encargado toneladas de carbón, de las que no llegó a gastar ninguna. Las monjas que se quedaron con la casa tenían resistencia, queroseno y capas de hábitos muy bien hechos. Pero en primavera, verano y algunos otoños cálidos, las paredes de piedra de la casa eran una bendición de frescor.

Gigi subió corriendo por las escaleras para llegar antes que Mavis y quedarse con el agua disponible para el baño. Mientras las cañerías tosían, se desnudó y se miró en el único espejo sin pintar. Excepto una rodilla y los codos, el daño no era de importancia. Tenía las uñas rotas, claro, pero ningún ojo hinchado ni la nariz partida. Aunque al día siguiente tal vez apareciesen más marcas. Lo que la inquietaba era el labio, que se hinchaba alrededor de una herida. Si apretaba, salía un hilillo de sangre y, de repente, todo el mundo corría por las calles de Oakland, California. Las sirenas —¿policía?, ¿ambulancias?, ¿bomberos?— le golpeaban los tímpanos. Una pared formada por la policía que avanzaba les cortaba el paso hacia el este y hacia el oeste. La gente tiró lo que había traído o había conseguido encontrar y salió corriendo. Ella y Mikey, al principio, se cogían de la mano mientras corrían por un callejón, tras la multitud dividida. Una calle con casas pequeñas y césped. No hicieron fuego, no hubo disparos. Sólo se oían los gritos musicales de las chicas y el rugido de los hombres. Sirenas, sí, y megáfonos a lo lejos, pero no hubo cristales rotos, golpes ni disparos. Entonces, ¿por qué surgió un mapa rojo en la camisa blanca del niño? Ella no lo veía bien. La multitud se hizo más densa y se detuvo, algo le impedía seguir. Mikey estaba unos cuantos hombros por delante, abriéndose paso a empujones. Gigi miró otra vez al pequeño que estaba sobre el césped verde. Iba muy bien vestido: pajarita, camisa blanca, zapatos muy brillantes con cordones. Pero ahora la camisa estaba sucia, cubierta de peonías rojas. Tuvo una convulsión y le salió sangre por la boca. Extendió las manos, con cuidado, para recogerla, no fuera a estropearle los zapatos como ya le había estropeado la camisa.

El periódico habló de un centenar de heridos, pero no habló de disparos ni de que un niño hubiera recibido un tiro. No mencionaba al niño pulcro de color claro que llevaba su sangre en las manos.

Entraba un hilillo de agua en la bañera. Gigi se puso los rulos en el pelo, después se estiró boca abajo para examinar otra vez sus progresos con la caja escondida debajo de la bañera. La baldosa que tenía encima se encontraba completamente suelta, pero la caja de metal parecía estar pegada con cemento. Era un problema alcanzarla. Si se lo hubiera dicho a K. D., él la habría ayudado, pero entonces habría tenido que compartir el contenido: oro, quizá, diamantes, grandes fajos de billetes. Fuera lo que fuere, era suyo, y de Connie, si quería algo. Pero de nadie más. De Mavis no, desde luego. Seneca no querría nada, y esa chica que acababa de llegar, con esos ojos que parecían esquirlas de cristal y esa cabeza con tanto pelo rizado, ¿quién sabía quién o qué era? Gigi se levantó, se frotó para quitarse el polvo y la tierra de la piel, y se metió en la bañera. Se sentó y se puso a reflexionar en las opciones que tenía. Connie, pensó. Connie.

Después, recostándose para que las burbujas le llegaran hasta la barbilla, pensó en la nariz de Seneca, en el modo en que se le movía cuando dormía, en la inclinación de sus labios cuando no sabía si sonreír o no, en sus cejas espesas y de forma perfecta. Y en su voz: suave, levemente ávida. Como un beso.

En el cuarto de baño situado en el otro extremo del pasillo, una Mavis eufórica se lavaba delante del lavabo. Después se cambió de ropa y bajó a la cocina para preparar la cena. Las sobras del pollo picadas con pimientos y cebolla, estragón, alguna clase de salsa, quizá de queso, y todo envuelto en esas tortitas que Connie le había enseñado a hacer. Eso le gustaría. Le llevaría una bandeja a Connie y le contaría lo que había sucedido. De la pelea no diría una palabra. Eso no era importante. En realidad, se había divertido. Vapulear a Gigi, incluso morderla, era divertido, igual que cocinar. Una prueba más de que la vieja Mavis había muerto. La que no podía defenderse de una niña de once años, menos aún de su marido. La que no podía pensar o hacer una simple comida, que recurría a las tiendas de comida preparada, ahora creaba exquisiteces, como las crepes, sin tener que ir a comprar cada día.

De todos modos, le había afectado la alusión de Gigi a su falta de vida sexual, aunque, en cierto sentido, también tenía gracia. Cuando Frank y ella se casaron, a ella le gustaba. Más o menos. Después se convirtió en una tortura obligada, duraba un poco más, pero no era muy distinto de cuando la tiraba de la silla a bofetadas. Los años pasados en el convento habían estado libres de todo eso. No obstante, cuando la cosa llegó por la noche, ya no la rechazó. En otro tiempo, había sufrido alguna pesadilla ocasional: un cachorro de león le roía el cuello. Últimamente había adoptado otra forma —humana— y se le echaba encima o se acercaba a ella por detrás.

—Un incubo —le dijo Connie—. Recházalo.

Pero Mavis no pudo, o no quiso. Ahora deseaba saber si lo que Gigi había dicho acerca de ella era el motivo de que lo hubiese acogido bien. Todavía tenía a Merle y a Pearl, sentía su ir y venir en cada habitación del convento. Quizá debería admitir, confesar a Connie que si añadía las visitas nocturnas a los niños que reían y a una «madre» que la quería, conseguía algo así como una familia feliz. Mejor aún: cuando le llevara la cena a Connie, le contaría lo de la recepción, el modo en que Gigi había hecho que todo el mundo se sintiera incómodo, especialmente Soane, y después le preguntaría qué tenía que hacer con las visitas nocturnas. Connie lo sabría. Connie.


El sarape de cachemir de Norma Fox resultó útil una vez más. Seneca envolvió a Pallas con él y le preguntó si quería algo. ¿Agua? ¿Algo para comer? Pallas indicó que no con un gesto. Todavía no puede llorar, pensó Seneca. El dolor era demasiado hondo. Cuando empezara a subir, enseguida aparecerían las lágrimas, y Seneca quería que Connie estuviese allí cuando sucediera. De manera que dio calor a la chica lo mejor que pudo, intentó arreglarle la espesa cabellera y, tras coger una vela, la llevó a ver a Connie.

Parte del sótano, una estancia enorme y fría con el techo abovedado, unía las paredes llenas de hileras de botellas. Vino tan viejo como Connie. Las monjas raras veces lo tocaban, le explicó Connie, sólo cuando conseguían que acudiera un sacerdote para decir misa, algo que todas deseaban. Y algunas Navidades preparaban un bizcocho y lo emborrachaban con Veuve Clicquot de 1915 en lugar de ron. Alrededor, entre las sombras, acechaban las siluetas de baúles, cajas de madera, muebles en desuso y rotos. Mujeres desnudas en mármol pulido; hombres en piedra áspera. En el extremo más alejado se hallaba la puerta que daba a la habitación de Connie. Aunque no estaba destinada a una doncella, como había dicho Mavis, nadie tenía claro cuál podía ser su propósito original. Connie la utilizaba, le gustaba por su oscuridad. Allí la luz del sol no suponía una amenaza para ella. Seneca llamó a la puerta; como no obtuvo respuesta, la abrió empujando. Connie estaba sentada en una mecedora de mimbre y roncaba ligeramente. Cuando Seneca entró, despertó al instante.

—¿Quién trae esta luz?
—Soy yo, Seneca. Y una amiga.
—Ponla aquí —indicó, señalando una cómoda situada a sus espaldas.
—Ésta es Pallas. Llegó hace un par de días. Dice que quiere conocerte.
—¿Eso dice?


La débil llama de la vela hacía que fuera difícil distinguirlo, pero Seneca reconoció a la Virgen María, el par de brillantes zapatos de monja, el rosario y, sobre el tocador, algo que echaba raíces en una jarra con agua.

—¿Quién te ha hecho daño, niña? —preguntó Connie.

Seneca se sentó en el suelo. Tenía pocas esperanzas de que Pallas dijese gran cosa, si es que decía algo, pero Connie era mágica. Bastó con que extendiera la mano para que Pallas se acercara a ella, se sentara en su regazo y se pusiera a hablar y llorar a la vez; después sólo lloraba, y Connie dijo:

—Bebe un poco de esto. —A continuación añadió—: Qué pendientes tan bonitos. Pobrecita mía, pobre, pobrecita mía. Han hecho daño a mi pobre niña.

Hubo que recurrir al vino, y aun así llevó una hora; incompleta, inconexa y deshilvanada, pero salió por fin la historia acerca de quién le había hecho daño.

Perdió los zapatos, explicó, de manera que al principio nadie se detuvo a recogerla. Después, dijo, la mujer india con sombrero de fieltro, o, más bien, un camión lleno de indios se detuvo al amanecer mientras ella cojeaba descalza, con los pantalones cortos, junto a la carretera. Conducía un hombre. A su lado estaba la mujer, con un niño sobre las rodillas. Pallas no sabía decir si era un niño o una niña. Había seis hombres jóvenes sentados en la parte trasera. Fue la mujer quien consiguió que accediera a subir al camión. Bajo el ala del sombrero, los ojos de color gris aguanieve eran inexpresivos, pero su presencia entre los hombres los civilizaba, igual que al niño sentado en su regazo.

—¿Hacia dónde vas? —preguntó.

Fue entonces cuando Pallas descubrió que no le funcionaban las cuerdas vocales. Era incapaz de competir con el solitario molino que rechinaba en el campo que se extendía detrás de ella. De manera que indicó en la dirección en que iba el camión.

—Entonces, sube —dijo la mujer.

Pallas subió entre los varones —casi todos de su edad— y se sentó tan lejos de ellos como pudo, rezando para que la mujer fuera su madre hermana abuela, o cualquier otra influencia que los mantuviese a raya.

Los chicos indios la miraron, pero no dijeron nada. Con los brazos apoyados sobre las rodillas, miraban sin sonreír sus pantalones cortos de color rosa, su camiseta con dibujos fosforescentes. Al cabo de un rato, abrieron unas bolsas de papel y empezaron a comer. Le ofrecieron un grueso bocadillo de salchicha ahumada y una de las cebollas que comían como si fueran manzanas. Temerosa de que consideraran un insulto su negativa, Pallas aceptó, y se encontró comiéndoselo todo igual que un perro, tragando sin masticar, sorprendida por el hambre que tenía. El balanceo del camión hacía que se adormeciera y despertara, luchando contra un sueño en el que el agua negra se filtraba dentro de su boca, su nariz. Pasaron por lugares con casas desperdigadas, pero no se detuvieron hasta que llegaron a una población de cierto tamaño. Para entonces ya había atardecido. El camión avanzó por una calle vacía y se paró delante de una iglesia baptista que tenía un cartel que rezaba: «Primitiva».

—Espera aquí —dijo la mujer—. Vendrá alguien y se ocupará de ti.

Los chicos la ayudaron a bajar y el camión se alejó.

Pallas esperó en las escaleras de la iglesia. No veía ninguna casa y no había nadie en la calle. A medida que el sol descendía, el aire se tornaba sólido. Sólo las plantas de los pies, que tenía en carne viva y le ardían, la distraían del frío que poco a poco le llegaba hasta la médula. Finalmente, oyó un motor y, cuando levantó la cabeza, volvió a ver a la india, pero esta vez sola, al volante del mismo camión.

—Sube —le indicó a Pallas, y la llevó a un edificio bajo con techo de chapa ondulada, a varias manzanas de distancia—. Entra aquí —dijo—. Es un consultorio médico. No sé si te han molestado o qué. Me parece que sí, que te han molestado, pero no digas nada. Yo no sé si es verdad, pero no se lo digas, ¿me oyes? Es mejor. Di que te han pegado, que te han echado o algo así. —Sonrió, aunque sus ojos conservaron una expresión grave—. Tienes el pelo lleno de algas. —Se quitó el sombrero y lo colocó sobre la cabeza de Pallas—. Adelante.

Pallas permaneció sentada en la sala de espera junto con pacientes tan callados como ella. Dos mujeres mayores con la cabeza cubierta por un pañuelo; un niño con fiebre, en brazos de su adormilada madre. La recepcionista la miró con curiosidad malsana, pero no dijo nada. Amenazaba con anochecer cuando entraron dos hombres, uno de ellos con la mano medio arrancada. A Pallas y a la madre adormilada les tocaba pasar, pero el hombre, que iba empapando una toalla de sangre, tuvo preferencia. Mientras la recepcionista se lo llevaba, Pallas salió corriendo por la puerta, giró en la esquina del edificio y vomitó hasta el último resto de la cebolla y la salchicha. Mientras sufría violentas arcadas, oyó, antes de verlas, a dos mujeres que se acercaban. Ambas llevaban gorro de ducha y uniforme azul.

—Mira —dijo una.

Se acercaron a Pallas y se quedaron allí, con la cabeza inclinada, mirándola vomitar.

—¿Entras o sales?
—Debe de estar embarazada.
—¿Quieres ver a la enfermera, muchacha?
—Será mejor que se dé prisa.
—Vamos a llevársela a Rita.
—Llévala tú, Billie. Yo tengo que irme.
—Tiene sombrero, pero no zapatos. De acuerdo, márchate. Hasta mañana.

Pallas se incorporó, agarrándose el vientre y respirando pesadamente por la boca.

—Oye, la consulta cierra, a menos que tengas una urgencia. ¿Estás segura de que no estás embarazada?

Pallas, se estremeció en un intento de controlar otra arcada.

Billie se volvió a tiempo para ver que el coche de su amiga dejaba el aparcamiento; después bajó la vista hacia el vómito. Sin hacer una mueca, le echó tierra encima con el pie hasta taparlo.

—¿Dónde tienes el bolso? —preguntó, alejando a Pallas del vómito cubierto de tierra—. ¿Dónde vives? ¿Cómo te llamas?

Pallas se tocó la garganta e hizo un ruido similar a una llave que se intentara hacer girar en una cerradura que no era la que le correspondía. Todo cuanto pudo hacer fue negar con la cabeza. Como un niño solo en un parque desierto, escribió su nombre en el suelo con el dedo del pie. Después, lentamente, imitando el modo en que la chica había borrado el vómito, lo cubrió por completo de tierra roja.

Billie se quitó el gorro de ducha. Era mucho más alta que Pallas y tuvo que inclinarse para mirar sus ojos bajos.

—Ven conmigo, muchacha —dijo—. Me parece que lo estás pasando muy mal, y sé lo que digo; no es la primera vez que veo a alguien así.

La hizo subir al coche y condujo a través del aire azul de la tarde mientras le hablaba con calma, de manera tranquilizadora.

—Te llevo a un sitio donde podrás quedarte. Nadie te hará preguntas. Yo estuve allí una vez y se portaron bien conmigo. Mejor que… Bueno, se portaron bien. No tengas miedo. Yo lo tenía. Miedo de ellas, quiero decir. Por aquí no hay muchas chicas como ellas —dijo, y soltó una carcajada—. Están un poco chifladas, pero son pacíficas, tranquilas. No te sorprendas si no llevan ropa. Al principio yo me sorprendía, pero después fue como, no sé, como si no importara. Mi madre me habría enviado a la luna de un guantazo si yo hubiese ido por ahí de esa manera. Bueno, en cualquier caso puedes recuperarte allí, pensar en tus cosas, sin que nada ni nadie te moleste. Cuidarán de ti o te dejarán sola, como prefieras.

El azul iba haciéndose más oscuro alrededor de ellas y a lo lejos brillaba una banda de color plata. Los campos se rizaban bajo el viento cálido, pero cuando llegaron al convento, Pallas estaba temblando.

Después de dejarla al cuidado de Mavis, la chica dijo:

—Volveré para ver cómo sigues, ¿de acuerdo? Me llamo Billie Cato.

La vela se había consumido hasta quedar reducida a un par de centímetros, pero la llama era alta. La mecedora oscilaba. Connie respiraba tan profundamente que Pallas pensó que estaba dormida. Podía ver a Seneca, con la mano en la barbilla, el codo apoyado en la rodilla, la cara levantada para mirarla, pero la llama de la vela, como la luz de la luna en Mehita, distorsionaba los rostros.

Connie se agitó.

—Te he preguntado quién te ha hecho daño. Me dices quién te ayudó. ¿Quieres guardar en secreto la otra parte?

Pallas no respondió.

—¿Cuántos años tienes? Estaba a punto de contestar que dieciocho, pero se decidió por la verdad.
—Dieciséis —dijo—. El año que viene debería comenzar el último curso.

Se habría echado a llorar otra vez por el curso perdido si Connie no se la hubiera quitado de encima con brusquedad.

—De pie. Me rompes las piernas.
—Después, con voz más suave, añadió—: Vete a dormir un poco. Quédate todo el tiempo que quieras y cuéntame el resto cuando te venga en gana.

Pallas se puso de pie y se tambaleó un poco a causa de la mecedora y el vino.

—Gracias. Aunque… Quizá sea mejor que llame a mi padre. Supongo.
—Te llevaremos —dijo Seneca—. Sé dónde hay un teléfono, pero tienes que dejar de llorar, ¿me oyes?

Entonces se fueron, caminando con cuidado a través de la oscuridad, los ojos acostumbrados a la escasa luz de la vela. Pallas, criada bajo la luminosidad excesiva de Los Ángeles, en casas sin sótano, los asociaba con el mal de las películas o los bichos reptantes. Sin embargo, sus gestos eran expresión de la alarma por lo que esperaba, no por lo que sentía. En realidad, mientras subían por las escaleras se sentía tranquilizada por las imágenes de una abuela que se mecía apaciblemente, brazos, regazo, una voz cantarina. La casa entera parecía impregnada de una bendita ausencia de masculinidad, como si fuera un dominio protegido, libre de cazadores y, al mismo tiempo, estimulante. Como si pudiera encontrarse a sí misma —un yo desenfrenado, legitimado, pero que ella consideraba que «moraba»— en una de las muchas habitaciones de aquella casa.

Sobre la mesa había una fuente con algo que tenía aspecto de tortita. Gigi, arreglada y callada —sólo el labio torcido estropeaba su maquillaje—, jugueteaba con su radio, intentando encontrar la emisora que ponía lo que quería oír: nada de noticias sobre agricultura, música country o rollos bíblicos. Mavis estaba delante de la cocina, murmurando instrucciones para sí.

—¿Está bien, Connie? —preguntó Mavis cuando las vio entrar.
—Muy bien. Se ha portado muy bien con Pallas. ¿No es cierto, Pallas?
—Sí. Es agradable. Ahora me encuentro mejor.
—Vaya, si eso habla —dijo Gigi.

Pallas sonrió.

—Pero ¿va a seguir vomitando? Ésa es la cuestión.
—Gigi, por todos los demonios, cállate. —Mavis miró a Pallas con ansiedad—. ¿Te gustan las crepes?
—Mmm. Estoy muerta de hambre —contestó Pallas.
—Hay muchas. He separado las de Connie, y puedo hacer todavía más si quieres.
—Eso necesita algo de ropa. —Gigi estaba examinando a Pallas atentamente—. Nada de lo que tengo le servirá.
—Deja de llamarla «eso».
—Lo único que vale la pena de cuanto tiene es un sombrero. ¿Dónde lo habéis puesto?
—Tengo unos tejanos que puedo darle —dijo Seneca.
—Lávalos primero.
—Claro.
—¿Claro? ¿Por qué dices «claro»? No te he visto lavar ni una sola cosa desde que llegaste, ni siquiera a ti.
—¡Ya está bien, Gigi! —exclamó Mavis apretando los dientes.
—¡Pues es la verdad! —Gigi se inclinó sobre la mesa hacia Seneca—. No tenemos muchas cosas, pero jabón sí tenemos.
—He dicho que los lavaré, ¿no? —Seneca se secó el sudor de debajo de la barbilla.
—¿Por qué no te arremangas? Pareces una yonqui —dijo Gigi.
—Mira quién habla. —Mavis soltó una risita.
—Hablo de caballo, muchacha; no de un poco de hierba.

Seneca miró a Gigi.

—No me meto sustancias químicas en el cuerpo.
—Pero lo hacías, ¿verdad?
—No, no lo hacía.
—Entonces, enséñame los brazos.
—¡Lárgate!
—¡Gigi! —gritó Mavis.

Seneca parecía muy dolida.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Gigi.
—¿Por qué eres así? —preguntó Seneca.
—Lo siento, ¿vale? —No era frecuente que reconociera algo así, pero parecía sincera.
—Nunca he tomado drogas. ¡Nunca!
—He dicho que lo sentía. Por Dios, Seneca.
—Ésta sí que es peor que una aguja, Sen. No para de fastidiar. —Mavis limpió su plato—. No dejes que te lo clave en la piel: ahí es donde está la sangre.
—¡Cierra la puta boca!

Mavis se echó a reír.

—De nuevo a las andadas. Dura mucho su «lo siento».
—Le he pedido perdón a Seneca, no a ti.
—Dejémoslo correr —dijo Seneca con un suspiro—. ¿Podemos abrir la botella, Mavis?
—No podemos, debemos. Tenemos que celebrar que Pallas está aquí, ¿verdad?
—Y que habla —apuntó Seneca con una sonrisa.
—Y que tiene apetito; mira cómo come.

Carlos había matado el hambre de Pallas. Mientras él la quería (o parecía quererla), toda comida que no fuera aquel primer perrito caliente con chile fue una molestia, un pretexto para beber una Coca-Cola o un motivo para salir. El exceso de peso que había intentado combatir desde que estaba en la escuela elemental desapareció. Carlos nunca había hecho ningún comentario sobre su peso, pero el que ella, que era una bolita de grasa, le gustara desde el principio —la hubiera escogido, le hiciera el amor—, selló su confianza en él. Su traición cuando ella estaba más delgada que nunca hacía más intensa su vergüenza. La pesadilla que la obligó a esconderse en un lago desplazó por un tiempo a la traición, a la herida que la había echado de la casa de su madre. No había sido capaz de contarla en susurros en la oscuridad de una habitación iluminada por una vela. Había recuperado la voz, pero las palabras para contar su vergüenza estaban adheridas a su garganta como pólipos.

El queso fundido que cubría aquella especie de crepetortita era de sabor penetrante; los trozos de pollo sabían de verdad, como la carne; la mantequilla pálida, casi blanca, que goteaba del maíz tierno no se parecía a nada de aquello a lo que estaba acostumbrada; tenía un gusto cremoso, suave. Una salsa caliente y dulce cubría el pudín de pan. Y vaso tras vaso de vino. El miedo, la disputa, la náusea, la terrible pelea en el suelo, las lágrimas en la oscuridad, todo el drama del día se disipó en el placer de masticar aquella comida. Cuando Mavis regresó de llevar la cena a Connie, Gigi había encontrado su emisora y bailaba al ritmo de la música, con la puerta trasera de la casa abierta para oír mejor. Se acercó bailando a la mesa y se sirvió más vino. Con los ojos cerrados y moviendo las caderas, unió las manos por detrás del cuello de una pareja mágica. Las otras mujeres la miraron mientras terminaban de cenar. Cuando sonó el éxito del año anterior, Killing Me Softly, no tardaron mucho en hacer lo mismo. Incluso Mavis. Primero separadas, imaginando a sus compañeros. Después en parejas, imaginándose las unas a las otras.

Calmadas por el vino, aquella noche se sumieron en un sueño profundo como la muerte. Gigi y Seneca en un dormitorio. Mavis, sola, en otro. De manera que fue Pallas, que dormía en el sofá de la oficina o sala de juegos, quien oyó que llamaban a la puerta.

La chica tenía zapatos de seda blanca y un vestido de tirantes de algodón. Llevaba un trozo de pastel de boda en un plato nuevo de porcelana. Y lucía una sonrisa majestuosa.

—Ahora estoy casada —anunció—. ¿Dónde está él? ¿O fue ella?

Más tarde, aquella misma noche, Mavis dijo:

—Deberíamos haberle dado una de esas muñecas. Algo.
—Está loca —apuntó Gigi—. Lo sé todo acerca de ella. K. D. me lo contó todo, y está completamente loca. En qué lío se ha metido ése.
—¿Y por qué tenía que venir en su noche de bodas? —preguntó Pallas.
—Es una larga historia. —Mavis se limpiaba el brazo dándose toquecitos con alcohol, mientras comparaba los arañazos nuevos con los que Gigi le había hecho ahí mismo—. Vino hace años. Connie la ayudó a tener su niño. Aunque ella no lo quería.
—¿Y dónde está?
—Creo que con Merle y Pearl.
—¿Quiénes son ésos?

Gigi lanzó una mirada a Mavis.

—Murió.
—¿Y ella lo sabe? —preguntó Seneca—. Dice que lo matasteis.
—Ya os he dicho que está loca.
—Se marchó enseguida —explicó Mavis—. No sé lo que sabe. Ni siquiera quiso mirar a la criatura.

Guardaron silencio por unos instantes, imaginando la escena: su cara mirando hacia otro lado, las manos contra las orejas para no oír el llanto vigoroso, pero lastimero. No habría pezón. Nada para poner en aquella boquita. Ningún hombro materno contra el que acurrucarse. Ninguna de ellas quería recordar ni saber lo que había sucedido más tarde.

—A lo mejor no era de K. D. —aventuró Gigi—. Quizás había cortado con él.
—¿Y qué? ¿Y qué si no era de él? Era de ella. —Seneca parecía dolida.
—No lo entiendo. —Pallas se acercó a la cocina, donde estaba el pudín hecho con restos de pan.
—Yo sí. En cierto modo —dijo Mavis, y suspiró—. Voy a preparar un poco de café.
—Para mí no, me vuelvo a la cama —anunció Gigi con un bostezo.
—Estaba fuera de sí, ¿crees que habrá podido volver?
—Santa Seneca. Por favor…
—Gritaba —dijo Seneca, mirando a Gigi.
—Igual que nosotras. —Mavis midió el café y lo echó en la cafetera.
—Sí, pero no la hemos insultado.

Gigi hizo chasquear la lengua.

—¿Cómo llamarías a una loca que no tiene nada mejor que hacer en su noche de bodas que ir a buscar a un bebé muerto?
—¿Arrepentida?
—¿Arrepentida? Y una mierda —contestó Gigi—. Lo que quiere es pegarse como una lapa a ese estúpido con el que se ha casado.
—¿No habías dicho que te ibas a la cama?
—Me voy. Vamos, Seneca.

Seneca hizo caso omiso de su compañera de habitación.

—¿Debemos contárselo a Connie?
—¿Para qué? —soltó Mavis—. Mira, no quiero que esa chica se acerque a Connie.
—Creo que me ha mordido. —Pallas parecía sorprendida—. Mira, ¿esto son marcas de dientes?
—¿Qué quieres? ¿Qué te pongan la antirrábica? —Gigi bostezó—. Vamos, Sen. Eh, Pallas, ilumina un poco.

Pallas la miró.

—No quiero dormir aquí abajo sola.
—¿Quién ha dicho que tenías que quedarte aquí? Fue idea tuya.
—Arriba no hay más camas.
—Por Dios. —Gigi se dirigió hacia el pasillo, seguida de Seneca—. Qué criatura.
—Ya te lo he dicho. Las otras están almacenadas en el sótano. Mañana subiré una. Esta noche puedes dormir conmigo —le dijo Mavis—. No te preocupes, no volverá. —Miró hacia la puerta y luego observó cómo se filtraba el café—. A propósito, ¿cómo te llamas? De apellido, quiero decir.
—Truelove.
—¿Truelove, amor verdadero, en serio? ¿Y tu madre te puso de nombre Pallas?
—No, fue mi padre.
—¿Y cómo se llama ella, tu madre?
—Dee Dee. Viene de Divine.
—¡Ohhh! Me encanta. ¡Gigi! ¡Gigi! ¿Has oído esto? Se llama Divine, Divine Truelove.

Gigi volvió corriendo y asomó la cabeza por la puerta. Seneca también.

—¡Qué no! ¡Ése es el nombre de mi madre!
—¿Se dedica al striptease? —preguntó Gigi, con una gran sonrisa.
—Es artista.
—Todas lo son, querida.
—No os metáis con ella —murmuró Seneca—. Ha tenido un día muy largo y difícil.
—De acuerdo, de acuerdo. Buenas noches… Divine. —Gigi se marchó.
—No le hagas caso —dijo Seneca y, mientras se iba, añadió—: Tiene el cerebro de un mosquito.

Mavis, todavía sonriendo, sirvió café y cortó pudín de pan, le sirvió un trozo a Pallas y se sentó a su lado, mientras soplaba el vapor del café. Pallas repitió por tercera vez. —Enséñame las marcas de los dientes —le pidió Mavis. Pallas inclinó hacia un lado la cabeza y tiró del cuello de la camiseta para enseñar el hombro.
—¡Oooh! —exclamó Mavis.
—¿Todos los días son iguales por aquí? —preguntó Pallas.
—Oh, no. —Mavis acarició la piel herida—. Es el lugar más tranquilo del mundo.
—¿Mañana me llevaréis para que telefonee a mi padre?
—Ajá. Antes que nada. —Mavis dejó de hacerle caricias—. Me gusta tu pelo.

Terminaron de comer en silencio. Mavis cogió la lámpara y dejaron la cocina en la oscuridad. Cuando se encontraron delante de la puerta del dormitorio de Mavis, no la abrió. Se quedó inmóvil.

—¿Oyes? Están contentos —dijo con una sonrisa, tapándose la boca—. Lo sabía. Les gusta el bebé. Lo quieren. —Se volvió hacia Pallas—. También les gustas. Piensan que eres divina.

(Continuará...)

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